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SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1956.


 
Mensaje a los españoles con motivo del año nuevo.

31 de diciembre de 1956.

«Españoles: 

Nuevamente al finalizar el año 1956 y alcanzar el umbral de 1957, se me ofrece la ocasión de dirigirme a todas las familias que integran el cuerpo de la Patria para hacerles llegar, con mi salutación y deseos de felicidad para el nuevo año, el parte de situación de esa otra más grande y ancha familia que es la comunidad nacional. En vano trataríamos de encastillarnos en la intimidad de la familia, desentendiéndonos de los lazos que nos unen a los demás, cuando la realidad nos hace a todos solidarios en el destino común, obligándonos a participar activamente en la conformación de ese destino.

Este año de 1956, que ahora termina, tiene una significación muy especial para los españoles: en él el Movimiento Nacional ha cumplido cuatro lustros. No se trata de que hayamos conmemorado el XX aniversario de un acontecimiento que, aun siendo histórico y excepcional, hubiese cancelado su existencia. Por el contrario, se trata de algo que desde el 18 de julio de 1936 se encuentra en marcha y en condiciones de alcanzar de propios y extraños el reconocimiento de mayoría de edad, de madurez, de indiscutible y fabulosa eficacia política, económica y social, que le hacen consustancial con el presente y el futuro de España.

Si desde las alturas de los veinte años transcurridos aún es difícil percibir todo el alcance y la profundidad de sus líneas de acción y desarrollo para el porvenir, pues su contenido no es simplemente el de un programa, sino el de un modo de ser, el de una actitud dogmática, intelectual, moral y cordial ante la Historia, en lo que ésta tiene de pasado, de actual y de futuro, sí son bastantes, sin embargo, para contrastar los juicios propios y deducir conclusiones a la luz de la experiencia.

Pensad lo que hubiera sido de España en estos momentos si no hubiéramos obtenido la victoria en nuestra Cruzada o si esta hubiera sido efímera y sin alas: una victoria sin programa, sin fe y sin contenido; si hubieran quedado perennes las causas que nos habían conducido a aquella situación, como sucedió con tantas otras victorias anteriores de nuestro pueblo. Sólo examinando la situación en que han caído otras naciones de la Europa esclavizada pueden medirse los males de que nos hemos venido librando.

Si examinamos la situación en que España nos fué entregada, vacía y exhausta por las depredaciones rojas y los años de guerra universal o de posguerra, en que ha tenido que realizarse nuestra reconstrucción, entre amenazas a nuestras fronteras y salpicaduras constantes de la guerra sobre nuestro comercio; de la necesidad de liquidar todo un enojoso problema político de responsabilidades, se agiganta la trascendencia de la obra realizada en estos años en una Patria, obra que tantos consideraban inviable.

De lo definitivamente establecido y de lo que se encuentra en vías de realización, podemos, si no sentirnos satisfechos, pues a quienes deseamos para España los más altos destinos esta satisfacción jamás puede sernos permitida, sí alimentar la seguridad y la certeza de que las generaciones venideras recibirán unida, firme y estable una nación que nosotros recibimos dispersa y desintegrada, con la experiencia ejemplar de que sólo es posible la libertad real, la justicia y el progreso dentro de una unidad sin fisuras, de la disciplina de unos principios, de unas normas y de un sistema institucional y legal adecuado a las específicas condiciones y cualidades de nuestro pueblo.

Recibimos una nación con una economía de bases rudimentarias, que vivía prácticamente sometida al signo retardatario de las influencias extranjeras; con un abandono de su campo que se había hecho ya secular: cultivos atrasados, cabañas degeneradas y diezmadas por la incuria y las epizootias; aldeas y poblados en el máximo abandono, víctimas de la usura; brazos ociosos, montes descarnados y producciones míseras. Las generaciones que nos sucedan recibirán una agricultura racionalizada en cultivos y métodos, en un proceso de colonización interior cuya posibilidades habían permanecido inéditas durante siglos, con una población rural redimida de la usura y defendida de la especulación por organismos y procedimientos eficaces, con explotaciones agrícolas planteadas y dirigidas con mentalidad de empresa, con una riqueza forestal incalculable y con un potencial hidráulico y eléctrico puesto por primera vez en nuestra historia al servicio del campo y de las industrias agrícolas de transformación de sus productos.

Desfasados del progreso industrial europeo, con un retraso de más de cincuenta años, y sin bases racionales sobre las que asentar y desarrollar el necesario proceso nacional de industrialización, las generaciones venideras la recibirán de nosotros dotada de un mapa de plantas industriales localizadas conforme a la geografía en las fuentes naturales de nuestras materias primas, conforme a los cánones técnicos más exigentes, al tiempo que se le ofrecen  a todas las zonas y áreas de población posibilidades de trabajo suficientes para hacer viable una vida digna y decorosa.

Las razones de aquélla grave situación de que partimos, hemos de atribuirlas casi por partes iguales a la acción subterránea interesada de nuestros enemigos tradicionales, que no han reparado en medios para mantener su hegemonía egoísta y anticristiana sobre los países, y a la falta de visión de nuestros dirigentes políticos y de nuestras minorías rectoras, que durante cerca de un siglo, por miopía, incompetencia o entregas inconfesables, no quisieron apercibirse de la esterilidad del sistema y no quisieron o no supieron desmontar aquel estado de cosas y despertar la ilusión de los españoles para algo más sustancial que alimentar las luchas partidistas en los campos desolados de una España que se moría, y alcanzar, por medio de su progreso, con la fortaleza económica, la libertad y la independencia política del país. Desde el primer momento y de siempre constituyó, al contrario, para nosotros, una preocupación esencial rescatar las energías espirituales e intelectuales del español, poner a disposición de su natural despierto, de su genio para la resolución rápida e intuitiva, la capacidad multiplicadora de la preparación técnica y social: sustituir su tendencia a la improvisación con la rienda orientadora del estudio y del aprendizaje metódico, situándole ante el horizonte sugestivo de la investigación y de la organización. De mi contacto con los hombres había llegado al convencimiento de que la crisis española no era crisis del pueblo, que en todas las coyunturas de la historia había venido demostrando sus calidades y virtudes, sino del sistema, de la mala organización, del ambiente y de la falta de visión de las clases directoras, que habían aceptado una misión superior a sus facultades.

Todas esas posibilidades nacionales, todo ese caudal de fuerzas, toda esa profunda vitalidad espiritual, esa capacidad de abnegación y voluntad de servir en una tarea fecunda y esperanzadora, esa irrevocable vocación de empresa que solamente en las dimensiones de lo universal y de lo católico tiene su marco adecuado, las conocimos a lo largo de nuestra vida, siempre ligada entrañablemente a las generaciones de españoles que sucesivamente llegaban a las filas de nuestras unidades militares. Lo conocimos en la convivencia con los soldados españoles, cualquiera que haya sido su extracción y la dureza de su vida, durante las horas de la suprema sinceridad, en el campamento, en la instrucción o en el combate, en la paz o en la muerte por la Patria. Lo vimos confirmado en nuestra gloriosa Cruzada, lo mismo en la juventud que moría que en el sacrificio ejemplar con que sus madres los empujaban a la muerte por una santa causa. Por eso creímos en nuestro pueblo, no con fe ciega, sino con fe lúcida, con la convicción que presta la evidencia, y por eso con él a lo largo de los tres años de Cruzada, los seis de guerra Internacional, los cinco de posguerra y conjura internacional, hemos luchado, hemos sufrido, hemos resistido y hemos triunfado.

Por todo esto, en cumplimiento de los altos deberes que por la voluntad de Dios y del pueblo español me están encomendados, procuramos el contacto asiduo con todos los hombres y las tierras de España, no sólo a través de los cauces naturales de información, conocimiento y relación, sino mediante nuestra presencia personal en cualquier parte de nuestro territorio, cuando aquélla nos parece conveniente o necesaria. No practicamos una democracia formalista y gárrula, en que los representantes formales del pueblo obran por su libre albedrío, sino que hacemos que el propio pueblo, a través de las organizaciones sindicales, de los Municipios y de los Congresos económico-sociales, pueda elevar al Gobierno sus anhelos y que éste, en todo momento, conozca las ansias y el pulso de nuestra Patria.

Permitidme, pues, que respaldado en esa convicción y en esa experiencia, rinda en vosotros un homenaje a nuestro pueblo, al pueblo de España. y que después de seguir su latido día a día y de estar consagrado a su servicio sin interrupción durante medio siglo, reafirme mi antigua e invariable fe en su porvenir.  Así, a los veinte años del 18 de julio de 1936, frente a las profecías agoreras de los pusilánimes, de los pobres de espíritu, de los olvidadizos, de los nostálgicos y de los enfermos de ambiciones silenciadas, gracias a Dios una minoría en nuestra Patria, la razón contundente de los hechos, una paz inalterada y laboriosa y unos frutos positivos, que los más cegados por la pasión malsana no pueden negar, salen fiadores y testigos de que hemos sabido ir coronando las etapas del camino que nos habíamos propuesto.

Todos sabéis, pues, está universalmente aceptado, que la política de una. nación persigue el bien común de los nacionales, y que esta política es considerada tanto mejor cuanto mejor sirva a aquel designio. También constituye una verdad inconcusa que el bien común de los nacionales es consustancial con el progreso de la Patria, y que de su grandeza o de su miseria se derivan los bienes o los males para sus hijos: Esto es, que sirviendo a la Patria se sirve al bien común y logrando el bien común servimos a la Patria.

Si analizamos los males que nuestra Patria y el pueblo español, en su consecuencia, venían padeciendo, encontraremos que eran de tres clases: espirituales, sociales y económicos. No parece corresponder a mi autoridad el definir y determinar lo que en el orden espiritual padecíamos y que, por otra parte, acaba de recordárnoslo en su mensaje de Navidad aquél a quien Dios puso por su Representante en la tierra. Su remedio nos señala lo que buscamos en «la cuna de Belén>. Todo cuanto vaya contra lo que la Ley de Dios nos ha dictado, hemos de considerarlo como malo y perjudicial para la sociedad. Cuanto la sirva y fomente cae, por contraposición, en el campo de lo meritorio. El camino para los católicos no puede estar más claro.

Si esto lo trasladamos al campo de lo político, hemos de pesar la proporción en que el Régimen sirve al progreso espiritual del pueblo, al afianzamiento de su fe y al fomento de sus virtudes. El Estado que padecíamos antes del 18 de julio, y del que nos liberó nuestra Cruzada, era una concreción de a lo que acaba conduciendo el sistema democrático, liberal e inorgánico, con todos sus defectos, antítesis, precisamente de lo que en el orden espiritual debe ser una nación católica.

Las causas que habían producido tantos males fueron las mismas que las que vienen produciendo los que hoy Su Santidad reconoce en la sociedad moderna. Los enemigos de la sociedad perfecta son los mismos que España ha venido padeciendo. A la descristianización y al naufragio de los valores espirituales no se llega sólo por la acción rápida y violenta de la revolución comunista, extirpadora de aquellos valores, pero que por su propia violencia llega a producir salutíferas reacciones naturales; sino a través de la obra demoníaca, insidiosa e hipócrita, fríamente calculada por las fuerzas del mal al venir sembrando año tras año el laicismo, la igualdad entre la verdad y el error, el materialismo, la supresión de los frenos morales, el menoscabo del principio de autoridad, el libertinaje, la degradación de las costumbres, la pornografía, el desate de las pasiones y la apología de los pecados capitales. Escuela permanente del mal abierta a todos los temporales.

Los méritos y servicios que en el orden espiritual el Régimen viene prestando al resurgimiento de nuestra Patria, son tan claros y convincentes que no necesitan de refrendo; se encuentran en el ánimo de todos y en nuestra tranquilidad de conciencia. Cuando en su día propusimos al país las reformas de nuestras instituciones, pesaron grandemente en nuestro ánimo la consideración del hombre como portador de valores eternos; la influencia decisiva que en la vida de los Estados tienen la debilidad moral de los hombres, los pecados y la Gracia, así como el convencimiento de los bienes que se atraen sobre la Patria con los sacrificios y la práctica de virtudes. Hemos querido y creado un Estado católico unido a la Iglesia por un Concordato que hoy, en el mundo, se señala como el ideal para los pueblos católicos. Nos hemos apoyado, para ello, en todo lo posible en nuestras mejores tradiciones, tan enraizadas en la vida española, y al reconciliar a lo social con lo nacional lo hemos hecho bajo el imperio de lo espiritual. Y hoy tenemos el consuelo de ha practicado en gran medida aquello que el Santo Padre nos aconseja en su Mensaje navideño de armonizar la eficacia y dinamismo de las reformas de nuestra sociedad con la estática de las tradiciones, y el acto libre con la seguridad común.

Si pasamos a los males sociales que la Nación Española padecía, destaca el del bajísimo nivel de vida de zonas extensas de nuestra población, consecuencia de una deficiente justicia distributiva, de lo bajo de sus producciones en relación con el incremento de su población y del abandono secular de su economía. Así venía el paro obrero extendiéndose cada año en mayor escala por nuestras campiñas y el éxodo hacia las capitales no era absorbido por la oportuna creación de fuentes de producción y de trabajo. Más de un siglo de abandono había venido acumulando los problemas sociales sobre nuestra generación: el bajo estado de la salud pública y la permanencia de las endemias; el de la habitación insalubre, el de la falta de asistencia sanitaria de grandes sectores de población, el de las enormes desigualdades sociales y el progresivo apartamiento de las masas laborales de las prácticas de la fe.

No perdimos un solo día para redimir al español de tantos males, pues desde los comienzos de nuestra Cruzada asentamos los principios a que había de sujetarse nuestra obra. Las Leyes de la Fiscalía de la Vivienda, del Fuero del Trabajo, del Patronato Nacional Antituberculoso, del Seguro de Enfermedad, del Patronato Nacional de Ciegos y del Instituto de la Vivienda constituyeron jalones importantes que nacieron a la luz durante nuestra guerra de liberación y que señalaban las inquietudes sociales del nuevo Régimen que alboreaba.

No nos conformamos con el pesimista ambiente de las precedentes generaciones e inyectamos fe y espíritu de juventud a cuantos con nosotros colaboraron. No sólo no se paralizó la vida de España durante nuestra guerra, sino que mientras nuestros soldados luchaban por liberar a las distintas regiones españolas de la invasión comunista internacional, trabajaban nuestros técnicos y nuestros sociólogos en el estudio de los distintos problemas y de las posibilidades que España podía ofrecer para resolverlos. Desconocimos el cómodo «no puede hacerse» de los tiempos pasados, y consideramos al español capaz de hacer, cuando bien se le manda, lo que cualquier otro pueblo sea capaz de alcanzar. ¡Cuántas personas importantes en aquélla hora no creían en el futuro de España, considerando en su pesimismo que no la verían levantarse! ¡Cuántas otras pretendían unir nuestras posibilidades de salvación a las ayudas extranjeras! ¡Qué pocos los que creían en las posibilidades de redención! ¡Qué fácil es criticar en la hora de plenitud y qué difícil creer en la de crisis y desgracias! ¿Qué hubiera sido de España si no hubiéramos tenido una doctrina, una fe y una minoría inasequible al desaliento que las apoyase y las mantuviesen? ¡Qué fácil nos es hoy creer en la potente realidad de España, pues somos así, una potente realidad en marcha!

Lo primero que para nosotros se presentaba en el orden social era salvar al hombre atendiéndole en sus más urgentes necesidades; las espirituales, liberándole del divorcio en que las organizaciones marxistas y materialistas le habían sumido, al querer establecer una pugna entre su progreso económico y su espiritualidad, como si en Dios no residiese la suprema justicia y la caridad cristiana. Las materiales, asegurándole la asistencia médica y farmacéutica, la lucha eficaz contra las endemias, un hogar decente y salubre, un trabajo seguro y honrado, una retribución justa dentro de las posibilidades económicas nacionales, enseñanza y adiestramiento laboral para sus hijos, acceso a los puestos y participación en las tareas nacionales a través de las organizaciones en que voluntariamente cada hombre se encuadra: Familia, Municipio y Sindicato.

Esta obra social remediadora de los males de nuestra época, definida e iniciada desde nuestra Cruzada, no fué jamás interrumpida, pese a las vicisitudes y a las necesidades por que hemos pasado, pero su eficacia quedaba en gran parte subordinada a un paralelo resurgimiento económico.

Si grandes eran los males y defectos de la organización social, tan grandes o peores eran los que se nos ofrecían en el terreno económico. El abandono de cien años se acumulaba sobre nuestra generación y nuestra responsabilidad de gobernantes. No voy a recordaros las condiciones de guerra, posguerra y sequías en que hemos tenido que operar, pues de todos son conocidas. Las que no lo son, especialmente para las generaciones nuevas, es la situación económica de que nos hicimos cargo y las grandes batallas libradas para su corrección.

Se saldría de este modesto parte de situación en que quiero haceros participes de los problemas generales, el particularizar el estado de nuestros campos, de nuestros transportes, de nuestras modestas industrias y de los mil problemas de abastecimiento por que hemos pasado, y en su mayor parte corregido o superado, limitándome a destacar aquellas cuestiones más trascendentes, que caracterizan y han de caracterizar todavía por algún tiempo toda nuestra política económica: la escasez de la producción nacional en todos los órdenes de muchos sectores de sus campos, la escasez de industrias necesarias, y, sobre todo ello, el déficit permanente de nuestra balanza de pagos con el exterior, abandonada en lo que iba de siglo. Todo esto habíamos de acometerlo sin oro y sin reservas, en medio de una guerra universal.

Desde que me hice cargo del Caudillaje de la Nación y la Jefatura del Estado, no pasaron desapercibidos para mí estos problemas que el futuro había de presentarnos, y al compás de los Ejércitos avanzaban para la reconquista de la Nación, planteábamos los gravísimos problemas económicos que la paz había de encerrar: falta de materias primas, destrucción de nuestros transportes, bajo nivel de nuestra producción, falta de oro y de divisas para corregirlo y lo que todavía era peor: situación desfavorable permanente de nuestra balanza comercial.

Si sombrías podrían haber sido para otro las perspectivas que se presentaban, no por ello alteraban la fe de quien estaba acostumbrado a luchar y tenía una confianza en el futuro y en la capacidad del pueblo español para superarlas, si la ayuda de Dios no nos faltaba. Otros pueblos de peores condiciones naturales que el nuestro supieron remontar sus grandes crisis. ¿Por qué habíamos de renunciar nosotros a conseguirlo?

Consecuencia de los estudios que por elementos técnicos se hicieron sobre cada uno de los problemas, llegué al íntimo convencimiento de que no sólo España podía recuperarse en pocos años, sino cambiar favorablemente el signo decadente de su economía y ponerse, con su trabajo y esfuerzo, a la altura de las naciones más prósperas.

Una conjugación de los problemas y de las posibilidades nacionales nos permitieron redactar los primeros programas, que vienen desarrollándose y perfeccionándose al correr de estos años, con los baches naturales que a una obra de esta envergadura ofrecen las incidencias de la vida económica nacional e internacional. El hecho es que España progresa enormemente en sus campos, en sus pueblos y en sus ciudades, en el agro como en la industria; que sus producciones aumentan considerablemente y que las obras acometidas marcan un hito en la transformación de España de la que la Historia sabrá hacernos justicia. Obras hidráulicas de envergadura, para muchos insospechada, retienen y embalsan las aguas de nuestros ríos; miles y miles de hectáreas de nuevos regadíos están cambiando la suerte de muchísimos millares de campesinos; concentraciones parcelarias y alumbramientos de agua se disputan entre sí los pueblos labradores; las nuevas producciones de algodón, de tabaco, de kenaf y tantos otros cultivos antes exóticos, extienden por nuestros valles sus alfombras de flores en las nuevas tierras regadas. Surgen pueblos alegres en los ricos valles españoles, entre cantos de paz y de esperanza, a los que se trasladan los excesos de población de aquellos viejos poblachos que apiñaban sus casas al pie de los castillos roqueros. Los montes se pueblan con los pimpollos de los nuevos pinos y las riberas se transforman con el verdor y el oro de sus enhiestos álamos. Es la revolución que crea y que transforma la España áspera y desnuda, que no nos gusta, por otra más hermosa y fecunda.

En la industria, son millares las fábricas que anualmente se montan, y las iniciativas se multiplican creando nuevas fuentes de producción y de trabajo. La actividad de nuestros astilleros no ha conocido en toda la Historia época más intensa, y regiones que no conocían la industria se benefician hoy con la riqueza que su trabajo representa.

¿Qué importa que en este resurgir de la nación haya en algún momento que establecer ordenaciones de prioridad ante fenómenos de escasez de materias primas, provocados por la demanda, o regular y vigilar los créditos y ajustar lo que puede en algún momento haberse desajustado? Son los problemas naturales que produce la crisis de crecimiento, que tardan muy poco en compensarse. Lo que podría llegar a ser grave y no puede aceptarse por el daño que a todos produciría, es la ceguera de los que intentan aprovecharse de la coyuntura y con su codicia provocan el encarecimiento de los productos en perjuicio general. Es legítima la aspiración a enriquecerse como fruto natural de un trabajo, por una mayor producción o por ventas más numerosas; lo que no se puede consentir es el caso de los que se aprovechan de la demanda o de los alimentos necesarios de los salarios para obtener mayores beneficios en cada una de sus ventas, aumentando su lucro a costa de todos los demás. Son los zánganos de la colmena, a los que es necesario reducir. Es preciso que todos se convezcan que nada hace más anarquistas y comunistas que los abusos y especulación de los empresarios y del capital. Una sociedad que consintiese y que no reaccionase y corrigiese estos abusos, estaría llamada a ser destruida por el descontento de los más.

Pese a estas naturales incidencias, la marcha de la economía española no puede ser más halagüeña, y para sí la quisieran muchas naciones que en sus apariencias de grandeza se debaten en una difícil y complicada cerrazón económica al tener que reducirse a vivir hoy de su propia savia.

Es hoy incuestionable que la viabilidad, estabilidad y continuidad de cualquier sistema político está condicionada de una manera esencial al realismo y el tacto con que se aborden los problemas económicos y sociales, pues es de cara a la totalidad de la comunidad, y no conforme al doctrinarismo abstracto de algunos cenáculos, al vacío de los pregoneros de fórmulas mágicas o los intereses de pequeños grupos privilegiados, como hay que concebir el Gobierno cristiano y realista de una nación. No se puede escamotear una verdad tan elemental e inconmovible como la de que no hay independencia y libertad auténticas, ni para los individuos ni para los pueblos, si éstos viven en servidumbre y esclavitud económicas. Es cierto que no radica y se nutre esencialmente la libertad de la nación y de la persona humana de factores económicos, pero también es cierto que éstos condicionan de hecho la posibilidad del ejercicio normal de esta libertad.

Si de los problemas nacionales pasamos a los problemas exteriores, otro tanto puede afirmarse en cuanto a la validez de nuestra actitud, ante la problemática internacional de esta hora. También los hechos confirman nuestra razón con una elocuencia irrebatible. Aun a sabiendas de que los egoísmos, las incomprensiones, las veleidades, las concupiscencias o los compromisos oscuros y turbios levantarían un mundo de silencio en torno a la voz y a la experiencia de España, hemos venido advirtiendo lealmente a nuestro pueblo y a cuantos han querido oírnos de todos los peligros y erróneos razonamientos de la política mundial frente a los problemas que rozaban nuestro porvenir en el concierto de las naciones. Y tan ciertos eran aquellos peligros que la tragedia en estos últimos meses ha rondado, y aún no se ha desvanecido su sombra, en torno a todos los hogares del mundo. También aquí la realidad ha confirmado que no éramos nosotros quienes teníamos que rectificar.

En 1946 la más extensa de las conjuras internacionales consiguió que la Asamblea de las Naciones Unidas, ante la acusación del mundo comunista de que amenazábamos la paz, aceptase el poner a nuestra nación en entredicho. A los diez años justos, en esa misma Asamblea, la palabra, la verdad, la congruencia, la entereza y la perspicacia españolas eran reforzadas y reconocidas clamorosamente cuando el representante español señalaba acusadoramente al comunismo internacional como único enemigo de la paz, que es el que verdaderamente la amenaza y hace tabla rasa de todos los derechos al lanzar sus divisiones y la legión de sus sicarios contra los otros, pueblos.

Siempre hemos mantenido que junto a la radical debilidad que implica el comunismo como doctrina intrínsecamente mala, había que dar por seguro que el imperialismo soviético, de no exterminar a la población civil, no sería capaz de llevar a cabo la digestión de los llamados países satélites, naciones ayer independientes que habían conocido la libertad. La epopeya que Hungría está escribiendo con su coraje y con su sangre, lo demuestra con una claridad meridiana. El caso de Hungría es el de todos los países ocupados e incluso el de algunas comarcas de la propia Rusia.

El gran servicio que ha prestado Hungría al mundo es, el haber puesto de nuevo de manifiesto el valor que tiene la resistencia de un pueblo decidido a luchar por su libertad. Los Ejércitos rusos se encuentran de hecho prisioneros de los países ocupados. Si la situación del mundo llegase a alterarse, sus fuerzas serían sin duda batidas por los nacionales a poco que éstos se les ayudase con armas a su liberación. Más fuerte sería Rusia dentro de sus fronteras que con sus fuerzas repartidas en tan extensos territorios. Los Ejércitos modernos disponen de poder resolutivo contra otros Ejércitos en lucha abierta, en situaciones claras y valuables, pero su constitución y su calidad se muestran incapaces para vencer una insurrección armada. Los insurrectos son en valor y en heroísmo muy superiores a cuanto los Ejércitos extraños puedan oponerles.

Se ha manipulado excesivamente con el dilema «coexistencia o guerra nuclear». Frente a este desmoralizador planteamiento, es deber moral y político del mundo occidental adoptar las medidas necesarias para la liberación de los países subyugados, por tratarse del porvenir de nuestra civilización libre y cristiana. El mundo occidental no tiene derecho a comerciar con la vida y la libertad de las naciones del Este europeo. La idea de la coexistencia a base de la consolidación del «statu quo» de la injusticia, de la aceptación de la invasión más grande y terrible conocida en la Historia, sería una vergüenza para el sentido moral del mundo libre y para su inteligencia política. Occidente debe darse cuenta de que la liberación de los pueblos subyugados es el único camino para asegurar la propia libertad y seguridad tan gravemente amenazadas.

Sería, por otra parte, equivocado el que de la reacción húngara contra la esclavitud soviética se pretenda deducir en el orden político un deseo de vuelta a los sistemas e instituciones que la invasión comunista derrumbó. Las aguas no suelen volver por los mismos cauces. El paso del comunismo por una nación es un hecho en sí tan trascendente, que pese a la repulsa que los procedimientos de esclavitud provocan, despiertan, sin embargo, un ansia incontenida de mejoras sociales, de eficacia y de justicia distributiva que, sin género de duda, ha de caracterizar a los regímenes futuros que le sucedan. Del pasado se recogerán los valores eternos, no lo viejo, circunstancial o inútil que su propia incapacidad y el tiempo desplazó.

Constituiría, sin embargo, un grave error que porque de la última guerra millones de rusos conocieran lo que sistemáticamente se les ocultaba, y cuando el mismo tipo de hombre que el comunismo ha formado en Rusia, particularmente radicado en las zonas urbanas e industriales y el que procede de sus centros docentes superiores, comienza a acusar perfiles psicológicos y a apuntar líneas de conducta muy diferentes a las del hombre ruso tradicionalmente sumiso e ignorante, suponer que el dispositivo soviético está en descomposición y que la amenaza soviética pueda ahora preocupamos menos. Que algo grave está pasando en el mundo de los soviets, es evidente; que para la supresión de Beria y de su terrorismo policiaco se ha necesitado acudir al Ejército a través de sus mandos superiores, parece confirmado. El que la presencia militar haya hecho su aparición en la política soviética y que la presencia de Zukof en el Politburó es algo más que la personal, pocos lo dudan. La desestalinización y las gravísimas acusaciones públicas contra la obra de tantos años del régimen soviético, no es un capricho, sino una necesidad histórica e imperiosa, todavía poco conocida. La situación interior y la repulsa exterior de los otros países comunistas ha obligado, sin dudas, a los gobernantes rusos a echar sobre otros hombros las culpas de sus fracasos, pero querer deducir de esta crisis interna con la que Rusia se enfrenta ventajas inmediatas para el Occidente, hay mucha distancia. Son sólo fenómenos que conviene someter a observación, estudio y consideración. Mientras el sistema soviético de terror implacable y de eficacia probada tenga capacidad para resolver las situaciones que se le planteen y mantener su iniciativa y expansión en los frentes ideológico, político, económico y militar, no puede decirse que esté en crisis, ya que su amenaza y peligrosidad permanecen.

Este análisis es precisamente el que nos conduce a insistir en que la política del Occidente con Rusia necesita ser de firmeza y claridad, sin equívocos. Que quede bien claro que el Occidente no aceptará jamás la permanencia definitiva de Rusia sobre las naciones ocupadas y que la paz descansa precisamente en que Rusia se vuelva a sus fronteras.

Yo encuentro dialécticamente débil, cuando no torpe, la propaganda exterior del Occidente. Especulan los dirigentes soviéticos con maquinaciones agresivas de los Estados Unidos y del Occidente contra su nación, pretendiendo justificar así ante su pueblo sus acciones hostiles y su mantenimiento por la fuerza sobre otras naciones, como medidas indispensables de carácter defensivo ante la amenaza de una agresión. Es necesario llevar al ánimo del pueblo ruso y de sus dirigentes militares que es falso cuanto en este orden se le presenta, que nadie quiere mal al pueblo ruso ni a las clases sociales que a través de tantos años de una realidad comunista se hayan creado; que la liberación que se pretende de los pueblos de Europa, y por la que se combatió en la última guerra, no es para utilizarla contra la nación soviética, sino para que recobren su libertad e independencia; que lo que el Occidente no admite es la provocación y la amenaza permanentes dirigidas por los gobernantes rusos y sus agentes, contra la paz interna de los otros pueblos o la imposición por la fuerza de la esclavitud a naciones un día libres después de diez años de terminada la contienda; que el pueblo, los militares y las distintas clases sociales rusas sepan que no hay nada ni contra Rusia como nación ni contra ellos entre los otros pueblos, y que lo que el mundo occidental desea es poder convivir pacíficamente con los rusos, una vez que desaparezcan las persecuciones, las amenazas y la acción subversiva de Rusia sobre las otras naciones.

Por lo que a la unión del Occidente respecta, podría ser ésta más efectiva y vivirse en una mayor y más sincera intimidad si con sinceridad se buscase la solución respecto a los problemas que nos separan. Nunca hemos rehusado nuestra cooperación a la defensa del Occidente. Un alto sentido de nuestros deberes para con la esencia del orden cristiano por encima de todo, presidió nuestra posición durante la guerra mundial y después de ella. Por la causa común nuestros pueblos deben adquirir compromisos y cumplirlos caballerosamente, pero nadie ha de permitirse violar estos compromisos actuando unilateralmente, porque no es justo ni tolerable que otros puedan verse envueltos en un conflicto por conveniencias exclusivamente ajenas, como decíamos en enero de este año. No fuimos los últimos, sino los precursores en este camino, pues nuestra advertencia, advertencia formal y explícita, de la necesidad de una asociación del Occidente y de los peligros que iban a cernerse sobre todos, data del año 1945. Esta advertencia fué hecha en documento escrito y transmitido por mi embajador al entonces presidente del Gobierno inglés, y no se supo o no se quiso entonces comprender ni apreciar.

Constituye una  quimera, que la realidad no tardaría en desbaratar, esas ambiciosas aspiraciones de unos Estados Unidos de Europa, que ni siquiera para los problemas de interés vital suele lograrse. Las naciones viejas del Occidente han formado a través de los siglos su propia personalidad, que no puede borrarse. Pueden y deben asociarse para fines concretos y determinados de interés general, que con el trato y la interdependencia conviertan estas asociaciones en cada día más íntimas. Cabe la asociación dentro de la mentalidad y de las exigencias propias de nuestros días sobre la superación de los sectarismos políticos, de cuya agresividad, consecuencias y fanatismo tiene España una larga experiencia en esos años. Son estas psicologías e ideologías caducas e intereses partidistas los que saltando sobre los intereses permanentes y generales vienen rompiendo los cuadros de la tan necesaria solidaridad de los pueblos occidentales frente al enemigo común con posturas y hechos consumados.

Respecto a los problemas del norte de África y del Oriente Medio han pasado a ser de interés general y no particular de una o de dos naciones. Que España sabe cumplir noblemente sus compromisos lo ha demostrado, una vez más, al proclamar a los treinta años de paz en su protectorado la independencia del pueblo de Marruecos, sellando así la nobilísima acción de España en aquellas tierras y consolidando las estrechas y fraternas relaciones que la historia y la geografía reclaman para nuestros pueblos vecinos.

El que los territorios norteafricanos constituyen la espalda de Europa, como oportunamente advertimos, les dan una trascendencia europea que no puede desconocerse. Yo me permito afirmar que el interés de esos países y el del Occidente no son contrapuestos, sino asociados. Pertenecen al área occidental de Europa y correrán la suerte que a esta parte del mundo le corresponda. Si el interés de Europa es el tenerlos en su asociación, el de ellos está también en disfrutar de las ventajas y beneficios de la asociación europea. En ella encontrarán los caminos seguros de su prosperidad y de su grandeza; divorciados de ella, jamás lo conseguirían.

El pretender torcer el rumbo de la vida en estos países, contrariando las corrientes naturales, el quererlos forzar a dependencias y exclusivismos que los países repugnan, es obrar contra el propio interés, no ponerse en el camino de las soluciones y sembrar para muchos años las semillas del rencor y del odio.

La asociación con Europa de estos países favorecería los intereses de aquellas naciones que, vinculadas a los norteafricanos en una vecindad y convivencia de tantos años, les permitiría recuperar su confianza y desempeñar un importante papel. El orden, la paz y el progreso de esos países es de interés de todo el Occidente, y el de ellos que noble y lealmente se les ayude a su independencia y a su progreso.

Si miramos hacia el Oriente Medio la situación se nos presenta todavía con mejores auspicios. Europa es el principal cliente de los productos del Oriente Medio; europeo es la inmensa mayoría del tráfico que discurre por el Canal. Lo importante para Europa es el aprovisionarse en el Oriente Medio y para el Oriente Medio que Europa consuma sus productos. Interesa a Europa el libre tráfico por el Canal. Favorece a Egipto la intensificación y permanencia de ese tráfico. ¿Qué es lo que separa entonces a esos países de los nuestros? Conceptos secundarios de Derecho Privado, no los generales y de interés público.

Al interés de Europa conviene el progreso, el bienestar y la independencia de los pueblos árabes, con los que mantiene un intenso comercio; la amenaza para estos pueblos no procede del Occidente distante, sino del imperialismo soviético, más próximo y amenazante. ¿Por qué levantar, pues, un problema donde no lo hay? ¿Por qué empujar a aquellos pueblos a caer en la órbita de nuestros enemigos? Habían de existir intereses contrapuestos, que no los hay, y habría que subordinar los al problema general y acuciante de la amenaza rusa.

Si el Occidente se equivocara una vez más en esta ocasión cometería una torpeza imperdonable. Se impone, por lo tanto, una política de más alcance, alejada de los viejos moldes colonialistas. Los países árabes y afroasiáticos han de participar en una justa proporción en sus riquezas naturales cuando éstas requieran para su explotación los capitales y la técnica del Occidente. Un interés común de mutua ayuda y de mutuo provecho debe presidir las relaciones entre los pueblos nuevos y los viejos. Para que la causa de la razón y del bien triunfe sin que hablen las armas es necesario que no se reproduzcan en estos puntos tantos errores y que un nuevo modo de pensar y de obrar sustituya a las viejas y caducas políticas. Sobre estos supuestos es posible concebir una amplia asociación de pueblos y unos amplios intercambios comerciales e industriales.

Para nosotros todo lo que viene ocurriendo en el mundo encaja en el cuadro de nuestras previsiones constantes, y si hubieran podido verse y tenerse en cuenta a su hora, no habría necesidad de rectificar.

La advertencia sobre los distintos extremos ha constituido uno de los puntos centrales de nuestra política, e incluso contribuyó en buena parte a las dificultades que nos han creado algunos países, que hubieran debido comprender mejor la profundidad  de nuestras razones.

Estas fueron nuestras reglas de conducta, un día condenadas por tantos, y que ahora ya nadie responsable somete a discusión. No recorrimos tan largo camino sin sufrimientos ni dificultades, pues mientras nos defendíamos, teníamos que ir replanteando, como os decía, la totalidad de nuestras instituciones políticas, sociales y económicas.

Los veinte años más difíciles de nuestra historia han confirmado plenamente la fertilidad y la eficacia de nuestras instituciones. En su perfeccionamiento y en su consolidación hemos de colaborar todos, pues lo realmente importante es desarrollar la inmanente originalidad y actualidad de nuestro Movimiento Nacional, para que todo aquello que exige la justicia y la seguridad de la Nación, y que cae dentro de nuestro progreso económico, se realice indefectiblemente en el futuro, como hemos venido realizándolo hasta hoy. Lo realmente importante es que la unidad y la continuidad sean para todos sagradas, pues no se trata de un capricho, sino de una necesidad histórica. Yo os exhorto a mirar con fe y confianza al porvenir, abriendo nuestro corazón al más profundo reconocimiento hacia la asistencia que Dios viene concediéndonos.

Y termino, como os decía en el pasado año, pidiendo a Dios que siga teniendo a nuestra España bajo la sombra de su Trono, haciéndola digna de ser empleada en su servicio y en su gloria, y que nos siga dando los ánimos y los medios para afrontar satisfactoriamente los trabajos necesarios para la paz,  la grandeza y la prosperidad de España.  

¡Arriba España!.


   ATRÁS   



© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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