Recuerdos de Franco.
Por
José Utrera Molina. Revista Razón Española nº 104.
Había
pensado escribir, a solicitud de la dirección de la revista
Razón Española, un artículo sobre "Franco estadista"
profundizando en los datos objetivos que demuestran claramente que es muy difícil
encontrar a lo largo de la historia de nuestro pueblo la figura de un hombre con
cualidades tan excepcionales para la gobernación del Estado como Francisco
Franco. Siempre he entendido que más que un político, fue el creador de un
Estado con características ciertamente singulares. Pero en la actualidad nos
enfrentamos a un vendaval de falsificaciones y tenemos que hacer frente a un
oleaje rencoroso que pretende cubrir la verdad de unos años cuya fertilidad
histórica es indudable. Es evidente que tratan de envolver a ese tiempo en el
sudario de un vergonzoso olvido, cultivando una sistemática descalificación
mediante una condena tan injusta como ruin que, en último término, es fruto
del torpe desahogo de la ira. Pues bien, ante estas circunstancias, y
comprobando que el blanco de tantas condenas es la figura de Francisco Franco,
al que se pretende despojar de toda su indiscutible categoría histórica
desfigurando su semblanza humana, he creído conveniente referirme a él en su
vertiente más íntima que yo conocí a lo largo de mi vida política.
Siempre he pensado que para analizar un hecho, precisar su valoración e
intentar medir la estatura de una concreta personalidad histórica se hace
necesaria una contemplación sosegada y, a ser posible, dual y bifronte.
En primer término, aquella que se produce en función de la cercanía y nos
permite extraer del jugo de la anécdota una visión más comprensible, llena de
palpitación humana, rica en matices y por tanto más prácticamente reveladora
de los rasgos de un carácter. Esto es lo que pretendo, apartando ocasionalmente
la sustancia íntima de otra jerarquía de conocimiento.
Frecuentemente, la confusión entre anécdota y categoría suele entrañar
serios peligros, entre ellos el de confundir lo grande con lo pequeño, lo
contingente con lo esencial, y elevar a un orden de conclusión definitiva el íntimo
calor que suscita lo inmediato. Pero, no obstante, cuando a través de la luz de
la memoria -donde se funden los recuerdos- contemplamos anécdotas adecuadamente
hilvanadas, ya podemos aproximarnos con mejor conciencia al campo de la categoría,
ya podemos ilustrarla e iluminarla para que aparezca, libre de espacio y de
tiempo y alejada por tanto de la servidumbre de la corrupción y del capricho.
Ver de cerca a Franco a través de la anécdota que en sí representa una
categoría trascendente es mi propósito. No desearía dar un tono de excesiva
solemnidad a cuanto escribo. Sería lamentable incurrir en la presunción de
mostrarme como alguien singularmente importante que estuvo muy cerca de Franco y
gozó de su prolongada confianza e intimidad. Nada más lejos de la verdad y más
distante de mi ánimo. Es cierto, sin embargo, que en las ocasiones que tuve la
fortuna de estar próximo a él, le observé con detenimiento y avidez, le
escuché con suma atención, tomando nota de inmediato de todo lo que oía. No
quería que ninguna de sus palabras se perdieran en el aire, porque cada una de
ellas era para mí una sugestión, y confieso que le contemplé consciente de
estar en presencia de un hombre cuya excepcional relevancia histórica era
indudable. Tampoco me fue posible prescindir de un sentimiento de emoción y
respeto. Debo afirmar que, desde el primer momento, me di cuenta de que Franco
era todo lo contrario a un iceberg y que tenía un mundo interior emocional y
rico. No me pareció, pues, estar en presencia de un alma oscura e impenetrable.
He de escribir también que tropiezo con la dificultad de sustraerme a cierto
intimismo, bien alejado, por cierto, de cualquier género de ridícula
autoestima o de envanecido yoísmo. Debo declarar que mi propia biografía, ni
siquiera yo podría entenderla fuera de mis fervores, de mis fidelidades y mis
esperanzas: es decir, distante del contexto del régimen que serví desde muy
temprana edad sin que incurra ahora en el olvido o en el arrepentimiento. Sobre
todo cuando compruebo que las arenas de mi reloj empiezan a precipitarse
demasiado deprisa, que mi juventud está ya muy lejana y que la vida es
demasiado corta para llenarla de la cobardía de la mentira o de la vileza que
supone cambiar, por conveniencia o por miedo, nada más ni nada menos que de
credo y de bandera.
Pretendo, repasando mi cuaderno de notas, aportar algunos datos válidos para un
mejor conocimiento de la figura de Franco. Abrir, en definitiva, una pequeña
brecha en la muralla levantada por los falsificadores de nuestra verdad histórica
y hacerlo ahora para cumplir, al menos, con la estética de la dignidad -hoy tan
olvidada- en este tiempo no ciertamente afortunado, donde lo asombroso no es cómo
se escribe la historia sino con qué sorprendente cinismo se desfigura, se
manipula y se borra.
Mi primer contacto con Franco tuvo lugar hace justamente 46 años, para ser más
preciso, concretamente en abril de 1954. En aquella ocasión el Caudillo se
desplazó a Málaga en compañía del Ministro Secretario General del
Movimiento, José Luis de Arrese. En el estadio de la Rosaleda se celebró una
multitudinaria concentración de más de 20.000 afiliados al Movimiento.
Recuerdo que antes de situarse en la tribuna, en mi condición de Subjefe
Provincial y como Jefe responsable de la concentración, di la novedad a Franco
de los hombres que allí se encontraban reunidos.
Mientras tanto, se oían insistentemente, y cada vez con mayor resonancia, voces
de "¡Franco, Falange!". El Caudillo se detuvo a escucharlas y dirigiéndose
a mí, me dijo: "Este grito, políticamente, es inconveniente. Es un grito
partidista. La Falange tiene que ser una voz que integre y no un grito que
divida, nada que signifique exclusión. España -añadió- y sólo España ha de
ser nuestra aspiración y nuestro grito". Advertí por vez primera el
fuerte contraste entre el tono delgado de su voz y el acento de una resuelta
energía. He de confesar que, en principio, aquellas palabras me sorprendieron y
que sentí un momentáneo malestar que en cierto modo sofocaba mi juvenil
entusiasmo. Después y durante mucho tiempo medité sobre el alcance de aquellas
palabras de Franco pronunciadas de forma muy escueta, y llegué a la conclusión
de que habían constituido todo un cuerpo de doctrina, una síntesis de sus
ideas sobre la articulación del Estado, que era algo con sabia moral suficiente
para ennoblecer la obediencia y, por supuesto, nunca una super estructura monolítica
y excluyente que debiera estar subordinada a un grupo o a un partido. Y en esto,
su coincidencia con el pensamiento de José Antonio era total.
La segunda ocasión que me permitió estar en presencia de Franco tuvo lugar
después de mi nombramiento como Gobernador Civil y Jefe Provincial de Ciudad
Real, en noviembre de 1956. Recuerdo que para cumplimentarle me había
desplazado desde la capital de la provincia a la Encomienda de Santa Cruz de
Mudela, donde Franco asistía a una cacería. Era la primera vez que iba a tener
oportunidad de estar a solas con él. Recuerdo que el Ministro de Agricultura,
Rafael Cavestany, me presentó a Franco, mientras le decía: "Mi General,
aquí tiene a un Gobernador que aún no ha cumplido 30 años". Franco me
miró y dijo: "¡Quién tuviera su edad! Le espera una labor muy
interesante". Después de unos minutos, uno de los asistentes a la cacería
me preguntó si yo era cazador. Le respondí negativamente. Entonces quien
acababa de hacer esta pregunta, acercándose a Franco le dijo con tono
distendido: "Le acabo de decir al Gobernador que si caza, y me ha
contestado que no; yo le he dicho que si es así, en Ciudad Real se va a aburrir
mucho".
Nunca he olvidado la mirada severa que Franco dirigió a quien así acababa de
expresarse, y al advertir su gesto de contrariedad, quien había señalado la
circunstancia de mi posible aburrimiento se disculpó diciendo: "Era sólo
una broma". Franco entonces añadió sin elevar apenas el tono de su voz:
"Broma no, ha sido una afirmación absolutamente improcedente".
Semanas después, acudí por vez primera a cumplimentar oficialmente a Franco en
el Palacio del Pardo. Me recibió afablemente, y antes de que yo hiciera
cualquier manifestación de gratitud por la confianza que en mí había
depositado, me hizo una sorprendente y casi exhaustiva exposición sobre las
características de la provincia de Ciudad Real. En menos de un cuarto de hora
me ofreció una visión completa de su panorama económico social.
Comenzó diciéndome que no olvidara nunca que Ciudad Real era una tierra de
paso y que eso suscitaba en sus moradores ciertos recelos que yo habría de
vencer; a continuación se refirió a los problemas derivados del monocultivo de
la vid. Me habló de las dificultades de conservar los vinos y de las
imperfecciones de las redes de comercialización de los mismos. Luego me señaló
las características de la producción cerealista e incluso me citó los nombres
de las variadas especies de trigo -Florencio, Aurora, Mara y Aragón número -
que tenían mayor aprovechamiento en la provincia. A continuación me habló del
proceso de industrialización de Puertollano, de las características de su
cuenca minera y de la complejidad y coste económico de obtener lubrificantes a
través de la destilación de la pizarra bituminosa, indicándome la próxima
instalación de una fábrica para la obtención de sulfato amónico.
Seguidamente, me habló de la necesidad de incrementar las superficies
forestales, haciéndome entonces un comentario curioso: "Tenga en cuenta
que a muchos manchegos no les gustan demasiado los árboles". Hizo especial
hincapié en la urgencia de obtener mayores extensiones de regadío,
aprovechando los caudales de agua subálvea que sin duda habría de existir en
zonas cercanas al Guadiana. Destacó la importancia del pantano de Peñarroya,
cuyas obras estaban en curso, pero detenidas por determinados trámites
expropiatorios que yo debía encargarme de agilizar.
Me informó del problema endémico de la falta de agua en la capital y
finalmente, después de hablarme de la necesidad de las mejoras de las
explotaciones ganaderas del Valle de Alcudia, se refirió a las características
y particularidades de las minas de Almadén, señalándome que había que
atender con criterios de modernidad social las jubilaciones de los mineros,
donde aún subsistían con denominación intolerable las llamadas limosnas
remuneratorias. Por último, con una expresión risueña me dijo: "Si a mí
me preguntaran lo que me gustaría ser, yo respondería que Gobernador Civil de
Ciudad Real, porque allí está todo por hacer". Después de haberme dicho
estas palabras, me sorprendió con un comentario: "Estoy seguro -me dijo-
que no tendrá tiempo para aburrirse". Al oírle comprobé que recordaba lo
ocurrido semanas antes, evidenciando que su memoria era excelente.
Fue, por tanto, mi prolongada estancia en la provincia de Ciudad Real, adonde
Franco se desplazaba dos o tres veces al año durante el período de caza, lo
que me permitió en múltiples ocasiones conocer y tratar más de cerca al Jefe
del Estado. Alguien ha escrito recientemente que la vida humana no es accesible
más que a la imaginación. Sin embargo, aquel conocimiento próximo y de
primera mano que las circunstancias me proporcionaban, me apartó de lo que
hubiera podido ser un espejismo, ayudándome a captar aspectos concretos de su
imagen, a ahondar en el conocimiento de alguna de sus facetas humanas. Pude
también apresar zonas aparentemente vacías o fijarme en la fluencia más
espontánea de su personalidad.
Pude hablar con él frecuentemente, responder a sus preguntas, que a veces
resultaban tan súbitas como inesperadas, aunque siempre formuladas con sencilla
claridad y exentas de añadidos artificiosos. Alguna vez incluso me permitía
hacerle alguna que otra pregunta, y puedo afirmar que nunca quedé defraudado de
sus contestaciones.
Franco era un conversador jugoso y ameno. La expresión de su rostro
frecuentemente era risueña. Tenía delgado el tono de su voz. Su cabeza estaba
siempre erguida y sus manos eran curiosamente elocuentes. De él se desprendía
siempre una especie de aura de autoridad casi palpable. Era una autoridad no
revestida de gestos, sino amparada por la expresividad de sus silencios y por la
escueta seguridad de sus juicios y reflexiones. Se expresaba con sencillez y los
términos que empleaba eran poco académicos, pero siempre llenos de un sentido
común aplastante y, sobre todo, en ningún momento incurría en la
extravagancia.
Recuerdo ahora que en algunas ocasiones, y sobre todo después de la denominada
transición, se han hecho comentarios despectivos sobre la afición de Franco a
la caza. Siempre he pensado que la caza era para Franco uno de sus deportes
predilectos; había iniciado su afición no hacía mucho tiempo, pero era un
excelente tirador y en ningún momento se mostraba impaciente, inseguro o
apresurado. Son muchos los que coinciden en calificar la caza como una pasión.
Yo no creo, sin embargo, que lo fuera para Franco. Para él -a quien recuerdo
haberlo visto una y otra vez subir lomas y cuestas sin cansancio- la caza era un
medio de fortalecer su estado físico, una oportunidad de entrar en contacto con
la naturaleza y vivir al aire libre, un modo de ejercitar sus reflejos, de
favorecer la agilidad de sus movimientos, de vivir la emoción de alerta, sin la
tensión inmediata de los problemas, y, sin duda, una experiencia para el
conocimiento de los hombres fuera de los convencionalismos del protocolo.
En una ocasión le pregunté qué prefería más, la caza o la pesca. Me miró
fijamente y después de una pausa me dijo: "Son dos cosas distintas: la
caza enriquece los reflejos, aviva la atención, tensa los músculos, disciplina
la impaciencia y favorece el autocontrol. La pesca es diferente: proporciona
ocasión para pensar, para meditar, para mirar a lo lejos. Es una especie de
ajedrez. A veces de un pez que se escapa se aprende mucho. El campo tonifica y
conforta. La mar tranquiliza y cautiva". Recuerdo que le dije que yo tenía,
como mediterráneo, por el mar una preferencia absoluta y que recientemente había
leído a un poeta oriental que decía que el mar era la música de los ojos. De
inmediato me arrepentí de haber incurrido en tal imperdonable cursilería. Ya
no tenía remedio. Franco, mirando a lo lejos, me dijo :"Quién sabe, a lo
mejor es cierto".
Recuerdo también que una de las estancias del Caudillo en la Encomienda de
Santa Cruz de Mudela coincidió con la sublevación que se produjo en Argelia.
El General Muñoz Grandes, que le acompañaba, y por cierto era de los pocos que
tuteaban a Franco, le transmitía frecuentes informaciones sobre el viaje que el
General De Gaulle estaba realizando a aquella zona y que, a juicio de todos,
revestía una gran importancia internacional. Don Agustín comentó que el
desplazamiento del Presidente de la República Francesa a Argelia era, a su
juicio, un gesto de valor.
Me parece recordar que utilizó un vocablo más castizo y resonante. Franco al
escuchar aquellas palabras miró fijamente a Muñoz Grandes y le dijo: "Lo
que acabas de decir con expresión tan gráfica no es cierto del todo, porque lo
que hace falta es intentar siempre, y por encima de todo, servir al país. El
coraje -añadió- hace falta en determinados momentos, pero cuando hay que
enfrentarse a una grave responsabilidad, es preciso medir lo que se hace, dejar
a un lado lo que tú dices y poner una bolsa de hielo sobre el corazón para que
la cabeza no se ofusque".
Otro viaje del Jefe del Estado a Ciudad Real coincidió con el estallido de la
revolución cubana. Después de la cena, alguien próximo a Franco afirmó que
aquel episodio habría de ser forzosamente efímero, una asonada más. El
Caudillo, sin embargo, negó con firmeza y de forma inmediata tal supuesto:
"Tenemos Fidel Castro -dijo- para muchísimo tiempo. Él arranca de una
situación donde la injusticia social y política ha sido notoria y donde la
ejemplaridad de la clase política ha brillado por su ausencia. No nos engañemos
-afirmó-, si logra elevar la moral pública del país y acierta a dar forma a
una empresa nacional atractiva, tendrá mucha gente a su favor. Tampoco hay que
ignorar que tiene cualidades nobles. Lo que yo me temo -añadió- es que, tarde
o temprano, va a correr el riesgo de quedar aprisionado por tensiones ideológicas
que pueden radicalizar su postura. A Rusia -continuó diciendo- le interesa
mucho que la revolución cubana sea instrumento a su favor. No hay que olvidar
que una cabeza de puente en el continente americano es un objetivo muy
importante que forma parte de la estrategia mundial del comunismo".
Al referir esto ahora, no tengo más remedio que pensar en la opinión de los
que han negado a Franco, sistemáticamente, visión de futuro. La realidad ha
confirmado lo que distó mucho de ser un pronóstico aventurado.
Franco tenía también un buen sentido del humor. Sus palabras estaban
impregnadas de un tono tranquilo y en ocasiones burlón. A veces cultivaba una
ironía suave y tierna, carente de acidez, de sabor grato y picante. A propósito
de este aspecto de su carácter, recuerdo que, en una ocasión, la Diputación
de Ciudad Real había encargado un busto para que presidiera el Salón de Actos
que se iba a inaugurar próximamente. Me enseñaron unas fotos del busto, que,
por cierto, no me gustaron nada porque representaba una figura decadente, ajada
e inexpresiva. El presidente, sin embargo, opinaba lo contrario y defendía
acaloradamente la calidad de la obra realizada por un escultor entonces de moda,
que después ocultó cuidadosamente la peligrosidad política de aquella cercanía.
En vista de su obstinación decidí aprovechar alguna oportunidad de ver a
Franco en la provincia para enseñarle las fotografías y expresarle mi opinión
de que la obra no había sido, a mi juicio, afortunada. Efectivamente, en una
ocasión le enseñé las fotos expresándole mi punto de vista; Franco las
contempló y no dio importancia al tema, pero sí agregó unas curiosas
consideraciones sobre la dificultad que, por lo visto, su imagen ofrecía:
"A mí -añadió- no me ha preocupado demasiado salir airoso de tales
trances, conozco la dificultad de captar fielmente acentos y rasgos. Por otra
parte, no hay que olvidar que los artistas nos ven con ojos distintos a los
nuestros". Acto seguido, y dirigiéndose a mí, dijo:"Le voy a contar
una anécdota bien significativa, creo que ocurrió en una de mis primeras
visitas a Ciudad Real. Recuerdo que al subir las escalinatas de la Diputación
Provincial observé en un lugar muy destacado un cuadro que me llenó de cierta
perplejidad: '¿Qué hace aquí Alcalá Zamora?', pregunté; alguien que se
hallaba muy cerca de mí, un tanto cariacontecido, me dijo: 'Mi General, no es
Alcalá Zamora, es su excelencia'. Comprenderá que, después de esto, en lo que
se refiere a los retratos que me han hecho, ya no me asombro de nada". Ni
qué decir tiene que el busto fue aceptado.
El 14 de julio de 1959 tuvieron lugar en la provincia de Ciudad Real,
concretamente en la zona de Puerto Lápice, unas maniobras militares que se
desarrollaron bajo el nombre de "Operación Dulcinea". Recuerdo que en
ellas intervinieron 14.000 hombres, y que aquella ocasión me deparó una nueva
oportunidad de hablar con Franco en un marco bien distinto de los que
habitualmente habían sido escenario de mis conversaciones con él. El Caudillo
ofrecía aquella mañana muy buen aspecto y se mostraba afable y comunicativo.
El hecho de hallarse rodeado de sus compañeros de armas le transfiguraba. Era
evidente que se sentía como pez en el agua. Se le notaba la satisfacción a
flor de piel y no había incongruencia alguna entre la expresión de su rostro y
sus palabras.
En un pequeño promontorio se estableció el puesto de mando. Junto a Franco se
hallaba el Ministro del Ejército, General Barroso; el Capitán General Muñoz
Grandes; el Ministro del Aire, Rodríguez de Lecea; el Capitán General de la
Primera Región, Teniente General Rodrigo, y el gran periodista y notable
embajador Manuel Aznar.
Desde aquel lugar se dominaba un espléndido horizonte que abarcaba la amplia
zona en la que se hallaban situadas las distintas unidades y un espacio donde
habrían de descender las fuerzas paracaidistas. Antes de iniciarse la fase de
despliegue, el Caudillo me indicó que me acercase. Sonriendo, me dijo
:"Gobernador, observo que está usted perdiendo la juventud por los
pelos", aludiendo a mi ya pronunciada calvicie. Intervino Aznar, diciendo
que, a veces, también se perdía el pelo por la preocupación, a lo que Franco
le contestó que "era bueno sentir preocupaciones, pero, en la misma
medida, había que poseer suficiente voluntad para vencerlas".
Franco hizo diversos comentarios sobre temas de actualidad, algunos de ellos
referidos a su último viaje a las Bárdenas. Recuerdo también que a continuación
hizo una serie de reflexiones sobre la labor de los periodistas afirmando que
era una profesión importantísima puesto que contribuía a crear opinión. Añadió
que si actuaban con veracidad eran beneméritos, pero que si se dejaban
confundir podían suscitar efectos nada positivos. Aznar intervino a continuación
señalando los inconvenientes de la censura. Franco entonces le respondió que
él no era partidario de ella y que el régimen avanzaría con voluntad de
liberalización, pero manteniendo el respeto a dos o tres cosas esenciales. No
obstante, Franco le dijo a Aznar que un periodista inteligente, con un titular
astutamente situado o con una información pícaramente silenciada podía decir
tanto como en un editorial. A continuación Franco dijo que había tres clases
de periodistas: gacetilleros rencorosos, idealistas imaginativos y audaces, y
caballeros de la pluma, añadiendo que de los últimos conocía a alguno que había
cumplido su oficio de embajador -se refería concretamente a Manuel Aznar, allí
presente- con acreditada brillantez y eficacia.
Cuando terminaron los ejercicios, el Generalísimo habló a los Jefes y
Oficiales allí reunidos. Sin ningún guión, sin papel alguno, expuso con
soltura y claridad sus teorías sobre los nuevos comportamientos tácticos, señalando
con precisión el significado de las concepciones estratégicas más avanzadas,
que había que contemplar a la luz de la aparición y perfeccionamiento de las
armas nucleares, con sus efectos disuasorios. Hizo atinadas observaciones sobre
las características de lo que él llamaba "guerra chica", añadiendo
una serie de consideraciones logísticas sobre el papel reservado a las unidades
de intervención rápida.
Fácilmente se advertía su dominio de aquellos temas, que expresaba con
naturalidad y rigor, porque Franco era alérgico a formular metáforas
brillantes y no perdía el tiempo en abstracciones; los datos que utilizaba
resultaban convincentes. No he olvidado que su argumentación global suscitó
una atención continuada y profunda. "Nos espera -dijo- un esfuerzo técnico
considerable:hay que ir a la transformación de nuestras armas, de nuestros
equipos, a hacer más sólida y moderna nuestra estructura defensiva, a
rectificar la orgánica tradicional, porque el Ejército no puede ser un
elemento de decoración. Y sobre todo sin olvidar una cosa básica: el hombre,
su adiestramiento y preparación".
Al final de sus palabras se refirió al contenido esencial de las Fuerzas
Armadas, destacando la importancia en ellas de los valores del espíritu.
Recuerdo textualmente sus palabras finales: "Sin moral, sin convicciones,
sin vocación para el sacrificio y sin el aliento de la defensa a ultranza de la
unidad de la Patria, el Ejército perdería su carácter, su médula, su
dignidad institucional y hasta su propia justificación histórica".
Siempre recordaré el semblante de Franco aquel día. Su lenguaje fue el que
correspondía a un soldado que tenía el sentido de la milicia encarnado en sus
propias entrañas.
Volví en muchas ocasiones a hablar con Franco, sobre todo en la etapa que me
resulta más grata de toda mi vida política, mi prolongado Gobierno en Sevilla
durante cerca de nueve años. Allí tuve ocasión de comprobar una vez más la
categoría humana y la transcendencia histórica de su figura. Conocía a fondo
toda la problemática sevillana, penetraba en el fondo de los variados matices
que singularizan aquella tierra por tantos conceptos sugestiva y maravillosa. Él
me alentó sobre todo en que me constituyera en paladín de un sueño sevillano
al fin malogrado por el egoísmo, la insolidaridad y el orgullo de una parte de
la oligarquía sevillana, me refiero a la construcción del Canal
Sevilla-Bonanza, del que sólo se pudo llevar a cabo una primera fase.
La última vez que se iba a tratar el tema del canal que íbamos a exponer
conjuntamente, siendo yo ya Ministro, junto al Alcalde de Sevilla Juan Fernández
y García del Busto, coincidió con la trágica muerte del Almirante Carrero,
que nos había citado en su despacho. Otra obsesión reiterada por Franco en los
muchos despachos que tuve con él en aquella época fue el referente al paro
campesino. Me confesaba su inquietud cuando al cruzar por Carmona veía con
preocupación y con angustia los grupos de desempleados que estaban en la plaza.
Recuerdo una frase textual suya: "Esto tiene que acabar. Unos cuantos señoritos
no pueden perpetuar su falta de sensibilidad ante los problemas sociales. Actúe
usted en consecuencia y yo le apoyaré". El sentido social de Franco no
podrá ser jamás puesto en duda, y esta anécdota es sólo una pequeña
pincelada que revela cuál era el sentido último del afán de Franco por
avanzar en el terreno de la justicia social.
Lógicamente, volví en muchas ocasiones a hablar con Franco; sobre todo cuando
desempeñé como Ministro la Secretaría General del Movimiento, etapa que no
recuerdo con alegría y que aún está sujeta a extrañas contradicciones y
amargas resonancias. En una ocasión, cuando expuse en Consejo de Ministros las
razones que me asistían para acudir a la conmemoración de Alcubierre, acto con
el que nunca intenté abrir heridas sino mostrar tan sólo el testimonio heroico
de los jóvenes que allí murieron, cuya edad media no rebasaba los 17 años;
episodio que siempre había recordado reproduciendo en mi memoria la inscripción
que, debida a Dionisio Ridruejo, figuraba en la lápida al pie de aquel monte:
"Aquí enmudecieron con voz heroica 60 voces que clamaban por la Patria, el
pan y la justicia". Debo señalar que aquella conmemoración estaba ya
envuelta en la polémica y que la recuerdo como si se tratase de hoy mismo;
Franco, cuando me despedí de él, al finalizar el Consejo, con síntomas de
evidente emoción, me dijo estas palabras: "Tiene usted razón, la
verdadera tumba de los muertos está en el corazón de los vivos".
He de insistir una vez más que el tiempo que desempeñé como Ministro la
Secretaría General del Movimiento tuve también frecuentes contactos con el
Caudillo, pero esta etapa, por una serie de circunstancias que no debo ahora
reseñar, no tiene en mi memoria una anotación grata.
Y aunque no me arrepiento de ningún empeño en tratar de evitar lo inevitable,
confieso que fue una etapa que, francamente, prefiero olvidar o archivarla como
experiencia antes que contabilizarla en el amargo haber de las frustraciones si
no fuese porque aquellas horas me permitieron servir, aún más directamente, a
las órdenes de Franco y ofrecer a mi Patria lo poco que podía darle. Yo no
lograba acostumbrarme a su vejez, a su declive vital, a la natural erosión de
sus mecanismos volitivos, y aunque nunca perdió lucidez mental, su deterioro físico
era evidente; brillaba aún su luz, pero su fuego ya no ardía. Confieso que
todo aquello parecía una atosigante pesadilla, un mal sueño, sobre todo cuando
contemplaba sobrecogido cómo sujetaba una mano con la otra para dominar el
temblor que le angustiaba.
Aquello me parecía un patético presagio, y sobre todo un esfuerzo dramático
de Franco, que no quería dejar en mal lugar al corazón que nunca le había
temblado. Un corazón que, sin embargo, sigue latiendo aún en el pecho de
muchos de nosotros. Confieso que es sin duda esta última referencia una
consideración triste, pero singularmente esclarecedora, y estimo que lo
referido no merma en modo alguno la dignidad y la grandeza de quien gobernó
nuestro pueblo con la justa esperanza de que no volvieran a regresar a nuestro
suelo lo que él llamaba "nuestros demonios familiares", demonios que
por cierto han regresado, amorosamente acogidos y democráticamente
institucionalizados, sirviendo a los males tradicionales de la disgregación y
la discordia. Franco pensó y acaso soñó también que a la hora de su muerte,
con los cambios que exigen las circunstancias de su sucesión, se producirían
las renovaciones convenientes para una convivencia pacífica y civilizada,
distante de la condenación de nuestro pasado reciente, alejada de revanchismos
y liberada al fin de la negra costumbre de nuestros viejos y culpables rencores.
Pero esta ilusión que tal vez alentara en el corazón de Franco se rompió
antes de tiempo y ahora yace en el olvido como una herencia incómoda y
escandalosamente sepultada.
Artículo de opinión extraído de la página: www.generalisimofranco.com