08 de
mayo de 1954.
Eminentísimo señor;
excelentísimos señores; doctores; sacerdotes y religiosos aquí
congregados: Comprenderéis que poca autoridad pueden tener mis
palabras no obstante esta investidura en este Colegio de
Doctores. De poco os voy a servir como doctor «honons causa»,
de Derecho Canónico. Ahora bien: si observamos al mundo, si
examinamos y profundizamos en la sociedad, entonces podemos
confesar que estamos en plena batalla, y yo creo que, como soldado
que soy, sé algo de batallas, y en este camino algo puedo
serviros.
Habéis oído
voces autorizadas que durante este año del centenario os han
hablado de las glorias de Salamanca, y habéis pensado, sin duda,
que al hacerme aquella Universidad civil el honor de crearme
doctor «honoris causa», le faltaba el complemento de aquella
otra rama que compartió su gloria, que es hoy la Universidad
Pontificia. Por eso habéis querido escoger este día y este
momento para hacerme este honor.
La voz autorizada
del Primado de las Españas os explicó perfectamente cómo es
incomprensible la separación de la Iglesia y el Estado. Esta
separación es adecuada en las sociedades o en las naciones que
pasan por la desgracia de no tener una sola y única fe; pero no
es aceptable cuando por su fe verdadera y única, una nación
quiere llevar el titulo de católica. Aquella frase de la moneda
del Evangelio de «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es
del César» no tenía lugar en una sociedad católica, sino en la
sociedad pagana, donde nacía el Evangelio. ¿Me queréis decir,
en una sociedad católica, dónde acaba lo temporal y dónde
empieza lo católico?
Si la vida temporal es medio para alcanzar otro fin, ves la
sobrenatural el objetivo de nuestra vida, ¿cómo vamos a
prescindir en esta vida temporal de aquello que es bueno para el
fin para que fuimos creados...? Veis cómo, sin querer, por
hablaros de lo temporal, acabo metiéndome en Teología...
Los católicos no pueden tener de la vida más que un sentido teológico.
Y no se puede ser católico, como algunas veces he dicho, sin ser
católico con todas las consecuencias, y si somos católicos con
todas las consecuencias hemos de hacer que la vida temporal
discurra obediente a la ley divina y no contra esta ley.
Por eso el resurgimiento de la Universidad Pontificia de
Sa1amanca, como de los seminarios en España, con esa floración
de vocaciones que en toda la geografía española contemplamos,
constituye para nosotros los españoles una satisfacción, para
los hombres civiles, para los militares, para los que no estando
como vosotros al servicio directo de Dios, tenemos, sin embargo,
una responsabilidad que, si a todos alcanza en cierta medida, es
muy superior para los que tenemos la responsabilidad de conducir
un Estado.
Por eso, cuanto
hayamos hecho o podido hacer por la Universidad Pontificia, por la
grandeza de los Seminarios, que vosotros superestimáis, por la
comparación que hacéis con los años malos y persecutorios, es,
sin embargo, el cumplimiento estricto de un deber de gobernante
consciente de su responsabilidad que no quiere llegar a la otra
vida con las manos vacías.