ASESINATO de JOSÉ CALVO SOTELO

 


De lo ocurrido en el hogar del diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta, que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír a su madre y a los restantes moradores del piso.


Quedó la casa en silencio hasta las dos y media aproximadamente, hora en la que el timbre de la puerta principal (la de servicio no se usó para nada) empezó a sonar fuerte y apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a Margarita, su compañera (todas eran muy jóvenes).

«Están llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a estas horas? -Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.»

Se vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo (nadie recuerda exactamente, por cierto, de cuantos vivíamos en la casa, si la puerta principal tenía mirilla o no, aunque todos suponemos que sí la tenía; en todo caso, aquella noche no se usó). Como los golpes arreciaban, las muchachas preguntaron desde detrás de la puerta:

«¿Quién es, quién llama así?»

Contestaron:

«Abran a la Policía» (algunos creen que dijeron: «abran a la autoridad», pero este término no es seguro);

«venimos a hacer un registro».

Martina, más asustada aún, dijo:

«Yo no abro»,

a lo que ellos respondieron, siempre a través de la puerta:

«Traemos orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta abajo.»

«Un momento, por favor», dijeron las muchachas, ya aterrorizadas.

Y se fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que pasaba. Éste, saltó de la cama, se puso el batín y se dirigió a uno de los balcones que daban a la calle de Velázquez. Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias, que estaban normalmente en el portal:

«¿Son policías de verdad los que están llamando al piso?»

«Sí, D. José -le contestaron- es la Policía.»

Efectivamente, delante de la casa había una camioneta descubierta de Guardias de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y la abrió. Entraron unos 10 o 12 hombres (abajo había muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás, de uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las puertas o sitios más estratégicos y siguiendo y vigilando a todas las personas que iban apareciendo (mi madre y todo el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos durmiendo los cuatro hijos).

La actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con mi padre, puede calificarse con dos palabras: inflexibles, pero comedidos (no les interesaba irritar demasiado a la víctima, más bien, inspirarle confianza, para llevárselo cuanto antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que caracterizó su actuación y percibió perfectamente mi madre y los que lo presenciaron, fue una ironía despectiva, un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre. Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.

Nada más abrirles, mi padre les preguntó:

«Vamos a ver, ¿qué desean Uds.?»

-«Traemos orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un registro.»

-«¿A estas horas y de tan extraña manera?»

-«Ésa es la orden que nos han dado.»
         

Los que hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno era el capitán Condés, de la Guardia Civil y el otro el teniente Moreno, de Asalto. También de Asalto, estaban el teniente Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban todos armados, con metralletas y pistolas.

Mi padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi madre, que ya se había levantado:

 «Enriqueta, no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un registro.»

Y añadió:

«¡Pobre mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de todo.»

Varios guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían ni un minuto de vista, lo mismo que a los restantes miembros de la casa, a los cuales no permitirían hacer ni un movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden de mi padre.

Comenzaron el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron en varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas, etc. En el despacho de mi padre, sobre su mesa, estuvo siempre una pequeña bandera española, sujeta a un pedestal o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y presidió continuamente, fuera y dentro de España, sus trabajos, sus afanes y sus desvelos. En cuanto la vieron, la cogieron, con mal contenida saña y arrancando la tela de su soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo; el otro, que estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero colocaron un guardia al lado, que no permitió, en ningún momento, que nadie se acercase ni lo tocara.

Al cabo de unos minutos de simulado registro, el Capitán Condés, se dirigió a mi padre:

«Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.»

En realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que podían actuar impunemente. Y añadió:

«Lo siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de Seguridad de llevarle a Vd. detenido.»

El estupor de mi padre subió de punto.

«¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!»

Protestó con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que suponía medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés, como Moreno y acompañantes, insistieron inflexiblemente en su orden de detención.

«Permítanme, al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad, para hablar con el Director.»

Se lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya de la habitación en la que estaba con mi madre. En la puerta se pusieron dos guardias con metralletas. Mi madre interrogaba, angustiada y confusa:

«Pero, porqué hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener en esta forma a un Diputado de la Nación?»

-«Naturalmente que no»-

y dirigiéndose a los guardias, insistió:

«Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»-

Condés replicó:

«Tenemos orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la Dirección General de Seguridad»

-«Entonces vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza- que me dejen telefonear a la Dirección General de Seguridad, para confirmar por mí mismo, esa orden.»

y pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía telefónica. Cuando el chico iba a dársela, el Capitán Condés se la quitó de las manos.

«¿Pero es que no van a dejarme telefonear?», se exasperó mi padre.

«No es necesario -contestó Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con nosotros y allí le darán todas las explicaciones que quiera.»

Mi padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma, respondió fría pero decididamente:

«En esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo necesito alguna prueba o justificación, de acuerdo con la ley, del servicio que dicen les ha sido encomendado ¿Qué razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un atropello incalificable, que no estoy dispuesto a secundar.»

y como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no dejaron al chico salir de allí.

Sin embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de mi padre, que, temiendo opusiera mayor resistencia, dispuestos como iban a llevar adelante sus planes hasta el final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés sacó su carnet oficial de teniente de la Guardia Civil, con su foto adherida y todos los requisitos legales y enseñándoselo a mi padre, le dijo amablemente:

«Supongo que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad legítima de nuestra misión.»

De sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había hecho mi padre de la Guardia Civil [...]

Más tarde, al mes justo del asesinato de mi padre, Condés moría -muerte excesivamente digna para sus merecimientos- en el frente rojo de Somosierra, y la prensa de esa zona lo comentó con la siguiente frase: «Ha muerto heroicamente en el frente el capitán Condés, que, recientemente, había prestado un gran servicio a la República.» Huelga decir que el «gran servicio» se refería al asesinato de mi padre.

Vuelvo a coger el hilo del relato, para decir que la exhibición de su carnet de Guardia Civil tranquilizó un poco a mi padre e hizo exclamar a mi madre, juntando las manos:

«¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil!»,

frase que produjo una sonrisita irónica en Condés y la consiguiente reacción de mi padre:

 «Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no respondo.»

De todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de telefonear a la Dirección General de Seguridad, porque todo aquello le seguía pareciendo muy extraño y solamente, cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal de teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron rotundamente a cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les estaba comprometiendo por su tardanza en cumplir el servicio encomendado; mi padre pareció ceder y se dispuso a someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi madre:

 «Prepárame un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan detenido.»

Mi madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente:

«¡No te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»

(¿Fue ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi padre lo presentía con la misma evidencia que ella; lo que ocurrió es que, al verse absolutamente bloqueado, invadida la casa y la calle de gente armada, sin posibilidad de pedir auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin arriesgarse a que le mataran allí mismo, delante de su mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a alguno de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después de consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de mi padre, muy reveladoras al respecto y posteriores amenazas a su propia familia).

Cuando mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.

«¿Pero es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No comprenden que mi mujer tiene que ir a buscarlo?»

La dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió en el maletín unas prendas de ropa, unas cuartillas y una estilográfica

-«¡No te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía incansable.

Pero era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía maquinalmente cuanto le mandaba hacer.

«Como Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir del cuarto, para que pueda hacerlo con mayor libertad.»

Condés y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi padre sobremanera

- «Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto», dijo Condés,

«esto es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo? ¿No ven que de aquí no puedo escaparme?», les enseñó el cuarto de baño: «les doy mi palabra de caballero de que no me pienso mover; pero no tienen derecho a imponerme este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido a mi esposa».

Nadie se movió, ni Condés ni los dos guardias.

«Al menos -rogó, dominando apenas su enfado-, que se quede únicamente el teniente de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.»

Permanecieron inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de su indignación.

«Es un vejamen y un abuso, que haré constar», dijo.

Se vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía su jaculatoria suplicante:

«¡No te vayas, no te vayas, Pepe!»

«Calla, Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.»

Condés intervino al fin:

«Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos, estará Vd. delante del Director General de Seguridad.»

Salieron todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía por momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de voluntad férrea. No quería que se tomase como pretexto el más pequeño agravio a la autoridad.

Entró en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un beso a cada uno; no se despertaron. Los guardias le seguían cosidos a sus talones. Entró luego en la habitación de mi hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo, con la pesadez de la fiebre, tampoco me desperté. Besó también a mi hermana y ésta sí se despertó. Vio a papá vestido para salir y a dos guardias en la puerta.

«¿Adónde vas, papá?», preguntó sobresaltada

y él contestó:

«No te asustes; es que me llevan detenido.» Y salió.

Mi hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y se puso una bata y salió de la habitación, ya se habían ido todos del piso. Corrió a un balcón y lo abrió para mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa, como han dicho algunos).

Al salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la puerta, seguido por todos. Iba ya rápidamente, deseando poner fin a una situación equívoca, difícil e insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la institutriz francesa y ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún pudo murmurar, palpitante:

«¿Cuándo sabré de ti ?»

y la desconcertante respuesta de mi padre:

«Dentro de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de Seguridad -y haciendo una pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió: si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.»

Mi madre se mantuvo en pie a duras penas (ella nunca se desmayó; fue la mujer fuerte del Evangelio). Pero recordó toda su vida que, al decir mi padre esas palabras, las últimas, todos los allí presentes hicieron un gesto, cambiaron de actitud o de postura, como sorprendidos infraganti. Es algo que quedó registrado en la memoria de mi madre, como en una computadora.

Después, mi padre empezó a bajar la escalera. A su lado iba René Peros, la institutriz francesa, que le llevaba el maletín. En francés, le iba diciendo mi padre, que avisaran de lo sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya edad le inquietaba. Un guardia le interrumpió:

«Hable Vd. en español.»

Y él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:

«Hablo como me da la gana.»

Han llegado al portal. Francisco, el botones, ha bajado también detrás. Hay un gran despliegue de fuerzas y guardias en la calle de Velázquez y en las calles ad- yacentes. Ni un alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto n.º 17. Le invitan a subir. René le da su maletín.

«Adiós, señor», dice Francisco.


 De lo ocurrido a partir del momento en que Calvo Sotelo entró en la camioneta tenemos el relato de un testigo presencial, el guardia de Asalto Aniceto Castro, que se sentó al lado del detenido:


En el banco delantero se sentaron el chofer, el Capitán Condés y José del Rey; en el segundo, algunos paisanos y guardias; en el tercero, que era de espaldas a la dirección, no iba nadie; en el cuarto, el declarante, el Sr. Calvo Sotelo y el guardia del Escuadrón de Seguridad, y, en el quinto, «el pistolero» [Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la camioneta calle de Velázquez abajo, y a los pocos momentos de emprender la marcha, cree fue al llegar al cruce con la calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio que el Sr. Calvo Sotelo caía hacia la derecha y «el pistolero» esgrimía detrás de él una pistola con la que, indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al instante, vio cómo «el pistolero» hizo un segundo disparo sobre la cabeza del Sr. Calvo Sotelo, cuando ya este estaba cabeza abajo. Entonces el guardia del Escuadrón se pasó al asiento de atrás. «El pistolero», exclamó:

«Ya cayó uno de los de Castillo»,

y al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas y sonrisas de inteligencia.

Al llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les detuvo otra camioneta de Asalto allí apostada, al mando del Teniente Barbeta. Les dejó pasar y siguieron en la camioneta 17 hasta el Cementerio del Este, al llegar al cual el Capitán Condés, José del Rey y algunos otros se apearon, y, tras de hablar breves palabras con dos guardas del Cementerio, dieron orden de apear el cadáver, el que extrajeron de la camioneta entre varios y lo dejaron dentro del recinto del Cementerio, bajo los cobertizos, en una acera próxima a la puerta de entrada.

A continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia Pontejos. Por el camino dijo el chofer:

«Supongo que no me delataréis»

y Condés respondió:

«No te preocupes que nada te pasará.»

Cuando pasaban junto a la Plaza de Toros, dijo José del Rey:

«El que diga algo de todo esto se suicida. Lo mataremos como a este perro.» .

Llegado al cuartel de Pontejos, «el pistolero» entró en él, llevando el maletín del Sr. Calvo Sotelo y el comandante Burillo, al verle, le abrazó. Ambos subieron a la Comandancia, juntamente con el Capitán Condés, José del Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos. Algo más tarde vio llegar y subir allí también al Teniente Coronel de Asalto Sánchez Plaza.


 


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