Atascos en los accesos y en
la carretera del Valle de los Caídos. El Gobierno,
obligado por miles de fieles que han desafiado a la
lluvia y a las bajas temperaturas, ha reabierto las
puertas para que se pueda celebrar la misa del domingo.
Lo último que
pretendía el Gobierno cuando la semana pasada dio órdenes a
los agentes de la Guardia Civil de impedir el acceso
al Valle de los Caídos era que, siete días después,
se llenase de fieles. Pero así ha sido. La Misa del 14 de
noviembre de 2010, programada para las 11 de la mañana,
figura ya entre una de las más concurridas
en el más de medio siglo de historia de la abadía de la
Santa Cruz.
Las
estimaciones que han ofrecido los monjes son de unos
2.000 automóviles los que han franqueado la entrada
principal del recinto. A cuatro ocupantes por vehículo
tendríamos una asistencia total de unas 8.000
personas, a tres ocupantes de unos 6.000. En torno
a esta última cifra debe rondar el número final de
asistentes que, en una mañana fría y
lluviosa, se han acercado hasta el Valle de los
Caídos para oír Misa de boca de los monjes benedictinos del
lugar y de su dotadísimo coro infantil.
No se
recordaban colas de este tipo desde hace mucho tiempo. Una
hora antes, a eso de las diez, el acceso a la
carretera de El Escorial desde la A-6 ya estaba colapsado.
En la puerta principal del Valle un dispositivo policial
parecido al que hay a la entrada de los partidos de fútbol.
Agentes y más agentes de tráfico con la imposible
tarea de evitar que la carretera se bloquease por
completo. A las 10:30, la afluencia era tal que se han visto
obligados a abrir la puerta central,
reservada para autobuses.
Control
de banderas y atasco
Pero antes de
penetrar en el complejo un control de banderas.
Varios agentes de la Benémérita parando a todos los
automóviles para revisar personalmente el maletero. "Ni
que fuésemos contrabandistas" se queja un conductor
que viene desde Valladolid en un monovolumen con toda la
familia, bebé incluido. Los agentes de la Guardia Civil,
resignados, informan a los conductores de que se limitan a
cumplir la Ley de Memoria Histórica, en
virtud de la cual no está permitido entrar con banderas ni
simbología política dentro del Valle de los Caídos.
La escena
recuerda a los controles de pasaportes que se hacían en las
fronteras antiguamente. El conductor habla con el agente,
desciende del vehículo, abre el maletero, el agente levanta
el cochecito del niño, comprueba personalmente que
no hay nada "ilegal" y franquea el paso. Todo
bajo la lluvia a unos 7 grados de temperatura
y rodeados por un gentío poco habitual los domingos por la
mañana en este cruce.
Una vez dentro
del recinto la primera sorpresa: el atasco es tan
monumental como la Cruz que corona el valle.
Estamos a 50 kilómetros de Madrid. Quién lo diría. La
fila de coches parece no tener ni principio ni final
en la serpenteante carretera que sube hasta la basílica y la
cruz de los caídos. A ambos lados el bosque de pinos de alta
montaña, el suelo tapizado de helechos y una bruma
espesa que no deja ver más allá de 10 ó 12 metros.
Carretera arriba la situación empeora, los conductores
empiezan a dejar el coche en los lados de la vía mientras
agentes de la Guardia Civil avisan que los aparcamientos
están completamente llenos. Los del monasterio, se entiende,
los que hay en la parte frontal permanecen cerrados.
Los fieles, de
todas las edades y condición, descienden de los vehículos
bien abrigados y con su paraguas. Una señora de avanzada
edad sube renqueante la cuesta apoyándose en el bastón,
"mira hijo, esto que nos están haciendo no tiene
nombre, con mi edad tengo que subir hasta la
iglesia en estas condiciones", "¿y ha llegado hasta aquí
arriba andando", interpelo a la señora, "no, mi marido, que
anda mal del corazón, se ha quedado en el coche, pero yo
quiero subir, comulgar y dar testimonio de mi fe",
responde jadeante.
No es para
menos. La cuesta es muy empinada, la altitud supera
ya los 1.300 metros sobre el nivel del mar y hace un frío
húmedo que atraviesa el goretex y se mete en los huesos.
No para de llover, la niebla va a peor haciéndose todavía
más densa. Hemos llegado a la nube con la que Madrid ha
amanecido a modo de capota otoñal. La explanada donde se
encuentra el monasterio es un ir y venir de gente y coches
de la Guardia y Civil subiendo y bajando. Al parecer han
abierto algunos aparcamientos más abajo, pero como no se ve
aboslutamente nada los condutores no se aventuran por el
desvío de la basílica para llegar hasta ellos.
Misa
literalmente cantada
Los monjes
benedictinos, conocedores del masiva afluencia de fieles,
retrasan el comienzo de la Misa.
Al final, cuando
apenas se distingue el altar desde unos pocos metros el
padre Santiago Cantera da comienzo a la
celebración. La voz de los niños de la Escolanía
parte la niebla en dos y retumba por toda la explanada.
La lluvia aprieta. La gente se arracima bajo los pórticos
laterales. Otros, paraguas en mano, asisten de frente
poniéndose como una sopa. Los monjes han instalado un
tejadillo de lona y los escolanes se refugian bajo la
cornisa de la entrada para que no se mojen los cantorales.
Entre los
asistentes reina el optimismo. "Espero que
esto convenza de una vez al Gobierno de que
queremos seguir oyendo Misa en este lugar" dice un hombre de
mediana edad que, según cuenta, viene aquí desde hace muchos
años. "Estas misas son un tesoro artístico,
escucha como cantan esos niños, edifican el alma" remata su
esposa con la cabeza tapada por la capucha del anorak. Los
niños de la Escolanía cantan gregoriano, y
lo hacen todos los días del año. "Esta es la única abadía de
España en la que se canta a diario", asegura un antiguo
alumno de la escolanía, "es una riqueza cultural
apenas conocida, y no te digo ya en España, sino en
el mismo Madrid, que está aquí al lado".
El coro, los
monjes, el órgano, la lluvia, la niebla, el fragor fresco y
húmedo de los bosques que rodean el monasterio; todo
parece puesto ahí por un escenógrafo. El mensaje
que la comunidad benedictina quiere transmitir es simple: el
valle de los caídos es, aparte de un monumento con
significado político, una iglesia donde se puede ir
a orar y a oir Misa todos los días del año. Y
fieles, por lo que se ve, no faltan. Para juntar a tanta
gente en un lugar tan apartado y de difícil acceso un día
como hoy es necesaria una motivación muy poderosa. Las cinco
o seis mil personas que han desafiado a los elementos esta
mañana de domingo la tienen, "se llama fe"
apostilla un joven "y mueve montañas".
Más fotos de la Santa Misa aquí.
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