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Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1956.


 
Discurso ante veinte mil Falangistas en Salamanca, con motivo de los actos conmemorativos del Aniversario de su Exaltación a la Jefatura del Estado.

29 de septiembre de 1956.

Españoles y camaradas:

Unas pocas palabras, porque los hechos son más elocuentes, para agradecer a la provincia de Salamanca que haya querido perpetuar el hecho histórico que en este aeródromo militar tuvo lugar hace veinte años, en que los generales y jefes que componían la Junta de Defensa de Burgos y los generales de los Ejércitos, siguiendo aquella antigua tradición guerrera de elevar sobre el pavés a un nuevo Caudillo, designaron como Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Estado a quien desde aquella fecha viene rigiendo los destinos de la Patria; y a la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., que encarna nuestro Movimiento político, el que haya elegido esta oportunidad para renovarme el testimonio de su lealtad y de su fe, tan elocuentemente demostradas al correr de los veinte años transcurridos.

Cuando se vuelve la vista atrás y se evoca la situación de aquellos días, un sinfín de recuerdos emotivos se agrupan en nuestra mente: el de aquellos beneméritos generales y jefes, aquí reunidos, que en aquellos momentos difíciles de la vida de la Patria resolvieron, con generosidad ejemplar, lo que creyeron el mejor servicio de la Nación, y la mayoría de los cuales el paso del tiempo se ha ido llevando de entre nosotros.

La situación militar en que este suceso tenía lugar, dos días después de la liberación de Toledo, cuando nuestras fuerzas avanzaban victoriosas sobre Madrid, en el Norte se combatía duramente por la liberación de las provincias cantábricas y se luchaba con ardor en un frente dilatado de más de dos mil kilómetros de extensión, demandaba con urgencia la creación de un mando superior que, asumiendo la responsabilidad, diese unidad de acción a todo el conjunto.

El problema era más arduo que la simple conducción de unas operaciones militares, ya que al tiempo que se combatía era necesario levantar, dotar, armar y municionar los nuevos ejércitos de la Cruzada. No bastaba ya el espíritu guerrero de nuestra juventud; había que reorganizar e instruir las unidades sobre el propio campo de batalla, dotarlas de todo lo necesario, darlas disciplina y cohesión, convertir aquel ejército improvisado en el poderoso Ejército de la Victoria.

Lo inestable de los frentes creaba a cada momento situaciones nuevas, y mientras la victoria marchaba en las bayonetas de las fuerzas en movimiento, en los otros frentes forzosamente había que hacer de yunque, y se estrellaban los esfuerzos de las huestes rojas internacionales, desencadenadas en aluvión desde Barcelona y desde Valencia, que obligaban en algunos puntos a sensibles rectificaciones locales.

Si mirábamos al mar, la caída en manos de los rojos de la casi totalidad de los barcos de nuestra escuadra, nos creaba una situación difícil, que sólo por el alto espíritu y decisión de nuestros marinos se logró mantener nuestro tráfico marítimo y alcanzar más tarde el dominio del mar.

Por otra parte, la repercusión que desde los primeros momentos tuvo en el exterior la guerra de España, creaba un nuevo factor que podía tener gran trascendencia en la situación militar, que había que encauzar y señalarle directrices.

Las proporciones que la guerra había ya tomado nos exigía, al prolongarse la lucha, el cuidar de nuestra economía, mantener los intercambios con el exterior, que nos facilitasen la realización de nuestras importaciones vitales. No nos bastaba con ir ganando la guerra, necesitábamos paralelamente dar bases de estabilidad a la economía de nuestro territorio.

Comprenderéis que tal cúmulo de problemas habría impresionado el ánimo más esforzado. No se me ocultó en ningún momento la alta responsabilidad que sobre mí se echaba. No se trataba de una operación militar de salvamento que pudiese ejecutarse en días, sino de la lucha larga y penosa y, tras ella, la indispensable transformación total de nuestra Patria, que hiciera fecunda la sangre derramada, el sacrificio sin descanso de toda mi vida al servicio de la Nación.

En vano pretendí buscar en el campo de nuestros valores nacionales quien mejor pudiera asumir esta responsabilidad con mayores posibilidades de éxito; pero mis pobres argumentos se estrellaban contra la dialéctica firme de mis compañeros, a la que forzosamente había de entregarme. Así lo exigía en i aquellos momentos la salud de la Patria.

Sólo con la fe puesta en la santidad y razón de nuestra Cruzada y la confianza en la ayuda de Dios, que en ningún momento de mi vida me falto, pude aceptar tan alta y grave responsabilidad.

Creía en España y creía en sus hijos, en los tesoros de virtudes de nuestro pueblo, contrastados al correr de toda mi vida militar. La Legión me había demostrado que aun en aquellos hombres más rudos y rebeldes existen siempre unos valores ocultos que
sólo esperan ocasión para mostrarse. Conocía el valor de la unidad y de la disciplina, alma de las empresas gloriosas de nuestro pasado, y todas eran armas poderosas para nuestra Cruzada.

Yo he de proclamar en esta hora la parte trascendente que para todos tuvo la eficaz colaboración que me prestaron cuantos participaron en la Cruzada, lo mismo los que compartieron en los mandos superiores la responsabilidad, que los que obedecían en los frentes o nos asistían en las tareas de la retaguardia, estimulados por el heroísmo y sacrificio de nuestra juventud y el ejemplo sin igual de sacrificio de las madres españolas. Ya que si es verdad que no hay empresa gloriosa sin capitán, en los laureles del capitán tienen mucha parte de gloria sus soldados.

Si la unidad de mando había de imprimir su carácter en los frentes, nos era tan necesaria o más en la retaguardia. Así lo entendían todas las fuerzas políticas de la Nación que se integraban en el Movimiento, y así lo anhelaba la Nación entera, lo que necesariamente había de conducirnos al decreto de Unificación, que dió cauce formal a los acuerdos que le precedieron de las más importantes agrupaciones políticas.

No podía dejarse para después de la Victoria la reorganización política y administrativa del país. Había que establecer de una manera clara por lo que se combatía. Los principios de Dios y Patria, que campeaban desde el primer momento en nuestras banderas, no eran por sí suficientes. Había que determinar los medios con que habíamos de garantizar su permanencia. A aquel Alzamiento intuitivo de la Nación se hacía necesario darle forma y contenido. La trascendencia de aquellos actos la demuestran los veinte años transcurridos: tres años de Cruzada, seis de guerra universal, cinco de posguerra y conjura internacional y seis sólo de Victoria y de reconstrucción.

Si la política es el arte de servir al bien común, yo dudo de que pueda haber una política que mejor haya servido al interés colectivo de los españoles. Desde luego que en la Historia de nuestra Nación no podremos encontrarla.

En una Patria que recibimos en ruinas, que tantos españoles de dentro y fuera no creían viable, se ha efectuado un profundo cambio. España ha con quistado en el concierto de los pueblos el respeto y el prestigio de que hacía muchos años carecía. El ser español vuelve en el mundo a ser un título importante. Si la evidente mejora del nivel de vida no marcha al compás de nuestras ambiciones, es porque las posibilidades de la Nación no permiten acelerar más el ritmo. Los problemas económicos son más hondos y complejos que lo que a primera vista parece. El camino forzosamente tiene que ser penoso; pero el éxito y la victoria se acusan ya en el progreso considerable de nuestras provincias. Hemos alcanzado ya un nivel al que la mayoría de los españoles no concebían pudiera llegarse. El Régimen ha despertado a la Nación, sacándola de su atonía y haciéndola más exigente y ambiciosa.

Los que creen que la lucha se ha acabado y que España puede volver a los años bobos y perdidos se equivocan gravemente. Un mundo nuevo se pone en movimiento. Las naciones, como los pueblos, se rebelan contra las injusticias históricas y las miserias; una nueva era pugna por abrirse paso en el mundo; y o se la acoge y encauza, o acabará derribando lo que se oponga a sus naturales y justos anhelos.

Nosotros, por habernos adelantado veinte años en encauzar nuestra Revolución, podemos mirar con tranquilidad el porvenir. Para realizarla, España se ha puesto en pie, con ímpetu incontenible, que sólo podría torcerse si faltase entre nosotros la unidad y la disciplina. Por ello es necesario, más que nunca, el mantenimiento de la fe, de la unidad y de la cohesión españolas, sin que el enemigo pueda sembrar en nuestras filas la disidencia ni la duda.

Y en estas horas de plenitud y de esperanza, cuando el horizonte se nos presenta bonancible y nuestras obras las vemos enraizadas en la Nación, hemos de recordar a todos aquellos que cayeron en el empeño y a los que en las singladuras de los días difíciles nos acompañaron con su fe y con su lealtad. 

¡Arriba España!


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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