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LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Correspondencia entre don Juan y Franco.


 
Don Juan reclama a Franco, mediante una dura carta, la Restauración urgente.

08 de marzo de 1943.

Mi respetado General:

Los varios meses transcurridos desde la última carta de V.E., no han hecho sino intensificar la ansiedad que ya abrigaba yo entonces sobre los riesgos gravísimos a que expone a España el actual régimen provisional y aleatorio. Derivan éstos de tres causas patentes y fundamentalmente distintas en naturaleza, aunque relacionadas entre sí: la vinculación exclusiva del Poder en una sola persona sin estatuto de base jurídica institucional, la división profunda en que se encuentra la opinión pública y sentimental de los españoles y, finalmente, la situación, que crea la conflagración mundial.

En cuanto a la primera de estas causas, no necesito insistir en el ominoso desamparo que para el pacífico desarrollo de una nación cualquiera implica la persistencia de un periodo constituyente, máxime si éste no tiene otra base que la personalidad, por robusta y benemérita que sea, de un hombre único. Evitar el turbulento desencadenamiento de ambiciones consiguientes a su desaparición, posible como la de todos los mortales en cualquier momento, ha sido una de las más evidentes finalidades de todas las formas institucionales de gobierno. Vuecencia ha demostrado en sus discursos hallarse perfectamente percatado de la tan experimentada verdad, como de la lógica necesidad de abandonar el actual régimen transitorio y unipersonal para instalar definitiva y permanentemente el que, según reiterada frase de V.E., forjó la unidad y la grandeza histórica de nuestra Patria. En este punto, pues, nuestra unanimidad es perfecta.

Hay, sin embargo, fundamentales discrepancias en cuanto al tiempo y a la forma de acometer el imprescindible cambio. Vuecencia fija, en efecto, como única sazón para el tránsito a la Restauración monárquica, aquélla en la que quede lograda la obra revolucionaria que se ha propuesto realizar, y cuyos objetivos me parece poco calificar o de muy vagos en su presentación programática, o susceptibles de interminable desarrollo. De modo que establecer tal criterio para determinar el momento de la transformación del régimen, se viene a resolver en suma en un aplazamiento “sine die”. Semejante actitud de V.E., -si no la he interpretado mal o ha sido rectificada desde que de ella tuve conocimiento- se halla en flagrante contradicción con el arraigado convencimiento mío, según el cual por el argumento personal arriba expuesto y por otros fines que más adelante apuntaré, apremia adelantar lo más posible la fecha de la Restauración y ello sin recurrir a formas intermedias cuya introducción se susurra y cuyo único resultado sería el de desvirtuar la eficacia de la Monarquía.

Esto en cuanto al momento. En lo tocante a la forma, me ruega V.E. que como manera más eficaz para facilitar la Restauración me identifique con el programa de FET y de las JONS, es decir, en términos más directos, que identifique al Rey con una concreta ideología política, aunque ésta sea la de la Falange, en cuya actuación no dejo de reconocer buenos propósitos.

Ahora bien, mi aquiescencia a este requerimiento implicaría una patente negación de la esencia misma de la virtud monárquica –radicalmente adversa al fomento de las escisiones partidistas y a la dominación de castas políticas; expresión máxima del común denominador de todos los intereses nacionales y árbitro supremo de las inevitables tendencias antagónicas- y equivaldría a una siembra de tempestades para la definitiva ruina de la Monarquía restaurada, en plazo no lejano. Precisamente mi advenimiento al Trono después de la cruenta guerra civil debería, por el contrario, aparecer a los ojos de todos los españoles –y éste es justamente el trascendental servicio que la Monarquía y nadie más que ella puede prestarle- no como gobierno oportunista de un momento histórico o de ideologías exclusivas y cambiantes, sino como símbolo excelso de una realidad nacional permanente y garantía de la reconstrucción, por la concordia, de la España íntegra y eterna. Quedaría así cerrada la solución de continuidad histórica tan malhadadamente abierta en abril de 1931, cuyos males quiso hacer menos cruentos mi Augusto Padre cuando con elevado patriotismo, reconocido ahora por el mundo entero, se despidió de España con aquellas sus nobilísimas palabras que, marcándome la clara ruta de mi deber, han sido gran consuelo de mi destierro. Soy el Rey de todos los españoles y también un español. Podría contar con medios suficientes para mantener mis Reales prerrogativas, haciendo uso de la fuerza contra los que me las niegan, pero estoy firmemente resuelto a abstenerme de toda acción que pueda hundir a mis compatriotas en la guerra fratricida.

La lógica histórica pudo más que su voluntad cristiana y española, pero su reinado pasó a la Historia limpio de sangre, legándome en su gesto último una misión sagrada: procurar la Restauración monárquica en una España reconciliada y unida para lograr su ideal: ser Rey de los españoles y un español más, sin distingos de clases sociales ni de partidos y banderías.

Prescindiendo, ya que V.E. debe percibirlas a diario, de las razones varias de orden interno que aconsejan el tránsito rápido a la Restauración, fundadas casi todas en la imposibilidad psicológica de armonizar –no siempre por culpa exclusiva del vencedor- el espíritu del triunfo con el de olvido y conciliación evidentemente imprescindibles para la normalización de la vida nacional, paso al aspecto internacional del problema, que es, acaso, el que más honda preocupación me causa. Nadie, es verdad, puede predecir cuándo ni cómo acabará el horrendo conflicto que está desolando el mundo. Es innegable, no obstante, que en estos últimos tiempos ha habido acontecimientos que se prestan a reflexión muy seria. Desde luego no cabe para nuestra Patria –éste es otro punto de absoluta concordia mía con V.E.-, política distinta a la de neutralidad. Pero su actual neutralidad, como inevitable secuela de las incidencias de nuestra lucha y natural tendencia del régimen vigente –sistemáticamente proclamada por artículos periodísticos y aun declaraciones oficiales- ostenta un matiz de parcialidad que habría de cortar el actual régimen para hacer oír su voz como auténtico neutral, no ya en un tono reivindicativo, sino aun siquiera con suficiente peso para protegerse contra eventuales lesiones a sus más legítimos derechos en el cónclave de la paz, fuere quien fuere el vencedor.

Justificadamente o no, la postura internacional del régimen anda calificada en el extranjero, con acento más o menos fuerte y apreciaciones oportunistas, de analogía a la de uno de los bandos en pugna. En tales condiciones, una manera veo, y sólo una, de esquivar el peligroso escollo que para el porvenir de España se alzaría en el trascendental instante de la reorganización de Europa, acaso para siglos, si resultara victorioso el bando opuesto: la urgente instauración de un nuevo régimen nacional que, como el de la Tradicional Monarquía Católica, se halle libre de los compromisos e implicaciones nocivas al concepto de la neutralidad estricta.

Apelo pues solemnemente a la conciencia española de V.E. –y de ésta mi resolución doy cuenta a todos aquéllos cuyo ánimo embargan mis inquietudes- señalando a su atención la grave responsabilidad en la que, como árbitro supremo de los destinos de nuestra Patria en esta coyuntura, habría de incurrir ante la Historia si no pusiera su voluntad, con tanta fortaleza revelada, en el logro de la rápida evolución que imperiosamente exigen los riesgos señalados en la primera parte de esta carta, y sobre todo el agobiante trance del fin de la contienda mundial.

Quiera Dios iluminar a V.E. en la hora de su decisión, que tan gran trascendencia ha de tener para los futuros destinos de nuestra amada Patria.

En cuanto a mí, pido a Dios me dé las fuerzas que sin Su ayuda habrían de faltarme para cumplir la gran misión de ser rey de todos los españoles.

De V.E.

Juan

Lausana, 8 de marzo de 1943.


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