INICIO

LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1959.


 
Discurso en la inauguración del Valle de los Caídos.

02 de abril de 1959.

Españoles:

Cuando los actos tienen la fuerza y la emotividad de estos momentos en que nuestras preces ascienden a los cielos impetrando la protección divina para nuestros Caídos, las palabras resultan siempre pobres. ¿Cómo podría expresar la honda emoción que nos embarga ante la presencia de las madres y las esposas de nuestros Caídos, representadas por esas mujeres ejemplares aquí presentes, que conscientes de lo que la Patria les exigía, colgaron un día las medallas del cuello de sus deudos animándoles para la batalla? ¿Qué inspiración sería precisa para contar las heroicas gestas de nuestros Caídos; para poder reflejar el entusiasmo, segado tantas veces en flor, de los que con los primeros rayos del sol de la mañana caían con la sonrisa en los labios al asaltar las posiciones enemigas; o para encomiar la firme tenacidad de los defensores de los mil pequeños "Alcázares", en que se convirtieron en la Nación las residencias de las pequeñas guarniciones o las casas cuarteles de la Guardia Civil, defendidas hasta el límite de lo inverosímil contra fuerzas superiores, sin esperanza de socorro; o para ensalzar el heroísmo y el entusiasmo derrochados en las cruentas batallas libradas contra las Brigadas Internacionales para hacerlas morder el polvo de la derrota; o para enumerar los sacrificios y los heroísmos de los que en los 2.500 kilómetros de frente mantuvieron la intangibilidad de nuestras líneas; o para narrar la tragedia, no menos meritoria, de los que sucumbieron a los rigores de los durísimos inviernos, o se vieron mutilados al helarse sus extremidades bajo los hielos de Teruel o en las divisorias de las montañas; o para destacar la serenidad estoica de los mártires que frente al fatídico paredón de ejecución morían confesando a Dios y elevándole sus preces; o para exaltar la conducta de tantos sacerdotes martirizados, que bendecían y perdonaban a sus verdugos, como Cristo hizo en el Calvario; o para presentar las virtudes heroicas de tantísimas mujeres piadosas que por sólo serlo, atrajeron las iras y la muerte de las turbas desenfrenadas; o para reflejar la zozobra de los perseguidos, arrancados del reposo de sus hogares en los amaneceres lívidos por cuadrillas de forajidos para ser fusilados; o para poder describir la epopeya sublime de aquella Comunidad de frailes de San Juan de Dios que sobre una playa solitaria de nuestro Levante cayeron sesgados por las ametralladoras, mientras con sus cantos litúrgicos elevaban a Dios un grandioso hosanna?

Nuestra guerra no fué, evidentemente, una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada; como la calificó entonces nuestro Pontífice reinante; la gran epopeya de una nueva y para nosotros trascendente independencia. Jamás se dieron en nuestra Patria en menos tiempo más y mayores ejemplos de heroísmo y se santidad, son una debilidad, sin una apostasía, sin un renunciamiento. Habría que descender a las persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido.

En todo el desarrollo de nuestra Cruzada hay mucho de providencial y de milagroso. ¿De qué otra forma podríamos calificar la ayuda decisiva que en tantas vicisitudes recibimos de la protección divina? ¿Cómo explicar aquel primer legado, providencial e inesperado, que en los momentos más graves de nuestra guerra recibimos, cuando la inferioridad de nuestro armamento era patente y con el arrojo teníamos que sustituir los medios y que nos llegó, como llovido del cielo, en un barco con ocho mil toneladas de armamento, apresado en la oscuridad de la noche por nuestra Marina de guerra a nuestros adversarios? Ocho mil toneladas de material que comprendían varios miles de fusiles ametralladores, de morteros, de ametralladoras y cañones con sus dotaciones, que constituían el más codiciado botín de guerra que pudiéramos soñar y que desde entonces formó la primera base de nuestro armamento.

En aquellos momentos representaba esto mucho más que una gran batalla ganada, al restarse al enemigo aquel potencial de guerra y venir a sumarse a nuestra fortaleza. Y no es una, sino varias las veces que, al correr de nuestra campaña, se repetían los hechos providenciales que nos favorecían. ¿Y qué pensar de los desenlaces de las grandes batallas, cuyas crisis victoriosas, sin que nadie se lo propusiese, se resolvieron siempre en los días de las mayores solemnidades de nuestra Santa Iglesia?

Sólo el simple enunciado de estos hechos justificaría esta obra de levantar en este valle ubicado en el centro de nuestra Patria un gran templo al Señor, que expresase nuestra gratitud y acogiese dignamente los restos de quienes nos legaron aquellas gestas de santidad y heroísmo.

La Naturaleza parecía, habernos reservado este magnífico escenario de la Sierra, con la belleza de sus duros e ingentes peñascos, como la reciedumbre de nuestro carácter; con sus laderas ásperas, dulcificadas por la ascensión penosa del arbolado, como ese trabajo que la Naturaleza nos impone; y con sus cielos puros, que sólo parecían esperar los brazos de la Cruz y el sonar de las campanas para componer el maravilloso conjunto.

Mucho fué lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra liberación para que pueda ser olvidado; pero la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos.

La anti España fué vencida y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar la cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de las nuevas generaciones.

La principal virtualidad de nuestra Cruzada de Lieración fué el habernos devuelto a nuestro ser, que España se haya encontrado de nuevo a sí misma, que nuestras generaciones se sintieran capaces de emular lo que otras generaciones pudieran haber hecho. El genio español surgió en mil manifestaciones: desde aquellas Milicias en que cristalizó el entusiasmo popular en los primeros momentos,  y que formaron el primer núcleo de nuestras fuerzas de choque, a los alféreces provisionales que nuestra capacidad de improvisación creó para el encuadramiento de nuestras tropas, y que habrían de asombrar a todos por su espíritu y aptitud para el mando. Así iban surgiendo las legiones de héroes y la innumerable floración de mártires. No importaba dónde, si en la tierra, en el mar o en el aire; si entre infantes o jinetes, artilleros o ingenieros, falangistas, requetés o legionarios. Era el soldado español en todas sus versiones. Sus sangres se confundían en la Cruzada heroica, en el común ideal de nuestro Movimiento.

Conforme los días pasaban, el Movimiento calaba en las entrañas de nuestra Patria. Todo en nuestra Nación se hacía Movimiento. No sólo marchaba con nuestras banderas victoriosas, sino que nos salía al encuentro en las poblaciones que liberábamos. Nuestros himnos se musitaban en las cárceles, se extendían por los campos, se susurreaban en los hogares y salían al exterior como una explosión de cantos de esperanza al ser liberados.

Nuestra Victoria no fué una Victoria parcial, sino una Victoria total y para todos. No se administró en favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la Nación. Fué una Victoria de la unidad del pueblo español, confirmada al correr de estos veinte años. Los bienes espirituales que sobre España se derramaron; la coincidencia de pensamiento y el ambiente que hace fructífero el trabajo; la plenitud de seguridad, sin zozobras, temores ni intranquilidad para el futuro; la firmeza y seguridad con que viene desarrollándose nuestro progreso económico-social; el afianzamiento de un clima de entendimiento y unidad y los ingentes esfuerzos de engrandecimiento y transformación de la vida española; han creado un estado de conciencia en toda la vida nacional, que ya no admite el viejo espíritu de las banderías y domina a todos un afán común de participar en la gran tarea de resurgimiento y de transformación de nuestra Patria.

Con la Victoria, como sabéis, no acabó nuestra lucha. A las batallas de la guerra siguieron las no menos importantes de la paz, en las que desde el exterior se intentó la reversión de nuestra Victoria y que dió lugar a que se exteriorizase la fortaleza de nuestro Movimiento político, al unirnos como un solo hombre en defensa de nuestra razón, y en el que cada uno, desde el puesto que le correspondía en la vida, habéis venido asistiéndome con vuestra recia fidelidad.

Hoy, que hemos visto la suerte que corrieron en Europa tantas naciones, algunas católicas como nosotros, de nuestra misma civilización, y que contra su voluntad cayeron bajo la esclavitud comunista, podemos comprender mejor la trascendencia de nuestro Movimiento político y el valor que tiene la permanencia de nuestros ideales y de nuestra paz interna.

Un defecto de nuestro carácter es el de realizar grandes esfuerzos para dejarnos caer más tarde en la laxitud y en la confianza. En el tiempo que corremos no cabe el descanso. No es época en que se puedan desmovilizar los espíritus después de la batalla, ya que el enemigo no descansa y gasta sumas ingentes para minar y destruir nuestros objetivos. Se hace necesaria la tensión de un Movimiento político que levantado sobre los principios proclamados que nos son comunes mantenga el fuego sagrado de su defensa.

Hoy sois vosotros, nuestros combatientes, los que por haber llegado a la mitad de vuestra vida cubrís puestos en las actividades más diversas e importantes de la Patria, imprimiéndole una doble seguridad. Interesa el que mantengáis con ejemplaridad y pureza de intenciones la hermandad forjada en las filas de la Cruzada, que evitéis que el enemigo, siempre al acecho, pueda infiltrarse en vuestras filas; que inculquéis en vuestros hijos y proyectéis sobre las generaciones que os sucedan la razón permanente de nuestro Movimiento, y habréis cumplido el mandato sagrado de nuestros muertos. No sacrificaron ellos sus preciosas vidas para que nosotros podamos descansar. Nos exigen montar la guardia fiel de aquello por lo que murieron; que mantengamos vivas de generación en generación las lecciones de la Historia para hacer fecunda la sangre que ellos generosamente derramaron, y que, como decía José Antonio, fuese la suya la última sangre derramada en contiendas entre españoles.

¡Arriba España!


   ATRÁS   



© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

E-mail: generalisimoffranco@hotmail.com