¡VENCISTE,
GALILEO!
Por Juan Manuel de
Prada.
Las palabras que pronunció Juliano el Apóstata antes
de expirar podrían ser el lema que acompañase la agonía de Juan
Pablo II. Escribo estas líneas mientras un silencio huérfano se posa
sobre el mundo, deteniendo los relojes, la órbita de los planetas, el
curso de la sangre en las venas. Es difícil sustraerse al dolor,
mientras la certeza de la muerte del Papa Wojtyla se nos abalanza
encima. Pero ese dolor se amasa de una secreta alegría cuando
recapitulamos los días de un hombre que entendió la existencia
terrenal como un viaje hacia la intimidad con Dios. La enseñanza
acaso más conmovedora de este Papa que ha querido extinguirse con las
sandalias puestas adquiere hoy su vigencia más plena: Juan Pablo II
no se ha limitado a ser un burócrata de Dios encaramado en su trono
de infalibilidad; ha querido mostrarnos que la misión primordial de
un cristiano, de cualquier cristiano, consiste en identificarse con
Cristo, entrañándose en su misterio y padeciendo con Él sus
tribulaciones, calcinándose en la misma hoguera de humanidad que Dios
eligió para hacerse presente entre nosotros. Sin esta identificación
plena con Cristo podremos ser seguidores más o menos escrupulosos de
unos ritos o liturgias, o herederos culturales de su Evangelio, pero
nunca cristianos en el estricto y más puro sentido de la palabra. El
Papa Wojtyla nos ha enseñado el verdadero meollo de una fe que corría
el riesgo de anquilosarse en el cumplimiento de unos preceptos o, por
el contrario, de entregarse a un aggionamento plácido y banal. El
viaje de Wojtyla hacia la intimidad con Dios ha sido una epopeya en
pos de las raíces de la fe, una rebelión contra el miedo y la
complacencia que agarrotan a los cristianos.
Juan Pablo II nos ha descubierto -nos ha recordado, más bien- que no
existe verdadera fe sin un trato personal con aquel Galileo que trajo
al mundo la revolución del amor. A través de una abnegada catequesis
del sufrimiento, a través de una pasión apostólica que ha ido
minando su salud, a través de una nueva mística de la oración, a
través de una renovada exaltación de los sacramentos, Juan Pablo II
ha desbrozado el camino que nos conduce al reencuentro con Dios. Quizá
en nuestra época, rehén del hedonismo, no haya llegado a penetrar la
radical subversión de este mensaje. Cuando, por ejemplo, se dice, con
necedad muy del gusto contemporáneo, que Juan Pablo II ha sido un
Papa «progresista en lo social y conservador en lo moral», no se
entiende que su doctrina no puede enjuiciarse a la luz pobretona de
las ideologías; no se entiende que sus encíclicas y documentos
pastorales -tan poco leídos, por lo demás, por quienes se atreven a
criticarlos-, así como su elección vital, sólo resultan
inteligibles a la luz primigenia del Evangelio. La necesidad de
conversión que Juan Pablo II ha predicado sin desmayo, ese ímpetu de
santidad que ha querido contagiarnos constituye, claro está, un escándalo
para nuestra época, tan dispuesta a entregarse al marasmo de la
facilidad. Este Papa nos ha descubierto -nos ha recordado, más bien-
que el compromiso cristiano es una expedición exigente, dificultosa,
ímproba, en pos del espíritu.
En esta recuperación del espíritu, en este encuentro sin disfraces
con Cristo, con su felicidad y su sufrimiento, se cifra la más
perdurable enseñanza de este Papado, que quizá tarde décadas en ser
cabalmente asimilado. En el milagro del hombre que vuelve a Dios y se
funde con Él, olvidado de conveniencias y temores, decididamente
dispuesto a encontrarlo copiado en el rostro de cada hombre que sufre,
se condensa el legado de un anciano que se desprende de su envoltura
carnal mientras escribo estas líneas.
Un silencio huérfano se posa sobre el mundo, deteniendo los relojes,
la órbita de los planetas y el curso de la sangre en las venas. Desde
los abismos de dolor que hoy nos conturban, podemos exclamar
exultantes: «¡Venciste, Galileo!».
ABC. 02 de Abril de
2.005.-