Por
qué mis amigos no quieres revisar sus ideas sobre la guerra civil
Por Cristina Losada.
Cuando leí los primeros libros de Pío Moa sobre la II República y la
guerra civil, a las ideas que yo tenía acerca de ambas les pasó lo que
a esas momias que llevan milenios en una tumba herméticamente cerrada:
se hicieron polvo en cuanto recibieron aire fresco. Impresionada por
ello, empecé a correr la voz entre amigos y conocidos que sabía
que guardaban momias parecidas en sus armarios. Lo que me encontré casi
me impresionó más: una resistencia total a contrastar sus ideas con
otras que las impugnaban. Y eso a pesar de que éstas provenían de
alguien que por haber sido de la familia y haberse destacado en
la glorificada lucha antifranquista, debía de tener a sus ojos, como
los había tenido a los míos, un plus de credibilidad. Pues ni por
esas. No es que no quisieran desprenderse de sus benditas reliquias,
cosa comprensible y que no debe hacerse a la ligera; es que no querían
ni echarles un nuevo vistazo.
Sus ideas sobre la guerra las guardaban, como frágiles restos arqueológicos,
bajo un blindaje intelectual y emocional que mis someros resúmenes de
las tesis de Moa y los artículos de éste que les enviaba a modo de
cebo, no lograban traspasar. La mayoría respondió con el silencio. ¿No
conseguía despertar su interés o no tenían ningún interés? Claro
que el silencio casi era preferible a algunas reacciones. Las típicamente
sectarias, como: “Este señor (por Moa) debe ser de extrema
derecha”; es decir, la identificación del disidente con el enemigo,
de pura cepa estaliniana. La falsa neutralidad: “No quiero entrar en
polémicas”, para recomendarme acto seguido “Soldados de Salamina”
como modelo de aproximación ecuánime a la guerra. Y la frívola
descalificación: “Está loco”, lanzada por quien no había leído
nada del así diagnosticado, pero había oído campanas. Cuando las
campanas fueron campanazo, cuando el diario El País, velando siempre
por el bienestar de su feligresía, puso las obras de Moa en su Índice
de lecturas no recomendadas, la frase fue: “Está muy
desacreditado”.
Por entonces aún pensaba yo que en la izquierda, salvo en las
fortalezas partidarias y en los reductos estalinistas, el sentido crítico
no se cultivaba sólo de boquilla y se intentaba mirar el derecho y el
revés de las cosas. Pero ahí estaban unas personas que creían poseer
aquel sentido en grado sumo, resistiéndose a la crítica y renunciando
a hacerse una opinión personal sobre un asunto importante para ellas.
Como lamelibranquios en apuros, echaban el cierre y allá vinieran olas
y mareas que les daba igual; ya se encargarían otros de filtrar todo
aquello y de demostrar que era basura, como barruntaban.
Y así fue, pues en cuanto a Moa lo entrevistaron en televisión y el
PSOE e Izquierda Unida tuvieron la ocurrencia de quejarse, los guardamentes
de la familia, tal vez aguijoneados por la espectacular acogida del público
a Los mitos de la guerra civil [1],
rompieron el silencio con el que habían fulminado hasta entonces las
obras del historiador. Habló el oráculo por la pluma de Javier Tusell,
y ya mis conocidos y amigos supieron lo que debían pensar: los
“historiadores serios” habían llegado en su día a un consenso
sobre la República y la guerra civil, y aquel iconoclasta de Moa había
osado perturbarlo cuando además no formaba parte de la curia académica,
cuando no era, ¡horror!, sino un amateur[2].
Es decir, que mis amigos aceptaban un juicio, exabrupto clasista
incluido, según el cual, los hechos históricos admiten
interpretaciones hasta que se llega a un consenso, y luego se cierra la
ventanilla. Era la negación misma del espíritu crítico y del proceso
del conocimiento. En la historiografía y en todo lo demás. Con la
mentalidad de un Tusell, y de los que luego abundaron en su criterio, el
hombre posiblemente no hubiera llegado al Paleolítico. Pero mis
conocidos se embaularon aquel reaccionario dictamen, que les permitía
seguir refugiados en su caparazón.
Caí entonces en la cuenta de que hasta en los más heterodoxos pastos
de la izquierda la proclamada voluntad crítica y autocrítica no pasaba
de huera retórica, y que esa retórica cumplía una curiosa función:
la de reforzar la inmunidad frente al virus de la crítica. Y
aquellas defensas se activaban para proteger una idea de la guerra
civil, la cual, sesenta y muchos años después de su estallido y al
cabo de veintitantos de democracia, debía considerarse como un episodio
histórico más, sujeto a investigaciones e interpretaciones cuya
calidad tendría que juzgarse por su concordancia con los hechos y su
capacidad para explicarlos, y no porque reconfortaran y satisficieran
emocionalmente o corroboraran las inclinaciones políticas de cada cual.
Aquella reacción visceral no podía atribuirse a que sus familias
hubieran sufrido la represión del bando franquista, pues muy pocos había
en ese caso. Su reacción nacía de otros manantiales, aunque conducía
al mismo estanque en el que nadaban, más comprensiblemente, los que habían
sufrido heridas: el de un pasado mítico, un pasado que no se permite
que quede atrás, que se quiere siempre presente. Un pasado que al no
aceptar que sea historia, de vocación objetiva, y perpetuarlo como
memoria, de raíz subjetiva, no era lícito revisar.
Pero ¿qué pescaban en aquellas aguas inmóviles? Algo debían de sacar
de allí, que era importante. No se aferra uno a una idea del pasado si
ésta no tiene trascendencia para el presente. ¿A qué venía si no,
tanta resistencia? ¿Por qué era intocable aquella versión que daban
por cierta? ¿Era que la duda, roedor incómodo e insaciable, podía
acabar no sólo con esa creencia, sino también con otras, tal vez con
las vigas maestras y con la casa entera?
La narración narcisista
Los que hemos pertenecido a la familia sabemos por experiencia
que la guerra civil es la gran epopeya de la izquierda española. Tal
como ha querido contársela y contarla, es la “narración
narcisista”[3]
con la que la izquierda ha construido su imagen. La identidad de pueblos
y grupos, y de los individuos que se consideran parte de ellos, se nutre
de esos cuentos del pasado, que son de enorme resistencia al
cambio y a la verdad histórica. No es conveniente ni agradable dejar de
ser el “bueno” de la historia. Y aún lo es menos que otro deje de
ser el “malo”, lo que significa perder el papel de “víctima”.
Así que suele negarse cuanto contradiga esas narraciones, y se procura
vestirlas con los hábitos de la Historia, para lo cual nunca faltan
voluntarios y mercenarios.
La versión de la guerra civil que maneja la izquierda es de un
narcisismo esplendoroso. Si, como dice, el conflicto fue provocado por
una derecha fascista ante la amenaza que el régimen republicano suponía
para los privilegios de la oligarquía, ella queda limpia de
polvo y paja y todo el peso de la culpa recae sobre el otro bando.
Esta cómoda postura, útil pero nefasta para una futura convivencia, se
adoptó a pesar de que algunos dirigentes de la II República
reconocieron, vista la debacle, que tenían por lo menos parte de
responsabilidad en lo ocurrido. Pero esa vía se taponó enseguida
y hasta se arrinconó y despreció a aquellos “republicanos” cuyo
testimonio emborronaba la imagen idílica que se quería dar de la República
y del Frente Popular.
Al presentar la guerra como un enfrentamiento entre el fascismo y la
democracia, el drama se reduce a un guión de buenos y malos, y en él
la izquierda se reserva naturalmente el mejor papel, el de héroe de la
luz y víctima de las tinieblas, representadas éstas por una derecha
nacida en las cavernas de la España negra. Ese cliché no es más
que un destilado de la propaganda que hizo de sí misma la II República
y de la que pergeñaron los comunistas para el Frente Popular[4].
Sólo por eso debería sospecharse que se halla tan cerca o tan lejos de
la verdad como la propaganda del bando franquista. Sin embargo, en el
extranjero, donde prendió con facilidad en gran medida porque el
mensaje entroncaba con una visión tradicional que se tenía de España
en Europa[5],
sigue siendo “la verdad” para el grueso de la opinión. Y aquí
se ha transmitido y difundido tanto que hasta quienes bajo el franquismo
considerábamos la guerra como un episodio revolucionario,
desgraciadamente fracasado, terminamos por hacer nuestra esa versión light[6].
Y es que esta “narración narcisista” le ofrece al consumidor de
izquierdas una mercancía irresistible: un abono para uno de sus mitos básicos,
el de su superioridad moral. Y esa superioridad, que queda patente si
defendió al “gobierno elegido por el pueblo” frente al fascismo, es
mucho más discutible si potenciaba una situación revolucionaria y se
proponía eliminar al “enemigo de clase”. La legitimidad de la
izquierda gana puntos con la primera versión y los pierde si resulta
que, como muestran Moa y otros autores, es más cierta la segunda.
Los comunistas de la época explotaron a fondo el valor propagandístico
del cliché y continuaron haciéndolo bajo el franquismo. Pero le presta
servicios a toda la izquierda. El esquema lleva en su reverso un retrato
del “otro” como destructor de la democracia, y es por tanto una
buena carta para guardarse en la manga. Su valor debe ser alto, pues hay
toda una cohorte de historiadores e intelectuales dedicados a
conservarla en perfecto estado, haciendo incluso como que la limpian de
mitos y falacias[7].
Merced a esta engañifa, la izquierda cubre sus raíces antidemocráticas
y quita las manchas que ha dejado en su currículo la represión
ejercida por el bando frentepopulista. La bondad de los fines –la
democracia-, así como la maldad, en los fines y en los medios, del
bando opuesto –el fascismo-, disculpan los desmanes. Se produce así
una asimetría peculiar: las salvajadas de la izquierda se presentan
como casos particulares, atribuibles a pequeños grupos y a individuos,
y nacidos de la justa “ira del pueblo”; las de la derecha se
consideran la marca de la casa, y la responsabilidad se
transfiere a todo el grupo, a una derecha de incorregible naturaleza
represiva y brutal.
La versión light de la guerra, que es la que ha acabado
por ser La Versión, y lo seguirá siendo si los libros de Moa, César
Vidal y otros no lo remedian, da, pues, frutos muy dulces para la
familia de la izquierda, y esos son los que pescan mis amigos y
conocidos en el estanque del pasado mítico. Pero si no dejan de acudir
allí es porque no disponen de otras aguas mejores ni más productivas.
Porque la izquierda española no ha querido construir su identidad y
fundar su legitimidad sobre cimientos distintos a los que proporciona
ese pasado falso. Claro que, ¿hubiera podido?
Compensar una frustración
Para los de izquierdas “de toda la vida”, los trece años y pico de
gobierno socialista han sido un trauma difícil de manejar. La llegada
de los socialistas al poder fue la llegada de la Izquierda al poder, el
sueño hecho realidad que despertó en ellos, y en otros muchos, una
euforia y unas expectativas grandiosas. La caída desde aquellas alturas
a la realidad del felipismo, con su traición a las grandes promesas, su
reguero de ineptitud y corrupción, su actitud antidemocrática, su
asalto al Estado de Derecho, su recurso al delito y al crimen, era tan
brutal que mucha gente se quedó en Babia, incapaz de asimilar lo que
estaba pasando. ¡Todas aquellas fechorías se estaban haciendo en
nombre de la Izquierda!
El comportamiento de los socialistas en el gobierno generó confusión y
desarraigo en la familia. La imagen y la identidad de la
izquierda española zozobraban; por el medio, la caída del muro de Berlín
y la constatación a plena luz del fracaso del socialismo, sumían al
grueso de la Izquierda en su peor crisis de identidad. Pero estas
experiencias no condujeron al colectivo a ningún autoexamen relevante.
Unos pocos individuos lo hicieron, mientras que otros, la mayoría,
capearon el temporal como pudieron y en cuanto pasó, salieron del
escondrijo con un gran deseo de olvidar lo ocurrido.
La recuperación de la “narración narcisista” de la guerra civil,
con su secuela sobre los crímenes del franquismo, los propulsa hacia
atrás, al “antes de”, al momento en el cual las cosas estaban
claras y los valores de la izquierda aún brillaban impolutos. En lugar
de reflexionar sobre la experiencia más reciente, se salta sobre ello y
se regresa al pasado lejano. La llamada recuperación de la “memoria
histórica” es el regreso a los momentos estelares de la Izquierda y a
los tenebrosos de la Derecha Es una huida hacia atrás que sirve
finalmente para huir hacia adelante.
Algunos de los valores que la izquierda española se atribuye, y que han
sufrido desperfectos, mejoran al pasar por ese túnel del tiempo. ¿Qué
el felipismo dejó en entredicho la superioridad moral de la izquierda y
la solidez de sus convicciones democráticas, de las que tanto había
presumido y presume? Pues ahí están la guerra civil y el franquismo en
los remakes de Paul Preston y sus discípulos, para reparar los
daños y subirle la moral y la fe al creyente atribulado.
Ya no puede decirse que la izquierda tenga, como siempre se ha jactado
de tener, la exclusiva del progreso y la modernidad: España se ha
modernizado tanto bajo el PSOE como bajo el PP; es más, con la
izquierda el país se sumió en una grave crisis económica, que se
remontó exitosamente con la derecha. Pero la idea de que ésta puede
gobernar eficazmente es indigerible para quienes se han criado en el
dogma de la absoluta incapacidad, ineptitud e incompetencia del
“otro”[8].
Regresar a la II República, que se publicitaba a sí misma como
introductora de la civilización en España, rescata esa imagen de la
izquierda –que considera a la República como propiedad suya- como
poseedora de la llave del Progreso.
El drama de la izquierda española es que ha continuado ofreciendo como
valores exclusivamente suyos aquellos que ella misma ha pisoteado y que
la realidad se ha encargado de desmentir. Y en lugar de renovarse o
refundarse, se ha refugiado en la negación y se ha contentado con
operaciones de maquillaje. Vuelve a las viejas raíces de su identidad
porque las más recientes están podridas y porque ha sido incapaz de
dar una imagen que no sea en negativo: que no se defina primordialmente
por oposición al “otro”.
Volver al pasado heroico ayuda a mis amigos y conocidos a compensar la
frustración creada por tantas traiciones, fracasos y naufragios. Es una
terapia excelente. En el mismo tour regresan al año cero de la
Transición, un proceso que también los dejó frustrados porque no sentó
al franquismo en el banquillo, y redescubren que tuvo “errores”, la
“amnesia” entre ellos. La tara fundamental de la joven democracia
española no son entonces los desastres que resultaron de la apropiación
patrimonial del Estado por el felipismo, sino la pervivencia de residuos
del franquismo. Se desplaza la atención de los defectos que trajo
consigo el antifranquismo a los que trajeron los franquistas y perpetúan
sus sucesores “naturales”. Y a todo esto, no se preguntan como es
que la izquierda, a lo largo de sus trece años y pico en el gobierno,
no enmendó los errores ni erradicó los defectos, no compensó como es
debido a las víctimas, no recordó más a los exiliados, no excavó
todas las fosas y no buscó a los “desaparecidos”. La memoria es
selectiva.
El miedo y la pereza
¿Qué pasaría si estas personas de las que hablo aceptaran que sus
ideas sobre la guerra civil estaban equivocadas? Si esas ideas no fueran
aún tan importantes para la imagen y la autoestima de la izquierda y de
ellos mismos, no pasaría nada. Podrían seguir siendo de izquierdas y
reconocer que la República y la guerra no fueron como se las contaron.
De paso, entenderían por qué el régimen franquista duró lo que duró
y tuvo el apoyo social que tuvo. Pero cuando se descubre que uno estaba
no sólo equivocado sino engañado, y que la gran epopeya es, en
realidad, la gran mentira, entonces puede pasar mucho. Uno puede empezar
a preguntarse por qué la tribu persiste en la mentira y acabar preguntándose
si no hay en ella una inclinación irresistible a la falsedad, una
“inveterada deshonestidad en las relaciones con lo verdadero,” como
dice Revel, “secuela de la educación totalitaria del pensamiento”[9].
Uno tendrá, con seguridad, desavenencias y discusiones amargas, en las
que será arrojado más de una vez al basurero de la derecha cuando no
al lodazal fascista; se convertirá “objetivamente” en enemigo. La
familia de la izquierda, que se cree moral e intelectualmente superior a
todas las demás, reserva para el que se sale del redil los dardos más
venenosos. Y sus miembros lo saben. Por ello, entendería que mis amigos
y conocidos tuvieran miedo a discrepar en una familia tan ferozmente
sectaria y miedo a una soledad ignominiosa con el sambenito de “se ha
vuelto de derechas” colgado del cuello. No obstante, pienso que si
llegaran a convencerse de la falsedad de sus ideas sobre la guerra
civil, su sentido ético les haría sobrellevar esos temores. Pero
el caso es que no las van a remirar siquiera. La mayoría, no. Para que
se pusieran a ello tendrían que curarse de un mal común en la
familia: la pereza intelectual. La izquierda es tan
autocomplaciente, su autoestima alcanza tales cotas, que perteneciendo a
ella uno se acostumbra a no esforzarse demasiado. Hacerse de izquierdas
es como sacar plaza fija en el templo de La Verdad. Basta con “ser
de” para sentirse bendecido e iluminado para siempre. Y no hay que
salir nunca al exterior. La verdad no está jamás “allí fuera”
sino siempre “aquí dentro”.
El silencio de mis amigos ante las tesis de Moa obedecía a ese
mecanismo. No despertaban su interés porque no había ningún interés.
En el lugar donde debía estar en ellos el interés había un agujero
negro que, como los que se detectan en el cosmos, era resultado de una
concentración tremenda de materia. La Verdad ocupa mucho, lo ocupa
todo; estar convencido de poseerla crea un lleno total. Es ese lleno lo
que les hace enorgullecerse de no haber cambiado “de cabeza” en
treinta años, lo que les quita el apetito y les lleva a colgar el
cartel de completo a la entrada de la mente. El lleno produce el gran
vacío: el desinterés, la ausencia de curiosidad.
Así que los campeones retóricos de la desmistificación no quieren
desenmascarar sus propias falsificaciones. Resulta demasiado costoso en
todos los sentidos. Es probable que de hacerlo se quedaran sin
techumbre, y hasta sin cimientos. Y mis amigos, algunos ya ex amigos, no
están para esas aventuras; prefieren envejecer en la tribu, apechugar
con sus tropelías y justificar sus fracasos. Se han resignado al
fracaso, han hecho de él una ética y una estética que borra todos los
errores, como un quitamanchas. Y prefieren vivir abrazados a la mentira,
agarrados a ella como a un salvavidas, aunque los mantenga a flote en un
mar muerto.
Bueno, allá ellos, puede decirse. Pero a ese allá ellos debe añadírsele
un “allá nosotros”, pues la mentira sobre la guerra civil que
contribuyen a alimentar y a transmitir, echa su aliento destructivo
sobre el presente. De ese pasado falso siguen bebiendo la política y el
talante de la izquierda. El afán de deslegitimar a la derecha, como si
sólo la izquierda tuviera títulos para gobernar, y el recurso a “la
calle” como verdadera voz del pueblo frente al parlamento, introducen
anormalidades en la democracia española, que ya se dieron con nefastas
consecuencias durante la II República. El desentierro de parte de los
muertos, presentándolos como únicas víctimas, la tendencia a
resucitar la división en bandos irreductibles, todo eso, en fin, que
forma parte hoy de la estrategia de la izquierda es material
potencialmente explosivo. Mientras la izquierda no acepte con todas las
consecuencias la coexistencia y la alternancia, y el gobierno de la
mayoría cuando no sea el suyo, tendremos una democracia con pocos demócratas,
del mismo modo que tuvimos una república con pocos republicanos[10].
Y esto es aún más peligroso cuando se afronta el desafío del
nacionalismo totalitario.
[1]
Pío Moa, “Los mitos de la guerra civil”, La Esfera de los Libros. [2]
Alberto Reig Tapia en “Los mitos de la tribu” (1999) descalifica las
opiniones de Moa sobre las cifras de las víctimas de la guerra con la
siguiente parrafada: “El comentarista sectario, que no es sino la
emanación sociológica de determinadas bases sociales, seguirá
prefiriendo los datos que más le convienen llegando al punto de
acogerse a la “científica” opinión de Pío Mora (sic), antiguo
militante del PCE (r) y fundador del GRAPO (Grupos de Resistencia
Antifascista Primero de Octubre, fecha que evoca el asesinato de cuatro
policías en 1975 en represalia por los fusilamientos de cinco
militantes de ETA y del FRAP el mes anterior) y que, ahora, vemos
reconvertido en “historiador” (?)”. [3]
Michael Ignatieff, “Una pesadilla de la que intentamos despertar”
(En “El honor del guerrero”, Taurus, 1998) [4]
El cliché “democracia versus fascismo” ya fue desenmascarado en el
momento, desde la propia izquierda, por personas como George Orwell, que
vinieron a España creyendo que era cierto y se encontraron con que lo
había en marcha era una revolución (G. Orwell, Homenaje a Cataluña) [5]
Enrique Ucelay da Cal, “Ideas preconcebidas y estereotipos en las
interpretaciones de la guerra civil española”, Historia Social nº 6,
1990. [6]
Algunos sectores de la izquierda siguen manteniendo la visión de la
guerra como episodio revolucionario, aunque pocos le llaman directamente
así. En el Foro de la Memoria, auspiciado por militantes del PCE e IU,
se dice, por ejemplo, que “no se puede vender constantemente la idea
de que la Guerra Civil Española representa exclusivamente la lucha
entre la democracia y el fascismo, negando el carácter de lucha de
clases que impregnó todo el conflicto”. Y se acusa al PSOE de
recuperar la “memoria histórica” sólo de forma nostálgica. [7]
El libro de A. Reig Tapia, “Los mitos de la tribu” es una muestra de
falsa desmitificación. Presentado como una aportación al intento de
“desenmascarar las falacias y corregir errores” (diario El Mundo,
2001), en realidad realimenta todos los mitos a los que se refiere el título. [8]
El desastre del Prestige fue para la izquierda una ocasión de reafirmar
esa idea. El diario El País ante el debate del Estado de la Nación decía
en un editorial (30-06-03) que la gestión del accidente “hizo añicos
la imagen de eficacia del gobierno”. [9]
J. F. Revel, “La gran mascarada”, Taurus, 2000. [10]
Gaziel, La República sin republicanos. Comentarios libres. En
“Cuatro historias de la República”, Destino, 2003, que incluye
también artículos de Julio Camba, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales Revista La Ilustración Liberal. Nº 17. Noviembre 2.003 |