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LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 1956.


 
Discurso pronunciado durante la recepción celebrada en la Capitanía General de Sevilla.

29 de abril de 1956.

Mi general, señores generales, jefes y oficiales: 

Es para mí este rato en que vuelvo a estar entre vosotros como los del guerrero que combate en el destierro cuando vuelve a su oasis, a la paz y la esperanza de su hogar. Adscrito por vocación al servicio de las armas, la mitad primera de mi vida discurrió en las filas del Ejército español, en la que con todo entusiasmo procuré dar los dieciocho quilates en el servicio de la Patria. La otra mitad de mi vida se inicia hace veinte años, cuando recae sobre mí la grave responsabilidad de salvar a la Nación y enderezar su destino. Era el sino a que nuestra generación estaba destinada.

La nuestra había salido al mundo tras la generación del 98, y no podía conformarse con el pesimismo y resignación de sus actores. Fuimos rebeldes por la Patria desde los primeros años de nuestra vida. No aceptamos el pesimismo ni la mediocridad. Nuestra llegada a los cuarteles fué una inyección de alegría y de optimismo, una afirmación de fe en los destinos de España. Y a través de aquellos años de la primera parte de mi vida, en todos los momentos y en todas las circunstancias, demostramos en nuestra generación el temple y el destino a que Dios nos llamaba.

No podía fallar, por lo tanto, en los días de crisis de la Nación, en aquellos momentos trágicos del año 36, en que se reveló el espíritu de las generaciones del Movimiento. Un retraso de días hubiera sido fatal y hubimos de entregarnos a una rebeldía santa por una Patria en trance de perderse. Y logramos la confianza de la Nación, que volcó sus hombres en nuestras filas y nos permitió arrancar la victoria a costa de lo más florido de nuestra juventud y de nuestros cuadros de oficiales.

Esta Cruzada redentora que juntos emprendimos nos hace solidarios en el destino; obtenida la victoria, habíamos de salvar a España, a la que no podíamos abandonar a la triste suerte a que las mismas causas la hubieran conducido. Echamos tal responsabilidad sobre nuestros hombros, pues teníamos que forjar una España nueva, y en esa tarea fuisteis fieles y leales soldados, garantía firme de nuestra paz y de nuestro futuro.

El Ejército constituye la columna vertebral de la Patria. Los Ejércitos tienen como misión que les señala su ley constitutiva, la defensa de la paz y el orden internos y la defensa exterior de la Nación. Es decir, no es una sola misión exterior, como se concibe o han querido concebir en otros países. ¿Cómo puede justificarse, si tenemos la obligación de defender a la Nación contra los peligros que la amenacen, que se pueda permitir la anarquía en la Patria o la subversión en su suelo? De los varios frentes de combate, los más peligrosos están hoy en el interior; el que presentan los que pretenden destruir la moral y disciplina del pueblo, los que buscan la subversión interna para más fácilmente vencerle. Por lo tanto, esta es una de las misiones sagradas que corresponden a los Ejércitos de una nación, y tal misión es la que nosotros hemos venido cumpliendo.

Estos momentos en que me encuentro entre vosotros me recuerdan aquélla primera etapa de mi vida militar, pasada una gran parte en los campamentos, en que practicábamos, en los ratos que las obligaciones nos dejaban, el cambio de impresiones con nuestros oficiales. Allí, el jefe transmitía a sus inferiores sus inquietudes, los iniciaba en las preocupaciones del futuro, para mejorar, lo que había de hacerse mañana o lo que nos esperaba pasado; porque ésa es la salsa de la vida castrense: vivir inquietud por el servicio de la Patria, aquello que nuestras Ordenanzas tan perfectamente acusan cuando se refieren a los que hablan pocas veces de la obligación militar. Esto explica que al encontrarme de nuevo entre vosotros os haga partícipes de estas inquietudes.

Las naciones no pueden vivir al día, tienen que prever su futuro. Lo mismo que en los campamentos nuestras inquietudes miraban siempre al mañana y no hacia atrás, así en estos momentos tenemos que hacer. Detrás dejamos una estela de gloria, los años de Cruzada, los sublimes sacrificios de nuestra legión de héroes y de mártires. Ellos nos estimulan y empujan a mirar hacia adelante, y para ellos hemos de cuidarnos de analizar cuál es la situación general.

Lo primero que se nos presenta es que nos encontramos en un cambio de Era. El mundo vive una Era nueva. Tenemos que acostumbrarnos a prescindir de los conceptos viejos para pasar a nutrirnos ya de conceptos nuevos. Ya no podemos mirar los Ejércitos como hace veinte años. Hoy, las guerras son universales, y en ellas se enfrentan dos sumas de naciones. Ya no son posibles las guerras entre dos naciones, pues los conflictos se debaten entre grupos de naciones. Y si contemplamos la situación particular de estos momentos, vemos que existe una amenaza real, una amenaza efectiva, una amenaza universalmente reconocida: la amenaza soviética, que persigue la destrucción de una civilización para imponer su esclavitud. Y esto no es una cosa retórica ni propagandística, porque tenemos la prueba en los sitios en donde pasó el comunismo, donde la Rusia soviética ha puesto su pie; la tenemos en los países de Europa que sufren esclavitud después de haber sido sus hombres martirizados y aherrojados en los campos de concentración o en las fosas de Katin. Por donde quiera que el comunismo pasa, marcha con él la destrucción, la extirpación de todo valor espiritual o moral, el aniquilamiento de una civilización en aras del imperialismo soviético.

Por lo tanto, reconocido universalmente el comunismo soviético, la necesidad de unirse y prepararse para defenderse de él se impone como primer objetivo. Ante esta realidad los pueblos tratan de sumar sus efectivos, adelantar su técnica, proseguir la carrera de los armamentos, esperando que va a ser por el sistema táctico del encuentro bélico como va a decidirse esta batalla, y, sin embargo, la maquinación y la malicia soviéticas no creo dejen al azar de un encuentro su victoria o su derrota; la buscan en la subversión interna de los pueblos, en destruirlos interiormente, en minar su moral, teniendo dispuestas las «quintas columnas» en el interior de ellos, y en que la batalla final, el último encuentro, se realizará cuando tengan segura la victoria.

Esto es lo que a Europa y al mundo amenaza. Hay primero, pues; que prepararse internamente si queremos defendernos del exterior. Esto es el gran problema que presenta a las naciones la amenaza soviética. Para contrarrestar y responder a aquellos peligros tienen que estar preparadas las naciones y los Ejércitos.

Hoy los Ejércitos no son una parte distinta de la nación; hoy los Ejércitos constituyen la columna vertebral de la Patria, a que se unen luego los tendones y los nervios del cuerpo nacional, donde se acogen e integran todas las fuerzas de una nación. Y si esas fuerzas estuvieran corrompidas, si esas fuerzas no estuvieran sanas o no poseyeran buen espíritu, contaminarían a las demás y pondrían en peligro el cuerpo entero de la Patria. He aquí la necesidad de la unidad y alto espíritu del pueblo.

Pero fuertes en nosotros mismos, no podemos considerarnos aisladamente: tenemos que considerarnos en sumando en una futura suma, sumando del grupo de naciones que hayan de oponerse a esa ofensiva o a esa subversión, y hemos de pensar que debemos de unirnos a otros sumandos. Esto fué lo que persiguió la política de nuestro acercamiento y acuerdo con Norteamérica. Hoy no pueden los pueblos defenderse aisladamente, necesitan de los otros pueblos y, de acuerdo con ellos, repartirse los papeles que a cada uno corresponda desempeñar. Y si hemos de entendernos con otras naciones, lo hacemos a través de las más capaces y poderosas.

Esto nos impone, por nuestra parte, obligaciones. Muchos quizá os preguntéis: ¿Qué obtenemos de los acuerdos con Norteamérica? y yo os digo: Hemos logrado una solidaridad ante los peligros que pueden acercarse a nuestra Patria, en que tendríamos como aliada a la nación más poderosa del universo. Estamos logrando un considerable avance técnico en aquellas disciplinas en que estábamos nosotros más atrasados. Tenemos el entrenamiento de nuestros hombres para la batalla aérea, la cobertura de nuestro territorio con una red de accesos moderna, que no estábamos en condiciones de montar por nosotros mismos; hemos alcanzado el refuerzo de nuestra economía en la medida que esto es posible y hemos con ello de acelerar el proceso de nuestra reconstitución interna y de nuestro progreso económico.

En la futura guerra se vislumbran tres actos: el primero, el de la lucha atómica, la batalla de aniquilamiento por la bomba atómica. Aunque en potencia garantice la paz, la conciencia del mundo se subleva ante la barbarie que representa el empleo de las armas atómicas. Esas armas atómicas son una incógnita, aunque los pueblos se preparen para su empleo. ¿Se emplearán? ¿No se emplearán? Surgieron en otras épocas armas potentes y terribles, como los gases, y, sin embargo, en la última contienda los gases no se emplearon. Y no lo fueron ante el temor de las represalias. Este primer acto se escapa de nuestra esfera de acción y queda en manos de aquellas naciones poderosas por su táctica y por su economía, que pueden permitirse el lujo de los armamentos atómicos, gastando en ellos miles de millones, y que quiera Dios no lleguen jamás a emplearse.

El segundo acto es el académico, el de las fuerzas clásicas, el de los elementos de los Ejércitos hasta hoy conocidos con las mejoras que la técnica cree. Y para esta batalla se necesita también estar preparados. También aquí ha habido una honda revolución. Ya la potencia no se mide por un explosivo atacado en un tubo, representado por el cañón; la guerra será la cantidad de explosivos que los aviones puedan lanzar; la de los cohetes que puedan ponerse en el campo de batalla; la cantidad de armas atómicas que puedan jugar y la cantidad de medios de destrucción que, a través de los distintos artificios, se puedan lanzar sobre un enemigo. Por lo tanto, esto nos exige un esfuerzo mayor de nuestra técnica, una transformación de nuestros conceptos, un trabajo de laboratorio y gabinete de nuestros especialistas, para resolver todos los problemas que los medios modernos representan. Mas en esta lucha clásica existe también un episodio último, que es la posesión del terreno. Y la posesión del terreno nos plantea el hecho de la nueva Infantería. Y nosotros, que hemos tenido un espíritu táctico, que hemos tenido una escuela de mando maravillosa en nuestras campañas de Marruecos de hace treinta años, que hemos vivido al día la táctica en nuestras Escuelas y en nuestros regimientos, somos los que mejor podemos contestar a esto. Los Ejércitos y la Infantería llegaron al final de la otra guerra y continúan sobrecargados con el peso de cosas que les sirven para muy poco. La Infantería es la fuerza de choque y lo demás le sobra; son sus armas de choque, cortas y ligeras, las que pesan; los fusiles pasan, como los cañones, a la historia. Son las armas pequeñas, automáticas, las que deciden la batalla en los últimos momentos. Tan no sirven ya aquellas fuerzas, como se vió en la última contienda, cuando la necesidad hizo crear unas nuevas fuerzas que se llamaran comandos. Comandos que son realmente la pura Infantería. ¿En qué se diferencia un comando de una típica fuerza de Infantería? ¿Es que una fuerza de Infantería va a pensar que va a ir a pie, dando saltos de cuatro kilómetros por hora, para chocar con el enemigo, en los tiempos de los medios mecánicos, de los aviones y de los tanques? No. La fuerza de la Infantería hay que hacerla precisamente ligera, hay que aumentarla en potencia y hay que mantenerla en condiciones de que pueda utilizarse en todos los momentos como comandos, como paracaidistas, como acompañamiento de tanques, o trasladarse en camiones o en barcos para hacer operaciones en los ríos o desembarcos en las costas.

Una Infantería dotada de los medios técnicos modernos, con armas ligeras, debe rechazar las armas pesadas, que le sirven de poco, sólo «bazookas», morteros, fusiles ametralladores y mosquetones automáticos, con los que le sobra para dominar todas las situaciones, es decir, un concepto más ligero y un concepto más práctico.

Y nos falta todavía el tercer acto. Hoy las guerras se pierden totalmente y para generaciones, y por ello no se puede perder la guerra. Cobra todo su valor el gran recurso de la insurrección armada. Y las armas de la insurrección son las armas de la Infantería, el aprovechamiento del terreno, las zonas montañosas y el espíritu de resistencia de un país.

Así es como tenemos que ver la evolución de nuestros Ejércitos. Pero no sólo hay peligros de orden exterior, sino de orden interior. Y si éstos, razonablemente, no deben existir en nuestra Patria, porque, gracias a Dios, los hemos desterrado con la fe y la unidad existentes, no podemos asegurar que no vuelvan a pasar a través de las fronteras, como ya otra vez ocurrió. Pero exteriormente, consta la posibilidad de otros problemas como son los de la subversión interna en otros pueblos de nuestra área geográfica. Es decir, lo que no sucede en nuestro territorio puede suceder el otros países. Y como hoy somos solidarios en la suerte, lo que suceda en este orden dentro de los pueblos, naturalmente que nos afecta, y no podríamos negarles nuestro concurso y ayuda si la situación lo demandase.

En esta nuestra área geográfica, también está comprendido el Norte de África. Ese Norte de África constituye la espalda de Europa. La paz y el orden en el Norte de África es vital para todo el Occidente, como la suerte del Occidente es vital para el Norte africano; porque, quiéranlo o no algunos, forma parte de él. Por lo tanto, esto debe llevarnos a ayudar lealmente a los pueblos del Norte de África a consolidar su independencia y a asegurar su paz y su progreso.

Nuestra actitud no es en esto nueva. Cuando recibimos la misión de pacificar el Norte de Marruecos, España venía defendiendo en todos los momentos el «statu quo» de Marruecos, su independencia y la soberanía del Sultán. Por la incapacidad de nuestra política exterior en las lides internacionales, tuvimos que optar entre dejar que sentase sus plantas otra nación en el Norte de África, frente a nuestras costas, o aceptar la obligación y sacrificio derivados de la pacificación de aquellos territorios que se nos ofrecían. A España se la acorraló, y pese a su vecindad y hermandad con el pueblo marroquí, se le redujo su influencia al hueso de Marruecos, a una costa inhóspita, a unos terrenos montañosos, duros y áridos; pero, a pesar de todo, España lo aceptó, en cumplimiento de su deber, aunque se la dejó apartada de la colaboración con el resto de Marruecos en los territorios secos, sin la relación comercial con todo lo que podía tener un valor de amistad o relación.

Después de treinta años de paz ha surgido un hecho real, un sentimiento natural del pueblo, que acelera el proceso de la independencia marroquí, sentimiento real de ese pueblo que tarde o temprano acabaría por producirse.

Cuando nosotros recibimos aquel encargo, recibimos una misión temporal: pacificar un territorio y someterlo a la autoridad legítima del Sultán. Sometido aquel territorio, lo pacificamos y nos dispusimos a capacitar al pueblo para su Gobierno, y esperábamos en pocos años alcanzar su unidad e independencia. Torpezas ajenas a nosotros y que nosotros previmos, aceleraron ese proceso de independencia, que otros pretenden adulterar con la «interdependencia», cuando la «interdependencia» era precisamente el Protectorado. El Protectorado se definía así: unidad de Marruecos, soberanía del Sultán e interdependencia de las naciones protectoras.

Los acontecimientos de todos conocidos aceleraron este proceso natural; hubiera sido de desear que hubiésemos podido entregarlo con una capacitación más perfecta, con el pueblo marroquí más en sazón. Pero se trata de una realidad, y esa realidad tenemos la obligación de servirla. De que los lazos que nos unieron al pueblo marroquí en treinta años de paz ininterrumpida se estrechen más con nuestra noble conducta y que en este trance, siempre difícil para las naciones, de la vuelta a la independencia, les ayudemos, para que la paz, el orden y el progreso reinen en aquellos territorios.

Esto es un esbozo del panorama general que se nos ofrece, y para eso tenemos que preparar nuestras fuerzas y nuestros medios, para así responder en todo momento a las inquietudes de la situación. Y ésta es la tarea vuestra y nuestra: el perfeccionar nuestros Ejércitos, para que respondan a todas las situaciones que puedan presentarse; a defender nuestra paz interna y a respaldar nuestra política en el exterior. Lo que practicamos tantos años y lo que seguiremos practicando.

Muchas gracias a todos por vuestra leal adhesión y el recuerdo más expresivo a nuestros muertos y a nuestros caídos, en especial al heroico general Moscardó, honra de nuestro Ejército, que fué Capitán General de esta región militar, y a todos los camaradas y compañeros presentes en nuestro afán.

¡Arriba España! ¡Viva España!


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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