Franco
Resucitado
Por
Cristina Losada
¿Hay muertos que están vivos? Tenemos el caso de Elvis Presley,
cuyos fans se consuelan pensando que no murió aquel infausto 16
de agosto de 1977 y que por ahí anda, aún vivo. Y tenemos el
caso del general Francisco Franco, que es más morboso, porque
no son sus fans, sino sus oponentes los que se han empeñado en
insuflarle vida. Sus oponentes de ahora, para añadir un
contrasentido más. Esos antifranquistas retrospectivos que lo
resucitan para poder hacerle fechorías sin riesgo alguno y
extraer del macabro ceremonial unas gotas de rédito político.
La última de estas resurrecciones de Franco ha tenido lugar en
Ponteareas, municipio pontevedrés. El nuevo ayuntamiento,
gobernado por PSOE y BNG gracias a los votos de cuatro de los
cinco concejales del PP, decidió que se tapase un busto de
Franco durante la procesión del Corpus. Franco era muy
religioso, así que el castigo estaba bien pensado: que no viera
la procesión ni a través de su estatua. Porque las miles de
personas que acudieron a la villa para admirar las alfombras
florales que se confeccionan para la fiesta, sí que vieron más
que nunca el busto del dictador, embalado como estaba en plásticos
cutrones y atado con sogas. Un paquete a lo Christo, pero
deliberadamente antiestético.
El verano debe ser buena época para las resurrecciones. Hace un
año ocurría el milagro en Ferrol, donde el anterior alcalde,
del BNG, retiraba la estatua ecuestre del que fuera hijo de la
villa para que dejara de galopar y liar el tráfico. La hazaña
no le sirvió para ganar las elecciones el 25-M, pero los
nacionalistas han reincidido, acompañados ahora por los
socialistas. Se han olvidado éstos, qué desaire, de que Felipe
González, consideraba estúpidas y cobardes esas venganzas
retrospectivas, como recordaba Pío Moa en el artículo que
dedicó al episodio ferrolano (Con nocturnidad y alevosía, Libertad
Digital 17-07-02),
El “mensaje” de estas gamberradas políticas es simple y
claro: quedan restos del franquismo que hay que mandar al
basurero, la transición aún está por hacer. La batalla por la
alcaldía ponteareana se ha presentado así como una pugna entre
la democracia y el antiguo régimen, encarnado éste por un
alcalde que ocupó 35 años el cargo, nunca renegó de sus orígenes
falangistas (El País, 14-6-03) y mantuvo los símbolos
del franquismo: el busto y una vidriera en el ayuntamiento. La
cuestión incómoda es que José Castro ganó por mayoría
absoluta todas las elecciones de la democracia y hasta obtuvo en
las últimas, ya expulsado del PP, el mayor número de votos. De
lo cual se deduce que o los ponteareanos son en su mayoría de
camisa azul o les importa poco que Castro no renegara de sus orígenes.
Que son los de muchos otros españoles y no pocos popes de la
izquierda y el progresismo.
La ignorancia histórica y el oportunismo se juntan en esta
movida de las estatuas. Si uno se ha creído que la guerra civil
fue provocada por unos fascistas genocidas para destruir una
democracia ejemplar, no aceptará fácilmente que aquellos
monstruos se hayan ido de rositas y querrá vengarse, aunque sea
en las piedras. Si uno quiere echar a la derecha del gobierno,
pero anda escaso de equipaje político y ético, procurará
deslegitimarla sacando a relucir sus orígenes franquistas e
insistirá en que ese pasado contamina su presente. Y si uno es
de esos raros españoles que no corrió delante de los grises,
hizo carrera bajo el franquismo y necesita quitarse “la
mancha”, tratará de ser el primero en tirarle piedras al
muerto resucitado. No son pocos los que tienen algo que ganar
con la farsa.
También van a ganar algo los ponteareanos. Después de 35 años
en un islote franquista, pueden degustar al fin las delicias de
un gobierno de “progreso”. Para hacer boca, el tapado del
busto y la supresión de la reina de las fiestas por
“sexista”. De primero, reeducación lingüística,
redenominación de calles en gallego y retirada definitiva de la
simbología franquista. De postre, la posibilidad de fundir el
busto y hacer chapas conmemorativas de su merecido fin. Si lo
hacen tendremos a Franco inmortalizado en pins. Para un
gobernante que lleva veintiocho años enterrado, sin duda es una
muestra de vitalidad extraordinaria.
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