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LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

Discursos y mensajes del Jefe del Estado.


 
Discurso en la fiesta de la Unificación.

19 de abril de 1952.

«Camaradas de la juventud española, religiosos y jerarquías reunidos en este palacio: En este día de la Unificación, aniversario de aquellos días del mes de abril de 1937, en los albores de nuestro Movimiento, en que nuestros voluntarios desparramados por la geografía española luchaban por alcanzar una victoria que no había de ser la de una fracción, de un grupo o de un partido, sino la victoria de la nación española, ,de España, sobre la decadencia del país, sobre siglo y medio de abandono de su destino histórico. Era la ansiada revolución nacional española, que recogía lo mismo los anhelos de aquellos tercios gloriosos de requetés que al correr del siglo pasado no se conformaron con la entrega de la nación a la enciclopedia liberal forjadora de nuestra decadencia, que los de aquellos otros españoles que desde principio de este siglo hasta nuestros días venían aflorando en los movimientos de los sectores trabajadores de la nación con sus ansias de conquista y de mejoras para su seguridad social, así como de un nuevo porvenir y de otros horizontes para la Patria, de otra manera de ser que en su propia ignorancia quedaban sólo en anhelo y a la que no acertaban a dar forma. 

Era la eterna inquietud española, la de nuestro siglo de oro y de gloria, la de nuestras etapas gloriosas, que tenían su más claro exponente en aquellas legiones de emigrantes que durante ese siglo desdichado, no conformándose con la mediocridad, abandonaron nuestro solar para irse a América en busca de nueva luz y de más dilatados horizontes. No se trataba, como digo, de satisfacer la inquietud ni los anhelos de un grupo ni la de una parte de España, sino de la inquietud de toda la nación, anhelos a de salvarse.

Se alza la verdad frecuentemente al lado de la muerte en la hora de los supremos sacrificios. Así, en aquellos momentos de agonía de la nación, cuando las juventudes de entonces se enfrentaban con el sacrificio y vuestros padres ofrecían sus vidas en holocausto de una Patria mejor, la verdad de la España unida y libre, pura, sin mácula ni particularismos, se erguía en su pensamiento y en su corazón como un mandato para las futuras generaciones; pero la verdad, que está frente a la muerte, se aleja frecuentemente de la retaguardia, y mientras aquellos tercios, banderas y batallones luchaban en los frentes y la generosidad de la mujer española y de las madres los seguían con sus anhelos y oraciones, germinaba en la retaguardia la semilla de los politicastros, de aquellos que quisieron aprovechar la sangre y la victoria para hacer renacer el espíritu de los partidos, de las diferenciaciones; y contra todo eso se cerró en aquel 19 de abril: que si la victoria necesitaba alas, necesitaba tanto o más de la unidad; y para ello nació la Unificación, que habían venido a pedir al palacio de Salamanca los viejos carlistas de la región Navarra, representa, dos por sus comisarios de guerra, y las Falanges de Castilla y de Andalucía, por boca de sus antiguos consejeros; unificación que pedían los generales, los soldados, las fuerzas vivas de toda la nación y que anhelaban la entrada de la propia España, cansada de partidos y de granjerías.

¿Qué hubiera sido de nuestra victoria sin la unificación, sin unidad? Precisamente en la historia de España, vencimiento y decadencia están intimamente unidos a la división, a esa puerta que se abre a la traición, a aceptar las consignas extranjeras con su ideal de hacer verter nuestra propia sangre, de hermanos contra hermanos. Esta fué la realidad de entonces y ésta es la grandeza de esta fecha; que si para muchos pasa inadvertida, tiene un valor y una trascendencia en la historia y en los hechos de nuestra Patria.

Vosotros mismos sois testigos presénciales y conscientes del valor de esta unidad. Nuestra victoria hizo que al término de nuestra guerra, los países se empujasen unos a otros en una regata de velocidad para pedir la conformidad de España, para restablecer la normalidad de nuestras relaciones con los otros pueblos. Aunque de algunos hubiéramos de exigir satisfacciones honradas y naturales, como las del convenio Jordana-Bernard. en que, reconociéndose nuestros derechos, se daba satisfacción a la justicia de nuestra causa. Se buscaba entonces a la nación resurgida, que había demostrado su voluntad de ser y que en el equilibrio de Europa contaba con amigos y potencia. Pero ¡cómo se tornó todo a los pocos años! Entonces, pese a nuestra nobleza, a nuestra neutralidad y a nuestra hombría de bien, de no haber querido bailar en la barriga de ningún vencido, a lo que se nos invitaba -porque tuvimos esa nobleza-; a pesar de todo ello, los tradicionales enemigos de nuestra grandeza fraguaron la conjura contra nuestra nación, conjura desconocida en la historia de las relaciones de los pueblos y tan importante que no lo hubiera podido resistir ni ningún régimen ni ningún sistema de los que en España han sido.

Y sobre aquélla conjura triunfamos por la unidad, por la unificación, porque los politicastros no podían coger en sus manos las banderas extrañas y de la
traición, porque estaba ya enraizada la unidad en la juventud y porque teníamos en todos los lugares y en todas las tierras de España, vigilante, una juventud unificada como vosotros, como vuestros padres y como aquellos que en todos los lugares de España, tanto en el Norte como en el Sur, en Navarra como en Extremadura, en Andalucía, Galicia o Castilla, estaban dispuestos a cerrarles el paso a la antiespaña y a defender esta unidad no solamente por ser indispensable para que la vida de España discurra por su destino histórico, sino porque cuando el enemigo acecha para barrer el Occidente -y como dice muy bien Elola, hoy mismo el Padre Santo lanza su voz angustiada contra esas teorías modernas que, destruyendo a la juventud, entregan las patrias-, nosotros, seguros, le ofrecemos la fortaleza de nuestra juventud con sus tesoros espirituales, con su unidad entre los hombres y las tierras de España, entre las clases todas de la nación, bajo un signo político que no abre las puertas a estas teorías destructoras y ateas que asuelan los hogares y torciendo a la juventud cierran el camino trascendente, que es el camino hacia Dios, que no nos abandona en nuestra empresa.

¡Arriba España!»


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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