Ofrecemos la homilía del Padre A. G. Chaves, pronunciada en el Funeral de Don Blas Piñar el día 10 de febrero a las 20 horas en la Iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid, ante la presencia de más de 40 sacerdotes y miles de personas que abarrotaban el templo y hasta la calle.
Esperemos que la censura mediática de la izquierda, sea comprensiva con las palabras de éste humilde sacerdote, dirigidas en nombre de Dios, para el consuelo y el aliento de los presentes y para pedir la oración por el alma de Don Blas Piñar. Aunque ya se sabe que si éstas mismas palabras las hubieran dirigido por un asesino de la ETA o por Carrillo, serían aplaudidas y jaleadas por los censores de la izquierda. Aunque entendemos que estos individuos que están acostumbrados a dictaminar qué es bueno y malo, son totalmente zoquetes en lo religioso, por lo que interpretaran éstas palabras desde su ignorancia religiosa, para luego escupir bellotas por su boca, algo que siempre han hecho a lo largo de su historia de descalificaciones hacia la Iglesia católica, no así con otras instituciones religiosas.
Blas Piñar "murió siendo hijo fiel de la Iglesia", y la Iglesia reza por su alma, para que descanse en la paz del Señor.
Homilía pronunciada:
Venerables y muy queridos hermanos en el sacerdocio que rodeáis numerosos este altar. A todos os saludo y os agradezco vuestra presencia y a todos os personifico, por no alargarme, en los dos concelebrantes más próximos los Reverendos Don Ángel Garralda y Don Pedro Ruano, que tanto quisieron y a quienes tanto quiso Don Blas Piñar. Y todos los demás, cuya presencia aquí, es así mismo manifestativa de un afecto muy sincero que alcanza su expresión máxima en lo más valioso que puede ofrecer un sacerdote a un vivo o a un difunto, que es el sacrificio eucarístico.
Muy querida doña Carmen, en quien yo he visto siempre, pero hoy veo aún más, una cifra de todas las virtudes que adornan a la matrona cristiana y española. Virtudes que hoy se aprecian aún más, porque escasean también más.
Queridos familiares todos: hijos, yernos, nueras, nietos, biznietos, sobrinos…de nuestro hermano Blas y amadísimos hermanos todos en el Corazón de Jesús: muerto y resucitado. Ese Jesús al que él rezaba con la confianza ilusionada de un niño de noventa y tantos años:
Quédate conmigo Jesús amado.
Para el trance difícil de la muerte,
Dame tu ayuda y tu cayado.
¡Que tenga yo, Señor, la inmensa suerte
De, bañado por luz divina verte,
De amarte y ser amado y no perderte!
“Quédate” ese “MANE NOBISCUM”, que han saboreado a lo largo de los siglos tantas almas enamoradas de Jesucristo, era en la pluma de nuestro querido Don Blas, y sobre todo en su corazón un suspiro de transcendencia, un ansia de eternidad. Quédate conmigo para que yo pueda quedarme contigo para siempre.
Todos los que estamos aquí, supongo la práctica totalidad, hemos conocido a Don Blas Piñar y todos según la trayectoria uniforme, rectilínea, limpidísima de su vida, descansamos hoy en la certeza moral de que Jesús, su amado Jesús, ha sido para él y más que nunca, al final de su larga jornada, el pastor bueno que le ha ofrecido el sostén de su cayado para atravesar las cañadas oscuras y los valles tenebrosos de la muerte. Pero ese cayado de Jesús, es también el cayado que la Iglesia militante ofrece a la Iglesia purgante. Nosotros, cristianos, que seguimos en esta orilla, podemos y debemos ayudar a los que han pasado a la otra. Y esto es lo que venimos a hacer esta tarde aquí: orar por la paz perpetua de nuestro hermano Blas. O por mejor decir, unir nuestra pobre oración, manchada, inconstante, tibia, pecadora, a la oración infalible y purísima de Jesús: crucificado y resucitado para nuestra salvación. Esta es la causa motiva de nuestra congregación aquí: la oración.
Un funeral no es un homenaje. No es tampoco, como tanto se dice hoy: un recuerdo, una evocación, más o menos agradecida o cariñosa, para esto hay otros foros y otros momentos: un funeral es una súplica. Y por eso siguiendo también la recomendación de la Iglesia, no deberíamos caer en la tentación de un panegírico. Pero tampoco sería justo ni lógico obviar completamente aquellos rasgos de la personalidad cristiana de un hombre que fue para tantos un referente de eso: de hombría. O sea, de toda la grandeza que abraza la condición humana. Sobre todo, desde que la asumió, para plenificarla y para redimirnos, el hijo de Dios.
En las fechas siguientes a la muerte de nuestro amigo Don Blas, he podido leer varios artículos sobre su figura. Con titulares más o menos sugerentes. De todos, me quedo con este: “Blas Piñar, un hombre para EL tiempo”. Bien subrayado. No para un tiempo. No para este tiempo. Menos aún para aquel tiempo. Sino para EL tiempo. “A Man for All Seasons” es el título de la película que glosa la vida de Santo Tomás Moro. “Un hombre para todas las épocas”. No pretendo, repito, Dios me libre, canonizar a nadie, pero es ineluctable admitir que Blas Piñar, hombre para EL tiempo y desde hace pocos días: hombre para la eternidad, representa el perfil de hombre del que es paradigma canonizado el Santo Canciller Mártir de Enrique VIII.
Un hombre que supera las fronteras del tiempo, porque ha entrado de alguna manera ya, antes de transponer los umbrales de la eternidad en la dinámica divina, que es la del “pleoma”, la de la plenitud. La de quien mira todo y sufre todo, desde otra angulatura. La de quien sabe enfocar las cosas relativizandolas. Blas Piñar ha sido un hombre para EL tiempo, porque ha sido un hombre para la libertad.
No han podido constreñirle, limitaciones ni condicionantes de una u otra índole, estaba por encima. Y con la sonrisa, nunca teñida de arrogancia, pero sí de seguridad en un “no sé qué” que estaba más allá que él. Afianzado hacia esa libertad, no se dejaba encadenar. Porque sólo en la pasión dolorosa por la verdad, el espíritu humano es libre. Por eso, acaso nunca ha habido tantos esclavos como hoy. Sin la libertad original, primera del espíritu, todas las otras libertades son cadenas disfrazadas. Por eso, en el hombre debe existir un empeño sagrado, irrenunciable. Lo que Tomás Moro llamaba: “respeto a su alma”. Pero son pocos los dispuestos a sacrificar su vida en ese altar. Es más fácil aceptar compromisos equívocos, polivalentes, ambiguos, hoy se diría “políticamente correctos”. Sobre todo cuando se sabe que esa postura, que cubre a quien la asume de indignidad, es la que esperan los demás para aplaudirla con la falsía de la lisonja.
“La claridad de mi conciencia hace que mi corazón brinque de alegría ...”, decía Tomás Moro. Esa claridad y esa alegría son las que permiten, más aún impulsan, a perdonar a los enemigos y a sonreír en el cadalso al que aquellos nos envían. No es la lucha narcisista, autocomplaciente por una verdad personal o subjetiva, la de quien gasta sus fuerzas y arriesga su prestigio por defender los derechos de Dios. Cuando la conciencia y la Fe, están rectamente formadas, honda, empeñosa, conscientemente formadas, según la ley natural de que es garante el Magisterio de la Iglesia, los imperativos de esa consciencia nunca serán caprichosos y menos empecinamientos. Y cuando, pese a esa contienda, parece que la batalla está perdida, el luchador sabe, con certeza agustiniana que “VERITAS MAGNA EST ET PRAEVALET” (La Verdad es grande y al fin permanece). O como diría nuestra Teresa de Jesús, la Santa de la Raza: “La verdad padece pero no perece”. El que vive así, asido a esta Verdad, nada más que a esta Verdad con mayúsculas y nada menos que a esta Verdad sempiterna bien puede exclamar aquello que escribía Tomás Moro a su yerno Willliam Roper: “La batalla está ganada”. No es el espejismo de un exaltado. Es una consoladora certeza. La batalla está ganada. Porque Cristo, Rey de reyes y Señor de los que dominan, ha vencido ya. Y nosotros, con Él, solo con Él, siempre con Él, podemos vencer, vencemos la batalla contra la propia carne, contra el pecado, contra el mundo, contra el miedo, contra la mentira y contra su padre Satanás.
Verdad, claridad de conciencia, alegría, coherencia, libertad, las hemos visto brillar con un brillo desprovisto de alharacas y de relumbrón en nuestro recordado y querido Don Blas Piñar. Pero es que claro, tenía él muy buenos aliados para ello. En primer lugar, aliados de orden sobrenatural, porque era un hombre de cristianía recia, lo cual se traducía en una Fe viva. O sea, en una Fe informada por la Caridad. Caridad única, con la cual amaba al mismo tiempo y con un mismo corazón, a Dios y a su Patria, a sus amigos y a sus enemigos, a lo grande y a lo pequeño, porque la caridad todo lo puede, “OMNIA VINCIT AMOR”, y cubre la multitud de los pecados. Y junto a esa Fe y esa Caridad, una vida seria, coherente, responsable, frecuente, testimonial de sacramentos. No una vida sacramental, de cara a la galería. O tranquilizadora infantil de una conciencia que anda con andamios. Una vida de sacramentos responsable. Y junto con los sacramentos y la Fe, la oración. Oración en la que ocupaba un lugar tan destacado, tan fundamentalmente dulce, María Inmaculada. Podríamos subrayar muchos rasgos del quehacer teológico de Don Blas Piñar, pero creo que es suficiente con notar el de su faceta de Mariólogo.
Y amén de esas apoyaturas, aliados he dicho antes, los naturales. Para mantenerse libremente verdadero y verdaderamente libre, no era el menor de sus apoyos, el de su familia. Aquí estáis todos hoy. “Las obras del sabio se conocen en su descendencia”, dice el Libro Santo. Entre todos cumplís casi la promesa que Yahveh hizo a Abraham: “Te haré numeroso, como las estrellas del cielo y las arenas del mar”. Todos habéis oído, o al menos muchos porque lo repetía con frecuencia, a Don Blas decir que quería elevar una súplica al Dicasterio pertinente de la Santa Sede, para que aboliera la fiesta de la Epifanía, nuestros populares Reyes Magos, porque suponía su ruina familiar: al tener que agasajar uno por uno como lo hacía a todos su hijos y nietos. ¿Hay algo más hermoso que esto, hermanos amados?, ¡Ahí está su herencia! Su herencia es polifacética, es pluriforme. Podríamos considerarlo hoy bajo tantos aspectos. Pero entonces, esto, como dije al principio, se convertiría en una conferencia sobre su figura. Y hablar de Don Blas, político, nos llevaría tanto tiempo, y aún más, como el que estamos empleando en esta ceremonia. Y emplearnos en hablar de Don Blas, como constructor y reconstructor de España, nos llevaría muchas ceremonias como estas. Pero repito que no es el lugar ni el momento. Estamos hablando de Blas Piñar, como cristiano. Y de Blas Piñar, como cristiano, no se puede hablar sin fijarnos en él como ejemplo de patriarca, que es más que decir padre de familia. Patriarca que es, por parte de toda su prole, venerado y escuchado. No malbaratéis jamás la herencia preciosa que os ha dejado. Yo he sido testigo de la actitud de discipulado, con que casi también físicamente, sentados a sus pies, recogíais sus palabras como piedras preciosas. Ese es su legado, porque sus palabras iban siempre teñidas de Dios. El aliado familia ha sido fundamental para él.
Otra alianza, en nada débil, la ha tenido él en sus amigos, los de verdad, los que han quedado hasta el final. Y no son pocos, como se puede ver hoy en este templo abarrotado, en la zona de la asamblea y en el presbiterio, por parte de los sacerdotes. “FRATER QUI ADIUVATUR A FRATRE QUASI CIVITAS FIRMA”. “Un hermano ayudado por su hermano es como una ciudad fortificada”. Y nuestro hermano Blas ha recibido también, en correspondencia por la que él daba, esa fortaleza por parte de sus amigos.
Y en fin, por no hacerme ya más prolijo, ni abusar más de vuestra paciente caridad. Yo no quisiera dejar de mencionar como un aliado importantísimo, de la elegancia espiritual que siempre vimos en él, el del buen humor. “Dame Señor”, pedía Santo Tomás Moro cada día, y yo invito a que lo pidan todos ustedes, porque es una súplica muy provechosa: “Dame Señor, buen humor y buena digestión”. Se lo concedió ampliamente el Espíritu Santo, que es el Espíritu del gozo espiritual. Buen humor: buen humor para hacer que las vicisitudes de su larga vida, en tantas ocasiones más amargas que sabrosas, no le frustraran, no le hicieran un resentido, no permitieran que en su corazón anidase ni un ápice de rencor. Si no que devolviera siempre la sonrisa y en ocasiones, sin faltar a esa caridad de la que siempre hacía gala, se permitiera sacar punta también, con esa ironía elegante que él sabía tener: para hacer que situaciones dramáticas se convirtieran en un pasatiempo, que parecía no afectarle, si acaso más que brevísimamente y en la superficie. Buen humor.
Tantas cosas más podríamos decir. Tantas cosas más y mucho mejor que acabo de hacerlo yo tan torpe y desmañadamente hubiera podido decir cualquiera de los sacerdotes que me rodean. “A mí, el más insignificante, se me ha concedido esta gracia”, puedo yo decir hoy con San Pablo. Y doy las gracias muy sinceras y cordiales a la familia, por esta prueba de confianza. Valoré mucho, aprecié mucho, quise mucho a Don Blas. Puedo decir, sin petulancia ninguna, que creo que el también me profesaba un cariño que yo le agradecía muy hondamente. Y guardo en mi memoria algún episodio concreto, en el que se quiso poner en contacto conmigo para alentarme, en lo que él quizá podía suponer que era causa de cierta tristeza en mi trayectoria sacerdotal. Todo un caballero cristiano y español. Y por eso hoy me siento muy honrado de poder decir aquí y pensar piadosamente, que podemos aplicarlas a él, las palabras del Apocalipsis: “BEATI MORTUI, QUI IN DOMINO MORIUNTUR: OPERA ENIMILLORUM SEGUUNTUR ILLOS”. “Bienaventurados aquellos que mueren en el Señor: porque sus obras les acompañan y les siguen como un cortejo glorioso”.
Sus obras. Al final de la vida, hermanos, lo único que importa es lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos los hombres. Blas Piñar hizo mucho. Pero lo hizo como lo hacemos todos, exceptuada la Virgen Inmaculada, desde nuestra condición pecadora. Por eso, por si le queda algo por purificar, aparte de lo que ya purificó en esta tierra, sobre todo en su última enfermedad, nosotros ofrecemos hoy por él, el santo sacrificio de la Misa. Una Misa que continuamos ahora con el mismo recogimiento y devoción, que a mí me ha impresionado desde el inicio, al avanzar con mis hermanos sacerdotes en la procesión de entrada. Una misa en la que ponemos sobre la patena del sacrificio los méritos, la vida larga y fecunda de nuestro hermano Blas, para que el Señor termine de purificarla y la reciba en su seno.
A María, Iánua Caeli, Refugium peccatorum, lo encomendamos pidiéndole que sea Ella quien le conceda, puesto que él tanto la quiso, la Luz Eterna y la Paz Perpetua.
Así sea.