EL
MATRIMONIO GAY ¿BATALLA INÚTIL?
Por Antonio Montero, Arzobispo
Emérico de Mérida-Badajoz.
Con el veto del Senado a la ley que equipara en nombre y
consideración a las parejas del mismo sexo con el matrimonio de
siempre, se cierra la batería de pronunciamientos, tan ilustres como
adversos, sobre el mismo asunto de las instituciones públicas
cualificadas al respecto, cuales son el Consejo General del Poder
Judicial, el Consejo de Estado y las Reales Academias de Legislación
y Jurisprudencia, y Española de la Lengua; a más de la Conferencia
Episcopal Española, con el respaldo de la Santa Sede, y el Foro de la
Familia, ente civil vertebrador de centenares de asociaciones
familiares e impulsor de la impresionante manifestación del día 18
de junio en Madrid a favor del matrimonio y de la institución
familiar.
¿A qué viene, me dirán, hablar del tema a estas alturas para decir
más de lo mismo? Intentaré que no sea así, aun cuando demostrar lo
evidente requiere siempre un esfuerzo agotador. El proyecto rechazado
vuelve a la Cámara de Diputados para que adopten sus señorías una
de estas tres resoluciones: retirar el proyecto, relegándolo para
mejor ocasión, incorporar al mismo las enmiendas más significativas,
o, simplemente, volver a votarlo tal y como está (excusen mi
imprecisión jurídica de profano), con lo que adquirirá de inmediato
rango y fuerza de Ley.
Hay que advertir, sin embargo, que no todas las reservas
presentadas lo son a la totalidad ni coincidentes entre sí, aunque sí
que se da un consenso básico en reconocer a estas parejas los
derechos y beneficios legales que vienen aplicándose a otras uniones
heterosexuales de corte parecido, con tal que se evite a toda costa
dar a las del mismo sexo el nombre de matrimonio, que sería en su
caso inapropiado y perturbador. Los mentados críticos aducen también,
unos u otros, serias reservas a la adopción de niños por la pareja
homosexual, como se autoriza también en el articulado.
Las declaraciones episcopales, que son obviamente las que mejor
conozco, además de rogar respetuosamente la retirada del proyecto de
ley, presentan el matrimonio común y de siempre, sin restringirlo
ahora a su modelo sacramental, como la unión amorosa y permanente de
un varón y una mujer, abiertos a la procreación, crianza y educación
de la prole, constituyendo así una familia de sangre y célula de la
sociedad humana. En cuanto a la adopción de niños por parejas del
mismo sexo, aunque lo hagan, como es presumible, con amor y
competencia, y aseguren algunos expertos que eso no conlleva
consecuencias negativas, consideramos, no obstante esa adopción como
arriesgada y no recomendable, mirando siempre a unos niños que, a la
peculiaridad de haber perdido a sus padres naturales, se les suma, sin
poder ellos pronunciarse, otra situación ciertamente problemática en
lo personal y en lo social.
Volviendo al Congreso, está todavía dentro de lo posible, aunque no
del cálculo de probabilidades, que una proporción discreta de los
legisladores, pero suficiente para modificar la mayoría
parlamentaria, optaran por el voto en contra, la abstención o la no
asistencia, motivados personalmente por razones de conciencia. No sería,
desde luego, antidemocrático, sino todo lo contrario, que en
ocasiones como ésta, en las que se hurgan las raíces de la
antropología y el humanismo, los partidos políticos dispensaran de
la disciplina de voto para que cada diputado obrase con plena
libertad. No prolifera mucho aquí, que yo sepa, esa costumbre, por lo
que cada parlamentario se ve forzado a adoptar por sí mismo una
decisión de gran fortaleza moral, rayana a veces en el heroísmo, que
es de su exclusiva responsabilidad, digna también del mayor respeto.
Parece pues que, hoy por hoy, resulta ya prácticamente
inexorable que se corrijan en el Código civil el significado y la
realidad de la palabra matrimonio, con la que habrá de designarse a
los ocho millones y medio de parejas casadas, registradas actualmente
en España, y a las que contraigan en adelante su compromiso conyugal.
¿Cómo puede afirmarse que este paso legislativo sólo supone un
ensanche de derechos para un grupo minoritario, las diez mil parejas
del mismo sexo que, según algunos cálculos, podrían acogerse al
nuevo estatus sin causar perjuicio a la abrumadora mayoría restante?
El problema, por supuesto, no es una batalla de estadísticas, que se
prestan siempre a lecturas subjetivas y contradictoras y que, en todo
caso, reducen el asunto a términos cuantitativos sin entrar en un
meollo de mayor calado.
Estamos pisando aquí un territorio confuso y resbaladizo en el que
importa sobremanera saber lo que se dice y decir lo que se sabe.
Matrimonio viene de madre, y la palabra, con su significado y
resonancias interiores, roza las fibras más sensibles y sagradas del
corazón humano. Si no hubieran existido o dejaran de existir las
parejas reproductoras, la Humanidad daría al traste con todo lo que
es y significa nuestra especie en el planeta Tierra. Se han revestido
siempre por eso la boda y el matrimonio, prácticamente en todas las
culturas y religiones, de un halo sagrado y, en nuestro caso, una
consideración de la familia como santuario de altos sentimientos y
valores con rango de Iglesia doméstica. Mentarnos a la madre es lo más
doloroso y ofensivo que se nos puede infligir. «No es igual» reza el
lema de una campaña actual sobre estas dos realidades entrañables,
acreedoras al respecto y a la comprensión de todos. Estoy convencido,
incluso, de que muchas personas que se inscriben en otra tendencia,
como hijos que son ellos y ellas de unos padres heterosexuales, y
hermanos de sangre de los otros hijos, no ven tan clara esa nivelación.
No es de ellos en todo caso de quienes procede la homologación legal,
para arreglar en falso, según pensamos muchos, el problema humano de
una minoría respetable, que además ha sido objeto de menosprecios
injustos durante mucho tiempo, que les produjeron grandes
sufrimientos, por los que debemos presentar excusas, aunque semejante
actitud obedeciera a la ignorancia más que a la malicia. En todo
caso, es éticamente obligado resarcirlos, pero no por la vía de
estropear, y no sólo semánticamente, el matrimonio de todos. Decir
que la unión homosexual es lo mismo que el casamiento matrimonial es
a todas luces, si no nos falla don Perogrullo, lo mismo que afirmar
que todos los matrimonios son la misma cosa que las parejas
homosexuales. Creo que no hay que pedirle tanto a una mayoría
silenciosa, que no es homófoba y que se alegra hoy, en nuestra
sociedad democrática, de todas las reivindicaciones legítimas.
Nos es muy doloroso también a los pastores y fieles de la
Iglesia que se nos convierta en malos de la película en un pleito tan
escabroso. No es verdad que nos situemos a la contra del colectivo
homosexual. Ellos saben que tienen sitio en la Iglesia como miembros
de la comunidad cristiana, en la que muchos de ellos viven y
despliegan su fe y a la que pueden aportar sus dones personales,
dentro, como todos los demás, de la ley divina y del espíritu evangélico.
Aceptando la luz y la cruz que conlleva siempre el seguimiento de
Cristo, pero también el perdón, la comprensión y la alegría que
derivan continuamente de la misericordia de Dios. Pero las salidas
falsas a un problema como el que nos ocupa no son las más adecuadas.
En cambio, lo será siempre el lema paulino de «realizar la verdad en
el amor». Es lo que he intentado en las líneas que anteceden, y pido
excusas si no lo he conseguido.
ABC.
30 de Junio de 2.005.-