Vizcaíno

Jorge Berlanga

    Me sacó de la Pila bautismal y yo creo que su rostro debe de ser uno de mis más tempranos recuerdos, por su nariz aguileña olfateando humores, sus ojos líquidos con una constante mirada de guasa y su bigotillo de señorito de provincias cerrando España. Aquel primer bautismo se volvería a remojar a lo largo del tiempo en bares elegantes donde nos topábamos, ejerciendo él su habitual alarde de ingenio, su habilidad para el chiste espontáneo y los juegos de palabras. Con la facilidad de la elocuencia entrenada en mil pleitos que lo habían convertido en un experto en paradojas, maestro en las hojas desdobladas del revés del derecho. Galanteaba a las damas con requiebros de caballero burlador, que hasta podía parecer anacrónico si no fuera por su aguda maña para entender y sacar punta a la realidad absurda. Su ironía le liberaba instintivamente de las ideas encorsetadas.
   La imagen de Vizcaíno como recalcitante defensor del franquismo, que él mismo cultivó y le proporcionó una importante popularidad como novelista, no dejaba de ser una muestra de su afición para empatar al pensamiento dominante, conjugada con un talento para manejar las fórmulas de la nostalgia. Disfrutaba con el papel de mosca cojonera, clavándole banderillas rojigualdas en el morrillo a la sensiblidad fácilmente irritable de una amortillada progresía doliente en símbolos, pero no dejaba de ser un picante librepensador forjado en la amistad y la escuela de humorista como Jardiel, Mihura, Meville o Mingote, con los que tantas peripecias compartió en un Madrid en el que los barrenderos recogían por la madrugada relucientes polvaredas de brillantes ocurrencias. Tenía la escritura y el verbo fácil, gozaba de una retórica faceciosa que lucía en los juzgados igual que en los ambientes bohemios. Abogado de artistas, autor del primer diccionario del cine español, hacía gala también de conocimientos enciclopédicos de la cultura popular, con una memoria prodigiosa que le permitía recitar de corrido alineaciones de antiguos equipos de fútbol, cantar coplas, recitar de corrido diálogos teatrales o revivir con precisión anécdotas históricas. Perdemos con él una personalidad singular, inclasificable y prolífica, en un tiempo en el que nos vamos quedando cada vez más huérfanos de ingenios.

La Razón. 4 de Noviembre de 2.003

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