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Discursos y mensajes del Jefe del Estado.


 
Mensaje a las Cortes Españolas.

26 de octubre de 1953.

Al enviar a las Cortes del Reino, que deben ser oídas respecto a su ratificación, el texto del Concordato concertado entre nuestra nación y la Santa Sede se adueña de mi espíritu la íntima satisfacción, que espero compartáis, de haber podido prestar a la Nación y a nuestra Santa Madre la Iglesia el servicio más importante de nuestros tiempos, que por la trascendencia que tiene para la vida nacional, el amor que profesamos a la Sede Apostólica y a la persona del Vicario de Cristo, Su Santidad el Papa Pío XII, felizmente reinante, a cuyo nombre y por su plenipotenciario ha sido suscrito este Convenio, he considerado conveniente ajustar su texto a un mensaje personal que refleje el espíritu, principios e incluso pormenores que presidieron su concierto.

Lo justifica también la vasta y profunda resonancia que el Concordato ha tenido en todo el mundo católico, tanto por ser el primero de la nueva etapa que la segunda guerra mundial abre en la Historia como por ser la obra de una nación que en toda la Cristiandad es tenida con justicia como nación católica por excelencia. No en vano es la Religión Católica la gran fuerza moral que ha formado el alma colectiva de nuestra nación, la que ha modelado nuestro modo de ser como pueblo y ha formado nuestra peculiar fisonomía espiritual.

EL CATOLICISMO, BASE DE NUTRA NACIONALIDAD

Nuestra fe católica ha venido siendo a través de los siglos la piedra básica de nuestra nacionalidad. Identificada la fe cristiana con el fin supremo del hombre elevado al orden sobrenatural, penetra en nuestro suelo ya desde los albores del cristianismo, y el sentir profundamente religioso de nuestro pueblo promulga su solemne reconocimiento en el III Concilio de Toledo, decisivo en la formación de la nacionalidad española siendo profesado desde entonces, ininterrumpidamente, por las sucesivas generaciones que nos atendieron, sin que jamás se haya escindido nuestra unidad de conciencia religiosa con divisiones que tantos conflictos y tantas luchas han ocasionado en otras naciones de Europa. Y si en etapas infelices de nuestra Historia se registraron persecuciones y rozamientos entre los Poderes públicos y la Iglesia como aconteció en los siglos XVIII y XIX, y aun en el XX, bajo el signo republicano, no fue el pueblo español el que las inspira o provoca, sino precisamente el sectarismo personal de sus gobernantes, que, obedeciendo a doctrinas extrañas, abusan de su poder, traicionando la conciencia religiosa de la inmensa mayoría de su pueblo, sacrificado de este modo a sus sectarismos personales.

SELLO RELIGIOSO DE LA CRUZADA

Esta persecución de nuestra conciencia en lo religioso fue la que, impregnando de espiritualidad nuestra Cruzada, dio al Alzamiento Nacional su sello restaurador en lo religioso, que acompañó a nuestro Movimiento desde su iniciación, y que, sin duda, atrajo hacia nuestro bando la protección y benevolencia divinas, tan trascendentes para la victoria.

Así lo interpretó la jerarquía eclesiástica, que, profundamente convencida desde los primeros momentos de la autenticidad católica de nuestro Alzamiento Nacional, publicó aquella memorable Pastoral colectiva que, si bien no consiguió modificar en el exterior ciertas actitudes hostiles, adoptadas de mala fe, sí logró esclarecer los hechos y mostrar los fundamentos, 1as razones y la finalidad verdadera de la Cruzada, aclarando dudas y sosegando conciencias que, por falta de la debida información, creían de buena fe se trataba de un nuevo y discutible pronunciamiento militar al estilo de los del siglo pasado. Aquella Carta Pastoral, obra del insigne cardenal Gomá, fue espontáneamente firmada por todos los obispos a la sazón en España, entre ellos el de Teruel, aquel insigne padre Polanco, que, hecho después prisionero por los rojos, había de pagar con su preciosa vida la entereza de negarse a declarar, como se le proponía, que la había suscrito por coacción, y que con su martirio hizo el número doce de los obispos españoles asesinados por confesar su fe.

OBJETIVOS ESENCIALES DE NUESTRA POLÍTICA

Campearon desde los primeros momentos en nuestro ideario como objetivos esenciales de la nueva política española: la derogación de la legislación sectaria de la República y la restauración en nuestras leyes del sentido católico tradicional español. Jalones de esta legislación fueron la derogación de las leyes del divorcio y del matrimonio civil; la anulación de la llamada ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, máximo atentado contra la Iglesia y, a la vez, contra los derechos de la persona; la restauración de la Compañía de Jesús, primera y escogida víctima del sectarismo republicano, y el restablecimiento de la doctrina y la moral cristianas en todo el campo de la cultura, reintegrando la enseñanza de la Religión a las escuelas primarias, colegios e Institutos de segunda enseñanza, y estableciéndola en las Universidades, al tiempo que se devolvía a las Ordenes y Congregaciones religiosas el legítimo margen de personalidad y de autonomía pedagógica.

Los Gobiernos nacidos de la Cruzada no podían frustrar ese anhelo clamoroso del pueblo español; por esto ,dedicaron sus afanes, al par de la reconstrucción material de nuestro maltrecho solar, a la restauración ,de la unidad católica de la Nación, base secular firme e insustituible de la unidad política de las tierras y de los hombres de España.

Terminada la Cruzada, se restablece en su totalidad, y aun mejorado en lo posible, el presupuesto de obligaciones eclesiásticas para dotaciones del Clero y sostenimiento del Culto, y se destinan, además, importantes cantidades para la reconstrucción de iglesias, monasterios, seminarios, catedrales, etc.; atendiendo con la mayor solicitud y con la generosidad posible las llamadas angustiosas de los prelados, especialmente las diócesis más pobres y más dañadas por la guerra.

NO CABEN RESERVAS NI MISTIFICACIONES

En esta materia no caben reservas, mistificaciones ni engaños. Si somos católicos, lo somos con todas sus obligaciones. Para las naciones católicas las cuestiones de la fe pasan al primer plano de las obligaciones del Estado. La salvación o la perdición de las almas, el renacimiento o la decadencia de la fe, la expansión o reducción de la fe verdadera son problemas capitales ante los que no puede ser indiferente. Por eso el Concordato no podemos juzgarlo haciendo abstracción de nuestra fe católica, con la mentalidad errónea de los estados laicos o aquellos viejos conceptos liberales de regateo entre potestades extrañas con aspectos de tregua o transacción entre enemigos. Si en el Concordato que hemos concertado servimos a los fines trascendentes de la Iglesia de Cristo, con él nos servimos a nosotros mismos y al bien espiritual de nuestras almas.

Cuando de verdad existe un Estado católico, se comprende, señores Procuradores, que pueda existir un régimen de perfectas relaciones de armonía entre Iglesia y Estado, sin pactos escritos que lo salvaguarden. Ese ha sido, y no otro, el régimen de colaboración, casi ideal, ,durante largos siglos de nuestra Historia más gloriosa. Los Concordatos en España no fueron necesarios hasta llegado el nefasto siglo XVIII, cuando la invasión enciclopédica trató de socavar los cimientos católicos en que el Estado español se asentaba, y con sus sectarismos e influencias extrañas rompió la tradicional armonía de la Iglesia con el Estado. El Concordato de 1851 vino a establecer una tregua entre la Monarquía liberal y la Sede Apostólica, pero que tras distintas violaciones, sucumbió bajo el imperio de los sectarismos que caracterizaron desde su cuna a la nefasta República que padecimos. No necesitábamos tampoco nosotros de acuerdos escritos para ser fieles a la Iglesia una vez restablecida, como queda dicho, por nuestro Movimiento la normalidad religiosa del país. Como tampoco para llevar a cabo esta labor restauradora necesitamos de acuciamientos exteriores, ni tampoco el estímulo de ulteriores negociaciones; nos bastaba seguir los impulsos de nuestra conciencia de hijos fieles de la Iglesia de Cristo y responder a nuestra auténtica condición de españoles.

CONVENIOS PREVIOS

Al legislar nuestro Estado acerca de materias que pudieran ser estimadas «mixtas», y singularmente sobre educación y matrimonio, se consultó, a su tiempo, a la Santa Sede sobre tales disposiciones, y se fueron concertando con ella diversos convenios parciales relativos a la provisión de sedes episcopales y beneficios eclesiásticos, ayuda económica a los seminarios y Universidades eclesiásticas, jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las fuerza armadas. La Santa Sede, además, accedió al restablecimiento del Tribunal de la Rota española mediante un «motuproprio» pontificio.

Justo es que sepa el país que durante el quinquenio de la torpe conjura internacional contra nuestra Patria, la demora en comenzar la negociación de un Concordato, lejos de deberse a ningún género de supuestas resistencias por parte de la Santa Sede, debióse a nuestra propia decisión de no envolver a la Iglesia a ningún precio en nuestras dificultades exteriores. Por eso sólo cuando, a fines del año 1950 terminó en la Asamblea de las Naciones Unidas la farsa montada contra España, sólo entonces propusimos formalmente a la Santa Sede la elaboración de un acuerdo general que, coronando y afirmando la obra realizada, diera sistema y complemento a la legislación ya concordada, abriéndose seguidamente las negociaciones ahora tan felizmente rematadas.

GARANTÍAS DE LARGA Y VENTUROSA VIDA

En la forma como se ha desarrollado la génesis de este Concordato veo la garantía de su larga y venturosa vida. Porque en él no se legisla abstractamente, ni tampoco según este o el otro modelo de problemática adaptación a nuestro caso; se emplean, en concreto, fórmulas españolas y actuales. No se aventura ni ensaya nada del todo nuevo; se recoge y se da forma y sistema a lo que se está viviendo, Y cuyos buenos resultados ya se conocen. De tal manera los principios del Derecho público cristiano están recogidos en los postulados del Movimiento Nacional y están encarnados en el pueblo español, que, como tuve ocasión de decir hace pocas semanas a los seminaristas de Orense, antes que nosotros firmáramos este Concordato ya tenía vida en el deseo y en la voluntad de los españoles. Por eso me atrevo a decir que su ratificación no es sino la promulgación solemne de lo que la voluntad popular ha refrendado. Porque mi Gobierno no ha hecho sino recoger y compendiar en un texto escrito la voluntad, bien explícita, del pueblo español.

Preparado en ambiente de sosiego, durante un largo período de armonía y con espíritu de plena sinceridad, estamos ante uno de los singulares casos de la Historia en que un Concordato no presenta el carácter de un armisticio, ni una componenda transaccional, ni de un estatuto de garantías mínimas. Nos hallamos ante un pacto que consagra una amistad firme y probada y que asegura una colaboración cordial en marcha. En esto radica la confianza que ponemos en su duración y en su eficacia.

El español no concibe una situación nacional estable, ni mucho menos próspera, si no se basa en una perfecta coordinación de la misión y fines respectivos de la Iglesia y el Estado. La Iglesia y el Estado son dos sociedades completas y perfectas, cuyo elemento material, población y territorio, es el mismo, si bien difiere en razón del fin y de 1a autoridad; son como dos pirámides de idéntica base, de vértice y aristas distintos. No cabe, pues, en buena lógica, en una nación eminentemente católica como la nuestra un régimen de separación entre la Iglesia y el Estado, como propugnan los sistemas liberales. El que conviene a España es justamente aquella «unión sin confusión» que proclama la auténtica tesis católica.

UNIDAD DE LOS DOS PODERES

En la Historia de España es imposible dividir a los dos poderes, eclesiástico y civil, porque ambos concurren siempre a cumplir el destino asignado por la Providencia a nuestro pueblo. He aquí una afirmación que se encuentra en todos los grandes pensadores españoles. Aunque no sea del caso citar sus textos, está en Nocedal, en Aparicio Guijarro y en Donoso Cortés; está en Balmes y en Menéndez Pelayo; en Vázquez Mella y en Pradera; en Minguijón, en Maeztu. Está, en fin, en Onésimo Redondo y en José Antonio, quien considera -bien lo recordáis- el espíritu religioso así entendido «clave de los mejores arcos de nuestra Historia.

Nuestro Concordato responde, pues, a convicciones profundas y tradicionales, como responde a realidades históricas.

Por otra parte, no hemos firmado para obtener nada distinto al bien espiritual de la nación; los honores y prerrogativas que la Santa Sede nos dispensa son como un premio que proclama los singulares servicios realizados por el pueblo español en defensa de la Iglesia; son una ratificación expresa y solemne a la constante fidelidad y seculares esfuerzos llevados a cabo por los españoles, egregiamente superados con ocasión de nuestra Cruzada de Liberación. Favores y privilegios tan diferentes que hacen de España una de las naciones predilectas de la Iglesia, los agradecemos en cuanto valen, como muestra de cariño y reconocimiento de buen servicio; pero huelga decir que, aun sin ellos, lo mismo seguiríamos sirviendo a la causa de la Religión, porque los españoles de hoy, libres, por fortuna, de cualesquiera concupiscencias regalistas, nos movemos por estímulos más levantados.

CALIFICACIÓN DEL CONCORDATO

Si el Concordato puede ser calificado de «íntegro» por su fidelidad a los principios del Derecho público cristiano, a la tradición nacional, como corresponde al modo de ser del católico español, calificado por el propio Padre Santo Pío XII, en la memorable ocasión del Congreso Eucarístico de Barcelona, de «intenso, recio, profundo y apostólico», se le debe tener también como «completo», puesto que abarca todas las materias en que pudiera haber interferencias entre las potestades civil y eclesiástica, y las aborda y resuelve con precisión y claridad.

Presidiendo su articulado, se afirma una vez más, la Religión Católica, Apostólica, Romana como la única de la Nación española y se le reconocen los derechos y prerrogativas que le corresponden de conformidad con la ley divina y el Derecho canónico.

LA HETERODOXIA NO ARRAIGA EN ESPAÑA

Sabéis muy bien, señores Procuradores, que en España los pocos que no profesan la Religión Católica raramente practican otra religión positiva. La heterodoxia, entre nosotros, ha sido simple planta exótiva de cultivo forzado, que no logró arraigar en los españoles ni aun en los días tan propicios de la pasada República. De ahí que hagamos profesión pública de los principios dogmáticos en que se apoya la Iglesia y defendemos la Unidad católica de nuestro pueblo. Estábamos obligados a ello por nuestra condición de católicos, ya que es deber de los gobernantes de un estado compuesto por católicos mantener la religión en su pueblo y defenderla y profesarla públicamente; pero también nos nevaban a lo mismo los postulados de nuestro Movimiento, formulados en el artículo sexto del Fuero de los Españoles, texto legal que ha recibido el alto honor de ser incorporado al Protocolo final del Concordato.

Este principio de la unidad religiosa se conjuga debidamente con la práctica privada del culto para los contados españoles o extranjeros residentes en España que pertenecen a Iglesias disidentes y con el mantenimiento del «statu quo» en los territorios africanos. En todo caso, la tolerancia para creencias y cultos diversos no quiere decir libertad de propaganda que fomente las discordias religiosas y turbe la segura y unánime posesión de la verdad y de su culto religioso en nuestra Patria, porque nosotros podemos consentir que los disidentes encuentren en España modo de practicar su culto, pero no que contra la voluntad general y con escándalo del pueblo hagan proselitismo e intenten desviar a los católicos, con dádivas, de los deberes religiosos, cuando la casi totalidad de la Nación quiere conservar, a cualquier precio, su unidad católica.

Concebir a la Iglesia como sociedad perfecta, libre e independiente del Estado no es más que reconocer las prerrogativas con que la instituyó su Divino Fundador. Y esta aceptación es plena sin reserva ni menoscabo alguno, pues hablamos de la Iglesia de Cristo no sólo como dispensadora de la gracia santificante, sino también en sus aspectos jurídico y social, en virtud de la doble potestad de orden y de jurisdicción que por derecho divino le corresponde. Y consecuentemente, se formulan en el Concordato las declaraciones inherentes a dicho principio; esto es, aparte de la personalidad internacional de la Santa Sede y de la Ciudad de Vaticano, la plena personalidad y capacidad jurídica y de obrar de las diócesis, con sus instituciones anejas; de las parroquias, de las Ordenes y Congregaciones religiosas y demás instituciones y asociaciones religiosas canónicamente establecidas en España y las que en lo sucesivo se establezcan, siempre que el decreto de erección o aprobación canónica sea comunicado oficialmente y por escrito a las autoridades competentes del estado.

LA FE EN ESPAÑA

Recoge y sanciona el Concordato el Acuerdo firmado por la Santa Sede y mi Gobierno en 7 de junio de 1941, para presentación de arzobispos, obispos residenciales y coadjutores «con derecho de sucesión>, derecho de presentación que descansa en concesiones hechas otrora por la Santa Sede a los monarcas españoles, por su probada fe y en premio a los grandes servicios prestados a la Iglesia y que estimamos en todo su valor espiritual, como preciada joya de la fe de España que debemos conservar para nuestra Nación. Del mismo modo se han recogido también las prescripciones contenidas en el Acuerdo de 16 de julio de 1946, sobre provisión de beneficios no consistoriales; y se ha incorporado cuanto prescribe el Acuerdo de 5 de agosto de 1950 sobre jurisdicción castrense, en orden a la asistencia. religiosa de las Fuerzas Armadas de la Nación y a la exención del servicio militar de los clérigos y religiosos.

 

Contiene el Convenio normas sobre el Estatuto Jurídico del Clero, ajustándose al Código de Derecho Canónico; y considerando que su aseglaramiento puede ser causa de relajación de la disciplina, prescribe que, para ocupar empleos o cargos públicos, necesitarán los clérigos y religiosos el permiso, por cierto revocable, del ordinario del lugar donde hubieran de desempeñar su actividad.

EL FUERO ECLESIÁSTICO

Materia ciertamente delicada y difícil era la relativa al Fuero eclesiástico, que ha sido regulada sobre la base de un mutuo respeto a las correspondientes jurisdicciones y a una feliz conjugación de la seguridad social, finalidad apremiante del ordenamiento jurídico del Estado, con el respeto que merece la dignidad sacerdotal y la libertad e independencia de la Iglesia.

Tiene la Iglesia el derecho congénito indiscutible de adquirir, poseer y administrar bienes temporales para cumplir los fines que le son propios. Sin embargo, no siempre reconocieron los Estados a la Iglesia católica, o a sus Corporaciones, este derecho de propiedad. La codicia, cuando no los sentimientos sectarios, movieron a algunos Gobiernos, principalmente en momentos de apuro del Erario, a disponer de los bienes temporales de la Iglesia, invocando la antigua regalía desamortización, que exageraron inicuamente las creencias disidentes, primero, los regalistas, después, y, por último, las doctrinas inspiradas en la Revolución francesa. La Iglesia católica, la conciencia cristiana y un elemental sentido del derecho, condenan, de consuno, estos errores.

La Iglesia, en efecto, necesita medios económicos para subsistir, satisfacer las exigencias del apostolado cristiano, mantener el culto, sostener a sus ministros, aliviar las necesidades de los pobres, cultivar los espíritus y cumplir con estabilidad, decoro e independencia, los demás fines que son propios de su alta misión. Y para ello precisa de la propiedad de los bienes temporales.

En nuestra Patria estaba reservado al siglo XIX desatar el huracán revolucionario de la desamortización, que, sin beneficio material apreciable para el Estado, arrebató a la Iglesia sus bienes en cuantía incalculable, empobreciéndola. Aquella ráfaga anticlerical y desamortizadora, antecedente funesto de la nacionalización de los bienes eclesiásticos operada por el régimen republicano de 1931, dio lugar a un triste periodo de tirantez y de discordia, que hubo de ser zanjado por el Concordato de 16 de marzo de 1851, dando origen a un nuevo concepto del Erario público con el nombre de «Obligaciones Eclesiasticas».

EL PATRIMONIO ECLESIÁSTICO

De muy distinta estirpe es el Concordato que hemos firmado. En él establecemos el propósito de estudiar, de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico, que asegure la congrua dotación del culto y de sus ministros.

No se nos ocultan las dificultades que entraña su realización; pero era preciso hacer esta declaración de principios; y, mientras tanto, mantener, a titulo de indemnización por las pasadas desamortizaciones y como contribución a la obra de la Iglesia en favor de la Nación, las actuales dotaciones del clero y 1as consignaciones para el culto, con las variaciones a que diere lugar la alteración notable de las condiciones económicas generales; igualmente seguirán atendidas las finalidades de construcción y conservación de los templos y edificios eclesiásticos, en la medida que permitan las posibilidades presupuestarias, y se declaran las exenciones y bonificaciones tributarias de aquellos bienes, objetos y dotaciones de entidades o personas eclesiásticas que, por estar destinadas a fines de apostolado, son merecedoras de especial protección.

ESPAÑA, RESERVA ESPIRITUAL DEL MUNDO

Si España, como tantas veces se ha dicho, incluso por egregias voces extranjeras, es una de las grandes reservas espirituales del mundo, lo debe a la familia, esta familia española, que es templo y escuela, hogar y taller, porque es creyente, honesta y trabajadora, no podía dejarse abandonada a los asaltos que amenazan su unidad y cohesión. Por ello, conforme a las tradiciones católicas de nuestro pueblo, reconocemos plenitud ,de efectos civil el matrimonio elevado por Jesucristo a la dignidad de Sacramento, disciplinado por el Derecho Canónico, que es el fundamento de esa familia sobre la que se asienta la organización político jurídica de nuestra Nación.

Corresponde a la potestad de la Iglesia dictar leyes y juzgar en las causas referentes al matrimonio de los bautizados, en orden al vinculo, a la separación y demás cuestiones relativas a la sustantividad sacramental, como es de la competencia del estado la regulación de aquellas situaciones que afectan al aspecto civil del matrimonio. Sobre estos principios regula el Concordato las respectivas y coincidentes posiciones de ambas potestades respecto a esta trascendental institución, en consonancia con las cuales hacemos nuestras las normas de la Iglesia sobre el matrimonio sacramental, con plenitud defectos civiles, y armonizaremos con los preceptos del Derecho Canónico las normas civiles relativas al matrimonio de los hijos y la legislación correspondiente al matrimonio mixto, entre personas católicas y no católicas, y en la reglamentación jurídica del matrimonio para los no bautizados, la ley civil no establecerá impedimentos contrarios a la ley natural. Declaramos la potestad de la Iglesia de conceder y juzgar las contiendas referentes a la nulidad del matrimonio canónico y a la separación de los cónyuges, a la dispensa del matrimonio rato y no consumado y al procedimiento atinente al Privilegio Paulino, y prevenimos la necesidad de la inscripción del acta del matrimonio canónico en el Registro Civil correspondiente para el reconocimiento, por parte del estado, de sus efectos civiles, en relación a los contrayentes y a tercero, y precisamos, en la órbita civil que incumbe al estado, las repercusiones de las sentencias, decisiones y decretos emanados de las autoridades eclesiásticas en materia propia de su competencia.

RESTAURACIÓN DE LA ENSEÑANZA CRISTIANA

El Gobierno de España y las Cortes de la Nación fueron marcando, a lo largo de un decenio, una línea bien clara de restauración cristiana de la enseñanza en todos sus grados y de pleno reconocimiento de los derechos docentes de la Iglesia, dejándose sólo para cuando llegara el momento propicio la regulación más en concreto de aquellos aspectos que por su carácter exigían un acuerdo entre las supremas potestades del Estado y de la Iglesia.

Cuando ese momento llegó, pudo España ofrecer un cuadro de realizaciones tan hondamente empapado de savia católica que pudieron proyectarse, sin apenas mutaciones, sobre los textos mismos del Concordato. 

Así éste repite la afirmación contenida en nuestras leyes internas de que «la enseñanza se ajustará a los principios del Dogma y la moral de la Iglesia católica, y reconoce a los prelados el libre ejercicio de la misión de defensa de la fe, que es consecuencia directa de su alto magisterio y que huye del sentido de unidad a una tradición milenaria que diera a la Patria española sus más limpias glorias».

Mas el Concordato no tiene, esencialmente, un sentido negativo o de limitación o cautela contra posibles desviaciones o ataques contra el dogma y la moral católica, sino que quiere principalmente ser fuerza impulsara de un crecimiento cristiano de España en todos los órdenes y de modo muy especial en el orden de los saberes y en el perfeccionamiento de la cultura nacional. En otros términos, este Concordato, lejos de poner fronteras al desenvolvimiento de la Ciencia y de la Enseñanza en España, lo que busca es fomentar un enriquecimiento de la educación con la savia vital de la fe cristiana. De ahí el Estado garantice en él la enseñanza de la Religión Católica como materia obligatoria en todos los Centros docentes de cualquier orden o grado, salvo la explicable dispensa para los hijos de los no católicos dentro de la norma de tolerancia marcada por el Fuero de los Españoles y ratificada en el propio Concordato.

La Iglesia y el Estado no podían, sin embargo, contentarse con una declaración genérica sobre la obligatoriedad de la enseñaza de la Religión en los Centros docentes. Era menester garantizar la altura y la eficacia de tan esenciales enseñanzas para prevenir el riesgo de anquilosamiento y de desproporción entre el noble esfuerzo y los frutos que puedan derivarse de este tipo de formación.

AFÁN DE PERFECCIONAMIENTO

Si queremos que la enseñanza de la Religión se dé adecuadamente, con toda la extensión necesaria, y, al mismo tiempo se acomode a su interna estructura del saber intelectual y de vida plena y al grado de madurez de los alumnos, hay que exigir un afán de perfeccionamiento. Por eso, el Concordato dispone que las enseñanzas de Religión sean dadas por profesores, sean sacerdotes, re1igiosos o seglares, designados por la autoridad civil, a propuesta de la jerarquía eclesiástica; pero exige la celebración previa, con extensión para todo el territorio nacional, de unas pruebas especiales de suficiencia científica para los que no posean grados académicos mayores en las Ciencias Sagradas, es decir, los que no tengan el titulo de doctor o licenciado, y pide, además, en todo caso, otras pruebas de suficiencia pedagógica, exigibles incluso a los que estuvieran provistos de dicha titulación. Estas pruebas quedan confiadas a unos Tribunales examinadores de carácter mixto, en los que, tanto la Iglesia como el Estado, encontrarán la mejor garantía para una parcial y adecuada selección del profesorado a quien se confía tan noble y fundamental misión, y al que se rodea del respeto y de las consideraciones que, dentro de los claustros de cada Centro, debe en justicia residir.

En esta misma línea de colaboración entre la Iglesia y el Estado ha de subrayarse el sentido y alcance con que se prevé la organización, en las propias Universidades del Estado, de cursos sistemáticos de Filosofía Escolástica, Sagrada Teología o Derecho Canónico, de acuerdo siempre, en programas y libros de texto, con la jerarquía y pudiendo enseñar en los mismos, profesores tanto eclesiásticos como seglares, con grados académicos mayores. Recíprocamente, se abre la posibilidad de que en las Universidades de tipo eclesiástico se matriculen estudiantes seglares en las Facultades superiores de Sagrada Teología, Filosofía, Derecho Canónico, etc., y que en ellas alcancen los respectivos títulos académicos. Renace así una intercomunicación profunda entre los Centros superiores de cultura de la Nación, y se sientan las premisas para un diálogo permanente entre los intelectuales eclesiásticos y seglares.

LOS CENTROS DOCENTES DE LA IGLESIA

Por otra parte, el Concordato recoge las normas ya contenidas en el Convenio de 8 de diciembre de 1946 entre la Santa Sede y España sobre Seminarios y Universidades de Estudios Eclesiásticos, garantizándoles un pleno reconocimiento y la ayuda conveniente para su fecundo progreso. Y el Estado, por ser de justicia, y consecuente con su principio de ver a la Iglesia como sociedad perfecta y de respetar su personalidad y su misión de magisterio, otorga su reconocimiento, a todos los efectos, a los grandes académicos mayores, es decir, a la Licenciatura y al Doctorado en Ciencias Eclesiásticas, que fueren conferidos a los clérigos o seglares por las Facultades universitarias canónicamente aprobadas, y permite que, en las disciplinas de ese orden, habiliten dichos títulos para ejercer la docencia en los Centros de Enseñanza Media dependientes de la autoridad eclesiástica, con lo que se estimula al profesorado de esos Centros a que adquiera, no sólo en las Universidades del Estado, sino también dentro de las Facultades eclesiásticas, los grados más altos de formación y eleve así el nivel pedagógico de los Centros docentes que dependen de la Iglesia.

Por último, el Concordato reitera el reconocimiento hecho en las leyes de Enseñanza de España sobre el libre ejercicio por la Iglesia de su derecho a organizar y dirigir escuelas públicas de cualquier orden y grado y de fundar Colegios Mayores o Residencias en los respectivos Distritos Universitarios, mientras que la Iglesia, a su vez, acepta que los efectos civiles de los estudios realizados en todos esos centros se sujeten, mediante un previo acuerdo entre el Estado y la autoridad eclesiástica, a las normas señaladas en las leyes civiles.

Ciérrase así este capítulo del Concordato dedicado a la educación de nuestra juventud con una declaración inequívoca de que en una hora en que las fuerzas anticristianas del comunismo internacional luchan por hacer enmudecer a la Iglesia y por ahogar, incluso en sangre, su misión de magisterio, España, vencedora de esas fuerzas por el heroísmo de sus hijos, es fiel hasta las últimas consecuencias de su fe y garantiza en su solar el libre ,despliegue de ese apostolado docente para que se sigan forjando sobre él las legiones de los que, si fuere preciso, darían de nuevo su vida para que en el mundo puedan los hombres, en santa libertad seguir creyendo en la verdadera Iglesia de Dios.

Todas las demás disposiciones del Concordato serían dignas de glosa, pero sólo llamaré vuestra atención sobre las tres más importantes entre las que restan.

Es una la incorporación a la disciplina concordatoria de la Acción Católica Española, entendida como organización de los seglares para el apostolado, bajo la dependencia inmediata de la jerarquía. Para desenvolver sus actividades apostólicas gozarán estas Asociaciones de libertad plena, pero deberán sujetar a la legislación general del Estado cualesquiera actividades de otro género, si acaso las tuviesen.

Capítulo del todo nuevo y de la mayor importancia es el que mira a la defensa del patrimonio artístico eclesiástico. Sus preceptos aseguran la colaboración de las autoridades de ambos ordenes, a fin de asegurar que la construcción y reparación de templos y monasterios se ajustan a las normas técnicas y artísticas de la legislación general y a las prescripciones de la liturgia, Y también para vigilar la observancia de las disposiciones que prohíben la evacuación al extranjero de los objetos de mérito histórico o de valor artístico, reservándose al Estado una opción de compra, caso de venta de tales objetos en pública subasta.

Por último, es motivo de satisfacción y orgullo la cláusula que consagra el idioma español como uno de los tres admitidos por la Congregación de Ritos para tratar las Causas de beatificación y canonización. Recobra, con esto, la posición que le era debida nuestra hermosa lengua, la que entre otros títulos para esa preeminencia, puede exhibir el hecho de ser hablada por más del cuarenta por ciento de los católicos en comunión con la Santa Sede.

RESTAURACIÓN DE FASTOS CATÓLICOS

El nuevo Concordato responde, como veis, señores Procuradores, a una línea histórica de restauración de fastos católicos, pero también a una certera adaptación a los tiempos modernos, en que se nos presenta como evidente la interdependencia entre el bien común o prosperidad social y el bien espiritual y temporal de la Iglesia.

El Estado recibe de la Iglesia una inmensa cooperación moral, y, a su vez, el Estado presta a la Iglesia el auxilio de los medios precisos para que, en el orden moral, se cumpla y se realice su misión sobre la tierra, sin que quepa hablar de exceso de largueza cuando se trata de satisfacer el deber primordial del hombre y de la sociedad de dar a Dios la gloria que le es debida, tanto más cuanto que el beneficio de esa acción religiosa, moralizante y educadora que realice la Iglesia, así asistida, refluirá directamente en bien de la propia Patria española.

Por otra parte, la vinculación orgánica que el Concordato establece entre la Iglesia y el Estado se hace sin merma de la libertad e independencia de cada potestad para actuar en la esfera respectiva que les es propia.

Al terminar, señores Procuradores, esta exposición de los puntos fundamentales del Concordato de cuya ratificación se trata, debemos recordar juntos que la felicidad, y el bienestar de los pueblos no se asienta sólo en las riquezas materiales, ni aun en el progreso de las ciencias y de las artes, sino, muy principalmente, en la práctica de la virtud, pues la Historia nos enseña, y ejemplos de ello tenemos ante los ojos, que cuando el progreso material no va acompañado del progreso moral, las sociedades caen desde la cima de la civilización a la sima de la barbarie.

Esto es lo que, en toda ocasión, pero muy especialmente al negociar y firmar este Concordato, he tenido muy presente. Creo que hemos prestado con ello un servicio insigne a la fe católica y a la Santa Iglesia, además de haber servido a los intereses de la Patria y al bien de nuestro pueblo.

ETAPA HISTÓRICA

En la histórica etapa que hoy se inicia con la solemne ratificación de este Convenio la Iglesia va a disfrutar en España no sólo de toda la libertad que necesite para sus sagrados fines, sino también de la ayuda necesaria para su pleno desarrollo.

Estoy seguro de que la Iglesia de España, nuestros prelados y nuestro clero tienen conciencia de la gran responsabilidad que echamos sobre nuestros hombros al reconocer sus derechos, fueros y libertades, al contribuir al sostenimiento económico del altar y de sus ministros, y, sobre todo, de los Seminarios en que éstos se forman, y, en fin, al abrir a su labor apostólica las puertas de la sociedad española, singularmente por lo que toca a la formación de la juventud.

Al proponer, pues, a los Cortes del Reino su adhesión a este Convenio, lo hago con la certeza de que la jerarquía, el clero y las Ordenes y Congregaciones, de una parte, y el Gobierno de la Nación, de otra, colmarán los designios que han movido a la Santa Sede Apostólica y al Estado español a suscribir el presente Concordato: «asegurar una fecunda colaboración para el mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación española».


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