Opinión


LA ENFERMEDAD DEL REVANCHISMO

 

Por Ignacio Camacho/

A pocos metros de la recién retirada estatua ecuestre de Franco en la galería de los Nuevos Ministerios, en la Castellana, sendas esculturas de Indalecio Prieto y de Francisco Largo Caballero, firmadas por Pablo Serrano, dan testimonio de una Historia que, para bien y para mal, es la nuestra, la de los españoles, esa Historia que según el célebre poema de Gil de Biedma es la más triste de todas las historias, porque siempre acaba mal, con los demonios del pasado dando vueltas alrededor de nuestro presente y de nuestro futuro.

Prieto y Largo Caballero -cuyos papeles en la revolución de Asturias podrían valerles en puridad la consideración de conspiradores contra la República- fueron figuras destacadas del periodo más convulso de nuestro siglo XX, pero nadie ha cuestionado nunca su lugar en la Historia porque la memoria común está compuesta de luces y de sombras, y no se puede reescribir desde el unilateralismo, desde el maniqueísmo o desde el sectarismo ideológico. La Historia es heroísmo y cobardía, fulgor y muerte, sangre y vida. Todo junto, siempre. Y nosotros somos herederos de lo que de ella nos gusta y de lo que no.

Las tres estatuas del ala Sur de Nuevos Ministerios estaban ahí, quietas sobre sus pedestales, sin molestar a nadie y sin constituir ya otros símbolos que los de las dos caras de una herida afortunadamente cerrada gracias al gran pacto de olvido que fue la Transición. Por eso resulta un acto gratuito, un gesto inútilmente sectario, la intentona de agitación retroactiva de los fantasmas del guerracivilismo que ha provocado la retirada, nocturna y a cencerros tapados, de la escultura de Franco. No hay, por lo visto, prioridades más urgentes en la acción de gobierno que este absurdo despertar de los demonios del cainismo y la sangre.

Me lo dijo una vez el sindicalista Paco Acosta, uno de los históricos condenados del Proceso 1001, cuando empezó la moda de la reapertura de las fosas de la guerra: «No me gusta esto que está pasando, porque si unos empezamos a desenterrar muertos, los otros empezarán a remover los suyos. Barbaridades hubo en los dos bandos, y nos costó mucho trabajo cerrar la reconciliación en la democracia. Yo, por lo menos, me lo creí de verdad». Desde su lúcida honestidad de veterano líder obrero, Acosta, hijo de un repartidor de ABC, había comprendido perfectamente el valor del gran acuerdo de paz civil que fue la Transición. Y sabía de qué hablaba porque él, a diferencia de la gran mayoría de los jóvenes líderes de la actual izquierda, había pagado con la cárcel la fidelidad a su causa.

En cambio, Zapatero, empeñado en gobernar con gestos complacientes para una exigua minoría de votantes radicales que decide con su movilización el virtual empate entre los dos grandes partidos -el «maldito millón y medio» de que suele hablar uno de los altos cargos de La Moncloa- y dispuesto a provocar el resurgimiento de una extrema derecha que cercene el centrismo del PP a costa de ahondar las brechas de la crispación, está poniendo en peligro el pacto de mutuas cesiones que ha sustentado la moderna democracia española. Parece como si él y los suyos se sintieran llamados a consumar la ruptura que la Transición supo evitar con delicadeza y no pocas renuncias para encontrar un consenso sin perdedores. Un izquierdismo infantil, tribal y revisionista, se está apoderando de la escena pública como si la dictadura acabase de caer derribada por una enorme oleada popular, como si el Gobierno tuviese una misión mesiánica de revancha moral, como si nada de lo que ha sucedido en España durante los últimos veinticinco años hubiese valido la pena.

Este revisionismo de nuevo cuño, trufado de tics sectarios y guiños hacia la rancia iconografía juvenil de la izquierda -el antiamericanismo primario, la simpatía castrista, la inclinación a los nacionalismos excluyentes, el proarabismo disfrazado de multiculturalidad-, nada tiene que ver con la moderna socialdemocracia posmarxista ni con la Tercera Vía de un Giddens que proponía nuevas soluciones para los nuevos problemas. Es un revanchismo de brocha gorda, empapado de populismo fácil y de gestos para una galería de progresía acomodada que busca en los fetiches tardoizquierdistas la justificación moral de su evolución personal. El envés de la fachada de la cordialidad, el diálogo y la sonrisa. La cara oculta del talante.

Una actitud de confrontación que por un lado trata de violentar la trabajosa concordia nacional alcanzada en décadas de generoso olvido, y por el otro desprecia la obligación que todo Gobierno tiene de proponer a los ciudadanos recetas para combatir los desafíos del futuro.

Retirar una estatua de Franco treinta años después de su muerte natural constituye una heroica decisión que podrá rearmar de orgullo y henchir de satisfacción a unos cuantos miles de rezagados de la memoria histórica, pero no arregla uno solo de los problemas que tiene planteados la sociedad española. Ni viene a cuento, porque ese ajuste ya fue determinado, ejecutado y cerrado bastantes años atrás, ni significa absolutamente nada más que un torpe intento de reavivar debates del pasado, de camuflar con muecas oportunistas la ausencia de horizonte político, de lanzar humo de colores para ocultar el vacío de un proyecto común. De maquillar, en suma, la falta de ideas con pinturas de demagogia y desquite.

Todo esto no pasaría de una anécdota si existiese una musculatura política, un proyecto dinámico capaz de proyectar a España hacia un nuevo impulso social, económico, cultural y tecnológico. Pero es que esta alharaca cosmética -ahora se anuncia una llamada Ley de Recuperación de la Memoria, o algo así- constituye, de hecho, la parte más visible de la acción de gobierno. Y ése es el principal problema: que detrás del ruido vindicativo, del revisionismo proselitista y de la actividad gestual, no parece haber nada. Nada.

Sólo un pequeño grupo de ciudadanos nostálgicos y de edad avanzada puede sentirse a estas alturas herido por el levantamiento de los símbolos franquistas, arrumbados hace lustros en la conciencia colectiva de una nación que fue capaz de modernizarse con enorme velocidad y dinamismo. Para los españoles con menos de cuarenta años, esta clase de asuntos representan una extravagancia política por completo ajena a su sensibilidad colectiva. Y, en todo caso, vienen a certificar que la principal preocupación del Gobierno -el que debería facilitarles acceso a la vivienda, una inserción razonable en el mercado de trabajo, un marco tecnológico de vanguardia o una educación acorde con las exigencias de la competitividad europea- reside en el combate simbólico contra los espectros de la Historia.

® ABC. 20 de Marzo de 2.005.-

© Generalísimo Francisco Franco. 20 de Marzo de 2.005.

 


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