Por José Javier Esparza. La Gaceta, 14 de noviembre de 2010.
La izquierda afronta la cuestión de la sexualidad mezclando
falsedades y mitos ideológicos
Unas lamentables afirmaciones de Fernando Sánchez Dragó –todo eso de
su flirt sexual con niñas japonesas de 13 años- han desencadenado
una formidable polvareda. Como no podía ser de otro modo, la
izquierda político-mediático-sindical se ha lanzado a la yugular del
escritor, culpable por otra parte de simpatizar con el PP, y ha
pedido su expulsión de la ciudad. Pero si usted ha conseguido
mantener la cabeza tranquila por encima de la refriega, tal vez haya
hecho una reflexión: porque, en efecto, éstos que ahora piden la
cabeza de Dragó por sus efusiones pedófilas ¿no son los mismos que
imponen la educación sexual obligatoria desde la primera infancia?,
¿no son los mismos que mantienen la edad de consentimiento sexual en
los 13 años?, ¿no son los mismos que llevan tres decenios intentando
sexualizar a todo trance a los menores de edad? Parece que aquí hay
mucha hipocresía, ¿no?
El dogma progre
No olvidemos lo fundamental: el dogma que el desorden establecido
sigue siendo el que nació en los años sesenta, en la estela de la
revolución sexual. Ese dogma dice así: la sexualidad es una función
natural que aparece de manera espontánea, hay que dejar que se
desarrolle libremente en el niño, sin normas coercitivas, e incluso
conviene potenciarla porque es un instrumento de emancipación del
sujeto. Ante esa radiante fuerza emancipatoria, cosas como la
familia o la moral no son más que siniestros obstáculos represivos
que hay que eliminar. Por eso, hoy, el desorden establecido
adoctrina a los niños en su propia versión ideológica de la
educación sexual, dispensa de manera universal y gratuita las
píldoras abortivas y permite a las adolescentes de 16 años abortar
sin conocimiento paterno. Por eso, también, en España la edad mínima
de consentimiento para mantener relaciones sexuales está en los 13
años, la más baja de Europa y una de las más bajas del mundo. Por
cierto: el objetivo inicial del PSOE –corría 1995- era situar esa
edad mínima en los 12 años.
Estamos ante una cuestión filosófica de primer orden y conviene
explicar de dónde viene todo esto. Es muy importante recordar que
ese mito de la “libre espontaneidad sexual” de los niños descansa
sobre una estafa: la de la antropóloga Margaret Mead. Esta señora
era una norteamericana que allá por los años treinta del siglo
pasado trató de convencer al mundo de que la forma natural de vivir
la sexualidad, en civilizaciones vírgenes y no corrompidas por el
cristianismo, era la pura espontaneidad, la libertad sin trabas.
Para ello se instaló en una tribu de Samoa y se dedicó a recoger los
testimonios de una serie de mujeres. De ese trabajo de campo
salieron dos libros que en su día fueron muy importantes:
Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928) y Sexo y temperamento
en tres sociedades primitivas (1935). Sus conclusiones causaron
conmoción: todas nuestras ideas tradicionales sobre la conducta
sexual –la continencia, la virginidad, etc.- eran puro artificio,
obra de la represión; por el contrario, las culturas primitivas como
la samoana, que conservan intacto el sentido natural del sexo, son
un paraíso de libertad sin traumas donde, además, no hay diferencias
de jerarquía entre hombres y mujeres. El discurso progresista de la
posguerra encontrará aquí, en los trabajos de Mead, una de sus
principales fundamentaciones científicas.
La gran estafa
¿Dónde estaba el problema? En que todo era mentira. En los años
sesenta, el antropólogo neozelandés Derek Freeman viajó a Samoa, se
instaló entre las mismas tribus que Mead había estudiado y descubrió
que las teorías de esta señora no tenían nada que ver con la
realidad. Para empezar, Mead apenas había estado nueve meses, en
Samoa y no hablaba los dialectos locales, de manera que todas sus
conversaciones fueron con intérprete. Por el contrario, Freeman
estuvo cuatro años entre los samoanos y dominaba su idioma. Sus
hallazgos en exactamente opuestos a los de Mead: lejos de ser u
paraíso de sexualidad sin trabas, la vida tribal de los samoanos
estaba plagada de violencia, incluida la violencia sexual. Más aún:
varias de las mujeres entrevistadas en su día por Mead confesaban
ahora a Freeman que habían mentido a la norteamericana. Conclusión:
Margaret Mead había visto lo que quería ver, no la realidad. Y la
realidad era esta otra: el buen salvaje no existe, no hay sexualidad
natural, y las reglas sobre los comportamientos sexuales no son
fruto de ninguna malvada represión.
Los partidarios de las teorías de Margaret Mead contraatacaron con
distintas críticas, sobre todo de tipo metodológico, pero no
lograron rebatir la fundamental afirmación de Freeman, a saber: que
Mead se había inventado la mayor parte de sus supuestos hallazgos.
Freeman concluyó su trabajo en 1971. El control ideológico de la
izquierda era tan férreo que nadie se atrevió a publicarlo hasta
1983.
Se tituló Margaret Mead and Samoa: The Making and Unmmakingofann
Anthropological Myth.
Por supuesto, en España, donde siguen circulando los libros de
Mead, jamás se ha editado a Derek Freemman.
Cuando constatamos la obsesión del desorden establecido por
sexualizar a la infancia, con esas nuevas asignaturas obligatorias
sobre educación sexual o con la dispensa universal y gratuita de
píldoras abortivas, conviene recordar que todo eso obedece a una
ideología preestablecida; que esa ideología bebe en fuentes como
Margaret Mead, y que la investigación ha demostrado que esas fuentes
venían adulteradas desde su mismo origen.
Por cierto: desde hace mucho tiempo, varios organismos
internacionales están recomendando a España que eleve la edad mínima
de consentimiento sexual, porque eso de los 13 años es un exceso
notorio. Incluso hay una moción aprobada por el Congreso para que
ese umbral se eleve a los 15 años. Sin embargo, nadie en el Gobierno
parece dispuesto a hacerlo. ¿Por qué?
Una nota más sobre pederastia, progresismo e hipocresía: hace
algunos meses, Ignacio Peyró escribió en Alba un texto muy
interesante, “Un cuento de izquierdas”, donde explicaba cómo la
normalización de la pederastia fue un objetivo de la izquierda
cultural desde los años sesenta. Pero sobre este punto, con su
permiso, hablaremos la semana que viene.