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SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1961.


 
Discurso ante la representación de los tres Ejércitos.

Pronunciadas en la Residencia Militar de Burgos, el 1º de octubre de 1961.

 
Señores generales, jefes y oficiales, compañeros todos:

Comprenderéis mi emoción en estos momentos al recibir vuestra adhesión en esta fecha memorable del XXV aniversario de mi elevación a la Jefatura del Estado y al cargo de Generalísimo de los Ejércitos.

En estos momentos se agolpan en mi pensamiento los recuerdos de más de medio siglo de vida militar, en que estuve unido a vosotros por los vínculos nacidos en los campos de batalla en el mejor servicio de la Patria. El recuerdo de los compañeros que dejamos en el campo, los años pasados en los campamentos africanos, en aquella gran escuela de mando y de energía, de afirmación de nuestro carácter, de iniciativas subalternas y de formación de la personalidad, magnífica cantera de donde salieron nuestros mejores jefes. Los momentos del Alzamiento, las decisiones heroicas de aquella hora, los que triunfaron y los que sucumbieron. ¡Cuánto heroísmo sepultado en toda la geografía española!

En seguida, la carrera por la victoria, la constitución de nuestro Ejército, la improvisación feliz de unidades y armamentos a que todos los españoles aportaron su ayuda; el gran milagro de crear y dotar un poderoso Ejército sin medios económicos ni casi materiales.

Se sabe de nuestros grandes combates, de las epopeyas gloriosas de nuestro Ejército, de los reductos inexpugnables en tantos lugares, de las defensas numantinas del cuartel de Simancas, de la Virgen de la Cabeza, de Belchite o de Toledo; pero cuántos otros hechos quedaron inéditos porque así convenía a los intereses de la guerra. Aquellos sufridos servicios en la mar, en las lívidas madrugadas, buscando en el horizonte las presas convenientes. Cuántas veces el éxito de un servicio penoso ha constituido un jalón importante para la victoria. Así, el refuerzo más importante para el armamento de nuestro Ejército lo constituyó el apresamiento en una madrugada, en el Estrecho, del vapor «Silvian», que conducía para nuestros adversarios ocho mil toneladas de material. Morteros, fusiles ametralladores en número de miles, vinieron a nutrir los parques nacionales, dejando vacíos los del adversario.

Muchas veces como ésta, al correr de aquellos tres años, hemos tenido que callar nuestras victorias para no provocar dificultades y mayor resistencia a nuestros Ejércitos. El mantenimiento del dominio del mar con medios muy inferiores hubiera podido ponerse en peligro si, provocando una cuestión de prestigio para el adversario, se ponían en acción las numerosas unidades de guerra con. que aquél contaba, ya fuese bajo el mando de españoles o de mercenarios extranjeros.

Nuestra guerra era de tal naturaleza, que no podía hacerse solamente con la cabeza, sino también con el corazón. No podía dejarse perder una población ni abandonar a su suerte a núcleos de compañeros en trance de agotamiento.

Hoy, al contemplar aquellos hechos con un cuarto de siglo de perspectiva, se aprecian los perfiles verdaderos de la gran epopeya. A las dificultades de la guerra en sí y de las débiles bases de partida había que sumar la que nos ofrecía el mundo exterior con su incomprensión y con su cerco. La guerra universal rondaba ya para desencadenarse, y los peligros de una conflagración europea pendían sobre nosotros como una amenaza. Todo había, en aquellos momentos, que improvisarlo, desde la formación de nuestros cuadros de oficiales para nutrir los puestos de mando hasta la movilización de la más pequeña de las industrias, que nos permitió, en sus cuatro quintas partes, independizarnos del suministro extraño.

Y al lado de tantas dificultades, ¡cuántas otras satisfacciones íntimas! El comprobar, una vez más, la altísima calidad de nuestros soldados, el que el español estaba en forma como en los mejores tiempos de nuestra Historia, el que su espíritu y su fe hacían milagros.

Muchos fueron los sacrificios, pero muy importante la grandeza que alcanzamos para nuestra Patria.

Y después de la guerra, la necesidad de afirmar y conquistar la paz en medio de un mundo nuevamente en llamas. Liquidación de los residuos de terrorismo, vigilancia constante en las fronteras contra las infiltraciones, bloqueo continental por los beligerantes, amenazas y amagos de invasión, locura desatada en los campos y en los mares de Europa, que no nos permitía descansar el brazo ni bajar la guardia. Necesidad de mantener una importante movilización y perfeccionamiento de los cuadros improvisados durante nuestra lucha. Toda esa suma de sacrificios de estas generaciones nos han dado estos años de paz y de progreso. Jamás se alcanzó en ninguna etapa de nuestra Historia una identificación mayor del Ejército y del pueblo.

En la dureza de estos años de lucha y de dificultades se ha forjado sólidamente la unidad entre los Ejércitos de la nación y el pueblo generoso que los nutre y mantiene. En esta lealtad y unidad descansa la estabilidad de nuestra Patria.

Pasaron, por fin, los peligros de la gran conflagración europea, pero se perdió la paz, y nuevamente el peligro de otra gran contienda amenaza al mundo con caracteres apocalípticos. Hay que volver nuevamente a la guardia. No cabe hurtarse a los peligros. Es necesario una previsión. Pero en aquellos años de aislamiento nos habíamos quedado atrás y hubo que recobrar el tiempo perdido. La guerra ha alcanzado tal dimensión, que la potencia de los ejércitos se halla íntimamente ligada al progreso científico, industrial y económico de las naciones; pero aún esto no basta. Hoy se acusa como trascendente para las luchas futuras el estado político de los países. Las guerras no solamente se ganan en los frentes, sino también en las retaguardias, en el respaldo y la decisión que en el país encuentren.

Con esta dimensión que la guerra ha tenido, ésta se sale de los marcos nacionales para alcanzar el de grandes grupos de naciones en lucha. Estas pasan a ser sumandos en la concentración de esfuerzos.

En esta solidaridad internacional que las grandes contiendas nos imponen y que empuja la corriente de la desnacionalización e integración de los grandes espacios, no conviene ir más lejos que lo que la misma naturaleza humana dicta y la fortaleza moral de los ejércitos demanda. No es debilitando lo nacional como puede triunfar lo colectivo. Por mucha importancia que le demos al material, la base serán siempre los hombres, y se muere por una fe, se derrocha heroísmo por una patria, se lucha por todo aquello que la vida y la Historia han forjado al correr de los siglos. La guerra no es el cálculo frío de unas conveniencias ni de unos datos estadísticos de producciones; es el ardor y el heroísmo con que se lucha hasta la muerte.

Que ante la guerra grande lo ideal sería el contar con una concentración humana que ofreciese una unidad sin fisuras, es evidente, pero que la naturaleza no lo ofrece así, también es cierto. Y si queremos triunfar hemos de conjugar nuestras realidades sin pretender perseguir una quimera. No es debilitando a los sumandos como se aumenta la fuerza de la suma.

Muchas veces os dije que en las amenazas e inquietudes de nuestra hora hemos de tener siempre presente el que nuestra preparación para la guerra grande no nos puede privar de aptitud para la guerra chica. Precisamente en las guerras grandes, por constituir las naciones sumandos de un conjunto, lo que pueda faltarle a una puede suplirlo otra, lo que no es posible en el aislamiento que suele acompañar a las guerras chicas.

Hoy ya empieza a retroceder en Occidente en el concepto de la preparación, volviendo sus ojos a los medios convencionales ante el aniquilamiento que para todos representaría el empleo de las armas nucleares. Y ya se mira con curiosidad e interés las tácticas de las guerrillas y de los «comandos».

Para nosotros existen hoy tres clases de guerra: la nuclear, con el aniquilamiento mutuo de los beligerantes; la convencional, con una acumulación de tanques y de material sobre unos frentes y unos ejes de marcha, y una tercera, la de la insurrección armada y el levantamiento del país contra el invasor en una inmensa guerra de guerrillas. En las primeras, la victoria corresponderá a quien acumule más medios en los puntos decisivos, lucha por excelencia de los efectivos y el material; en la última, la victoria corresponderá al pueblo que sepa mantener su patriotismo y coraje. Para ella no son aptos los modernos ejércitos sobrecargados de material; son necesarias las iniciativas personales en las que se conjuga el pueblo y el terreno.

Para combatir un peligro, lo primero es analizar ese peligro, sus características, las posibilidades de maniobra, la posible ofensiva, todo aquello que pueda anularlo o destruirlo, La amenaza que Rusia viene desencadenando sobre el Occidente, aunque se ayude con acompañamiento bélico, es, sin embargo, evidentemente política; mientras pueda ganar las batallas en este campo, no cometerá la locura de desencadenar una con- tienda que representaría para ella misma la mayor de las catástrofes. En la conquista universal a que los soviets aspiran, su base más firme se encuentra en las batallas políticas que progresiva y parcialmente vienen ganando.

No vale no querer ir al terreno en que el enemigo nos plantea la batalla, pues representaría el abandonarle la victoria; por eso hay que luchar en todos los campos y cargar el interés en aquellos que no puedan ser más favorables. No se puede perder la iniciativa y dejar que el comunismo navegue a favor de la corriente, y el Occidente contra ella.

Hay que buscarle al comunismo sus partes débiles, su «talón de Aquiles», y su punto neurálgico está en la debilidad de los países ocupados. Hemos de partir de la base de que los países ocupados, cada día que pasa, odian más a los invasores, que sólo son dueños éstos del terreno material que pisan. Los hogares y el campo viven su propia vida, acumulando rencores e impermeables a su acción. Aun los mismos comunistas de buena fe de estos países suelen ser unos inadaptado s a la disciplina de la sociedad anterior y no aceptan cam biarla por otra más dura, más cruel y, por otro lado, extraña, y cuando son aprisionados por la máquina soviética, vuelven a constituirse en rebeldes en potencia. No digamos lo que tiene que ocurrir a los no comunistas, a los perseguidos, a los aherrojados por una minoría sin escrúpulo. Lo religioso, lo nacional, las ansias de libertad y la desesperación, todo pugna por romper las cadenas.

He aquí el arma en potencia que el Occidente posee; pero para ello es necesario ser fiel a nuestro ideario occidental, que no se abandone a los pueblos oprimidos tras el «telón de acero», que no se les traicione con concesiones vergonzantes a los agresores. El Occidente ha de afirmar claramente que jamás aceptará su dominación.

No se trata de impulsar a estos pueblos a levantarse para luego dejarlos abandonados, sino de mantener un día tras otro su derecho a la libertad, no pasar por los hechos consumados, defender los principios por lo. que se combatió en una guerra de cinco años, el derecho a la libertad de esas nacionalidades. No venderlos en tratos con los opresores y preparar y favorecer su independencia cuando llegue la hora. Llevarles a su con- vencimiento de que pueblo que ama la libertad, más temprano o más tarde acaba siempre obteniéndola. Una insurrección, llegada la hora, de esos países paralizaría totalmente la acción de Rusia contra el Occidente.

Pero sobre estas razones de orden técnico y material existen otras de orden superior, cuales son las de la justicia y la razón y la voluntad suprema del Creador, que no puede abandonar a esos pueblos que sufren la más terrible persecución religiosa de todos los tiempos. Dios no puede otorgar la victoria a sus encarnizados perseguidores. La victoria hay que merecerla.

Mas volviendo la vista a nuestra preparación y a nuestro entrenamiento, la técnica y perfeccionamiento de nuestros Ejércitos, que recibieron un impulso eficaz al asociar la técnica entonces más reciente de Norteamérica, se ha visto hoy devalorada ante los nuevos adelantos conseguidos. Por ello, transcurridas las cuatro quintas partes del tiempo por el que se concertaron, nuestros acuerdos necesitan ser nuevamente estudiados y renovados para que respondan a la nueva situación.

Como veis, la política militar no es una cosa aislada, sino que ha de responder a la política general de la nación, y especialmente a su política exterior. En ésta no ha habido variaciones, más que el acercamiento cada día mayor hacia todos los pueblos y la constancia de nuestra política en los acuerdos con Norteamérica, así como la solidaridad, cada día mayor, a través de nuestro Pacto Ibérico, con nuestra hermana peninsular, que con tanta dignidad y fortaleza viene triunfando de los ataques encubiertos a sus territorios, fraguados desde el exterior.

Para ellos y para cuantos voluntarios se solidarizaron con nosotros en nuestra Cruzada, sean en este orden nuestros mejores recuerdos.

Felicitémonos de esta grandiosa hora de plenitud y recordemos a los caídos en el camino, que no pueden compartir nuestra alegría.

¡Arriba España!


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.007. - España -

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