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LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1956.


 
Discurso pronunciado ante el Consejo Nacional del Movimiento.

17 de julio de 1956.

Consejeros y camaradas:

En este aniversario del Alzamiento Nacional, cuando los veinte años transcurridos nos permiten examinar, con la perspectiva que nos da el tiempo, aquella gloriosa gesta, el pensamiento vuela con emoción hacia aquellos primeros días de inseguridad y de zozobra, de angustia, de cerrazón, de naufragio inminente de la Patria española. Se agiganta el recuerdo de los héroes y mártires de aquellas jornadas, de los que caían en aquellas primeras horas, sumergidos en el mar de la barbarie roja, y de los que en la oscuridad de la noche o en las horas pálidas del amanecer eran arrastrados por la vesania comunista frente a los pelotones de ejecución. Héroes y mártires que, con su sangre y ejemplaridad, abrían a los españoles un horizonte de luz y de esperanza.

La empresa fué más dura y difícil de lo que hubiera podido ser, pero el comunismo no cede fácilmente sus presas, y la afluencia por la frontera pirenaica de fuertes contingentes de comunistas extranjeros había de prolongar la lucha inútilmente. El Alzamiento Nacional tuvo desde los primeros momentos un carácter eminentemente popular y nacional, del que no podía privarle el que hubiera sido dirigido y encabezado por el Ejército, que cumplía así la voluntad de la Nación y los sagrados deberes que, como salvaguardia de la Patria, le señalaba taxativamente su ley constitutiva, al establecer su misión de defensa en el interior y en el exterior.

La cuestión no podía presentársele más clara: la Patria no podía ser patrimonio que una generación pudiera inconscientemente destruir, sino legado que recibimos de las generaciones que nos precedieron, y que hemos de entregar mejorado y enriquecido a las que nos sucedan. No es sujeto pasivo de los españoles, sino ella la que demanda nuestro servicio y a la que no se puede arrastrar por torpezas o por pasiones al trance de su desintegración o de su hundimiento. Así lo entendió y refrendó el pueblo español al volcarse en las filas de los Ejércitos Nacionales con aquel heroísmo que durante el tiempo que duró la Cruzada derrochó en su servicio.

Dos tareas se presentaban desde los primeros momentos a nuestra responsabilidad: la de obtener la victoria, librando a la Patria del yugo de sus opresores, y la de prepararla para que pudiese navegar, próspera y segura, a través de todos los temporales. Frente a una política que destruía, iba a levantarse otra que creaba y que se perfilaba en los principios comunes a las fuerzas políticas que desde la primera hora se pronunciaron solidariamente al lado del Movimiento, y entre las que ocupaban puesto de honor la Falange y el Tradicionalismo, que, movilizando sus mandos y organizaciones, se unieron a las fuerzas militares de nuestros Ejércitos.

Todas las fuerzas políticas de la Nación dieron a la Cruzada sus mejores hombres. Los nombres de Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Pradera, Maeztu y Madariaga, entre tantísimos mártires, constituyen un símbolo de la extensión política que el Movimiento tuvo. La fidelidad a Dios o la distinción en el servicio a la Patria fueron bastante para que tantísimas personas sufrieran cautividad, persecuciones y martirio.

La reacción de la nación igualmente había de tener enorme dimensión y todos los españoles de buena voluntad se unieron con entusiasmo al Movimiento liberador.

No tendría lugar para recordaros todos los hechos gloriosos que la Cruzada entrañó; las numerosas pruebas de heroísmo y de valor de que dieron ejemplo las fuerzas españolas, que las ponían a la altura de sus mejores tiempos y que en gran medida sorprendieron al mundo. El Alcázar de Toledo, el cuartel de Simancas, la Ciudad Universitaria, Santa María de la Cabeza, Belchite, Alcubierre, el crucero «Baleares», Brunete, Teruel y el Ebro han quedado para siempre, con otros numerosos nombres gloriosos, grabados en el libro de la Historia.

Mas la victoria no podíamos considerarla sola. Ella nos abría el camino a una etapa en sí más trascendente: la organización política del país, y si la primera constituía una tarea específica de mi profesión militar, de la que en ningún momento pude dudar, la segunda constituía para mí y para todos problema más complejo.

La historia política contemporánea de nuestra Nación nos ofrecía para ello sus lecciones. Reconocido era por todos que la causa principal de los males que nos aquejaban era la de los partidismos, divisiones y rencillas que los partidos políticos fomentaban.

La unidad interior, que se nos presentaba como indispensable para sostener la comunión entre el frente y la retaguardia y obtener la victoria, se perfilaba ya como imprescindible para nuestro futuro. Sin ella no hubiéramos podido obtener el triunfo sobre nuestros adversarios, nuestra victoria hubiera sido efímera y estéril, y no nos hubiera permitido resistir más tarde las conjuras y avatares de la guerra fría y subterránea que la paz puede encerrar. Por donde quiera que se mirase, el interés de España nos imponía la integración de todos los españoles en la futura empresa política. La unificación pasaba a ser una necesidad histórica.

No llegó la unificación por una decisión unilateral del mando, inserta en las páginas de nuestra «Gaceta». Presentida y anhelada por toda la Nación, era defendida por cuantos con sentido político figuraban en el Movimiento, y venía siendo objeto desde los primeros tiempos de reuniones de los representantes de aquellas fuerzas políticas a que antes aludíamos, y que tuvieron su más clara expresión en los acuerdos del Consejo Nacional de la Falange, reunido en Salamanca y en el de los Comisarios carlistas, que en visita solemne que unos y otros realizaron, se me ofrecieron incondicionalmente para que fuese decretada la unificación. El decreto subsiguiente no hizo más que dar estado formal a lo que España entera demandaba y los jefes naturales de las principales agrupaciones políticas nos pedían.

No se nos ocultaban entonces las dificultades que los particularismos y arrastres de viciosas costumbres políticas habrían de producir cuando se creyeran alejadas las horas de peligro. Pero el que en una nación tan individualista como la nuestra perduren restos de profesionales de la política que pretendan disentir del conjunto, no desvirtúa la solidaridad general de la nación. Tan faltos se encuentran de razón, que les bastaría meditar sobre la historia de los últimos años para comprender lo que España debe a aquel paso dado entonces, de la unificación. Yo les emplazo ante la responsabilidad histórica que frente a la nación contraen. El peso del ejemplo de los que a la Patria todo lo sacrificaron, gravitará algún día sobre sus conciencias.

Hoy, los que de buena fe analicen con serenidad las vicisitudes de nuestra Patria en estos últimos veinte años: la Cruzada y su Victoria, obtenida sin oro, sin elementos, en medio de una Europa escindida; la guerra universal que le sucedió con las presiones y amenazas a nuestra situación; la catástrofe de los Imperios centrales y las conjuras y salpicaduras con que se nos intentó cercar en la postguerra, y los años posteriores del triunfo en el mundo de nuestra política y de nuestra razón, pueden comprender con toda claridad lo que nuestro Régimen político nos ha rendido.

Si de la proyección exterior nos trasladamos a la interior, a la obra llevada a cabo en esta difícil etapa, encontraremos una paralela correspondencia. No hubiera sido posible el triunfo de nuestra política exterior si hubiéramos carecido de la cohesión interna, si nos hubiera faltado la asistencia leal de nuestro pueblo y si no hubiéramos administrado la victoria en el mejor servicio de todos los españoles.

No voy a cansaros con el recuerdo de los empeños, y de las dificultades superadas durante estos años, que las estadísticas y la historia se encargarán sin duda de valorar, sino el señalar en su trascendencia política los hechos y acontecimientos más destacados.

Lo primero que hemos de valorar es la aportación que al Movimiento político trajeron las fuerzas que en él se integraron, ya que de su savia se alimentó el tronco político de la nación en estos veinte años. ¿Cómo hubiéramos podido llevar la paz a los espíritus si un concepto católico de la vida no nos hubiese permitido superar rencores y pasiones, si la virtualidad de una doctrina no hubiera llevado a todos los lugares de España ilusiones y esperanzas? ¿Cuánto hubieran durado esas ilusiones si no hubiéramos tenido soluciones para los problemas, si las realidades cotidianas no hubiesen respaldado esta voluntad de servicio al bien común? y todo esto realizado sin que el pueblo haya podido conocer, en su verdadera dimensión, la situación gravísima de que partimos. Su exteriorización, ocasionando una depresión en el pueblo, hubiera afectado a nuestro crédito; así las dificultades y las amarguras quedaron para los que un día tras otro teníamos que responder a las demandas y necesidades de la nación, a la par que echábamos los cimientos de nuestro resurgimiento.

Pocos eran los que al término de nuestra Cruzada creían en nuestra capacidad, no ya de resurgimiento, sino de recuperación. Desde los rojos, que proclamaron a los cuatro vientos su satisfacción por dejarnos una España destruida e inviable, hasta los tenidos por más técnicos, que de buena fe sentenciaban que no podríamos levantarnos sin poderosas ayudas exteriores que nos habrían entregado al extranjero. Pese a todas las dificultades, hemos logrado levantar a España y colocarla en un camino franco de bienestar y de progreso sin ayudas extrañas, pues la que hoy recibimos de Norteamérica, que aumentará sin duda alguna el ritmo de nuestro resurgimiento, repercutirá solamente de ahora en adelante.

Yo invito a los españoles a volver la vista atrás y analizar los años y las situaciones políticas que nos precedieron, a examinar lo poquísimo que entonces realizaron y lo que dejaron por hacer; la esterilidad de sus doctrinas, la falta de idearios y cómo por incapacidad para obrar han acumulado las dificultades sobre las generaciones presentes. ¿Puede dudar alguien que lo que nosotros venimos haciendo pudo emprenderse y realizarse antes en mucho mejores condiciones, cuando nuestras arcas rebosaban oro y el mundo y las monedas no se habían puesto tan difíciles? Pero para ello hubieran necesitado tener unas convicciones, un ideario y una fe en las posibilidades de su propia obra; creer en España y en los españoles y que no existiese un Estado liberal que con las divisiones políticas y los partidismos esterilizaba y anulaba las mejores voluntades.

Todo esto tenía que crear aquel pesimismo demoledor que, a pretexto de la pobreza de nuestro suelo, aceptaba que el español tuviera uno de los más bajos niveles de vida de la Europa contemporánea, como si otras naciones de suelos tan pobres y de excedentes de población mayores, no hubieran alcanzado con el empleo de la técnica, su constancia y su trabajo, puesto preeminente en el concierto económico de los pueblos.

Esto los españoles no pueden ni deben olvidarlo. No basta sólo mirar con ambición para adelante: hay que mirar también para atrás y no desconocer estas costosas lecciones de la Historia. Es necesario que las generaciones futuras repudien para siempre aquellos abandonos y que conozcan cómo la incapacidad y la esterilidad de aquellos regímenes de partidos, constitucionales y parlamentarios, paralizaron durante décadas la vida de la nación y frustraron su progreso en todas las coyunturas que a la nación se presentaron.

¿Cabe mayor baldón para un régimen que decía venir a labrar el bienestar de la clase trabajadora que el de aquella República desquiciada, cuyo primer acto de gobierno fué paralizar las obras públicas, creadoras de riqueza, sumiendo en el paro y en la pobreza a comarcas enteras y a masas ingentes de trabajadores? ¿Qué revolucionarios de vía estrecha eran, que dejaban sin trabajo a los obreros y empobrecían a la nación, carentes del menor sentido político y económico? ¿Era eso lo que necesitaba España y lo que quería el pueblo? Evidentemente, no. Con su conducta laboraban contra el interés de la nación y suplantaban la voluntad del pueblo sacrificando todo a su incapacidad, a sus pasiones y, lo que es peor aún, a sus compromisos internacionales.

No hemos de olvidar que la miseria y la desesperación del pueblo han constituido una de las armas que ha esgrimido siempre la revolución. La entrega que de la zona roja se hizo desde los primeros momentos a los sicarios de Moscú, al embajador de Rusia y a sus checas, a las sanguinarias Brigadas Internacionales, pueden dar una explicación clara de aquellos hechos.

Es importante para comprender la obra política desarrollada en estos años, el analizar las condiciones interiores y exteriores en que ésta tuvo lugar. La crisis de los viejos sistemas no era cosa exclusiva de nuestra nación. La venían sufriendo muchos países que buscaban con nuevos procedimientos políticos armonizar la autoridad con la libertad y lo nacional con lo social, en holocausto de una mayor eficacia.

Nuestra guerra de liberación fué piedra de toque para precipitar la división que en Europa se había iniciado con las sanciones a Italia con motivo de su expansión en Etiopía en 1935. El auge y poderío que venían alcanzando Italia y Alemania bajo sus nuevos sistemas políticos, suscitaban el recelo de las grandes naciones, que desde la contienda anterior venían disfrutando de una hegemonía en Europa y en el Mediterráneo. Esto no les permitió a muchos países ver la importancia de nuestro Alzamiento frente al comunismo y la trascendencia que nuestra victoria habría de tener en un futuro muy inmediato. La incomprensión y conducta hacia nosotros en aquella hora, forzosamente había de acercarnos a las naciones que, por haber padecido el comunismo de cerca, comprendían y valoraban bien a trascendencia de nuestra lucha.

El recuerdo de estas realidades se hace necesario para comprender mejor nuestra política, liberándola de las falsas imputaciones de quienes, tachándonos de mimetismo, pretendieron confundirnos con los sistemas de aquellos dos países. Y no es que nosotros hiciésemos «asquitos» a las concepciones que el genio político había creado en otros pueblos; pero no tenemos por qué aceptar lo que careció de realidad, ya que no teníamos por qué ir a buscar fuera lo que en nuestra historia y nuestra tradición poseíamos, y que había sido actualizado por la Falange al establecer su ideario.

Si los males eran parecidos, evidentemente no podían estar muy distanciados los remedios, y si existía un factor común a la política europea que empujaba y alejaba a las masas laborales de sus deberes patrióticos y religiosos y se padecía una crisis de autoridad y de eficacia, las soluciones, dentro de las particularidades de cada pueblo, no podían ser muy dispares.

Para nosotros, las soluciones que fuera se buscaron, al querer armonizar lo nacional con lo social, reforzando la autoridad, estaban incompletas. No cabe, a nuestro juicio, el prescindir de lo espiritual en el gobierno de los pueblos. Si la Ley de Dios no impera, y con ella una rectitud de conciencia, cualesquiera que sean las Constituciones de los Estados, cuanto mayor sea la autoridad más pueden caer en el despotismo. El signo de lo espiritual necesitaba presidir nuestros destinos. Esto ha sido lo que en nosotros no se supo o no se quiso ver.

Un ejemplo de adónde puede conducir a un pueblo la negación de la ley divina lo tenemos en la Rusia de los soviets. Hoy el pueblo español ha podido comprobar lo que ha quedado de aquel idolatrado «padrecito» que divulgaban las propagandas soviéticas entre los trabajadores, y cuya efigie cubrió los arcos de triunfo y las fachadas de los grandes edificios de nuestra capital bajo el dominio rojo, y que hoy, sean sus propias confesiones, se ha convertido en el tirano más sanguinario y feroz que conocieron los tiempos.

Si por necesidades interiores hoy confiesan, arrojando sobre Stalin las culpas de los monstruosos asesinatos, martirios y falsificaciones con que se acusó a millares de altos jefes comunistas y militares para asesinarlos, hemos de imaginarnos lo que habrán padecido y la suerte que habrán corrido los ciudadanos de tercera categoría, que no tenían aquella situación privilegiada y que, al parecer, no interesan.

Si esto ocurre en la Rusia de los soviets con los compatriotas, la conciencia se subleva al pensar lo que estará ocurriendo en los países extraños, retenidos contra su voluntad bajo el yugo soviético. La conciencia universal no puede permanecer indiferente ante su situación.

Estas confesiones no hacen sino respaldar lo que ya venían clamando ante la sordera del mundo los escapados del infierno soviético.

El clima que al término de nuestra Cruzada en Europa se respiraba y las relaciones de amistad que desde nuestra guerra habíamos establecido hicieron que, pese a nuestras peculiaridades y diferencias, se pretendiera identificarnos, a la hora de la paz, con aquellos otros regímenes que iban a ser el blanco de las pasiones de los vencedores. El que nos hubieran confundido un día con las naciones que se encontraban en el cenit de su grandeza, y que eran contempladas y consideradas en el mundo entero, más nos favorecía que nos perjudicaba en el prestigio exterior, y aunque guardásemos las naturales reservas, nada perderíamos con la confusión; pero llegada, con la paz, la hora de las represalias, no podíamos consentir que nos envolviesen en el río revuelto de las pasiones desatadas. Fué el momento en que nuestros enemigos movilizaron todas sus influencias y malicias para alimentar la conjura del cerco internacional contra nuestra Patria, que forzosamente había de afectar a nuestras actividades políticas interiores.

El que los vencedores, unos con ánimo de anular a los vencidos, y Rusia con el propósito de abrir más fácilmente camino a su revolución, hayan impuesto a los vencidos como condiciones de paz la vuelta a las viejas fórmulas de la democracia inorgánica, un día periclitadas, es en sí mismo bien elocuente. Con ello sólo han hecho retrasar la evolución natural del proceso político general de los pueblos sin darle a su problema solución satisfactoria.

El habernos nosotros enfrentado con nuestro problema político hace veinte años, y que la solución dada nos haya permitido, no sólo vencer las dificultades heredadas, y situaciones gravísimas por que pasamos, sino también el cambiar el signo económico de la nación con un resurgimiento claro y eficaz en todos los órdenes, da a nuestro régimen una virtualidad y fortaleza que sólo maliciosamente puede desconocerse. Que nuestra solución sea mejorable, como toda obra de los hombres, es una cosa, pero que es mucho mejor para el servicio de la Patria y el bien común que todo lo conocido hasta la fecha, no admite dudas.

Si los fines que todos los sistemas políticos persiguen, de servir a la grandeza de los pueblos y a su bien común, con la colaboración eficaz de los nacionales, son sensiblemente los mismos, las soluciones para lograrlo no pueden ser idénticas y permanentes. Otra cosa representaría su estancamiento, contrario al avance y a la evolución política de las naciones. Un afán de supervivencia de los partidos frena a los viejos sistemas en su evolución y se ven resignados a buscar la solución a sus problemas de Gobierno en la fórmula precaria de colaboraciones circunstanciales de los partidos que no suelen ir más lejos del primer tropiezo, en que saltan a la luz las diferencias, resultando ineficaz y efímero el pretender unir en las cabezas lo que el sistema en sí mismo ha divorciado en las bases.

Nuestro Régimen, al contrario: buscando la unidad en la base, asegura la armónica colaboración de las cabezas. No es el interés de los partidos el que priva sobre el general de la nación, y la colaboración de los hombres a las tareas del Estado no se encauza a través de los intereses y de las pasiones partidistas, sino de las realidades sociales y económicas de nuestra época en que el hombre, naturalmente, se encuadra. Familia, Municipio y Sindicato, en que el hombre se mueve y en los casos que se centra su interés, es el cauce, por vosotros tan conocido, de nuestro sistema. La mejor solución, pero por distinto camino.

Las características de nuestro Régimen quedaron así fijadas desde los primeros tiempos de la Cruzada en el decreto de Unificación, que había establecido nuestro ideario y nuestros propósitos, y que en lo social había completado con el Fuero del Trabajo, promulgado en plena Cruzada.

Alcanzada la Victoria, y pese a lo precario de la paz de entonces, pues la contienda universal surgió a los pocos meses, no se interrumpió nuestra obra constituyente y la ley creando las Cortes de la nación, la del Fuero de los Españoles, la constitución de la nación en Reino y la de Sucesión han constituido una parte importante de nuestras leyes básicas. Cada una de ellas tuvo su aparición en el momento más conveniente, pues leyes que por ser fundamentales han de tener un carácter de permanencia deben alejarse de la improvisación para hacerlas serenamente, como fruto de la experiencia.

Si a raíz de nuestra Victoria hubiéramos pretendido definirlo todo y fijar un cuerpo completo de doctrina con sus leyes fundamentales, no hay duda de que el país, que había depositado en nosotros su confianza, nos la hubiera con entusiasmo refrendado, aunque hubiese quedado afectada por las impresiones emocionales de aquella hora.

La promulgación de la Ley de Sucesión y el casi unánime refrendo que a la misma rindieron los españoles, acaso haya hecho creer a muchos que, establecido un sistema para designar el Jefe del Estado y, por lo tanto, un orden de sucesión que evite los vaivenes políticos, resultaba innecesario el dictar otras leyes constitucionales. Y, sin embargo, no es así, pues si bien era lógico el regular primero todo lo referente a la sucesión en la más alta Magistratura, resultaba también inexcusable el articular las facultades de los órganos fundamentales en ponderación justa, para asegurar de una manera definitiva la pervivencia de unos principios políticos por los que vertió su sangre la generación más generosa de toda nuestra Historia.

La concurrencia en mi Magistratura de una serie de circunstancias providenciales, de casi imposible repetición, podía hacer concebir un criterio equivocado sobre las facultades que en un futuro debe tener el Jefe del Estado en la organización política y que es necesario determinar.

Ya en el discurso que pronuncié al entregar a la nación el decreto de Unificación, afirmaba que la unificación no quería decir conglomerado de fuerzas ni concentraciones gubernamentales, ni uniones más o menos patrióticas o sagradas, pues no era nada inorgánico, fugaz ni pasajero lo que pedía en aquella hora en nombre de España y de cuantos caían y se sacrificaban en los frentes. Afirmé también entonces que la unificación suponía la marcha hacia un objetivo común, tanto en la fe y en la doctrina como en su forma de manifestarlo ante el mundo. Es decir, que el Movimiento Nacional, que entonces concordé como organización política del pueblo español, afirmado y legitimado por la voluntad de ese pueblo, expresado en la forma más viril y heroica, tenía una misión permanente, un quehacer constante: asegurar al país la permanencia de los principios por los que se luchaba y moría; era la continuidad fundada en la gran tradición histórica del pueblo español y enraizada en la realidad social de nuestra época.

Por eso he repetido después, si bien no siempre se ha comprendido, que la continuidad del Movimiento Nacional está en el propio Movimiento. Nuestro Régimen, repito, está legitimado por ese hecho glorioso que es el Alzamiento, en el sacrificio, en el esfuerzo y en el servicio, y por eso podemos afirmar la continuidad del Movimiento Nacional en la fe del propio Movimiento, pues en él reside la función política, y el discutir siquiera que esa función política no le pertenece, sería tanto como dudar de su propia legitimidad.

Y es por esto por lo que el Consejo Nacional va a conocer en la redacción de estas leyes fundamentales, que dando rango constitucional a esta realidad histórica de la política española, a esta exigencia de nuestro Régimen, que por encima de los caprichos y de las veleidades posibles de los hombres, le dé la continuidad política al fijar las facultades y funciones, dentro de un sistema de garantías políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de Gobierno a esos principios inmutables en aquella parte que no han sido recogidos o sancionados ya en las leyes de los Fueros fundamentales, y a las que deberán someterse todos: Jefe de Estado, ministros, Gobierno y Cortes.

La pausa política que en estos años hemos registrado, ha sido consecuencia directa de los años difíciles que hemos tenido que atravesar, de los recelos y malicias con que, terminada la guerra universal, intentó cercarse a nuestro régimen, en que una elemental prudencia nos obligaba a ser parcos en las manifestaciones externas de lo político y a buscar su compensación en la eficacia de nuestras realizaciones; pero vencidos los años difíciles, demostrado suficientemente con la ejecutoria de veinte años de Gobierno lo que nuestro Movimiento es y representa, se hace necesario que el Consejo Nacional recobre la virtualidad que en las tareas políticas le corresponde, por ser el órgano superior jerárquico del Movimiento y el llamado a velar por la pureza de la organización y la continuidad de la doctrina. Un Movimiento político; si firme en los principios, necesita evolucionar con los tiempos y perfeccionarse, no puede detenerse en el camino. El pretender estancarlo en lo que se programó hace veinte años, sería para el futuro un principio de muerte.

En esto hay que salir al paso a quienes inocentemente creen, con aquella desgana hacia la política que el pasado nos legó, que bastaría con las representaciones municipales, sindicales y corporativas que en las Cortes de la nación se integran, para que pudiera marchar nuestra vida política. Olvidan que todo ser humano tiene en su pensamiento un hueco político que llenar: aquel en que concreta la forma en que puede servirse mejor al bien común. Suelen aquéllos confundir la política, como arte noble de gobernar, con los politicastros y explotadores de la política que se sucedieron al correr de los años. Una política que merezca tal nombre ha de vivir en comunidad constante con el pueblo, recoger sus anhelos para que puedan ser convertidos en realidades. Sí este hueco no se ocupase con lo que es conveniencia común, otros los tomarían y volverían a llenarlo con sus viejos sofismas y trapacerías.

Si la política es cosa que alcanza a todos los españoles, el servicio de la política queda confiado, por comodidad de los más, a esas minorías fieles a una doctrina e inasequibles al desaliento, que voluntariamente se adscriben a su servicio. Toda empresa política necesita de fe y no puede sustituirse con la frialdad de la Administración. Es necesario mantener vivo el aliento político que, poniendo en tensión a la nación, tenga expresiones como aquélla tan hermosa de la Plaza de Oriente el año 1946 cuando la malicia exterior intentó cercarnos.

Hemos de fijar en el ánimo de todos que una unidad política no puede alcanzarse sin sacrificio, que nunca podrá llegarse a ella si no sacrificásemos lo secundario en holocausto de lo principal. Amar a la Patria es sacrificarse algo, y no la ama el que nada le entrega. La unidad hay que buscarla en el área de lo que no es común. La quimera de los menos, de querer imponer su criterio a los más, constituye el mayor de los dislates. Son tantos los bienes que se derivan de la unidad y tan graves y catastróficos los males de la división, que no cabe en este camino opción.

Es cierto que todavía perduran en nuestra nación residuos de teorizantes liberales ganados por los patronos de fuera, que, en contubernio con los resentidos del interior, especulan con una supuesta limitación de las libertades en nuestra Patria. A esto hemos de responder que han sido tan costosos nuestros sacrificios que nadie podrá concebir el que pudiera un día ser necesario el repetirlos, y se repetirían inexorablemente si dejásemos perennes las causas que los hicieron indispensables. Nadie se ve coartado en nuestra nación en el disfrute de las libertades legitimas, que el Fuero de los Españoles determina y que los Tribunales de Justicia se encargan de amparar y garantizar; otra cosa son las aspiraciones de los que intentan bastardear y falsear el uso de esas libertades, de que antes se aprovechaban para atentar contra la unidad sagrada de la Patria, defendida hoy por las leyes, o pretender escindir la vida económica de la nación, que igualmente las leyes amparan. Hay que evitar que por un exceso de libertad para lo ilícito se puedan perder las libertades. Esto es lo que la nación ha aprobado y con lo que la casi totalidad de los españoles nos encontramos de perfecto acuerdo.

La trascendencia de nuestra unidad política se viene poniendo de manifiesto en los ataques que recibe de nuestros enemigos desde el término de nuestra Cruzada. En nuestra división estaba su esperanza. Durante diecisiete años no han cesado en sus campañas difamatorias, y oportunamente la Prensa del mundo nos viene descubriendo, con sus rencillas y peleas internas, declaraciones y pruebas de graves y fracasados contubernios, que muchos españoles no se resignaban a creer. Es necesario que los españoles se aperciban que no vivimos tiempos de bonanza y que, pese al interés primordial de la época en que nos encontramos, de que los que vivimos en una misma área geográfica y nos amenazan los mismos peligros necesitamos entendernos por estar llamados a ser elementos de una misma suma; no es todavía la lealtad ni la fraternidad humana la que preside la política secreta de los Estados y las actividades consentidas de sus naturales, y no pasa tiempo sin que descubramos intrigas y conspiraciones iniciadas desde fuera que pretenden enrolar en su maniobra a viejos y gastados politicastras, tránsfugas y hombres de paja que intentan crear en España huelgas o algaradas, para ser explotadas en el extranjero en detrimento de la autoridad y el prestigio de nuestra nación.

Yo comprendo la justa indignación de muchos españoles ante la desvergüenza de esos saltimbanquis de la política, que, filtrándose por los intersticios que las leyes dejan, intentan piruetas políticas con ánimo de polarizar la simpatía de los descontentos. No necesito recordar a todos que constituimos un Estado de derecho y que a los Poderes públicos les sobran recursos dentro de la ley para garantizar la paz y la tranquilidad de los españoles, y que toda trasgresión de las leyes tendrá inexorablemente su sanción por los Tribunales de Justicia. Por lo demás, el repudio general de todos los buenos españoles constituye la mejor sanción. En realidad, es el pataleo de la impotencia.

Existen, sin embargo, en nuestras filas quienes ignorantes, inquietos o hipersensibles en su ambición de llegar pronto a las metas, ignoran las realidades y desconocen lo que en orden a la ejecución de la revolución nacional se ha alcanzado. No cabe duda que la táctica de sembrar dudas y desconfianzas en nuestras filas alcanza algunas veces algunos resultados. No resisto, por ello, en servicio de la verdad, a la tentación de analizar el grado en que en estos veinte años hemos servido a la realización de los puntos programáticos de nuestro Movimiento y que, sin duda, constituirá para algunos motivo de sorpresa.

Los primeros puntos proclaman principios, como el primero: que acusa la fe en la suprema realidad de España y que a fortalecerla, elevarla y engrandecerla han de plegarse todos los intereses; el segundo establece nuestra unidad de destino en lo universal y condena como crimen todo separatismo; el tercero establece nuestra proyección en el mundo y nuestro acercamiento a las naciones de Hispano-américa; el cuarto pide para nuestros Ejércitos la dignidad que merecen y que un sentido militar de la vida informe la existencia española, y el quinto enuncia la futura proyección marinera de nuestra Patria y pide una gran potencia marítima para el peligro y para el comercio.

En cualquiera de estos ideales, ya sea en la política espiritual hacia el mundo hispánico como en la dignificación de nuestras fuerzas armadas, o en las atenciones que una política naval demanda, creo venimos superando todas las aspiraciones de los más exigentes. El que un sentido militar de la vida haya de informar toda la existencia española nos señala deberes de lealtad, disciplina y obediencia, que hemos todos de cuidar.

El sexto establece la participación en las funciones del Estado a través de la función familiar, municipal y sindical, y propugna la abolición del sistema de partidos políticos con todos sus vicios; el séptimo define la libertad y la dignificación del hombre y señala que una disciplina rigurosa impida todo intento dirigido a desunir a los españoles o moverlos contra el destino de la Patria, y el octavo garantiza y protege la acción de la iniciativa privada compatible con el interés colectivo. La fidelidad a estos principios no ha podido ser más fielmente practicada.

El noveno establece la organización corporativa de la sociedad en Sindicatos verticales de productores, subordinándolos al interés de la economía nacional, y el décimo repudia el capitalismo y el marxismo y propone el atraer a las clases laborales a la participación en la gran tarea del Estado nacional.

La marcha de nuestra organización sindical responde a estos principios y su intervención en la vida económica, laboral y social de la nación marcha paralela a su perfeccionamiento y capacitación. Su intervención en los proyectos de ordenación económicosocial de las provincias, recogiendo sus anhelos y necesidades, puede señalarse como ejemplar. Es nuestro propósito que progresivamente, y al compás del perfeccionamiento de su organización, puedan traspasárselas muchas de las funciones que por las circunstancias de excepción en que hemos vivido han tenido que asumir los Ministerios, para que la vida sindical pueda alcanzar toda la importancia y trascendencia que le corresponde. La colaboración que hasta ahora ha venido manteniendo con los Ministerios económicos y laborales ha sido de lo más provechosa.

El undécimo condena la lucha de clases y la anarquía en el régimen de trabajo; el duodécimo subordina la riqueza al interés común de mejorar las condiciones de vida de los españoles; el décimotercero reconoce la propiedad privada y le ofrece protección contra los abusos del gran capital financiero, de los especuladores y de los prestamistas; el decimocuarto defiende la tendencia a la nacionalización del servicio de Banca y, mediante las corporaciones, a la de los grandes servicios públicos; el décimoquinto determina el derecho al trabajo y las obligaciones de las entidades públicas frente a los que se hallan en paro, y el décimosexto establece el deber del trabajo para todos los españoles no impedidos.

Como veis, todos estos puntos vienen siendo servidos por la legislación española, y el Fuero del Trabajo promulgado en Burgos durante la Guerra de Liberación ha llenado las lagunas que no podían preverse cuando se concibieron y redactaron aquellos puntos. Todos los intereses de la nación se encuentran hoy subordinados al servicio del interés general y de la economía, y las leyes sociales promulgadas en estos veinte años vienen a constituir un cuerpo completo de doctrina que nos pone a la cabeza de los países más adelantados. El que el estado de la riqueza nacional y los imperativos de su economía no permitan en determinados aspectos un ritmo más rápido no es culpa de los que echaron sobre sus hombros la dura tarea de transformar a España.

El decimoséptimo se encara con el compromiso de llevar a cabo la reforma económica y social de la agricultura; el decimoctavo establece los medios para enriquecer esta producción: precio mínimo remunerador, crédito agrícola que le redima de la usura, difusión de la enseñanza agrícola y pecuaria, ordenación de las tierras por razón de sus condiciones, protección a la agricultura y a la ganadería, intensificación de las obras hidráulicas y racionalización de las unidades de cultivo.

Todos los extremos que estos puntos abarcan han sido superados por la política agronómica de nuestro Régimen, y aunque en algunos momentos las alteraciones de los precios en algunos productos perecederos produzcan depresiones, en cuanto pueda estar en la mano del Estado la solución, la atención a las necesidades del campo aparece siempre en el primer plano. El Servicio Nacional del Trigo redimió en su día el área más grande del campo español de la especulación sobre los cereales, y los otros, que para fomento de los cultivos se han ido constituyendo al correr de estos años, vienen asegurando a las producciones más importantes un precio mínimo remunerador.

El Crédito Agrícola ha sido una de las obras predilectas del Régimen. El Estado, haciendo uso de su derecho de dirigir y orientar el crédito, derivó hacia este servicio una parte importantísima de los créditos bancarios, y hoy tiene el labrador el crédito al más bajo interés que jamás ha conocido.

La racionalización de las unidades de cultivo y la concentración parcelaria, así como la expropiación y parcelación de fincas cuando la urgencia del interés social lo demanda, demuestran la atención primordial que el Estado ha dedicado a estos problemas.

El punto décimonoveno abarca la nueva distribución de la tierra cultivable para instituir la propiedad familiar y la redención de la miseria de los que viven sobre suelos estériles.

La creación del Instituto Nacional de Colonización nos proporcionó el instrumento para la realización de ese desiderátum de la política agraria. La obra de grandes y pequeños regadíos, transformando tierras estériles en vergeles, y su parcelación y colonización, han permitido enfrentarse con el problema de la distribución de la tierra en forma trascendente y práctica. No es distribuyendo los suelos estériles como se puede satisfacer la elevación del nivel de vida de los campesinos, sino ofreciéndoles tierras de producción segura, transformada por el esfuerzo del Estado en huertas ubérrimas. Sólo cuando un problema social surge, es cuando el Estado, aplicando la ley de expropiación por interés social, resuelve los problemas del secano. No es un capricho el sistema establecido, pues el valor de las tierras de secano necesarias para sostener una familia y los aperos de labranza para llevar a cabo en buena forma su cultivo, es varias veces superior al que requiere la transformación y gastos de una finca ideal de regadío, con la agravante de que en el secano se acaba fracasando y el regadío le lleva siempre a puerto seguro.

El punto vigésimo mira a la repoblación forestal estableciendo, si fuera preciso, la movilización temporal de la juventud española; el vigésimo primero establece que el Estado podrá expropiar, sin indemnización, las tierras cuya propiedad haya sido adquirida ilegalmente, y el vigésimo segundo enfoca la reconstrucción de los patrimonios comunales de los pueblos.

La repoblación forestal que el Régimen ha emprendido, va mucho más lejos de lo que alguien pudo imaginar. Las 160.000 hectáreas que en el año último se han repoblado, rebasan los cálculos más atrevidos. Podemos decir que en España existe trazada una verdadera política forestal sólo limitada por las posibilidades presupuestarias y por la ausencia de brazos en algunos lugares. Mientras éstos no falten, no es necesaria la movilización temporal de la juventud con este designio, pues mermaría las disponibilidades para dar trabajo en repoblación en las épocas de paro estacional del campo.

El punto vigésimo tercero señala la obligación de inculcar, con el orgullo de la patria, un espíritu nacional fuerte y unido en las futuras generaciones, y el vigésimo cuarto el que no se malogre ningún talento por falta de medios económicos, facilitando el acceso a los estudios superiores.

La inquietud manifestada por el Régimen en favor de la cultura, la extensión a grandes zonas del campo español de los Institutos de segunda enseñanza laboral, las campañas contra el analfabetismo, los créditos movilizados para terminar de una vez con el atraso secular de la falta de escuelas, la atención prestada a la remuneración de los maestros, la multiplicación de becas y de Centros de formación profesional señalan una inquietud sin precedentes en el logro de aquellos objetivos.

El punto vigésimo quinto incorpora el sentido católico a la reconstrucción nacional y establece el que la Iglesia y el Estado concuerden sus facultades.

Así ha sido. No creo sea necesario detenerse en el renacimiento espiritual de nuestra Patria y en la parte importante que el Estado y el Régimen han tenido en crear en la nación clima tan favorable.

El vigésimo sexto pide un nuevo orden enunciado en los anteriores puntos; establece que la vida es milicia y ha de vivirse con espíritu acendrado de servicio y sacrificio.

Este rápido repaso a los puntos del Movimiento demuestra cómo han sido superados en el correr de estos veinte años. No caben, pues, los equívocos, y que nadie, en un sentido derrotista, evoque puntos que demostraría desconocer. Al lado de ellos el Régimen de la Cruzada ha creado otros nuevos horizontes e ideales. Ha realizado en todas las provincias españolas estudios de ordenación económicosocial, que han permitido conocer las necesidades de cada una de las comarcas y los problemas que a ellas les afectan, y con la aportación de Ayuntamientos, de Corporaciones, de Hermandades de Labradores y de técnicos y particulares, ha definido las aspiraciones en este orden, que, recogidas por el Estado, se integran en los planes de los distintos departamentos ministeriales.

Muchos otros son los campos en que el Régimen viene demostrando su fecundidad y que ha abierto horizontes nuevos a nuestro Movimiento, y entre los que destaca la creación del Instituto Nacional de Industria, del de Investigaciones Científicas, del de la Vivienda, del Patronato Nacional Antituberculoso, Institutos de Segunda Enseñanza Laboral. Universidades Laborales, Escuelas de Aprendices, instalaciones del Seguro de Enfermedad y tantos otros que sería prolijo enumerar y que representan inquietudes nuevas que sumar a las hasta ahora programadas.

Puede que nuestras organizaciones no sean todavía perfectas, como obra de hombres, pero en esto debe consistir precisamente nuestra virtud política, en saber seleccionar a nuestros hombres. Hemos puesto a España en pie, y el ansia de una España mejor ha prendido de tal forma, que muchas veces se convierte en inquietud en nuestras propias filas.

En materia tan compleja y difícil no caben impaciencias. Es necesario que todos comprendan que no se pueden cambiar en unos años los abandonos de medio siglo, que los grandes desniveles no se salvan a saltos, sino a través de rampas. y escaleras. Lo importante es asegurar la llegada, el que se cumplan en la medida que la situación permita nuestros máximos anhelos. La mayoría de los fracasos de las revoluciones lo son por destruir un tinglado económico sin haber sabido levantar el que había de sustituirle.

Los que alegremente creen que el nivel de vida puede aumentarse cargando a la nación de impuestos y quitando al capital sus legítimos beneficios desconocen las realidades económicas de los pueblos. La presión fiscal tiene sus límites, y la supresión del justo y natural estimulo para las empresas acabaría con la huída de capitales, que es el inmediato resultado de las revoluciones impacientes. El problema reside precisamente en lo contrario: en crear y multiplicar las fuentes de producción y de trabajo, en modernizar la maquinaria para aumentar la productividad, en acrecentar las fuentes de energía y de materias primas, en industrializar a la nación en forma progresiva y segura y completar estas tareas con el perfeccionamiento del régimen impositivo, que a través del impuesto justo y tolerable, logre una más perfecta distribución de la riqueza.

Pocos son los que en España saben que el número de empresas anónimas de nuestro país ha pasado, bajo el signo de nuestro Régimen, de 4.889 en 1936 a 10.322 en 1956, y los capitales en ellas invertidos de 23.609 millones de pesetas en 1936 a 129.427 millones en 1956, y que todo esto ha tenido lugar en una etapa en que la falta de divisas para satisfacer las necesidades más perentorias de la nación coincidió con los años más duros de nuestra posguerra.

El ignorar las leyes económicas y creerse que los ingresos y el crédito que puede movilizar el Estado son ilimitados, y que por el arte de la revolución pueden vivir inmediatamente todos satisfechos y felices, es engañarse a sí mismo y engañar al pueblo: predicar demagogia fácil para no cumplirla.

Hay quienes no quieren darse cuenta de que vivimos tiempos de excepción. No se quieren apercibir de las condiciones en que la nación se encuentra y de las obligaciones que esta situación impone, porque no sólo hay que atender a las necesidades corrientes derivadas de abandonos seculares, sino a transformar al tiempo su economía en próspera.

El que en esta situación el Estado se vea obligado a intervenir en muchas cosas, no caracteriza el que nuestra política pueda ser intervencionismo, antes al contrario, perseguimos con ahínco el llegar en el menor tiempo a una situación de nuestra economía que nos permita una libertad comercial y que puedan volver a ser las Aduanas las que regulen automáticamente nuestro comercio.

La batalla que venimos dando para cambiar el signo de nuestra balanza de pagos en el exterior, no puede sernos más favorable; pero, pese a los esfuerzos y conquistas alcanzadas, el aumento de nuestro consumo por elevación del nivel de vida e intensificación de la producción, sumados a los rigores meteorológicos que nos azotaran, nos vienen retrasando el momento de realizarlo.

La mayoría de los proyectos que a través del Instituto Nacional de Industria el Estado propulsa, persiguen ese mismo objetivo, y aunque lo conquistado sea ya mucho, es todavía bastante más lo que se encuentra en camino de realización, que vendrá a aliviar los antiguos agobios de nuestra balanza.

No deja de ser importante el observar que cuando tantos países están sufriendo las crisis económicas más grandes de su historia, España, bajo su Régimen y pese a todas las dificultades, está resurgiendo con nuevos bríos. La elevación de su nivel de vida se acusa en todos los órdenes, ya sea en los índices de consumo por habitante de carne, grasas, electricidad y demás productos básicos, ya por los importantísimos aumentos que se vienen registrando de año en año en el número de las cuentas de ahorro y en el aumento de su cuantía, tenida en cuenta la desvalorización de la moneda.

Por donde quiera que se mire, la elevación del nivel de vida es una realidad. La virtualidad del Régimen nacional es tan importante, que a todos alcanzan los beneficios: el progresivo aumento del nivel de vida de las clases trabajadoras se traduce en una mayor demanda para todos los sectores de la producción española. La transformación emprendida en el campo cambiará la economía de las clases campesinas, con un aumento de su rendimiento en cantidad y en calidad; la industrialización del país, creando una inmensa fuente de riqueza, ofrecerá colocación al crecimiento de la población y producirá una valoración de la mano de obra; todos los que hoy ven sus remuneraciones limitadas por la débil capacidad de pagos de las clases más numerosas, no se tropezarán mañana contra la barrera infranqueable del subconsumo, y el Estado podrá aumentar considerablemente la capacidad de sus servicios a la nación al ver incrementados paralelamente sus ingresos. Todo esto está en marcha y podía peligrar si no supiéramos, con nuestra unidad y nuestra disciplina, hacer honor al sacrificio de nuestros muertos.

De la fidelidad con que hemos servido a los principios del Movimiento Nacional, al interés de España y al general de los españoles, os habrá dado idea esta sucinta exposición de los problemas políticos y económicos de nuestro tiempo, que espero sean de utilidad al Consejo Nacional para el futuro desarrollo de sus tareas políticas.

Y antes de cerrar esta oración en el umbral de un nuevo 18 de julio, sea nuestro recuerdo más cálido para los héroes y mártires de la Cruzada presentes siempre en nuestro afán, y para aquellos otros grandes jefes de nuestra Cruzada que en estos últimos años de la posguerra, después de una vida de dilatados servicios a la Patria, han ido a reunirse en los luceros con nuestros gloriosos Caídos. Los nombres de los generales Martín Moreno, Orgaz, Queipo de Llano, Solchaga, Varela, Vigón, Yagüe, García Escámez, almirante Moreno, Monasterio, Barrón, Los Arcos, Badía, Sueiro, Moscardó y Rada, estarán siempre presentes entre nosotros.

Por ellos y por nuestros Caídos: ¡Arriba España!


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