Vicente Rojo Lluch nació el
8 de octubre de 1894 en Fuente la Higuera, municipio situado a la cabecera del
valle de Montesa en el sector oeste de la Serra Grossa y al extremo suroeste de
la provincia de Valencia.
Hijo de militar. Huérfano
de padre y madre, cursa sus estudios en el Colegio de Huérfanos del Ejército, en
Toledo. Ingresa en la Academia de Infantería el 30 de agosto de 1911 y obtiene
el grado de 2º teniente el 25 de julio de 1914. Alumno modelo, obtuvo el número
4 de su promoción.
Su primer destino fue Ceuta
en el Batallón de Cazadores de Arapiles núm. 9 al que perteneció hasta su
ascenso a primer teniente que se produjo el 25 de julio de 1916 en que pasó al
grupo de Fuerzas Regulares Indígenas Ceuta núm. 3 que mandaba el teniente
coronel José Sanjurjo Sacanell que, por aquellas fechas, ascendió a coronel.
Rojo fue ascendido a capitán el 2 de diciembre de
1919, cuando se encontraba destinado en el regimiento Vergara núm.57 y desde el
que pasó al de Cazadores de Alfonso XII, 5º de Montaña, aquél de guarnición en
Barcelona y éste en Seo de Urgel. En 1923 se le destina a la Academia de
Infantería como profesor de táctica y en estas tareas docentes continúa hasta
1932 en que pasa a la Escuela Superior de Guerra para efectuar el curso de
Estado Mayor y en la que permanece hasta que en 1936, ya terminados sus estudios
y prácticas de Estado Mayor, ingresa en los cuadros de este servicio, siendo
destinado a la Plana Mayor de la 16 Brigada de Infantería de donde pasa agregado
al Estado Mayor Central. Ascendió a comandante el 25 de febrero de 1936, pocos
días después de las elecciones que dieron lugar el triunfo al Frente Popular.
Hasta entonces la carrera de Rojo había sido
destacada, pero poco brillante; cuando ascendió a comandante ya eran coroneles
los de su promoción Pablo Martín Alonso, Juan Bautista Sánchez González, Pablo
Martínez Zaldívar y Joaquín Ortiz de Zárate. Carlos Asensio y Antonio Alcubilla
eran tenientes coroneles.
Sus cinco años en África no le habían dado oportunidad
de sobresalir, sin embargo sus nueve años de academia sí le dieron ocasión de
destacar como un profesional conocedor de su oficio, con vocación para el
estudio y la enseñanza.
Al estallar la Guerra
Civil, y con sorpresa para muchos, este hombre, católico practicante, se mantuvo
fiel a las autoridades del Frente Popular en el poder y puso su talento militar
al servicio del Gobierno.
Actuó en los momentos
iniciales del conflicto primero en el frente de Somosierra luego fue destinado,
el 15 de agosto de 1936 al Estado Mayor del Ministerio de la Guerra, destino en
el que se le confirma el 11 de septiembre.
El 20 de octubre, al tomar
Francisco Largo Caballero el mando de los Ejércitos, se reorganiza el EM, y
Vicente Rojo pasa a ocupar la 2ª Jefatura del mismo. El día 25 de ese mes se
publica en el Diario Oficial su ascenso a teniente coronel por lealtad.
Por esos días Rojo había mandado en el sector de
Illescas una de las columnas de la agrupación que tenía por jefe al coronel
Ramiro Otal.
Cuando las tropas nacionales llegaron a los arrabales de Madrid, el Gobierno
decidió abandonar la capital y dejar en ella al general Miaja, nombrado jefe de
las Fuerzas de Defensa de Madrid, le designó su jefe de Estado Mayor. Fue la
gran oportunidad de Vicente Rojo que logró un éxito espectacular.
Durante el invierno de
1936-1937 junto a Miaja rechazó cuantos intentos hizo el mando nacional por
ocupar o envolver Madrid, en las batallas de la carretera de La Coruña, el
Jarama y Guadalajara
Rojo fue nombrado jefe del
EMC. Su nombramiento se publicó el 13 de marzo de 1937, en los momentos más
graves de la batalla de Guadalajara y por esta causa quedó sin efecto al día
siguiente. La situación y la exigencia de Miaja pospusieron la elevación de Rojo
al más alto nivel del Ejército Popular. El día 20 ascendía a coronel
manteniéndosele en su puesto de jefe de EM del Ejército del Centro.
Al caer en mayo de 1937 el
gobierno de Largo Caballero, se constituye el Gobierno de Negrín. Al designarse
a Indalecio Prieto como ministro de Defensa Nacional el 18 de mayo de 1937,
nombró a Vicente Rojo jefe de Estado Mayor Central de las Fuerzas Armadas y del
Estado Mayor del Ejército de Tierra. Lanzó una serie de ofensivas, Huesca,
Segovia, Brunete, Belchite, Zaragoza, y Teruel, que fracasaron sucesivamente en
sus designios estratégicos, pese a algunos éxitos iniciales pasajeros que
alcanzaron su mayor esplendor cuando las tropas rojas consiguieron ocupar
Teruel, única ocasión, aunque fugaz, en que lograron poner su pie en una capital
de provincia ocupada por sus adversarios.
Para entonces Rojo era ya
general del Ejército y alcanzaba así la máxima jerarquía militar existente en
el Ejército Popular. El decreto de fecha 21 de octubre de 1937 se publicó en
La Gaceta:
«Los méritos
contraídos durante la actual campaña por el coronel don Vicente Rojo Lluch
le hace acreedor de una alta recompensa. Antes como jefe del EM del Ejército
del Centro y ahora como jefe del EMC, ha acreditado suficiente amor al
trabajo y entusiasmo verdaderamente singulares. A sus planes estudiados
concienzudamente y a su asesoramiento del mando mientras aquéllos se
desarrollaban, cabe atribuir buena parte de los éxitos obtenidos por
nuestras armas en la defensa de Madrid durante el pasado invierno y en las
operaciones que el verano último tuvieron por teatros las cercanías de
aquella capital y las proximidades de Zaragoza. Pero donde más vienen
sobresaliendo las dotes del coronel Rojo es en la organización del Ejército
del pueblo, ardua empresa, frecuentemente encomiada por los técnicos
militares extranjeros que enfocan su atención hacia nuestra lucha guerrera»
La conquista de Teruel le
proporcionaría la más alta condecoración del Ejército Popular, la Placa Laureada
de Madrid. La concesión se efectuó por un decreto de 1938 que en su artículo 1º
decía:
«Se concede la Placa
Laureada de Madrid al general don Vicente Rojo Lluch que, como jefe del
Ejército, dirigió las operaciones por él ideadas para la conquista de
Teruel, y en las que, acreditando sabiduría, pericia y valor, logró
resultados francamente beneficiosos para el triunfo de la República haciendo
variar la faz de la guerra».
Después vendrían los
tiempos de la campaña de Aragón en las que Rojo logró rehacer su maltrecho
ejército. Aún puso en dificultades a los nacionales en Levante y el Ebro aunque
su prestigio quedó muy deteriorado ya durante la campaña de Cataluña.
Terminó la guerra como
teniente general, según decreto de 12 de febrero de 1939.
Tras la caída de Barcelona
(26 de enero de 1939) y la de Cataluña en febrero, Rojo se exilió un corto
tiempo a Francia y posteriormente partió hacia Buenos Aires Posteriormente se
asentó en Bolivia en donde de 1943 a 1945 dio clases en la Escuela de Estado
Mayor.
Regresó a España en 1957 y
fue condenado a treinta años de reclusión por un consejo de guerra, sentencia
que no fue ejecutada, sustituida por la de libertad vigilada.
Rojo escribió tres libros
fundamentales: ¡Alerta los pueblos! (1939), España Heroica (1961)
y Así fue la defensa de Madrid (1967)
Vicente Rojo padecía de
enfisema pulmonar. Su adición al tabaco le impidió de fumar. Murió en casa de su
suegro en Ríos Rosas, 48 de Madrid, el 15 de junio de 1966. Sus restos fueron
trasladados al Cementerio de San Justo.
ARRIBA
«La batalla de Madrid, como acontecimiento
militar, tuvo un jefe, un conductor que, como tal, gobernó
el suceso afrontando con entereza una responsabilidad
inmensa, y una masa que, como ejecutante, lo llevó a cabo
con abnegación; el conductor fue el general Don José Miaja
Menant; la masa, el pueblo español. A ellos corresponde la
gloria que del suceso narrado pueda desprenderse».
Vicente
Rojo, jefe de Estado Mayor de la Defensa de
Madrid
Pocas veces el objetivo de una acción
bélica se ha mostrado con tan sobresaliente poder como en el caso de la batalla
de Madrid, por cuanto era, al propio tiempo, un objetivo de valor estratégico y
táctico, político y social, económico y geográfico (...) La importancia
atribuida al objetivo por ambos contendientes quedó revelada en el hecho de que
los dos sistemas de fuerzas que se batían absorbieron la mayor parte de las
reservas en hombres y materiales que pudieron crear o adquirir durante cuatro
largos meses sus respectivos Comandos Superiores.
(...) Como todas
las batallas, la de Madrid tenía un antecedente de maniobra, ya conocido hasta
la noche del día 6. Correspondía al tiempo que había mediado entre el 6 de
octubre de 1936 y el 6 de noviembre de 1936, durante el cual el adversario,
partiendo de la base Maqueda-Torrijos-Toledo, maniobró para consolidar su enlace
con el frente de combate ya existente en la serranía, al oeste de Madrid, y
ganaba una buena base de partida para dar el asalto o ataque a su objetivo,
dejando previamente cubierto su flanco derecho, apoyado en la línea Jarama-Tajo.
(...) Fracasado
el contrataque de Illescas a primeros de octubre, con el cual quiso el mando del
Ejército del Centro contener el ataque a Madrid batiendo a la principal columna
adversaria. (...) Las fuerzas, replegadas con algún desorden, se reorganizaron
en la línea de los Torrejones, a vanguardia de la carretera de Valdemoro a
Griñón.
(...) La
confusión fue extraordinaria mientras nuestras tropas se hallaron en campo
abierto, y sus esfuerzos resultaban baldíos porque las pequeñas unidades que los
realizaban se veían fácilmente desbordadas y en peligro de ser envueltas, en
razón de la mayor aptitud maniobrera de las tropas enemigas y por ser mejor el
encuadramiento y la conducción de las mismas. Nosotros prácticamente carecíamos
de cuadros subalternos de mando.
En síntesis: las
unidades de milicias podían resistir esporádicamente en algunos lugares donde se
imponía la energía de algunos jefes, pero esto no impedía que el conjunto fuera
incesantemente arrollado y que el despliegue careciese de un mínimo orden,
aunque en la lucha se multiplicasen los actos de valor.
(...) Como ya se
ha dicho, en esos mismos días el gobierno decidió su desplazamiento a Valencia.
Se había discutido en el campo político con opiniones contradictorias −y muy
agrias− si procedía efectuarlo. Prevaleció la respuesta afirmativa, y los
rápidos progresos de la maniobra atacante en los primeros días de noviembre
obligaron a que se llevase a cabo con alguna precipitación.
Tal
circunstancia provocó, primero, una crisis que deprimió la moral de la masa
ciudadana y después una reacción que sería en el orden militar favorable a la
defensa, por cuanto el pueblo madrileño comprendió la gravedad del peligro de
ver asaltada su ciudad y la necesidad de consagrarse abnegadamente a su defensa.
Tal crisis se
manifestaba en unos sectores en forma de exaltación patriótica, vinculada o no a
sus ideales políticos, pero ahora con un significado profundamente humano; en
otros se descubrían caracteres de negro pesimismo, temor, desconcierto, miedo…;
los más, eran víctimas de la duda. ¿Era posible la resistencia, o inevitable la
caída? Sin embargo, la crisis era cierta y la ansiedad de saber qué iba a
suceder tenía, en los más, signos de angustia.
El resultado de
esa crisis dependía realmente de cómo se revelase la voluntad de acción de las
masas humanas −combatiente y meramente humana−, es decir, de cómo se produjese
la revulsión del enfermo que iba a entrar en periodo de coma, hacia la muerte o
hacia la vida. El doctor (gobierno), al despedirse del paciente, le había
recetado simplemente unos paliativos sin transcendencia curativa alguna,
dejándolo en manos de Dios para que la fe y la naturaleza hiciesen lo que la
ciencia rectora de la política no había sabido o podido hacer. Y fueron esa fe,
a través de la moral de guerra, y esa obra de la naturaleza, a través de la
voluntad −savia inextinguible en el hombre español, en sus horas difíciles−, las
que produjeron una exaltación de la moral a la que contribuyeron poderosamente
los dirigentes políticos, viejos y jóvenes, que voluntariamente se quedaron en
Madrid conservando sin desmoralizar el espíritu de sacrificio, luchando hasta el
fin.
(...) La crisis
que acabamos de exponer no podía percibirla el adversario, pero por su proceder
parece que la intuía. Lo que no podía sospechar ni intuir era la mutación que
simultánea e insensiblemente se estaba produciendo en la masa combatiente, ajena
a aquel derrotismo.
Pensando con la
lógica en la mano, nuestros adversarios veían fácil, llana, rápida la
acumulación de su obra entrando en Madrid, pues era natural que así lo estimasen
después de la experiencia de un mes de operaciones victoriosas y, especialmente,
por los resultados que habían obtenido los últimos cuatro días. De aquí que,
paralelamente a la elaboración de su Orden de Operaciones para la maniobra de
ataque, otros organismos ajenos al Mando militar redactasen el programa de
festejos con que se había de celebrar tan gran acontecimiento, tanto en Madrid
como en toda España.
Esperaban como
suceso natural y fulminante el derrumbamiento de la moral de su adversario. Pero
la verdad, al otro lado del Manzanares, era que a moral se exaltaba de manera
pocas veces igualada.
Este hecho,
concebido por pocos, provocado no se sabe por quién, pero alentado por
innumerables hombres y mujeres de acción, sin distinción de clases ni de matices
políticos, y vivificado por la voluntad de cientos de miles de españoles, entre
los que naturalmente no se contaban los que se habían marchado a Valencia, hizo
variar en el curso de media jornada el panorama de la lucha.
ARRIBA
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Actividades en el Comando de la Defensa
Situémonos en el ambiente del Estado Mayor:
desde la misma noche del 6 de noviembre, y de acuerdo con el
Comandante de la Plaza en la interpretación del problema,
comprendimos la necesidad de no perder una sola hora en la
adopción de algunas medidas de máxima urgencia. Fueron las
siguientes:
1. Convocar a los jefes de las fuerzas
que operaban cubriendo los ejes de penetración en
Madrid, y a los jefes de organismos de retaguardia
(Parque de Artillería, Abastecimientos, Sanidad,
Transportes, etc.) para obtener información directa y
precisa de la situación y de la disponibilidad de
medios, y darles órdenes (las transmisiones funcionaban
mal y se sospechaba que estaban intervenidas).
2. Informar a los combatientes y a la
ciudad del cambio de Mando y de los propósitos del
comandante que se había designado para dirigir la
defensa.
3. Poner orden en el desorden reinante
en el frente y en la retaguardia.
4. Asegurar, con elementos de enlace, la
relación con los mandos responsables y con las unidades
que pudieran localizarse en el frente de lucha,
garantizando la continuidad de esa relación mediante un
sistema de transmisiones directamente controlado por el
Comando.
5. Dar vida a una consigna a la que
unánimemente se atribuyó la máxima importancia: todos
los hombres aptos para la lucha y todas las armas que
poseían y se mantenían en la retaguardia debían
desplazarse al frente porque allí estaba el deber de los
primeros y el más eficaz empleo de las segundas.
6. Citación a los jefes y oficiales
disponibles en Madrid para ser empleados dando una nueva
estructura a la red de Mandos.
7. Establecer una permanente y estrecha
colaboración con cuantos organismos oficiales o privados
pudieran auxiliar al Mando o simplificar su libertad de
determinación en la conducción de las fuerzas.
8. Resistir sin idea de repliegue.
Exigir que todos mantuviesen, a través de jefes
responsables, contacto permanente con el Comando de la
Defensa. Asegurar enlaces laterales entre las unidades y
columnas del frente de combate. Reaccionar
sistemáticamente contra las infiltraciones de pequeños
grupos. Intensificar las tareas de fortificación en todo
el frente y esperar nuevas órdenes, que llegarían dentro
de la jornada del 7, tan pronto se aclarase la situación
y se estableciese un ordenamiento táctico de las tropas.
Todo ello sería tema de la orden categórica que se daría
a los jefes de Columna que accedieran al llamamiento
indicado en el inciso 1; a los demás se les comunicaría
mediante agentes de enlace antes del amanecer.
9. En razón de la manifiesta penuria de
medios, recabar del Mando Superior las urgentes ayudas
que se consideraban indispensables y que se precisarían
tan pronto se conociesen las disponibilidades reales de
la defensa.
(...) Las primeras doce horas de la defensa
fueron tan críticas como fecundas. Desde los primeros
cañonazos del atardecer del 6, hasta las primeras horas del
ataque del 7, había transcurrido una noche de verdadera
fiebre bélica para aquel enfermo que era Madrid, y la
espiritualidad del enfermo pasaba del máximo desaliento a la
máxima exaltación. Fueron horas de extrema confusión y
desconcierto; choque de unas voluntades firmes con otras
huidizas, desmoralizadoras. A las 12 de la noche aún
dominaban en el ambiente las ideas de evasión, afanes de
eludir lo que se estimaba un aplastamiento inevitable,
porque las manifestaciones de la lucha durante los días 4, 5
y 6 de noviembre habían atraído el fantasma de la derrota
con todos sus implacables augurios, y mostraban como luz
mortecina próxima a extinguirse la del deber político,
militar, nacional, humano...
Mas, si para unos ya era un deber imposible
de cumplir, porque todo estaba agotado, para otros la tarea
había de cumplirse hasta el sacrificio total porque lo que
se defendía no era una entelequia, sino un derecho, el de la
soberanía, y un ideal, el de la libertad, encarnados en una
ciudad de un millón de almas, que podía conocer, con la
vergüenza de la derrota, el horror de las represalias.
(...) No caben aquí especulaciones
literarias ni metafísicas. Sólo quiero aportar algo de luz
sobre una situación y unos hechos que dejaron al descubierto
esta verdad indiscutible: el gigantesco espíritu de
sacrificio del hombre español, que se disponía a defender
Madrid con una abnegación que no sería heroica, sino
realidad candente que testimoniarían los hechos mismos.
No cabe duda alguna de que en ese complejo
psicológico creado por las múltiples circunstancias que se
han ido señalando, pesaban los ideales políticos, las
creencias religiosas y sociales, los intereses de unos y
otros grupos involucrados en el problema, las influencias de
los agitadores, las consignas, las arengas, el incesante
martilleo de la prensa y la radio, las alocadas promesas de
los que ofrecían mucho y nada podían dar, el temor a un
mañana dramático... pero insisto en que todo eso se vio
superado por la cruda imagen de la realidad: el hombre ante
su deber de hombre, de padre, de hijo, de patriota, de ente
vinculado a una empresa, cuyo significado justiciero y digno
intuía hondamente, sin que apareciese la duda, aunque no
llegara a comprenderlo ni supiese explicarlo.
ARRIBA
La lucha, el 7
de noviembre de 1936
Se habían dado órdenes imperativas,
categóricas: resistir sin ceder un paso. Lo exigía Madrid; y
esto no había ocurrido hasta entonces.
Ese día, cuando se inició el ataque, aún se
perdió algún terreno porque el desequilibrio de poder
material y de organización lo hacía inevitable; pero ya no
se cedía gratuitamente; sólo en algún lugar se era
arrollado, pero no se dejaba de combatir y se luchaba con
mayor vigor.
Los primeros partes llegados al Comando
acusaban que se combatía en todo el frente, desde Villaverde
hasta Pozuelo y Boadilla. Por los agentes de enlace y los
comandantes de Unidad y de Columna, se nos informaba que la
resistencia era más tenaz y que se replicaba al ataque con
el contrataque, aunque no se hiciese con el orden que podía
desearse (...).
Del conjunto de las precarias informaciones
que llegaban al Comando, y no obstante la confusión que
imponían las noticias contradictorias, se podía sacar la
impresión de que el adversario hacía el ataque rectamente
sobre la ciudad, frontalmente y por las alas.
La fortuna quiso que en las primeras horas
de la noche llegara a nuestras manos, inopinadamente, la
Orden General de Operaciones que el mando de las fuerzas
adversarias había dictado para el ataque a Madrid. La
llevaba consigo un oficial de carros de combate adversario,
que en los combates preliminares había caído en nuestras
líneas.
La importancia del documento no había sido
apreciada por quien había hecho la captura, pero −cosa rara
en aquella situación− tuvo el acierto de aportarlo, como
elemento de información, en el momento en que nos hallábamos
cenando los miembros del Cuartel General. Mi sorpresa fue
extraordinaria cuando me entregaron el documento y le di la
primera ojeada para ver de qué se trataba, mientras
continuaba la cena. Aprecié inmediatamente la importancia
del hallazgo, aunque pudiera ser fraudulento, e informé de
ello al general Miaja.
Sintetizando el documento (...) puede
decirse lo siguiente:
Las Columnas 4, 1 y 3 formarían el ala
izquierda del ataque, constituyendo la masa encargada del
esfuerzo principal. La 4 cubriría el flanco izquierdo para
crear la seguridad en el curso de la maniobra a las 1 y 3,
las cuales realizarían la acción profunda arrollando y
batiendo por sorpresa a nuestras fuerzas en la zona boscosa
de la Casa de Campo. Penetrarían a través de los boquetes
abiertos por la Artillería en las tapias que circundan el
bosque y por las puertas de Rodajos y el Batán. Después,
progresarían rápidamente hacia el Manzanares, que pasarían
por puentes y vados, profundizando hasta ocupar a viva
fuerza una base de partida para la maniobra dentro de la
ciudad. Base definida por el frente que va desde el Cuartel
de la Montaña hasta la Cárcel Modelo, dominando el barrio de
Argüelles y teniendo batidas con fuego las principales
avenidas de penetración de Madrid: Cea Bermúdez, Fernando el
Católico, Bulevares, Plaza de España, Gran Vía y calle de
Bailén.
Tal objetivo era ambicioso y sólo podían
confiar alcanzarlo en una jornada, admitiendo que el
adversario estuviera ya derrotado. Tan persuadidos debían de
estar de su fácil éxito, que se precisaba en la orden de
operaciones la ubicación que debían tener dentro de Madrid
los puestos de mando de las columnas que iban a penetrar en
la ciudad.
(...) Admitimos desde el primer momento que
tratar de contener con una reacción directa y frontal, de
choque, y con la baja calidad técnica de nuestras tropas, un
ataque de la envergadura del que ya había comenzado, era un
empeño ilusorio y burdo. Entendimos que la mejor solución
era actuar sobre el atacante con una acción inesperada y en
un punto muy sensible, para provocar la contención por
efecto de la sorpresa, tanto o más que por el poder del
esfuerzo material, dando lugar a la desarticulación de su
rigorista y detallado dispositivo de fuerzas y mecanismo de
ataque que había montado, y, especialmente, en la parte
fundamental del mismo: los medios y misiones del principal
esfuerzo (columnas 4-1-3).
Ese punto sensible quedaba al descubierto en
su Orden de Operaciones. Se revelaba, en ésta, un desprecio
del adversario que hacía factible la sorpresa. Ese desprecio
es un vicio de guerra relativamente frecuente, al que ni
siquiera escapan los conductores de grandes empresas de
transcendencia histórica: incurrió en él Napoleón en
Waterloo, en Rusia y en España; Hitler, después, también
cometería el mismo error en Libia y en la URSS.
(...) Disponíamos de muy poco tiempo para
maniobrar y nuestra única tropa medianamente organizada y
mandada, equipada con medios adecuados para un esfuerzo
intenso, y bien situada para reducir el tiempo necesario par
entrar en acción, era la Brigada 3, que en aquellos momentos
ya había empeñado parte de sus fuerzas, un tanto al azar,
pero útilmente, según luego se comprobó.
La disposición relativa de nuestros frentes
de combate −envolvente el nuestro− era el único motivo de
superioridad que podíamos explotar; y la elección hecha por
el enemigo de la Casa de Campo como zona de penetración,
favorecía nuestro designio.
Por eso se decidió empeñar esa unidad
resueltamente, a fondo y a riesgo de todo, desde la zona de
Humera, creando una seria amenaza sobre el flanco y la
retaguardia de las fuerzas enemigas que se aventurasen en la
Casa de Campo, donde ya se luchaba con intensidad. A dicho
ataque cooperarían las malparadas columnas de Fernández
Cavada y Barceló. Si esa acción contra el flanco del
esfuerzo principal tenía éxito, nuestra reacción podía
generalizarse.
(...) Ya muy entrada la noche, se redactó
precipitadamente una Orden de Operaciones. No conservo
aquella orden. Solamente notas personales que me sirvieron
para su redacción y el recuerdo vivísimo de esos momentos:
Hoy el enemigo ha seguido sus ataques,
preparando el general sobre Madrid. Las columnas del Centro
y de la Casa de Campo deberán mantener a toda costa los
frentes que ahora ocupan. Las del flanco derecho (Galán y
Barceló) y del flanco izquierdo (Bueno y Líster) atacarán
sobre el flanco y la retaguardia del enemigo. Las columnas
de reserva, en el extremo del paseo de Rosales y en el
puente de Toledo, repondrán bajas y apoyarán el frente donde
se les ordene.
Durante la misma noche del 6 y durante toda
la jornada del 7, el Comandante de la Defensa solicitó
reiteradamente el envío de unidades organizadas; las
Brigadas similares a la 3, que se estaban formando en
Levante, así como brigadas de voluntarios internacionales,
que también se sabía que se estaban organizando en la base
de Albacete Las reiteradas peticiones al Comandante del
Ejército del Centro tuvieron esta respuesta telefónica −el
día 8− del Jefe de Estado Mayor de dicha gran unidad
(teniente coronel Bernal): «General Kléber [era el
comandante de la B.I. XI, 1ª Internacional] dice que esta
tarde no puede actuar porque necesita para ello orden del
ministro y que mañana tampoco puede actuar por haberle
asignado otro cometido el ministro».
(...) La primera brigada que acudió en
refuerzo de los defensores fue la 4, mandada por el
comandante Arellano, que se empeñó con oportunidad y
eficacia en el sector de La Bombilla −entre el puente de la
República y el de los Franceses, defendido éste por el
Batallón del comandante Romero−. Insistiré más adelante
sobre esa cuestión. Ahora sólo afirmo categóricamente que en
los combates de las tres primeras jornadas, en los que quedó
frenado y desarticulado el ataque y asalto a Madrid, no
participó un sólo Batallón de voluntarios internacionales.
(...) Si en realidad, el conocimiento que se
tuvo de la Orden de Operaciones adversaria y las
disposiciones de Mando que de ese hecho se desprendieron
contribuyeron decisivamente al fracaso del ataque −conviene
realzarlo antes de que esto se produzca−, la verdadera raíz
del éxito de la defensa se halla en la mutación que se había
producido en el orden moral en las primeras 24 horas, tanto
en la masa combatiente como en sus inmediatos colaboradores
de retaguardia.
Se hizo patente precisamente en los combates
del día 7, en los que nuestro combatiente luchó con una
voluntad indomable y con el más alto espíritu de sacrificio.
Nadie puede robarle ese mérito. La falta de armas, de
organización, de técnica, de fortificaciones, se suplía con
verdadera superabundancia de fuerzas espirituales, de moral
exaltada, de pequeños y valerosos caudillos y de una masa
ciudadana, contando en ella a la mujer, dispuesta a cumplir
con su deber a cualquier precio, a pesar de los cobardes y
timoratos −que ciertamente no se los tragó la tierra− y a
pesar de la 5ª columna.
(...) Antes de las 6 de la mañana del día 8,
todas las unidades del frente estaban alerta. No se ocultó
ni desfiguró el peligro a los combatientes ni a las gentes
de la ciudad, a todos los cuales se dirigió el Comandante de
la Plaza con una lacónica arenga:
«Las fuerzas del enemigo, con todos sus
elementos, están atacando Madrid. Espero de todos vosotros
que no retrocedáis un solo paso. Quien dé orden en tal
sentido será considerado faccioso y como tal debe ser
tratado; de mí sólo se recibirá la orden de avance. Os
felicita por la brillante actuación de hoy, vuestro general
Miaja.»
(...) Muchas explicaciones se han dado del
suceso que estamos considerando, tan elemental como
trascendente, y muchas también no logran salir de la
confusión porque, como dice un autor del campo adversario,
Aznar: «La mutación había sido tan rápida que nadie
conseguía romper el secreto» (...). La explicación que nos
dábamos aquellos días en Madrid era simple, pero vigorosa, y
por su simplicidad, tal vez la más cabal. Al marchar el
Gobierno hacia Levante, ya fuese porque se alejaba del
peligro o porque lo exigiese la conducción de la guerra, con
él se desplazaba el pesimismo, el recelo, la discordia, el
derrotismo de algunas élites egoístas.
ARRIBA
El ataque
directo
Lanzados ya, el día 8, los atacantes a la
conquista de la capital, la lucha se reanudó
encarnizadamente en todo el frente.
En el ala izquierda adversaria, las Columnas
4 y 1, que ya habían penetrado en la Casa de Campo por
Rodajos y el amplio portillo abierto en el ángulo sureste al
derrumbarse la tapia, trataban de avanzar por donde tal vez
no esperaban hallar una fuerte oposición.
Al desorden impuesto en los encuentros del 7
y por la irrupción a fondo de las columnas, sucedió el del
combate en una zona boscosa, donde era difícil de evaluar y
localizar un adversario inesperadamente activo y agresivo,
por lo cual el apoyo artillero que necesitaban dichas
columnas, y sus propios fuegos, carecían de eficacia. Así
comenzó a desarticularse su sistema de fuerzas, mientras la
sorpresa se hacía general en todo el frente.
La Columna 4 realizaba un deslizamiento
hacia el norte por el interior de la Casa de Campo, donde ya
actuaba desde el día 7; pero antes de que pudiera encontrar
buenos puntos de apoyo, recibió el golpe inesperado, por lo
violento y audaz, de nuestra Brigada 3 que, desde Humera, se
había lanzado nuevamente al contraataque con todos sus
medios, apoyada por la Columna Cavada y, en parte, por la
Columna Barceló hacia el Ventorro del Cano.
La duda prendió en el atacante; tuvo que
desplegar prematuramente la totalidad de sus fuerzas para
contener aquella reacción y no sólo vio frenada su propia
maniobra de penetración, sino que dejó sin apoyo a la
Columna 1, la cual hubo de acudir en su ayuda con parte de
sus tropas.
(...) El atacante progresaba muy lentamente
y con bajas muy superiores a las normales. Se había
producido un combate de encuentro difícil de conducir, por
el desconocimiento, para unos y otros, tanto de la calidad y
volumen de la resistencia como de la magnitud del ataque.
(...) Las noticias que llegan al E.M. son en
gran medida contradictorias; pero del conjunto de ellas se
puede sacar una impresión satisfactoria, cual es la de saber
que en todo el frente se combate y se resiste, que el
control que de sus fuerzas hacen los mandos
−salvo en algunas, pocas, pequeñas unidades− es efectivo, y
que la reacción apuntada en la jornada anterior tiene una
expresión más real y positiva.
De la calle llega la impresión de que el
elemento civil vive la angustia que proviene de una lucha de
dudoso resultado; pero no hay signos de desaliento. No
faltan informantes que aprecian sombríamente el suceso; sin
embargo, los vence el ambiente de satisfacción general, que
es real, aunque injustificadamente cargado de optimismo.
Del frente se multiplican las peticiones:
−¡Necesitamos más
gente!
−¡No tenemos
reservas!
−¡Envíen
municiones!
−¡Que nos apoye la
Artillería!
Pero no hay gente, reservas para reforzar,
municiones que repartir, ni horario para que la Artillería
pueda dejar satisfechas las innumerables peticiones de
apoyo, porque la batalla estaba en la plenitud de su
desarrollo en todo el frente, y de la retaguardia no
llegaban refuerzos.
(...) Así llegaba la capital de España al
fin de su primera jornada defensiva; la jornada en que debía
ser asaltada la ciudad, con el estupor de saber que el
enemigo ni siquiera había podido llegar a la orilla del
Manzanares. Los hombres que lo habían impedido fueron los
primeros sorprendidos.
(...) Los días siguientes prosiguió en la
Casa de Campo una lucha encarnizada y confusa. Nuestro
contraataque de Humera, realizado por una unidad nueva, que
había tenido su bautismo de fuego los días 7 y 8, era
difícil llevarlo más a fondo contra las fuerzas, ya
superiores, con que el enemigo había acudido a contenerlo.
En nuestra izquierda, el contraataque de las
columnas Líster y Bueno también seguía con gran eficacia,
fijando el frente de combate en campo abierto, lejos del río
y absorbiendo parte de las reservas de esa zona.
Había comenzado la terrible lucha casa a
casa. La granada de mano se había convertido en el arma
esencial del combatiente. La lucha cuerpo a cuerpo se volvía
frecuente y en ese frente, y en ese tipo de combate de
máximo apasionamiento, descollaría por su sobresaliente
actuación el batallón de la FETE (Federación Española de
Trabajadores de la Enseñanza), compuesto por universitarios,
profesionales, intelectuales y artistas, que pronto serviría
de solera para proporcionar cuadros de mando cuando se
organizaron las fuerzas.
A Madrid habían comenzado a llegar las
primeras fuerzas importantes de retaguardia; primero, la
Brigada 4, que fue empeñada en la Casa de Campo entre el
lago y el puente de los Franceses; después, la XI
Internacional y posteriormente la columna catalana de
Durruti y la XII Brigada Internacional, seguida de otras
españolas que habían participado en el contraataque de La
Marañosa.
Antes de llevarse a cabo este contraataque,
habíamos vivido en Madrid la angustiosa situación de
carencia de reservas (...) No teníamos otro recurso que
maniobrar de algún modo para poder disponer de algunas
unidades de reservas sacándolas de las ya empeñadas en el
frente, y eso fue lo que hicimos. Entre tanto, se reiteraban
apremiantemente las peticiones, hasta que el Mando Superior
modificó sus planes y autorizó el envío de unidades.
(...) Hasta aquí lo ocurrido durante los
primeros días del ataque. Fueron jornadas de verdadero
agobio material y espiritual porque, a pesar de las primeras
disposiciones dictadas por el Comando, el manejo de aquel
mecanismo de fuerzas resultaba extraordinariamente
dificultoso, mucho más si se tiene en cuenta la seguridad
con que el atacante procedía en la aplicación de sus
esfuerzos, aunque terminaran frustrados.
(...) La irregularidad en la conducción de
las fuerzas era, en gran medida, inevitable en el maremágnum
de los primeros días (...) En las jornadas a que nos venimos
refiriendo, en los organismos directivos se trabajaba en
bloque y nadie pudo dormir más de dos horas, tanto en el E.M
como en el C.G. o en los frentes, porque el combate era
incesante e implacable y porque pensábamos que en cualquier
momento podría sobrevenir una crisis decisiva.
Cuando, recordando aquel maremágnum, se leen
los disparates que con posterioridad han venido a enredarlo
aún más, los forjadores de la historia, como modestamente ha
sido uno, es natural que se sientan más desconcertados y
tengan alguna compasión hacia quienes, con el tiempo, hayan
de acudir a tales fuentes para perpetuar la “verdad
histórica”. Así me ha sucedido a mí al leer las páginas 268
y 270 de la obra “La Guerra Civil española” de Hugh
Thomas, escritas, no lo dudo, con la mejor intención (se
refieren a la jornada del día 8): “Kléber se hizo cargo del
mando de todas las fuerzas republicanas de la Ciudad
Universitaria y de la Casa de Campo [...] La brigada fue
extendida de un modo que cada uno de sus miembros combatiese
al lado de cuatro españoles, con el fin de levantar la moral
y dar lecciones de tiro correcto (...)”.
Tan luminosa idea de acción táctica tal vez
fue expuesta o desarrollada por algún genial periodista
extranjero o español, por cualquier agitador, en la mesa de
alguno de los cafés madrileños que continuaban abiertos al
servicio público, o en algún supuesto despacho de algún
supuesto dirigente de la batalla.
Pero lo cierto es que, digan lo que quieran
todos los libros que relaten el suceso en esos o similares
términos, o cualquiera de los flamantes periodistas que
desde sus parapetos de los hoteles madrileños anunciaron la
inminencia de la caída de Madrid, aquel día Kléber y sus
hombres (que tan valiente como eficazmente se comportarían
varios días después, cooperando con los otros 20.000 o
25.000 que ya estaban defendiendo heroicamente la capital)
simplemente estaban tomando el sol en algún pueblo del valle
del Tajo o del Tajuña, adonde ni siquiera llegaba el eco de
la batalla.
ARRIBA
La lucha de los días 11, 12 y 13
(...) En esas jornadas se llevó a cabo la
contraofensiva, más bien el contraataque, preparado por el
Mando Superior sobre la retaguardia enemiga, en el que
participaron solamente Brigadas nacionales bisoñas,
organizadas apresuradamente en Levante, con pocos y
defectuosos cuadros, y otra Brigada internacional.
Tal reacción no tuvo éxito. Era difícil que
lo tuviera. Nuestro miliciano sabía resistir, pero no
maniobrar. Nuestra reacción fue desorbitada por la prensa y
la propaganda, más atenta a las informaciones privadas
procedentes de fuentes políticas que a las realidades que
podían pulsarse en el Comando.
En verdad, fue el día 13 cuando la Columna 1
adversaria consiguió colocar su primer escalón en el
Manzanares, entre el puente de los Franceses y el Hipódromo,
ocupando un frente aproximado de 1.000 metros aunque sin
pasar el río. Por su parte, la Columna 4 pudo profundizar
hacia el O. y el N. sin alcanzar la tapia. Fueron también
aquellos días de lucha cruentísima por haber concurrido a la
Casa de Campo las reservas de ambos contendientes. En esa
lucha se batió brillantemente la XI Brigada Internacional.
(...) Un detalle, aparentemente
insignificante, pero de extraordinario valor técnico, que
contribuyó a frenar el ataque y que obligó a las tropas de l
Columna a fortificarse al llegar a la linde del río, fue que
unas pocas ametralladoras, hábilmente situadas, enmascaradas
y protegidas en el puente de los Franceses, bastaron para
detener con su fuego e impedir el paso a toda una Columna,
equipada con carros de combate y ampliamente dotada de armas
de acompañamiento y de apoyo artillero.
Como veremos, lo pasarían varios días
después, con graves pérdidas; pero la posición del puente de
los Franceses se convirtió, en el proceso de la batalla, en
el pequeño objetivo táctico más codiciado y más dura e
insistentemente atacado por nuestro adversario.
Lo más espectacular de aquellas jornadas fue
la lucha aérea librada, con sorpresa para el adversario
tanto como para Madrid y sus defensores, en la mañana y en
la tarde del día 13, sobre el cielo de la ciudad misma.
Primeras acciones aéreas de importancia −acciones de lucha,
pues a resistir indefensos los bombardeos ya se habían
habituado− que presenciaba el pueblo madrileño. Los
victoriosos resultados que para la defensa tuvieron,
sirvieron para reforzar considerablemente la moral, por la
sensación de verse defendidos desde el aire.
(...) Se pensó otra vez en llevar a cabo una
fuerte reacción contraofensiva, reuniendo en la Ciudad
Universitaria, frente a Garabitas, y junto al foso del
Manzanares, una fuerte concentración de efectivos.
El propósito era forzar el paso del río por
las inmediaciones de la zona que ya había conquistado el
adversario y, al propio tiempo que se acentuaba la presión
sobre los flancos, cortar el espacio de maniobra enemiga en
la Casa de Campo, avanzando rectamente hacia la puerta de
Rodajos. Con tal maniobra tratábamos de eliminar al enemigo
que ya era dueño de Garabitas y desbordar o provocar el
repliegue de los que habían penetrado hacia el lago y el
río; si teníamos éxito, con esas fuerzas y con las del
flanco derecho, nuestra cuña de maniobra constituiría una
poderosa amenaza sobre el ala izquierda enemiga, o haría
retroceder, al menos, todo su frente, liberando a la ciudad
de la presión que padecía. El buen resultado dependería, en
parte, de los refuerzos que hubieran podido llegar a las
columnas adversarias que ya estaban situadas dentro de la
Casa de Campo.
ARRIBA
Día 15
El enemigo, según se ha sabido después,
había recibido refuerzos de la sierra y de la retaguardia; y
para dar mayor potencia a su ataque en la Casa de Campo sumó
a las Columnas 1 y 3, la Columna 2 (...) Realmente y en
buena lógica, aquel ataque debió ser detenido en seco con
los medios que allí teníamos reunidos, muy superiores a los
de cualquier otro momento o lugar durante los anteriores
días de la batalla. Pero en este caso, el atacante había
aplicado la máxima potencia en un frente muy estrecho y
además, había tenido la fortuna de provocar el pánico en una
de nuestras improvisadas unidades que, por haber llegado
desde otros frentes y por no haber vivido la crisis de
reacción moral del día 7, aún no había captado el ambiente
de la lucha en Madrid.
Esa unidad retrocedió en desorden,
contagiando otras fuerzas, y el enemigo pudo arrollarlas,
penetrar en la Ciudad Universitaria y ocupar diversos
edificios, hasta llegar al hospital Clínico como lugar más
avanzado.
Aquella jornada o la siguiente pudo ser la
decisiva en la suerte de la defensa; pero no lo fue porque
otras unidades reaccionaron valientemente antes de abandonar
la Ciudad Universitaria, mientras que dos batallones muy
bien mandados de las Brigadas Internacionales, situados en
la zona de Puerta de Hierro, y otro español (Romero) en el
puente de los Franceses (sobre el que gravitó el peso del
ataque, sin que se quebrase su capacidad de resistencia) y
en el parque del Oeste mantuvieron semiestrangulada la cuña
de penetración, infringiendo enormes pérdidas a las unidades
que realizaban el asalto. Frontalmente, en el Clínico, la
Brigada 2, muy bien conducida por el Comandante Martínez de
Aragón, tuvo la misma enérgica actuación, logrando detener
el ataque.
(...) En el curso de aquellas jornadas, con
todo el frente en tensión, siendo Madrid día y noche un
infierno de fuego y destrucción, cuando de todos los lugares
de la línea de combate llegaban angustiosos pedidos de
reservas y de apoyo; cuando no faltaban algunas frases de
alarma peligrosamente deprimentes:
−No podremos resistir una hora más...
−Si la artillería no nos apoya esto va a
derrumbarse...
Cuando había que alentar a todos y con
algunos maldecir e imponerse utilizando las interjecciones
propias del caso, porque pensábamos que bastaba una grieta
para que se crease la brecha, y a ésta sucediese la caída de
un sector, y cuando tras esto podría sobrevenir...; cuando
en aquel incesante batallar desde Humera hasta Villaverde
había que administrar los últimos recursos y apoyos, tampoco
faltaban en el teléfono respuestas que revelaban entereza,
serenidad, gallardía:
−¿Cómo va eso?
−Está duro de pelar, pero va bien...
−¿Cómo va eso?
−Mucho “tomate”, mi jefe, pero por aquí
no pasan
−Te felicito, C... Apreciamos lo
magníficamente que está resistiendo tu gente. Estáis
aguantando muy bien lo más duro del ataque. Ánimo.
¿Necesitas algo?
−Nada, resistiremos con lo que hay. Si a
usted le falta gente, dígamelo; creo que aún podría
darle alguna Compañía.
Estas, y otras, eran expresiones
elementales, sencillas; lo mismo las cargadas de pesimismo o
angustia que las rebosantes de confianza. Su conjunto
mostraba lo que en un frente de batalla no debe dejar de
estimarse permanentemente: la sensibilidad, el poder de
aguante del esfuerzo enemigo, la capacidad de resistencia o
de réplica, las probabilidades de quiebra, ya sea por el
lado de la moral del jefe o de sus soldados, o por el lado
del poder militar en acción.
(...) Después de varios días de lucha
desesperada aún pudimos lanzar un fuerte contraataque, con
el cual, aunque sólo pudieran recuperarse pequeñas porciones
de terreno frente al Clínico y en el parque del Oeste, se
hizo patente al adversario que no se había quebrado la
voluntad y que, tanto como a nosotros, le urgía
fortificarse, como así hizo.
Si en táctica es cierto que se fracasa
cuando no se alcanza el objetivo, el esfuerzo de esas tres
jornadas, que pudieron ser decisivas, constituiría un
fracaso para nuestros enemigos. Siguieron terribles
represalias contra la ciudad, llevadas a cabo por la
Artillería y por la Aviación, provocando más de 1.000 bajas
(el día 19), pero no la desmoralización deseada.
ARRIBA
El
incidente de Moncloa
Un incidente nos permitió a los miembros
superiores del Comando, por obra del azar, participar en el
propio frente en el suceso que voy a relatar, uno de los más
críticos a lo largo de todo el proceso de la batalla.
La mañana del ataque había amanecido
relativamente tranquila, en aparente calma, sin indicios de
que algo de inusitada gravedad pudiera producirse. Era como
una invitación para visitar el frente y captar en él la
realidad de la situación, en la parte más sensible de la
defensa: la desembocadura de la Ciudad Universitaria en
Madrid por la plaza de la Moncloa.
A las 10 horas, aproximadamente, con el
comandante de la Plaza y su escolta, partimos hacia aquella
zona del frente para otear desde el observatorio de la parte
superior de la Cárcel Modelo la situación del frente de
combate, recibir las impresiones directas de los
combatientes y sus jefes, y pulsar su moral de guerra.
Por la calle de Fernando el Católico
desembocamos en la plaza de la Moncloa, y como si esto
hubiera sido la señal de la hora H, súbitamente se
desencadenó una masa de fuegos que parecía tener como
principal objetivo la propia Cárcel Modelo, adonde nos
dirigíamos. Realmente lo era, pero aquel día lo ignorábamos.
Tuvimos tiempo de penetrar en el edificio.
Soportamos allí el violento fuego de artillería, al que se
superponían reiterados bombardeos de la Aviación. Uno de los
coches de la escolta del general Miaja quedó destrozado al
pasar del primero al segundo patio. Intentamos ascender al
observatorio. Trepamos, más que subimos, por la escalera;
pero al observatorio había que llegar en el último tramo
valiéndose de una escalerilla de mano. Era imposible
mantenerla en equilibrio, apoyada en un piso y en unas
paredes que se tambaleaban o derrumbaban.
El fuego artillero y los bombardeos se
acentuaban, y se percibía la intensidad que iba cobrando de
manera creciente el fuego de Infantería que, por momentos,
se aproximaba a la plaza. En suma, cuanto podíamos apreciar,
sin ver, encerrados entre aquellas paredes que en cualquier
instante podían enterrarnos, pregonaba demasiado
expresivamente −en razón de la violencia del ataque hacia el
punto sensible en que nos hallábamos− que tal vez había
llegado la hora más crítica del asalto a la ciudad, en el
lugar elegido por el adversario para romper el frente, en el
vértice de la cuña que pocos días antes se había clavado en
el Clínico.
Estimé imprudente que el comandante de la
Defensa se encontrase allí, porque aunque hubiesen quedado
en el E.M. jefes que sabrían tomar las decisiones
necesarias, no debíamos desconocer lo que estuviese
ocurriendo en el resto del frente (las transmisiones desde
el Puesto de Mando de la Cárcel Modelo estaban interrumpidas
desde el primer bombardeo, que coincidió con nuestra
llegada).
(...) Salimos a la plaza, para observar
directamente el frente de la Ciudad Universitaria, y culminó
nuestra alarma al ver por dicha plaza, retirándose con algún
desorden, tropas que provenían de la zona del Instituto
Rubio y del parque del Oeste, mientras otros combatientes,
más valerosos desde sus ametralladoras emplazadas en la
parte alta de la vaguada del parque, y en el cruce de la
avenida con la plaza, donde había una barricada, hacían el
fuego característico de las crisis del combate. Fuego ciego,
precipitado, en el que más que eficacia y buena puntería, se
pide a todos los santos que el arma no se encasquille.
Nuestra presencia en la plaza de la Moncloa,
he pensado muchas veces −porque creo en Dios− que fue
providencial: los hombres que retrocedían en tropel se
dieron cuenta de nuestra presencia, reconocieron al general
Miaja, lo proclamaron a voces y bastó esto para que también
en tropel volvieran a la línea de fuego, que aún no había
ocupado el atacante.
La palabra del general y las voces de
cuantos le acompañábamos bastaron para que se restableciese
el orden en plena fiebre de lucha y para que todos volviesen
a sus puestos, aunque algunos no se pudieran recobrar;
incluso los más ligeros, los que ya huían −esta es la
palabra justa− por las calles de Fernando el Católico,
Meléndez Valdés y Princesa, no necesitaron para volver a sus
puestos de otra acción coercitiva que el ejemplo y las
incitaciones de sus camaradas y jefes que se habían quedado
atrás.
(...) Aquella batalla defensiva que tan
difícil, confusamente, había comenzado el día 7, y cuyo
primer éxito comentábamos al terminar la jornada del 8,
seguía riñéndose de manera desesperada. Mientras
conservásemos la capital, la victoria sería nuestra; y la
conservábamos al terminar el ataque directo.
{Desde luego su visión de los acontecimientos bélicos no fueron nada
proféticos, a Dios gracias}
ARRIBA
Para el coronel de Aviación, que luchó en el bando
Nacional en la Guerra Civil española, Ramón Salas Larrazábal,
el general Vicente Rojo Lluch es un personaje contradictorio
y acomodaticio.
Contradictorio. Porque las circunstancias hicieron que este hombre,
ferviente católico, se encontrara alineado con hombres en cuyo
programa entraba la destrucción de la Iglesia y la prohibición
de su culto; porque hombre de espíritu liberal y opuesto a
cualquier extremismo totalitario –doctrinas que creía que no
podían echar raíces profundas en nuestro pueblo−, resultó un
firme apoyo de la penetración comunista en el ejército, al poner
su confianza en militares del partido; porque militar, enemigo
por sistema de la promoción por méritos, en la que veía el
peligro de que se impusiera el favoritismo y la arbitrariedad,
fomentadas por la adulación y la ambición –punto de vista que
defendió incluso en sus primeros tiempos de jefe del EMC−, acabó
siendo ferviente partidario de un sistema en el que encontró el
más sólido apoyo para el mantenimiento de la moral del
combatiente y del que él mismo fue máximo beneficiario al
alcanzar cinco empleos en cuatro ascensos por méritos que le
hicieron general al año y medio de ascender a comandante y
teniente general a los 44 años, meteórica carrera sin parangón
en el siglo XX español.
Acomodaticio. Porque se adaptó perfectamente a las cambiantes circunstancias
políticas de la zona republicana, lo que le permitió ser
sucesivamente jefe de EM de Miaja, Prieto y Negrín sin que las
diferencias entre los jefes a cuyas órdenes estuvo sucesivamente
le impidieran desarrollar su labor. Aquí más bien podríamos
decir que fueron sus jefes los que se adaptaron a él más que él
a ellos; sin embargo no era fácil servir la política de Prieto
con dedicación y entusiasmo y hacer lo mismo con su sucesor
Negrín. Con éste tuvo, al parecer, diferencias muy especialmente
a última hora, diferencias que motivaron su práctico divorcio al
finalizar la campaña de Cataluña, pero entonces la guerra ya
estaba prácticamente terminada.
ARRIBA
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