D. Blas Piñar, Notario de Madrid, Director del Instituto de Cultura Hispánica y fundador de Fuerza Nueva, nos ofrece su testimonio personal sobre las cuestiones españolas de esta época en las que fue protagonista de excepción: Contestó así a nuestras preguntas.


1.- ¿Cómo fue su entrada en la vida pública de España?

En octubre de 1956, el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo –del que conservo, por muchas razones, una grata memoria-, me pidió que aceptase el cargo de Director del Instituto de Cultura Hispánica. El ofrecimiento me hizo vacilar. Tuve una lucha interna muy fuerte, ya que la aceptación me apartaba del apostolado seglar directo, al que desde mi adolescencia me había consagrado  -a la sazón era uno de los vicepresidentes de la Junta Técnica Nacional de Acción Católica-, pero la no aceptación podía suponer huída de responsabilidades en el campo político, cuando precisamente, y por razones de apostolado, tenía la obligación, como tantas veces se nos había urgido y se nos urge, de trabajar con el mismo.

Reflexioné y consulté con personas cuya autoridad moral apreciaba y respetaba, y luego de urgirme Martín Artajo a que me decidiera afirmativamente –pues tenía presiones de candidatos muy prestigiosos-, opté por la solución afirmativa. Aunque mi nombramiento podía hacerlo el Ministro de Asuntos Exteriores, como Presidente del Patronato del Instituto, el cual podía configurarse en aquel entonces como una Fundación de Derecho público, lo cierto es que mi designación fue hecha en Consejo de Ministros. El día 4 de enero de 1957, en un acto solemnísimo, y ante el cuerpo diplomático de Iberoamérica y Filipinas y, naturalmente, figuras destacadas de la política y el personal de la Casa, Alberto Martín Artajo me dio posesión del cargo.

2.- Por favor, su paso y visión del Instituto de Cultura Hispánica.

En el Instituto de Cultura Hispánica estuve como Director cinco años. El recuerdo de los mismos es imborrable. La tarea se presentaba como sugestiva a más no poder y coincidente con una vocación por la Hispanidad, que brotó en mí, siendo niño, y leyendo, releyendo y saboreando sus libros, que me han dejado una profunda huella: «La emoción de España», de Manuel Siurot, y «Defensa de la Hispanidad», de Ramiro de Maeztu.

Relatar el trabajo continuo en aquellos años, con dieciséis millones anuales de presupuesto, sería demasiado para esta entrevista, aunque pondría de relieve la abnegación, el espíritu de sacrificio y la entrega de los que trabajaban en el Instituto. No puedo, sin embargo, ocultar que, siguiendo en parte la línea trazada por quienes con anterioridad lo habían dirigido, se continuó con la política de becas, que atrajo a becarios y no becarios a España para cursar o ampliar estudios en nuestras Universidades y Escuelas Superiores.

Gracias a esa política, en la que fue factor coadyuvante el Colegio Mayor Guadalupe, hoy puede contar España con un grupo importante de antiguos becarios y colegiales, que ocupan, en Iberoamérica y en Filipinas, puestos destacados en la política, la economía y la cultura.

Los Congresos de Cooperación Intelectual, las Revistas «Cuadernos Hispanoamericanos» y «Mundo Hispánico», que luego de la transición han dejado de publicarse, los festivales de folklore, la edición de libros y, entre otros, de los Códigos Civiles de Hispanoamérica, las conmemoraciones del 12 de octubre, las exposiciones de arte, las grabaciones del Departamento Audiovisual..., no son más que hitos de una labor realizada sin fatiga, gracias al entusiasmo de sus artífices.

Algo se cortó entonces: el estudio de un plan de desarrollo económico del mundo hispánico. Las Comisiones, integradas por expertos, habían hecho un trabajo que se recogió en varios volúmenes, cuyo contenido hubiera sido quizás muy útil y aleccionador para quienes a toda costa y coste nos integraron, sin medidas cautelares, en el Mercado Común Europeo. Dada la insuficiencia de medios, los estudios para ese plan se hacían con cargo a una subvención del Ministerio de Hacienda, de un millón de pesetas. La subvención fue retirada, sin que pudiera conseguir del Ministro que volviera de su acuerdo. Visité al Jefe del Estado con una representación de quienes colaboraban con nosotros en el plan, le entregamos los volúmenes, le dimos cuenta de la interrupción de los trabajos y de la razón económica que nos obligaba a interrumpirlos.

Hice dos viajes a Hispanoamérica, uno de ellos invitado por el Gobierno argentino, otro a los Estados de raíz hispánica de Norteamérica y dos a Filipinas, invitado varias Gobiernos de estos dos países. El contacto vital con la España mayor me ha marcado de tal forma, que tengo para mí que no se es español del todo sin esta dimensión universal de nuestro quehacer en la Historia.

3) Parece ser que su célebre artículo «Hipócritas» fue la causa de su cese en el Instituto. ¿Quiere contarnos con qué finalidad y por qué escribió usted el citado artículo?

El artículo «Hipócritas», publicado en la tercera página del diario «ABC», de Madrid, el 19 de enero de 1962, lo escribí en un viaje de regreso a España, desde Filipinas y Japón. Allí, «in situ», pude apreciar la tremenda obra de deshispanización que realizaban los norteamericanos en el primer país, y la política de abortos masivos en el segundo. El artículo fue enviado a la censura ordinaria del Ministerio de Información y Turismo y a la excepcional del Ministerio de Asuntos Exteriores, mereciendo la aprobación de ambas.

En el artículo hacía referencia no sólo a la política exterior de los Estados Unidos, en el tiempo entonces contemplado, sino a la política internacional de las potencias del llamado mundo libre. Jamás intentó ser una crítica del pueblo norteamericano, víctima, en muchas circunstancias, y no actor ni promotor o incitador, de ciertas decisiones adoptadas por sus gobernantes.

Con independencia de mi destitución inmediata del cargo de Director del Instituto de Cultura Hispánica -no puede olvidarse que, por otros motivos no relacionados con el artículo «Hipócritas» había presentado mi dimisión- me sentía satisfecho. Un ministro del Gobierno me indicó que había salido por la puerta grande, y otro me pidió que le visitara para explicarme lo sucedido.

Me sentí intérprete con aquel artículo de un amplio estado de opinión. Recibí millares de cartas y telegramas de felicitación, tanto de España como del extranjero, incluso de los Estados Unidos. Los conservo todos en mi archivo, clasificados por provincias y naciones.

Tuve que soportar y sufrir una dura campaña difamatoria, de la que también hay recordatorio documental en mi archivo. Esa campaña, cuya dirección y coordinación me consta, se hizo no sólo en los medios de comunicación extranjeros, sino también en algunos de carácter nacional. Me reservo los nombres y apellidos de los que se sumaron aquí a esa campaña.

Por razones que no son del caso exponer ahora, quise que en acta notarial, cuyas copias autorizadas deben custodiarse en sitio seguro, constase todo lo sucedido, el origen y la extensión de la campaña brutal. difamatoria a que dio lugar el famoso artículo «Hipócritas».

4) Hablemos de su designación como Consejero Nacional.

El Ministro Secretario General del Movimiento, José Solís, me llamó por teléfono para indicarme que el Jefe del Estado deseaba nombrarme Consejero Nacional. Me quedé sorprendido, pues yo no estaba afiliado al Movimiento y no había pertenecido en mis años mozos a ninguno de los partidos que se integraron en él. Era, naturalmente, un hombre identificado con la Cruzada y, por supuesto, admirador de Franco, símbolo de una España reconstruida y en paz. Acepté emocionado. Consideré el nombramiento como un honor, ya que me integraba en el grupo conocido como «Los 40 de Ayete», del que formaban parte quienes a juicio del Jefe del Estado serían los custodios de la ideología de la Cruzada y de la continuidad del Régimen del 18 de julio, una vez operada la sucesión prevista en el ordenamiento jurídico.

5) Génesis y desarrollo de Fuerza Nueva.

En el año 1964 vi con absoluta claridad que el Régimen nacido de la Cruzada no sólo era atacado por quienes lo habían combatido, sino que se deterioraba como fruto de una clase política rectora que se despegaba de sus principios. La conmemoración de los 25 años de la victoria fue para mí esclarecedora. Así lo puse de manifiesto aquel año en un acto inolvidable, que para conmemorar el 1º de abril se celebró, convocado por los antiguos combatientes, en el teatro Calderón de Valladolid. Me consideré obligado, por una parte, a dar la voz de alerta en cuantas ocasiones me fuera posible, pero también a convocar a quienes suponía copartífices de idéntica inquietud. Con ese objeto hubo en Madrid dos reuniones a las que asistieron amigos de toda España. De lo acordado en esas reuniones daré cuenta detallada algún día, así como de las obras que se pusieron en marcha.

La concepción, en aquella fecha aun vaga, de lo que sería Fuerza Nueva, tuvo lugar en unos ejercicios espirituales celebrados en el Monasterio de la Reforma Franciscana de San Pedro de Alcántara, a las afueras de Priego, en la provincia de Cuenca. Desde entonces, hasta mayo de 1966, fue preciso hacer numerosas gestiones, viajar, convencer o intentar convencer. No era fácil la empresa porque en España se vivía muy bien y se confiaba plenamente en la continuidad del Sistema. Quienes escuchaban mis argumentos y razones me miraban con sorpresa, incredulidad y escepticismo. Los síntomas del deterioro no se consideraban importantes y, en cualquier caso, serían fácilmente superables. Una editorial, y una revista como la proyectada, exigían esfuerzo y dinero; pero dinero y esfuerzo inútiles, porque según mis interlocutores, el sistema se bastaba a sí mismo y no requería un voluntariado que mantuviera el ideal.

Al fin, el. 2 de mayo de1966 nacía «Fuerza Nueva Editorial, S.A.», con sede en Madrid y en el piso 6° derecha de la calle de Velázquez. Se lanzó un número cero y, al comenzar el año 1.967, se iniciaba la publicación semanal de la revista. Con el título de «Nuestra razón de ser» explicaba la motivación del semanario y su línea ideológica, que no ha variado en ningún momento.

A pesar de que nos fue retirada toda la publicación en los últimos años del franquismo y que la revista sufrió incautaciones gubernativas, seguimos adelante. Nos acercamos ya al número mil, y estoy seguro que será necesaria la consulta frecuente a sus páginas cuando se quiera escribir una historia fidedigna de estos últimos veintidós años. Los momentos más duros se produjeron cuando, a instancias de los gobiernos franquistas, el Fiscal General del Reino presentó querellas contra mí ante Sala segunda del Tribunal Supremo, La primera, por el artículo en que protestaba por la ruptura de relaciones diplomáticas con la China nacionalista y el reconocimiento pleno de la China de Mao- Tse-Tung, llevada a cabo, sin las consultas pertinentes previas, por el Ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo. La segunda, por el artículo “Señor Presidente”, en el que advertía a Don Carlos Arias, Presidente del Gobierno, después del asesinato de Don Luis Carrero Blanco, de las consecuencias de su política y del espíritu del 12 de febrero, que nacía con los brutales asesinatos terroristas de la calle del Correo. Estábamos en 1974.

Tan pronto se aprobó la Reforma política, con nuestro voto en contra en el Consejo Nacional, en las Cortes y en el referéndum, «Fuerza Nueva» que seguía siendo editorial y revista, se constituyó también en partido político. En el teatro López de Ayala, de Badajoz, pocos días después de la muerte del Caudillo, indiqué que nosotros, que nos oponíamos a la partitocracia, no teníamos ni rehusábamos la fórmula, si se hacía necesaria, y asumíamos la investidura de partido para seguir luchando por los mismos ideales, en la nueva situación política, Me parece que fuimos el Segundo de los partidos que presentó en la ventanilla del Ministerio del Interior los documentos que se precisaban para ser legalizado.

Como tal partido, creo que los enormes ataques de que fuimos objeto, las multas exhorbitantes que se nos impusieron, la prohibición dc actos, con violación clara de la ley por parte de las autoridades, del cierre de locales, so pretexto de exhibir en los mismos la bandera nacional, las detenciones indiscriminadas, los asesinatos de quienes asumían responsabilidades en nuestro Movimiento o eran tan sólo suscriptores de la Revista, superan todo lo imaginable. Cuando vea la luz lo que yo llamo «Biografía de F.N.», se dará cuenta detallada de la persecución de que fuimos objeto, y muy especialmente por los últimos gobiernos del Régimen anterior y por los gobiernos de U.C.D., así como de las personas que más se destacaron en este sentido.

La revista llegó a tener más de 14.000 suscriptores y una tirada de 30.000 ejemplares, y los actos públicos registraban concurrencias y entusiasmos que, si por una parte eran alentadores, por otra excitaban el odio de los enemigos y la envidia de los supuestos amigos. Plazas de toros, frontones, cines, teatros, e, incluso, solares, eran el marco usual de nuestras concentraciones multitudinarias. Hay fotos y videos que mueven a pensar que aquello era imparable. La Plaza de Oriente, que nosotros clasificamos de Plaza de la lealtad, reunió, en torno al 20 de noviembre, centenares de miles de personas, que acudían no sólo a recordar las figuras inolvidables de Franco y de José Antonio, sino a expresar su repulsa al nuevo Sistema y su adhesión a los principios Nacionales. «Fuerza Nueva» aportó a esas concentraciones no sólo la presencia de sus amigos europeos y americanos, sino también sus equipos y sus organizaciones, en especial las juveniles y femeninas. Más aun, en 1.977 asumió en solitario -y por razones que no es prudente señalar ahora- la responsabilidad de la convocatoria. En las concentraciones celebradas en la Plaza de Oriente, desde la de 1.977 a la de 1.981, que fue la última, tuve el honor de intervenir.

Quiero subrayar que en noviembre de 1.981 señalé a la inmensa multitud congregada, que el plebiscito del aplauso unánime y las banderas ondeando al viendo no serviría para nada si al mismo no seguía el plebiscito del voto en las urnas que al año siguiente se iban a ofrecer a los españoles, invitando a corroborar el aplauso con el voto.

Si en el año1.979 se consiguió un acta de diputado, rompiendo así la costra antinacional del Sistema, parecía lógico pensar que en 1.982, en una España sufriente, como fruto de la reforma, y empujada a la ruptura por un socialismo desafiante, la presencia nacional en las Cámaras se hiciese llamativa. Pero no fue así; el aplauso no se convirtió en voto. La tesis del mal menor y del voto útil -de lo que se hizo propaganda exhaustiva por toda clase de medios, honestos y deshonestos, y desde todas las tribunas, incluso de las que por su denominación y origen podrían estimarse menos propicias a la fórmula-decidieron la cuestión de manera adversa para nosotros.

Sin apoyo, ni siquiera moral, de las instituciones que de oficiaran portaestandartes de la doctrina por la que luchábamos y luchamos con abnegación y en circunstancias dificilísimas, sin periódico o una emisora, por lo menos, que nos ayudara, con la T.V. hostil, acosados por las deudas contraídas para hacer frente a las campañas electorales y con el partido infiltrado de agentes de todos los servicios oficiales de información, se impuso -aunque no todos compartieron la formula- quitarnos de encima la investidura de partido, pagar las deudas, vendiendo todo lo que pudiera contribuir a satisfacerlas, desde el mobiliario hasta los trajes de la Sección de Coros y Danzas, desde los pisos comprados para sedes del partido hasta el inmueble colosal de la calle de Mejía Lequerica. El dolor inmenso que nos produjo tanto este sacrificio, que sólo conocen los que junto a mí lo realizaron, como la desafección de quienes nos aplaudían y empujaban con su aplauso a proseguir el combate, no nos hizo vacilar en la tarea.

Si «Fuerza Nuevo» dejó de ser partido el 20 de noviembre de 1.982, en enero de 1.983 se legalizó en Madrid el «Centro de Estudio Sociales, Políticos y Económicos», con sede en Núñez de Balboa, 31, Después se legalizaron asociaciones similares en el resto de España, Los que comprendieron la necesidad de esta postura para hacer una reflexión seria sobre lo ocurrido, proyectar el futuro, depurar el partido sin traumas ni injusticias, sino por la simple marcha de los inconformistas, continuaron en la brecha. La revista, el boletín «Seguimos», las reuniones nacionales de los dirigentes de las asociaciones y un sinnúmero de actos por toda la geografía española, permitió saber con quiénes se contaba de veras para recobrar el carácter de partido cuando llegara el instante en que todo pareciera aconsejarlo.

Así sucedió en 1.986. El acuerdo de constituir el «Frente Nacional»se tomó en las jornadas que celebramos en el Valle de los Caídos en el mes de mayo, y a fines de noviembre se legalizó el partido y clausuramos, con un acto inolvidable en el Cine Benlliure, de Madrid, el Congreso Constituyente. Nos acompañaron y hablaron, para respaldar el apoyo europeo al partido, Giorgio Almirante, por Italia, y Brissaud, por Francia,

6) Háblenos de su papel en las Cortes, de sus afanes y de sus desilusiones si las hubo.

Para contestar a esta pregunta es necesario distinguir entre las Cortes propiamente dichas y el Consejo Nacional, y entre dichas Cortes y el Congreso de los Diputados.

En el Consejo Nacional tuve una intervención de la que quizá convenga dar noticia, porque fue declarada secreta la sesión y los discursos no fueron publicados. A raíz del proceso de Burgos y de la actividad en instituciones clave de quienes se había propuesto aniquilar el Sistema, hubo un pleno, en el que pedí la palabra. Había preparado minuciosamente el discurso y llevaba una maleta con los documentos que iban a servir de prueba a cuanto me consideraba obligado a decir. Hubo un silencio profundo, exhibí la documentación, demostré cómo el Régimen podía caer, no tanto por la fuerza de sus enemigos como por la actitud de quienes parecían servirlo. Terminé diciendo con estas u otras palabras parecidas: «Y ahora, si al Gobierno le queda un poco de dignidad o de patriotismo, tiene que hacer una cosa: dimitir.»

Fue suspendida la sesión. Carrero Blanco, que había seguido sin pestañear mi discurso, dejando inacabadas sus pajaritas de papel, convocó a los ministros. Me quedé solo. Los consejeros, alejados de mí, cuchicheaban. La reunión de los ministros terminó. El Almirante se acercó a mí, rompiendo aquella angustiosa soledad. Me dio un abrazo y me dijo: «Estoy de acuerdo con usted.» Le dije, todavía abrazado: «¿También con la dimisión?». «También», fue su respuesta rápida. Hubo algo más en aquella conversación, que revelaré algún día. Por ahora, me limito a decir que García Ramal me abrazó también. Y ahí quedó todo.

De los plenos del Consejo recuerdo la votación de la ley de asociaciones políticas, con mi único voto en contra, y de la que celebramos para el debate sobre la reforma política. Prefiero no recordar las defecciones, ni la defensa de la reforma por quienes hoy la critican con argumentos que comparto. Tuve el honor, con otros consejeros nacionales, de oponerme a ella.

Por lo que respecta a las Cortes, de las que formaba parte por mi condición de Consejero Nacional, mi papel se redujo al seno de las Comisiones. Por motivos que desconozco, nunca se me dio la oportunidad de intervenir en los plenos, ni siquiera cuando se trataba de cuestiones como la reforma de la adopción, en cuyo estudio, formando parte la Comisión de Justicia, había participado.

De mis intervenciones en ese ámbito, me permito recordar algunas: la oposición en la de Asuntos Exteriores a la entrega de Ifni a Marruecos, y al establecimiento de relaciones consulares, arropadas por privilegios diplomáticos, con la U.R.S.S. y los países comunistas; y en la de Leyes Fundamentales, al proyecto de ley sobre la libertad religiosa, y a las enviadas a la Cámara sobre la objeción de conciencia, que conseguí se devolvieran al Gobierno.

Cuando murió el Caudillo, se aprobó, para la reforma política, un trámite de urgencia, que salvaba el estudio previo en Comisión. Puede hacer uso de la palabra en el pleno famoso de autoliquidación del franquismo. Es curioso que con mi enmienda a la totalidad fuera yo -que no había sido ni ministro, ni embajador, ni general de Franco- el que defendió al Sistema nacido del 18 de julio, frente a los que habían ocupado y seguían ocupando puestos de primera fila en el mismo. Los nombres de quienes, desde esa primera línea, defendieron la reforma y de quienes luego la votaron, pueden encontrarse en el diario de sesiones de la Cámara. Grabé mi discurso y la grabación recoge el aplauso, no sé si unánime o no, de los procuradores, pero, sin duda clamoroso. Es verdad que a los aplausos no siguieron los votos, y que la reforma se aprobó, con todas las consecuencias amargas que conocemos y que en mi discurso anuncié sin éxito. Y también es verdad que a un procurador -al que aprecio, a pesar de alguna discusión fuerte que tuvo lugar años más tarde- le repliqué cuando, al retirarme a mi escaño, me dijo: «Tienes toda la razón. Pero la política no es eso.» Le contesté tajante: «Pues si la política no es eso, tú y la política os vais a la M...»

A las Cortes del nuevo Régimen llegué en las elecciones de 1.979. Mi entrada en el hemiciclo produjo una expectación general, sobre todo cuando, por ignorancia del escaño que me correspondía, me senté junto a los diputados del P.S.O.E. Iba a ser en la Cámara signo de contradicción, toda vez que allí estaba para mantener sin falsas prudencias una doctrina, atacada por unos y traicionada por otros. Para los primeros, era un adversario. Para los segundos, un reproche constante, algo así como la voz de su propia conciencia.

Me encontré aislado, pues mi compañía no era grata, por razones distintas, a unos y a otros.  Pero hallé, igualmente, un enorme respeto; y tanto que, al anunciarse mis intervenciones, los diputados volvían a sus puestos y escuchaban con suma atención. Aunque el Presidente de la Cámara me trató con severidad, pude siempre decir, con la brevedad que exigía el hecho de pertenecer al Grupo Mixto, todo lo que estimaba mi deber, con la máxima cortesía, pero con la claridad necesaria. Hubo momentos de enorme tensión: uno, cuando Leopoldo Calvo Sotelo, Presidente del Gobierno, acusó a «Fuerza Nueva» del asalto a mano armada de la sede del Banco Central, en Barcelona; y otros, cuando en las Comisiones correspondientes, el Ministro del Interior, Ibáñez Freire, nos calificó de terroristas o el señor Peces Barba pidió que se investigase a nuestro partido. Creo que en las tres ocasiones abordé los temas con agilidad y con valor. A Calvo Sotelo le demostré que su acusación era inexacta y difamatoria; a Ibáñez Freire, que la suya era intolerable y falsa. La propuesta de investigación a «Fuerza Nueva» -por último- terminó con otra para que se investigase a todos los partidos.

Hay una anécdota curiosa. Alfonso Guerra, en un discurso, subrayó con énfasis que la mayoría de los alcaldes andaluces de U.C.D., eran los presidentes locales de «Fuerza Nueva». La Cámara se sintió sorprendida. La totalidad de los diputados poso su mirada en mí. Los ojos revelaban no sólo sorpresa, sino curiosidad. Fue para mí un momento difícil, Me levanté, crucé las manos e hice un saludo a derecha e izquierda. El Vicepresidente del P.S.O.E. calló, y los diputados, sin hostilidad, acogieron mi saludo con una sonrisa que los tranquilizó, a ellos y a mí.

7) Brevemente Señor Piñar: la muerte del Caudillo y su entronque con el llamado «espíritu del 12 de febrero”.

Seguí la enfermedad de Franco con la preocupación lógica. Durante su enfermedad, en sus dos fases conocidas, la que transcurrió en el sanatorio que lleva su nombre y la que transcurrió en la Clínica de la Paz, se habían producido acontecimientos graves, muy en consonancia con la línea del llamado «espíritu del 12 de febrero». La muerte del Caudillo despejaría plenamente el propósito de desmantelar su obra y aniquilar el Régimen nacido del 18 de julio.

No puedo negar que se me saltaron las lágrimas al escuchar la homilía del Cardenal Primado D. Marcelo González con ocasión de la Misa que se ofició en la Plaza de Oriente. Una vez concluida, contemplando ciertas caras y analizando determinadas conductas, dije a quienes estaban en mi entorno, cuando el furgón que conducía el ataúd iniciaba su marcha hacia el Valle de los Caídos: «No tratan de enterrarle a él solo; pretenden enterrar a España».


Este es el testimonio de un hombre clave en la época, de un hombre que defendió su ideal hasta mas allá de los límites lógicos. Se podrá no estar de acuerdo con él, pero no se le podrá negar su lealtad, su caballerosidad y su valentía. Gracias Don Blas por el ejemplo.

Esta entrevista ha sido tomada del libro: 40 años en la vida de España, 1.986. Tomo, V - Páginas 82-90.

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