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Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1958.


 
Discurso ante las Cortes Españolas, con motivo de la inauguración de una nueva legislatura.

18 de mayo de 1958.

Señores procuradores:

Es la sexta vez en quince años que vengo ante las Cortes a inaugurar una nueva legislatura durante tres lustros los períodos legislativos agotaron sus plazos de existencia legal, sin que en momento alguno la vida fecunda y el ritmo de trabajo de las Cortes se hayan visto interrumpidos ni alterados por la menor anormalidad de nuestras instituciones sociales o políticas. Este hecho adquiere en la historia de la nación un valor político de excepción. El solo prueba la solidez del régimen, su perfecta adecuación a nuestro tiempo y la eficacia con que responden todos sus órganos a las exigencias naturales de nuestro carácter, de nuestros problemas y de nuestra personalidad histórica.

No puede haber ya escepticismo ninguno respecto al valor y a la eficacia de esta institución, que es piedra básica de nuestra estructura política. Sólo la mala fe o el resentimiento pueden explicar las añoranzas de algunos hacia otras formas de asambleas deliberantes. A las instituciones, como a las personas, se las conoce por sus obras. Las del Congreso de Diputados, que conocimos en la época liberal de triste y penosa recordación, fueron completamente estériles. Las actuales Cortes Españolas, como afirmaba con legítimo orgullo el presidente en una reciente sesión plenaria, son de una evidencia concluyente y por recientes no necesitan recordación.

Si a los que cesaron en su representación he de manifestar mi reconocimiento por el espíritu, la decisión, el esfuerzo y la inteligencia con que cooperaron en las tareas legislativas, a los que nuevamente o por primera vez sois llamados a funciones tan nobles, he de invitaros a reflexionar sobre lo que este proceso de normalidad continuada de nuestras Cortes representa como termómetro fiel de la temperatura física y moral del país y de la etapa fundacional en que nos encontramos.

Existe una diferencia prácticamente sustancial entre un órgano legislativo formado por los representantes legítimos de los distintos sectores y entidades que constituyen naturalmente la comunidad y aquellos otros del pasado integrados por los que representaban facciones o partidos políticos completamente artificiales. En éstos los intereses de los grupos, parciales y muchas veces contrarios, o por lo menos divergentes, predominaron siempre sobre los reales y auténticos de la nación, mientras que los intereses legítimos de las entidades y sectores sociales orgánicamente representados por vosotros, prudentemente enjuiciados y tratados, coinciden siempre con el bien común nacional, del que son parte integrante y sin el cual no sería posible su bien particular. Esta es la virtualidad intrínseca que especifica y distingue a la representación política orgánica frente al mecanismo turbio, ciego y pasional de la representación montada sobre la multiplicidad de partidos y la esterilidad del sufragio universal inorgánico. En ella se ampara nuestra unidad política, que con la unidad religiosa, la unidad nacional y la unidad social, alumbradas y mantenidas por el Movimiento Nacional, forman en sus bases doctrinales las cuatro unidades fundamentales de la revolución nacional española. Dentro de ellas caben las matizaciones y modalidades responsables en función de los problemas concretos y de sus soluciones adecuadas; pero sin que estas modalidades y matizaciones puedan utilizarse como recurso hábil para provocar la inhabilitación o subversión del sistema, de los principios, valores e instituciones, sobre los que descansa y fué establecida la unidad de la Patria.

Este sistema institucional de principios doctrinales y de valores morales, religiosos y culturales, que ha de ser respetado y servido con absoluta lealtad, con tenacidad inquebrantable de palabra y con las obras de cada día, delimita las dimensiones exactas del campo dentro del cual el juego de la libertad personal, rectamente entendida, es lícito y provechoso para España, que es a la que nos debemos todos, legisladores, gobernantes y gobernados.

Hoy precisamente entra en vigor el nuevo reglamento de las Cortes, el reglamento que ellas mismas elaboraron y al que han de sujetar su propio funcionamiento. Responde a criterios de sana experiencia y al ritmo natural de perfeccionamiento progresivo que procuramos impulsar y promover en todas nuestras instituciones.

Si en las legislaturas anteriores los españoles pudieron, a través de los cauces naturales establecidos, hacer llegar su opinión, sus inquietudes y sus aspiraciones a las Cortes para que, discriminado por éstas lo justo y conveniente de lo contraproducente o inviable, fueran incorporados a las leyes, ahora se amplían y robustecen las posibilidades de acción fiscalizadora mediante una mayor amplitud en las interpelaciones, ruegos y preguntas, que cualquier procurador podrá hacer a los ministros del Gobierno, y a las que éstos habrán de responder cumplidamente y se reflejarán en forma pública en el propio "Boletín Oficial". Todo ello contribuirá a difundir más la importancia del trabajo de los procuradores y hará que la labor paciente y callada de las comisiones llegue a la opinión pública, aja que orgánica y dignamente representan.

Pero a mayores facultades corresponde acentuar, depurar aún más el sentido de responsabilidad y reforzar el afán de autenticidad y diafanidad en la propia conducta política, en la personal compenetración con los postulados del Movimiento Nacional y con nuestras leyes fundamentales, refrendadas por el pueblo español en un plebiscito ejemplar y contundente. Esta compenetración, con la que es causa, cimiento y coraza de la unidad entre los hombres y las tierras de España, que garantiza el fruto de los esfuerzos y sacrificios de unas generaciones -alistadas de por vida tras las banderas de la libertad y la grandeza de la Patria- ha de pasar sin fraudes ni quebrantos a las que les sucedan. Es un imperativo sagrado por cuya vigencia habéis de velar, para que en este estadio, el más calificado de la representación política, jamás puedan sentar plaza los enredadores.

Nuestras Cortes ponen de manifiesto la vitalidad permanente de nuestro derecho público tradicional, no sólo en el orden representativo, sino en el de la técnica legislativa. Sin brusquedades, sin soluciones de continuidad, al ritmo prudente que marcan las circunstancias y nuestra propia madurez social y política, vamos realizando los programas que nos propusimos hace veinte años. Y en este balance tan positivo ha tocado a los procuradores un papel de protagonistas que merece la gratitud del Gobierno y de la nación.

Sólo así el juego del diálogo puede desarrollarse bajo el buen signo de la cooperación y de la lealtad, conforme a las normas válidas entre los hombres que asumen funciones rectoras, no para servirse de ellas y satisfacer su propia vanidad o dar cumplimiento a oscuros mandatos de grupo o de secta, sino para cubrir un puesto de vanguardia entre los que se sienten con vocación, capacidad, preparación y arrestos para ampliar los horizontes de nuestra Patria, para realizar, en suma, ese gran quehacer, esa gran empresa para la que está convocada la nación entera: la fundación, la creación de nuevas instituciones, superadoras de la crisis de las fórmulas políticas contemporáneas.

La tarea que ha de ser abordada por las Cortes Españolas durante el período que ahora se inicia es más trascendente todavía que la realizada en la legislatura anterior. España, sin prisa y sin descanso, ha venido laborando día a día por el perfeccionamiento de sus instituciones políticas en la mejor línea de su tradición y con la más esperanzadora proyección de futuro. Aleccionados por la funesta experiencia de otros tiempos, hemos sabido superar el prurito de constitucionalismo. Nuestra victoria se hubiera malogrado si en vez de empeñarnos en la ardua empresa de la reconstrucción nacional y de la elevación moral y material de nuestro pueblo, nos hubiéramos dedicado a redactar constituciones, enzarzándonos en palabrerías y bizantinismos de los que la historia de España tiene tristísimo recuerdo. Hechos y no palabras reclamaba la hora de nuestra Patria. Espontaneidad, madurez, experiencia contrastada exigía el proceso institucional del régimen.

Así se han ido elaborando las normas de nuestro derecho público; así surgieron las primeras leyes fundamentales del Estado. Y ahora, con la perspectiva de más de cuatro lustros, podemos afirmar sin jactancia que el Movimiento Nacional es la empresa política más honda y trascendente de nuestra historia contemporánea. Su vitalidad, nacida de una victoria inolvidable y fecunda, le impulsa a instaurar con fidelidad a sus principios un sistema completo y fundamental de leyes que responda a la más noble tradición española, sea fruto de las necesidades del presente y garantice a la nación, en cuanto sea humanamente posible, la continuidad social y política en un porvenir estable y seguro.

Fieles a esta trayectoria, hemos venido trabajando en la elaboración de los proyectos de leyes fundamentales que han de completar el firme proceso institucional de nuestro Estado y que oportunamente serán sometidas a las Cortes para su estudio y aprobación. La trascendencia de los textos legales en estudio y el propósito de rodearlos de cuantos asesoramientos aconseje el interés de la nación, explica la pausada elaboración de que son objeto. Las Cortes, como supremo cuerpo representativo de la nación, aportarán al perfeccionamiento de esas leyes no sólo su probada madurez y competencia, sino también el indispensable asenso popular manifestado a través de sus cauces orgánicos y naturales.

No se trata ya de comenzar, como el día en que hubimos de recoger en nuestras manos los restos de una Patria en bancarrota: exhaustos sus fondos económicos, desconyuntada por las banderías y antiguas tensiones partidistas recientes, desorientada por el fracaso y la deserción innegables de sus clases dirigentes , minada por ideologías de importación contrarias a su razón de ser como unidad histórica, y a su modo de concebir la vida y el destino último del hombre, abandonada a la voracidad del internacionalismo marxista, atomizada y presa del pánico que engendran la anarquía y el crimen organizado desde las mismas alturas del Poder con una estructura políticosocial hecha astillas y en liquidación total.

Porque teníamos conciencia clara y muy larga experiencia de que no era el hombre español, de que no era el pueblo el que había abdicado de su personalidad, el que había dilapidado su acervo de virtudes, ni el que había subastado cínicamente su patrimonio de heroicas tradiciones, su alma y su ingénito señorío, fué por lo que creí que la victoria escoltaría a nuestras banderas y estandartes en la Cruzada contra las fuerzas del mal, que ya entonces el cuerpo desmedulado y anémico de Europa arrojaba sobre nuestra nación.

Porque conocía las reservas espirituales y temperamentales del hombre español fué por lo que nunca dudé de que, si con la paz tenía que presentársenos una tarea por su volumen, complejidad y dificultades capaz de arredrar a cualquier otro país, todo podría ser superado si liberáramos al pueblo español de los viejos sistemas políticos que había sufrido, si sabíamos establecer un orden nuevo y eficaz que garantizase a los españoles contra la explotación política, si le convocábamos a empresas de alto bordo, si se concebía y ponía en marcha un proyecto de vida y trabajo en común sugerente por la amplitud y profundidad de sus perspectivas y se ajustaba su ejecución a los cánones de un sano realismo -tan distante de las autopías, como de los viejos programas electoreros, alicortos y mezquinos-; si se le devolvía la fe en el principio de autoridad y en que la continuidad sería defendida; si se le reintegraba su independencia frente al coloniaje extranjero, permitido y a veces propiciado en el viejo sistema por los mismos que tuvieron la misión de tutelar y salvaguardar su soberanía; si se replanteaban radicalmente las bases de nuestra economía, tan retrasada en relación con la de la mayor parte de los países europeos, y al mismo tiempo se orientaba esta potenciación y reactualiación hacia una política social llevada es cada momento hasta el limite máximo prudencial que el volumen de la renta nacional racionalmente permitiera.

La virtualidad de este nuevo sistema político se refleja: en la elevación religiosa, moral y económica de la nación; en la afirmación de un pensamiento político, presidido por un ideario que volvió la ilusión a los españoles y encendió el heroísmo de nuestras juventudes en la Cruzada nacional; en la creación y funcionamiento de un sistema de representación política, basado en los organismos naturales y fuera de la servidumbre y las conjuras de los partidos políticos; en la elevación y saneamiento de la función sindical, mediante una nueva concepción más humana de las relaciones entre el capital y el trabajo; en la libertad política internacional, ganada a fuerza de fortaleza interior y de eficacia; en la creación de un sistema de seguridad social y en la multiplicación de las fuentes de producción y de trabajo, que, con la mejora económica, han producido un aumento considerable del nivel de vida de los españoles.

Ante los derrotistas y pesimistas, yo proclamo mi fe en la capacidad política de España y mi confianza en el pueblo español para proseguir en estas ambiciosas empresas. Muchas veces hemos repetido que el mal de los españoles no está en la falta de virtudes de su pueblo, sino en los defectos de los sistemas políticos que soportó y en la falta de fe de sus clases directoras. Ninguna empresa puede acometerse si a ella se lleva el pesimismo y una moral de derrota, que todavía supervive en los residuos de la vieja política, que ladran ante nuestro galope y que la vida inexorablemente irá segando hasta que queden sólo como un fantasma para la sana juventud.

El balance arroja un haber que, no ya relativamente a los errores registrados, inevitables en toda obra humana, y a la línea cero de que partimos, sino en sus niveles absolutos, nadie anterior a nosotros fué capaz no ya de conseguirlos, sino de sentirse en la obligación de intentarlos. El saldo de estas generaciones podremos transmitirlo con orgullo a nuestros hijos y sucesores, con la seguridad de que en la misma unidad de tiempo y en iguales condiciones milagro sería que los remontaran.

Por eso, cuando, debido a circunstancias imprevisibles, adversas, o simplemente en virtud de la misma crisis de crecimiento, a la que gracias a Dios nos cabe la fortuna de hacer frente, se registran determinadas dificultades, que nuestros clásicos y bien localizados enemigos se apresuran a explotar, o surgen situaciones transitorias de desequilibrio en algunos aspectos de la vida nacional, no hay motivo razonable para dar abrigo al pesimismo, que conduce a la desorientación.

Ante esas pequeñas dificultades de nuestra hora y frente a los modestos sacrificios inevitables en las crisis de escasez, que por el crecimiento del consumo alcanzan a los españoles, quisiera recordaros cuáles han sido las batallas económicas que hemos venido ganando en estos veinte años: en ellos tuvimos que suplir el saqueo y agotamiento total de medios de la España roja, que resolver el problema que representó la ordenación monetaria y el desbloqueo de cuentas corrientes, con las arcas del Tesoro vacías y desprovistas totalmente de sus reservas auríferas; que ganar la batalla para la recuperación agrícola en los campos de la zona roja; que lograr el abastecimiento de las materias primas necesarias para la puesta en marcha de nuestras industrias; que superar la destrucción casi total de nuestro parque de material ferroviario en toda la zona recuperado que suplir la pérdida de una tercera parte de nuestra flota mercante, indispensable para atender a nuestras comunicaciones; que reconstruir los grandes puentes de las carreteras y vías de comunicación, destruidos en su casi totalidad por nuestros adversarios; que cubrir el vacío que dejó el despojo y salida al extranjero de todos los vehículos y ganados; que poner en movimiento la vida agrícola e industrial, paralizada por  la movilización militar de sus obreros; y, sobre todo ello, a los contados meses de comenzar la superación de esta difícil situación, sufrir las alteraciones de la guerra universal, que paralizó al mundo durante cerca de seis años, que, aumentando considerablemente nuestros trastornos, imposibilitó las ayudas extranjeras, paralizó los mercados naturales, impuso muchas limitaciones y retrasos con la exigencia de los "navicerts" y un estancamiento completo en los suministros de maquinaria, que tropezaban con el egoísmo natural de los pueblos en guerra y con la falta de oro y de divisas para adquirir en los mercados libres los elementos indispensables.

No se detuvieron, sin embargo, por esto nuestros planes, y en la medida que las circunstancias nos permitieron se vinieron realizando nuestros programas y triunfando de las dificultades. Puede decirse que desde el año 1936 nuestra Cruzada no había sido solamente bélica, sino también económica. ¡Cuántas veces nuestras operaciones sufrieron modificación importante por atender al imperativo de unos objetivos que mejoraran nuestra situación interna, privando de ellos al adversario!. Estábamos ya acostumbrados a toda clase de contrariedades.

Pero de todos los problemas, el que se nos presentaba con caracteres más graves y acuciantes era el de la situación permanente y contraria de nuestra balanza de pagos con el exterior. No nos bastaba la recuperación de una situación anterior, era necesario mucho más: atacar en su entraña este gravísimo problema, que paralizaba y condicionaba nuestra vida económica futura.

El campo que se nos presentaba era muy vasto, pero nuestra previsión había hecho que desde los mismos días de nuestra Cruzada hubiéramos acometido el problema, estableciendo planes generales de producción eléctrica, de intensificación de nuestras zonas de regadío y colonización interior, de implantación de nuevos cultivos, de intensificación minera de producciones industriales indispensables a nuestra vida, de transformación de productos petrolíferos, de abonos químicos, de vehículos de tracción mecánica, de cemento, hierro, acero, madera y productos celulósicos, de barcos y de modernización de nuestra flota pesquera, entre otro cúmulo de necesidades. Programas que, estudiados por distintas comisiones técnicas, entraban dentro de los cálculos de nuestras posibilidades futuras.

Todo esto tuvimos que hacerlo con nuestros propios medios, ocultando muchas veces nuestro talón de Aquiles, en el que residía nuestra debilidad, ante la hostilidad y el egoísmo de los de fuera, que, pese a nuestra demografía y a nuestra necesidad vital, pretendían continuáramos siendo un pueblo exclusivamente agrícola, mercado barato de materias primas.

Yo quiero desde aquí salir al paso de los comentarios equívocos de muchas gentes poco entendidas del proceso económico español, que creen que por la modesta industrialización conseguida hayan podido abandonarse, en lo más mínimo, las preferencias que naturalmente hemos venido dando a nuestra producción agrícola y a nuestros típicos productos de exportación, que suponen podrían haber mejorado nuestra balanza de pagos. Puede decirse que casi todo lo que en el orden industrial se ha hecho, va directamente dirigido a nuestra agricultura, pues ésta no puede vivir sin el suministro de abonos, de tractores, de arados, de maquinaria agrícola, de transporte para los productos, de pantanos que represen las aguas y de redes de canales y acequias que la distribuyan por sus venas.

Y todo esto se traduce en abonos, en cemento, en hierro, en acero, en compuertas metálicas, en hormigones armados, en electricidad, en casas para los colonos, en silos, en apriscos para el ganado y en todo cuanto representa este esfuerzo desarrollado en estos veinte años y orientado hacia la agricultura.

Una parte importantísima de lo que la agricultura demanda se traduce anualmente en millones y millones de importaciones en divisas, de muchos productos que en gran parte podrán ser obtenidos en nuestra nación en condiciones favorables. Por ello cuanto favorezca nuestra balanza de pagos y nuestra posición de divisas, favorece también de forma indirecta a nuestra agricultura.

Y aunque peque de esa aridez y frialdad de los números, yo deseo daros unas cifras reales de lo que en orden a nuestra economía de divisas representó lo alcanzado en el campo industrial y agrícola en estos veinte años, que, sin duda, ha de colmar de optimismo a los españoles que sepan apreciarlo

En productos industriales esenciales, indispensables a la vida de la nación, sin contar la producción de electricidad, barcos y cemento, el aumento conseguido sobre la producción de 1935 representó, en el año 1957, 571 millones de dólares de economía al año, que esperamos se conviertan en el año 1961, con las instalaciones que se encuentran en marcha, en 965 millones de dólares sobre el año, anterior a nuestra Cruzada.

En el campo agrícola, de avances forzosamente más lentos y en lucha con las sequías y las heladas, hemos logrado en seis artículos principales: trigo, maíz, arroz, algodón, tabaco y frutas, que en parte nos evitan importaciones y en otra se exportan: 200 millones de dólares anuales en el año 1957, que esperamos que en el año 1961, con los programas en marcha, puedan alcanzar a 500 millones de dólares más de productos de la tierra sobre la producción de 1935.

Esto es, que lo alcanzado hubiera superado en mucho a nuestras necesidades si el consumo y demandas de la nación hubiesen permanecido estacionarios, y habrían cambiado completamente el signo de nuestra balanza de pagos. Es la progresiva transformación de la vida española y la elevación del nivel de vida de las clases más numerosas lo que ha llevado a nuestro consumo a cifras insospechadas, obligándonos a que los planes generales de producción hayan necesitado de revisión para alcanzar metas mucho más ambiciosas.

Yo quisiera llevar a vuestro ánimo y al de toda la nación que las dificultades con que hoy tropezamos, hijas en gran parte del abandono pasado y de los tiempos en que nos tocó vivir, y que mejorarán notablemente al término de nuestros programas, se prolongarán, sin embargo, con situación y exigencias nuevas que demandarán la continuidad de nuestro esfuerzo.

El pueblo español, que ha vivido al día las dificultades de estos años, se habrá convencido de la fragilidad de nuestra vieja economía, pendiente siempre de las vicisitudes de nuestro campo y de su difícil y tantas veces adversa meteorología. Tras heladas de la naranja y del olivo en nuestras zonas de riqueza agrícola más permanente nos hicieron perder en los dos años próximos pasados cifras que rebasan los 300 millones de dólares, que repercutieron intensamente en nuestra economía, obligándonos con el aumento de consumo a importaciones masivas de grasas vegetales. A aliviar esta situación cooperó eficazmente la colaboración americana con sus préstamos de excedentes agrícolas y que esperamos nos permitirán también el intensificar notablemente nuestros regadíos en las zonas áridas y secas de Aragón, que en estos momentos sufren por cuarta vez en cinco años la pérdida casi total de sus cosechas por las prolongadas sequías

El aumento progresivo de la población española, la exigencia humana de la elevación del nivel de vida, la ambición legítima del disfrute de bienes, el agotamiento progresivo de nuestros veneros minerales y de nuestras reservas naturales de tierras regables, nos obligará a vivir en el porvenir de nuestro genio, de nuestra técnica y de nuestro trabajo. No tendremos ya ríos que represar y pocas tierras que regar. A la acción expansiva sucederá la labor intensiva, el perfeccionamiento industrial, la lucha de nuestros productos y manufacturas en los mercados. Todo ello requerirá gastar nuestras energías y posibilidades. La eficacia nos es indispensable y la historia de un siglo y medio perdido nos dicta que eso sólo puede lograrse en un régimen de realizaciones como el nuestro.

Yo llamo la atención de esta Cámara y de los españoles todos sobre el equívoco de que puedan existir en el futuro tiempos tan fáciles como los que conoció nuestra generación en las primeras décadas de nuestro siglo. Nos ha correspondido vivir en una etapa de transición entre dos eras: la configurada por el siglo liberal y capitalista de los grandes imperios y la social del nuevo despertar de las nacionalidades. Los partos de la historia son siempre difíciles y llenos de convulsiones: La demografía se multiplica, la vida es lucha, los hombres no son buenos y benéficos y el imperio de la ley divina está lejos todavía de reinar sobre el mundo. Hemos, por tanto, de prepararnos a tener fortaleza para resistir los temporales y que éstos no puedan hacer mella en nuestro ánimo.

De aquí precisamente arranca el sentido de pervivencia inviolable que tiene el Movimiento Nacional y su misión dentro de nuestro cuadro institucional. Aquí está igualmente la razón última y la motivación primera de la protección y preferencia que hubo de darse a unos problemas sobre otros en la ordenación de nuestros planes y de nuestra acción política.

España no puede parar en su marcha; una parada sería una verdadera catástrofe en todos los órdenes. España necesita una unidad, un orden y una política permanentes. Es necesario que todos los esfuerzos de la nación operen en una misma dirección. La vida española no resistiría ya las divisiones y los partidismos. Mirando exclusivamente hacia el interior y a nuestras posibilidades de vida física, constituye un imperativo histórico del que no puede apartarse. Pero es que si miramos al mundo exterior que nos rodea, igualmente se impone como imprescindible.

Es cierto que ninguna gestión del Gobierno se justifica plenamente por las realizaciones de índole material. Nadie que pretenda ser justo podrá encontrar tan grave error en nuestros planteamientos doctrinales ni en la orientación de mis gobiernos. Ningún problema de orden espiritual, moral o más estrictamente político, fué jamás subestimado ni desplazado del lugar que por su naturaleza tenía que corresponderle, dentro de una recta estimación teórica y práctica del conjunto. De acuerdo con las posibilidades y las circunstancias de cada momento, datos con los que ha de operar siempre el gobernante, si quiere rendir el culto debido a la prudencia sobre todo malsano afán de genialidad, fuimos avanzando en las soluciones. Ningún frente fué desatendido. En ningún hemos conocido la derrota, aunque sí las dificultades y la dureza de la lucha.

Es norma, de buen gobierno cristiano que ciertos supuestos materiales reclamen una atención más inmediata y urgente precisamente para que al ciudadano le sea moralmente hacedero con un esfuerzo normal mantenerse habitualmente dentro del área de sus deberes; sin embargo, a un auténtico espiritualismo hemos sujetado la ordenación de nuestros planes de revalorización económica, sin que estos planes nos hayan impedido una atención vigilante sobre el. futuro, que hemos procurado garantizar consolidando en el presente la misma configuración institucional que tendrá continuidad en el porvenir.

En el proceso de los asuntos internacionales nuevamente procede recordar que nuestras líneas de conducta permanecen inalterables y que esta inalterabilidad en lo esencial obedece no precisamente a que nos esté cerrada la posibilidad de maniobrar y movernos en direcciones distintas a las que hasta aquí venimos siguiendo, sino que las determinantes que nos aconsejaron plantear nuestras relaciones internacionales dentro de esas directrices básicas, la experiencia propia y la que el desarrollo de los hechos en otros países enseña, comprueban que son perfectamente válidas.

En estos tres años últimos fueron varios los acontecimientos importantes relacionados directamente con nuestra política exterior. También tuvieron lugar otros que, si surgieron y siguen su curso, sin que tengamos en ello hasta ahora participación directa, por su indudable trascendencia hubieron y han de ser tenidos en cuenta.

En primer término, cumple señalar nuestro ingreso en la Organización de las Naciones Unidas. Los mismos que en el año 1946, contra toda justicia, derecho y modos de relación universalmente aceptados como obligatorios, se permitieron el condenar a España con la disculpa de que amenazábamos la paz movidos por las intrigas del comunismo, en 1956 se retractaron pública y solemnemente de aquel veredicto.

Si daños materiales muy graves nos acarreó aquella primera actitud, privándonos de los beneficios materiales de la ayuda a Europa, fueron de orden superior los bienes que recibimos. En aquellos años de prueba cuajó vigorosa y vibrante nuestra voluntad de unidad y de trabajo, de resistencia a ultranza, de movilización de todos los recursos nacionales. Una vez más, España demostró al mundo su unidad, su voluntad de ser y los grandes valores de su espíritu. No nos faltaron en aquel trance los amigos fieles y leales de muchos países de nuestra propia estirpe, así como la fraternal y entera amistad de la noble nación portuguesa. El Bloque Ibérico se mantuvo incólume, como se mantiene hoy con su eficacia, virtualmente operativa y su incontaminada ejemplaridad y fortaleza.

Así llegamos a la Organización de las Naciones Unidas, dispuestos a contribuir a la causa de la paz y de la Justicia entre los pueblos, con toda nuestra tradición jurídica, la de los teólogos fundadores del derecho de gentes y con nuestra singular experiencia actual.

Otro acontecimiento entre los importantes relacionados estrechamente con nuestra política exterior fué la declaración de 7 de marzo de 1956 por la que, tras la declaración de Francia, reconocimos la independencia de nuestro antiguo protectorado en la zona norte y sur de Marruecos. Errores extraños a nosotros habían producido una conmoción en la conciencia del pueblo marroquí avivando un sentimiento natural de independencia que precipitó el proceso que, de todas maneras, se hubiera manifestado a plazo fijo.

La determinación unilateral de declarar la independencia de la nación marroquí por la otra nación protectora constituía un hecho real que no podía soslayarse. No se nos ocultaba a los que durante tantos años habíamos convivido con aquel pueblo y compartido la responsabilidad de su pacificación y de su progreso, que ni sus instituciones políticas en estado rudimentario, ni la preparación de sus hombres, ni la economía de las dos zonas en las que el país se dividía, integradas hasta entonces en las de las respectivas naciones protectoras, se encontraban en condiciones para un cambio tan radical. Para que el proceso del traspaso total de poderes pudiera hacerse sin quebrantos para el país ni daño para su economía, se necesitaba de más tiempo que el que el anhelo febril de independencia permitía. Nuestra sensatez chocaba contra la malicia de los que pretendían arrojar sobre la nación española la corriente de opinión que hasta el día anterior polarizaba Francia.

La decisión hecha pública por la nación francesa nos obligaba a tomar una decisión. La misma conducta ajena que un día nos había forzado a la implantación del protectorado, cuando España venía tradicionalmente defendiendo la independencia de Marruecos y la soberanía del Sultán, nos colocaba de nuevo ante la situación de tener que revisar nuestra política. En un territorio sin fronteras naturales no podían subsistir dos políticas distintas. Evidentemente podíamos habernos resistido por la fuerza unos años más, retrasando el momento de la independencia; pero, ¿a costa de qué sacrificios? ¿Arrastrando a España a una campaña de represión y de violencia para prolongar nuestra estancia en un territorio que no nos pertenecía? ¿Podíamos destruir la gran obra de pacificación y de progreso cuando el país vibraba en un afán general de independencia?

No había más que un camino, el que España tomó y el que estaba en consonancia con la posición tradicional española, que siempre defendió la unidad, la independencia de Marruecos, la legitimidad y soberanía del Sultán y la tradicional política de amor y de fraternidad hacia los marroquíes.

Otro mal que nosotros presentíamos, y así lo expusimos a los elementos directores de aquel país, era el que entrañaban los extremismos y las pasiones de los partidos políticos, que tanto habían aumentado en los tiempos revueltos del exilio del Sultán, y de la exaltación xenófoba antifrancesa. En un país de tendencias tan particularistas y belicosas, que vivió secularmente bajo el imperio de las luchas intestinas, los partidos políticos representaban y representan una amenaza de divisiones y descomposición cuando la unidad es más indispensable.

Así entregamos al Sultán un país en paz y en orden, totalmente desarmado, con hábitos de trabajo y disciplina y que en gran parte había vivido siempre fuera de su autoridad. Jamás incurrimos en la fácil tentación de intentar la asimilación o la explotación colonial de aquel territorio. Cumplimos nuestra misión de nación protectora con la conciencia clara de que nuestra presencia era temporal. Sacrificamos nuestras juventudes y los mejores cuadros de nuestra oficialidad para hacerles participes y usufructuarios de un orden y de una paz que jamás habían conocido. Actuamos siempre en nombre del Sultán y en beneficio del pueblo marroquí. Realizamos cuanto estaba en nuestra mano para promover y acelerar su progreso. Y, sin embargo, hay quienes en Marruecos, estimulados por su pasión política, juzgan de lento el proceso de capacitación del pueblo en nuestra obra de protectorado, pretendiendo desconocer el atraso que durante siglos, y aun durante el primer tercio del actual, vivió a las puertas de Europa esta fracción del pueblo norteafricano, encastillado en sus montañas, rebelde a toda autoridad, sin otra ley civil que la derivada de un código del siglo VII, que es el que rige la totalidad de la vida civil y religiosa de las comunidades musulmanas, y que por constituir la base de su religión y de sus leyes está necesitado de una honda reforma en materia civil, que las naciones protectoras no podían realizar obligadas a respetar la religión y las tradiciones. Se necesitaba la autoridad de un hombre de recia personalidad salido del propio país y de una revolución como la que en Turquía dirigió Ataturk, que separando lo religioso de lo meramente civil les permitiese dar en este orden un salto de gigante. Hoy son las propias autoridades musulmanas las que tienen que enfrentarse con este hondo problema, que tropieza con la resistencia arraigada de la tradición.

Los convenios complementarios de la declaración del 7 de marzo de 1956, que garantizando los intereses comunes, establecían las modalidades a que habían de sujetarse los traspasos, se fueron realizando al compás de las necesidades de cada hora, espoleados por un interés del Gobierno de Marruecos en precipitar etapas.

Yo hubiera deseado que nuestra buena voluntad y los sacrificios hechos en servicio del pueblo marroquí hubieran sido más agradecidos y que los males que presentíamos no hubieran aflorado; pero la insensatez y las pasiones exaltadas en una loca competencia demagógica de los partidos, ha permitido que las armas se extiendan por muchos lugares del país y que bandas irregulares armadas hayan hecho aparición, sembrando la amenaza y el desorden en los territorios vecinos. La agresión a Ifni y las filtraciones de partidas en el Sahara español y Mauritania, que nuestras tropas, en la parte que les correspondía, con serenidad y bravura ejemplares han rechazado, han confirmado desgraciadamente aquellos pronósticos, que forman parte de proceso que está amenazando a todo el norte africano.

Oportunamente el ministro del Ejército ha hecho ante las Cortes una exposición clara y concreta sobre aquellos sucesos, que me releva de detenerme sobre la materia. En el mensaje que dirigimos al pueblo español el 30 de diciembre último expusimos, en términos precisos y exactos, nuestra posición sobre el particular. Nuestros ejércitos no rehuyen jamás su tributo generoso, siempre que sea preciso defender los derechos inalienables de nuestra soberanía. La trascendencia de aquellos hechos será mejor entendida teniendo presente el fenómeno general que como un viento subterráneo cruza en todas direcciones aquélla banda geográfica del norte africano.

España espera que la clarividencia del Rey de Marruecos y el buen sentido de los marroquíes triunfen sobre los excesos de la hora, y que el Gobierno de Rabat, al que más interesa y conviene demostrar que posee la autoridad y los medios adecuados para el ejercicio correcto de su soberanía, impidan en el futuro que desde su territorio puedan ser atacados o perturbados los de nuestra nación.

Resulta anacrónico que cuando el mundo civilizado, convencido del fracaso de los partidismos y de las rivalidades, aspira a integraciones superiores, sea precisamente cuando estos pueblos que renacen a la independencia, en lugar de sumarse a las corrientes modernas de las naciones, incurren en los errores y defectos de la vieja política del Occidente, queriendo desconocer que los problemas que hoy interesan a los pueblos no son ni la expansión bélica ni la copia de imperialismos trasnochados, sino la consolidación de la independencia, su progreso económico y social, el bienestar y la elevación del nivel de vida de los naturales, incompatibles con encender guerras y fomentar diferencias. La guerra será siempre la madre de la ruina, ésta de la miseria y tras ellas viene siempre la pérdida de la libertad.

Me habéis oído varias veces decir que el norte africano constituye la espalda de Europa, y que aunque de reducida población, por lo montañoso de sus territorios, por el tradicional carácter bélico de sus habitantes y por sus partidismos y seculares luchas intestinas, podría constituir un peligroso foco para la seguridad del Occidente. Son tantas las atenciones que la situación de Marruecos requiere para el progreso, el bienestar y desenvolvimiento de su pueblo y de su independencia, y tantas cosas las que le amenazan, que es interés de los que vivimos en una misma área geográfica el ayudarle en lo que esté en nuestra mano para la resolución de sus problemas. Si por la proximidad a nuestros territorios somos hoy el país más interesado en que en él reinen la paz, el orden y el progreso, en el orden general de la estrategia mundial afecta a la propia seguridad del mundo de Occidente.

El mundo vive bajo la presión de un hecho real que no puede desconocerse. La presencia del comunismo sobre la mitad de la población del universo. Cómo se llegó a esta consideración es lo que interesa. No es lo más importante y peligroso la guerra clara y declarada, sino la guerra chica, la que no se detiene con la organización y oposición de una fuerza bélica; es la guerra que se oculta, el poder soviético de agitación y subversión que se extiende por el mundo; el envío de agentes, la compra de conciencias, los contrabandos de armas, la explotación descarada de los descontentos, el fomento de divisiones y partidas, la formación clandestina de columnas de choque en el interior de las naciones, lo que un día tras otro vemos propagarse en Asia, entre las tribus del Oriente Medio o en el continente africano. Así vemos subir la marea comunista.

Si ayer fueron las organizaciones obreras de Europa y de América las que se explotaban con las propagandas falaces y la compra de jefecillos y conductores naturales de las masas trabajadoras para empujarlas a la subversión y al desorden, y más tarde, las universidades, los intelectuales, los hombres clave de las empresas periodísticas, las radios y las agencias de noticias los que constituían los objetivos a conquistar, después de la última contienda, en que la guerra hizo descorrer en una cierta medida las cortinas del telón de acero y las tropas comunistas avanzaron sobre Europa, sumiendo en el terror a tantos pueblos, y los campos de muerte y de trabajo de Siberia albergaron a tantos prisioneros, el mundo occidental más próximo conoce la triste y terrible realidad de la obra y de los procedimientos soviéticos. Ya no son un cuento ni las fosas de Katyn, ni las eliminaciones colectivas y sistemáticas de los valores religiosos e intelectuales en los pueblos que el comunismo domina ni el terror policiaco de sus checas y prisiones, ni el saqueo de los países ocupados, ni las bárbaras represiones, como la del pueblo húngaro; ni las purgas periódicas de sus propios miembros, reconocidas públicamente por los soviets en su reciente campaña contra Stalin. Ya es difícil que en mucho tiempo se pueda engañar a los que de estos hechos han tenido próxima noticia. Hay que buscar víctimas nuevas que no sepan leer, que desconozcan los relatos de los que salieron de Rusia y a quienes pueda deslumbrar un poder y una técnica puestas al servicio del mal. Víctimas propicias a ser carne de cañón en las nuevas jornadas.

Hoy son las tribus de los nuevos estados asiáticos y africanos, sus organizaciones sindicales incipientes, sus estados de atraso y de miseria, las luchas y rivalidades intestinas, los elegidos por los soviets para el segundo acto de la gran tragedia.

¿Qué opone el Occidente a todo esto? ¿Se apercibe el mundo viejo de su propia debilidad, fundada en su falta de vitalidad, en el proceso de ineficacia y de vejez de sus instituciones; de que el comunismo no es ni una empresa bélica ni sociales sino una gran empresa política; que a la idea hay que oponerle otra idea; a una ilusión engañosa, una satisfacción real; a un materialismo soez, una espiritualidad que cautive? Frente a la falsedad que remueve las pasiones hay que ofrecer el criterio sano que tonifica y fortalece un sistema de principios. Pero a las ideas y a las enseñanzas han de acompañar las obras de una política social y económica. que sean expresión convincente de que los postulados han de convertirse en realidades tangibles.

En la provocación de ese clima pasional y enfermizo y en aprovecharlo para realizar una penetración subterránea, tanto en los bajos fondos de la población como en los medios intelectuales más jóvenes o con desmedidas ambiciones políticas, está perfectamente demostrado que el comunismo no acostumbra nunca a llegar tarde.

En suma, puede aparentemente llegar la situación internacional a perder tensión y virulencia, pero la ofensiva de la guerra fría comunista será en el fondo mucho más peligrosa si no se sabe reaccionar frente a su cambio de táctica con decisión, inteligentemente y desde los primeros instantes. El aparato subversivo comunista posee desde hace muchos años tal amplitud, tantas matizaciones y tantos recursos de todo orden, que frecuentemente logran filtrar sus propias directrices aun en aquellos mismos organismos políticos que se precian de combatir el ideario marxista.

Nosotros, en nuestra modesta experiencia, hemos comprobado su filtración en las sociedades secretas extranjeras, su invasión en los campos políticos más inaccesibles, sus consignas llevadas y repetidas por sectores importantísimos de la prensa del mundo, su invasión hasta en los medios financieros internacionales. El problema ha llegado a ser tan grave e intenso que no puede escapar a las observaciones de los servicios secretos de muchas naciones.

Todo esto justifica nuestro cuidado para desarmar un día tras otro los intentos de filtración comunista y el cuidado puesto en qué nuestros órganos de opinión no puedan ser influenciados por dichos, agentes.

Recientemente, España sufrió la ofensiva comunista, que desde las radios clandestinas establecidas por los soviets en Moscú y países del telón de acero se dirigía a mover a los españoles con una pretendida campaña de reconciliación nacional, en que son muchísimos los millones que se gastaron. Millones de cartas del extranjero, con su franqueo correspondiente, llegaron a una gran parte de los españoles que residen en las capitales para moverles a manifestaciones, paros y actos de subversión, que estaban dispuestos a explotar en el extranjero contra el crédito de nuestra nación, intentando perturbar nuestro desarrollo pacífico. Se pretendía tomar pie en la elevación del coste de la vida para explotar la contrariedad que este fenómeno suele producir en los hogares en un sentido político determinado, encubriéndolo con la etiqueta de la reconciliación nacional, como si España no estuviese desde hace años reconciliada y no se hiciese todo lo que humanamente es posible para alcanzar un nivel estable de precios. El hecho incontrovertible es que se han invertido en panfletos, agentes y compra de conciencias muchos millones, y que una vez más el comunismo y sus compañeros de viaje han pretendido atacar este reducto español, inaccesible a la intriga y al predominio de los manejos comunistas.

La paz que nosotros construimos sobre nuestra victoria fué una paz para todos, y sus beneficios se derramaron tanto más cuanto más se necesitaban, siendo precisamente las clases trabajadoras, en todos los órdenes, las más directamente beneficiadas. No hay más que mirar a la extensión del consumo en estos sectores para apercibirse del avance alcanzado. Cuántas, veces al recibir comisiones de obreros o sindicatos se me ha hecho ver que algunos de los que recibía habían sido un día condenados a penas aflictivas por su actuación en el pasado. Desde hace ya diez años podemos decir que en las cárceles españolas no existe nada de la revolución roja que pueda considerarse perdonable. Los que de ella todavía se encuentran privados de libertad han sido en general reos de delitos comunes monstruosos, y la población penal de hoy, con seis millones más de habitantes, es muy inferior a la de 1935.

España no negó a nadie que, no habiendo cometido delitos comunes, se encuentre en el exilio su reintegración a la Patria. Muchos y significados elementos que ocuparon puestos de responsabilidad bajo el dominio rojo o en el mando de sus ejércitos, se han incorporado a la nación. España a nadie fechaza, pero cerrará siempre el paso a los traidores que desde fuera la injurian y tratan de denigrarla y llevan veinte años difamándola desde el extranjero.

Tarea importantísima que nos espera es la de la cooperación y el diálogo entre las actividades privadas y la Administración pública, que tienen su instrumento y su cauce natural en nuestra organización, suficientes para enfrentarse con madurez funcional y experiencia con los problemas de mayor envergadura, que por su naturaleza, fines y constitución interna y legal puedan competirle. En ella está encuadrada también toda su población trabajadora. Tuvimos y mantendremos siempre fe en ella. Pueden en alguna ocasión ser sorprendidos y momentáneamente desorientados, pero frente a las manipulaciones oscuras de quienes desde la sombra y la distancia quisieran utilizar las nuevamente para sus turbios fines, saben reaccionar con la dignidad y el buen sentido que suele caracterizar a los que han de ganarse el pan de cada día; con el trabajo y el sudor de su frente.

Defenderemos a todo trance cuanto para ellos hemos conseguido hasta aquí, y la paz y el orden, que nos permitirán seguir avanzando en las exigencias sociales que nacen de la misma entraña del Movimiento, cuyos principios, postulados y aspiraciones constituyen ya hoy sustancia de la vida nacional y modo de ser asimilado por la totalidad del país.

En ese modo de ser del hombre español de nuestras días es donde se apercibe la hondura con que han calado en la conciencia nacional. las raíces y los frutos del 18 de julio. Sobre nuestros hombros pesa la responsabilidad vitalicia de impulsar desde la Jefatura del Estado el robustecimiento y multiplicación de esos frutos, que es la mejor herencia que podemos transmitir a las generaciones que nos sucedan. Al mejor servicio de Dios y de la Patria tenemos consagrada la vida y en ese servicio hemos de agotarla.

Se han cumplido ya veintiún años desde que por primera  vez llamé a los españoles a la unidad. Su eficacia está demostrada en los años transcurridos. Con ella hemos ganado la guerra, hemos triunfado en la paz, nos libramos de la conflagración mundial y resistimos a la conjura internacional, haciendo que nuestra razón resplandeciera en el mundo. Todo esto no hubiera podido lograrse si en España no hubiera existido una política, si hubiésemos carecido de una doctrina y si una minoría inasequible al desaliento no se hubiera entregado con afán a su servicio.

Esta unidad sólo pudo construirse sobre los principios que nos son comunes y que sintetizan aquellos altos ideales de unidad de los españoles en la empresa heroica y creadora de nuestra Cruzada.

Inicialmente fueron una intuición profunda de la conciencia popular, que, recogida en el decreto de Unificación de 19 de abril de 1937, ha venido inspirando la obra política y social del nuevo Estado.

La España renacida el 18 de julio lleva más de veinte años convirtiendo en realidades sociales y en criterios de acción los principios consagrados en el decreto con que se iniciaba nuestra obra política. Con el ritmo prudente que caracteriza las etapas fundacionales de nuestra historia, estos principios van afirmado la conciencia nacional, se han proyectado en instituciones arraigadas y animan una obra legislativa que cubre todo el ámbito de la acción de Gobierno.

Por su carácter programático, muchos de los puntos con que el Movimiento se inició continuarán con otros siendo un ideario incitador; pero es patente que en gran medida ya están convertidos en sustancia de España, porque han sido el espíritu que ha dado alientos, sin desmayos ni claudicaciones, a la obra y a la propia estructura de nuestro Estado.

Hoy, con la perspectiva histórica que nos dan el tiempo transcurrido y la obra realizada, podemos enfrentarnos con la tarea de formular con precisión este sistema de principios ya felizmente consolidados y que por el rango de las disposiciones que un día les dieron vida no han alcanzado, sin embargo, la categoría formal de las leyes básicas.

Hemos de tener en cuenta que la ley de Sucesión establece en su artículo 9.º que para ejercer la Jefatura del Estado como rey o regente se requerirá jurar las leyes fundamentales del Reino y lealtad a los principios que informan el Movimiento nacional. El cumplimiento de este básico precepto nos exige una formulación precisa y articulada de esos principios, para que sobre su texto se pueda en su día prestar el solemne juramento requerido, cuando por la voluntad de Dios sea necesario cumplir las previsiones que la ley señala.

Este natural perfeccionamiento de nuestras leyes básicas ha servido muchas veces para que nuestros adversarios políticos desde el exterior., secundados por algunos residuos de la vieja política en el interior, hayan querido especular con estas previsiones, intentando sembrar confusionismos sobre su significado, al pretender convertirlas en pasarela que en plazo fatal podía volverles al agravioso sistema en buena hora derrocado.

Para llegar a esa conclusión se ha pretendido asignar los brillantísimos resultados conseguidos en esos años en la gobernación y resurgimiento del país a unas dotes y virtudes personales excepcionales que habrían de desaparecer con mi persona, pretendiendo ligar de esta manera la existencia del régimen con mi vida física. Precisamente es la ley de Sucesión la que, saliéndoles al paso, establece de una manera clara la sucesión reglada de las personas, en servicio precisamente de la permanencia y de la estabilidad del régimen.

Nuestro régimen vive de sí mismo, no espera nada de fuera de él, se sucede a sí mismo y no se prepara otras sucesiones. No somos un paréntesis ni una dictadura entre dos tiempos, como los adversarios pretenden. Constituimos una verdadera rectificación histórica, un orden nuevo fruto del genio español, creado por nuestro Movimiento en 1936 en una hora de fracaso rotundo de los viejos sistemas.

No se trata en ninguna forma de volver a lo arcaico y lo pasado, sino de incorporar los principios de nuestra tradición histórica dándoles plena modernidad y continuidad, manteniendo a través del tiempo, con el inevitable relevo de las personas, inherente a todo lo humano, cuando las actuales desaparezcan por muerte física o agotamiento, la trayectoria inalterable de nuestro Movimiento, al que dió vida y proyección en el futuro la sangre dé nuestra generación.

Es indispensable que la convivencia nacional se funda, ante todo, sobre la afirmación de la unidad de la Patria y de la catolicidad del pueblo español, uno y otro principios entrañablemente insertos en las más profundas esencias nacionales, y que son formulados de modo categórico en las dos primeras declaraciones.

Pero el ideal de España y de su fe religiosa han sido siempre entendidos con visión ecuménica. Esta es, en definitiva, la razón de que nuestros ideales patrióticos hayan estado siempre conjugados con la paz y la justicia entre los pueblos. Así surgieron dos afanes, sin los que no cabe comprender nuestro comportamiento en el concierto de las naciones: cristiandad e hispanidad. Esta idea netamente española debe ser también recogida en la presente promulgación.

El Ejército en nuestro Estado es mucho más que un simple instrumento de defensa; es la salvaguardia de lo permanente y columna de la Patria; su fortaleza es una necesidad indeclinable y no una circunstancial conveniencia táctica.

Toda afirmación de alcance colectivo e internacional ha de apoyarse en el pleno respeto a los derechos primarios del hombre, portador de valores eternos. Este postulado debe consagrar el reconocimiento de las entidades naturales surgidas en el seno de la comunidad para el mejor cumplimiento de sus fines.

El Movimiento no es ni ha sido nunca indiferente respecto a las formas de Gobierno. Nuestro régimen es incompatible con los torpes ensayos republicanos, que la experiencia demostró trágica e inequívocamente ser funestos para la nación. La forma política del Estado nacional proclamada por la ley de Sucesión y refrendada unánimemente por todos los españoles es la monarquía tradicional, católica, social y representativa. El cauce de la representación se establece por la vía orgánica propia de una colectividad trabada y coherente y no mediante la atomización individualista y artificiosa de los sistemas inorgánicos.

El Movimiento se hizo con la voluntad firme de abolir privilegios y de asegurar a los españoles la justicia, la paz social, el acceso a la cultura, a la seguridad y al bienestar económico. De aquí el respeto a la propiedad privada, subordinada al bien común, y la protección a la empresa entendida como asociación de capital, la técnica y el trabajo al servicio de la economía de la nación.

Tales son en apretada síntesis los fundamentos de las netas afirmaciones que considero imprescindible proclamar. La histórica importancia de esta declaración exige que sea promulgada como ley fundamental del Reino, con el carácter derivado de su intrínseca naturaleza y de ser permanente.


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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