Opinión
Por Juan Manuel DE PRADA/
DE «acto de normalidad democrática» ha calificado María
Teresa Fernández de la Vega el derribo o remoción de una estatua de
Franco. Pero lo cierto es que los actos iconoclastas más tienen que ver
con los trastornos políticos, las algaradas, las revoluciones y demás
catarsis turbulentas que de vez en cuando sobresaltan a los pueblos. Yo
más bien diría que lo propio de la «normalidad democrática» es
dejar las estatuas sobre su pedestal, para que les sigan cagando los pájaros
encima. Quizá esa expresión tan pomposa, «normalidad democrática»,
incorpore ribetes de arrogancia y megalomanía que a simple vista pasan
inadvertidos, propios de quienes creen que la Historia comienza con
ellos, o que al menos debe acomodarse a la realidad que ellos postulan.
Este rasgo de soberbia infantil se expresaría tratando de abolir el
pasado, propósito estéril donde los haya, pues como dijo Borges -muy
atinadamente citado por Ignacio Ruiz Quintano en su artículo de ayer-
«el pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas,
y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado».
La iconoclasia, según nos enseñan los siglos, es un acto de barbarie,
pero también de majadería y cerrilismo. Naturalmente, la majadería y
el cerrilismo no son rasgos exclusivos del pasado; nuestra época, tan
escrupulosamente democrática, los cultiva sin rebozo. La democracia
tiende a infatuarse de su bondad; sus apóstoles suelen acabar
dictaminando lo que debe ser tachado de los libros de Historia. Quizá
hacer un casus belli de un acto tan banal como el derribo o remoción de
una estatua sin excesivo valor artístico delate la misma estupidez que
el acto banal en sí: después de todo, nada estimula tanto al majadero
como las discusiones bizantinas que origina su majadería. Pero si
nuestros gobernantes decidieron apartar de la vía pública esa estatua
por considerarla oprobiosa u ofensiva, si de lo que se trataba era -como
ha afirmado el ministro López Aguilar- de «eliminar los últimos
vestigios de memoria de la dictadura», deberían aclararnos hasta dónde
piensan llegar en su ímpetu demoledor o dinamitero. ¿Se quedará en un
mero maquillaje estatuario, o alcanzará otros vestigios arquitectónicos
al estilo del Valle de los Caídos? Y, rebasado el ámbito estrictamente
monumental, ¿podría extenderse a vestigios de tipo legal,
administrativo o institucional? Convendría recordar que muchas de las
leyes vigentes, más o menos reformadas, proceden del franquismo; y lo
mismo ocurre con algunas de nuestras instituciones más sacrosantas,
pero mejor no meneallo.
Pecaríamos de ingenuidad si aceptáramos que la intención última del
derribo o remoción de esa estatua era «eliminar un vestigio de la
memoria de la dictadura». Las estatuas, como los nombres de las calles,
más que un tributo de la memoria colectiva, suelen ser la constatación
de un olvido. En cambio, su remoción sirve para agitar la memoria; no
para refrescarla de modo saludable, sino para convertirla en instrumento
de uso partidario. El mensaje que se lanza al pueblo (perdón, quería
decir a los ciudadanos) es el siguiente: «Fijaos lo buenos que somos y
lo felices que debéis estar con nosotros, que no permitimos que los
malos sean inmortalizados en bronce». Y de eso se trata, a la postre:
de hacerle creer a la gente que la Historia es un tebeo de buenos y
malos, para ahorrarle el esfuerzo de pensar e ilustrarse un poco, que es
manía funesta y muy poco rentable para quien se cree investido de la
verdad.
En esto consiste la «normalidad democrática»: un paisaje sin estatuas
de malos perturbando el horizonte, una Historia modelada a su antojo por
los buenos.
® ABC. 19 de Marzo de 2.005.-
© Generalísimo Francisco Franco. 18 de Marzo de
2.005.