HOMILÍA DEL CARDENAL PRIMADO de ESPAÑA, MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN

La oración fúnebre del Cardenal Primado.

      A las diez de la mañana del domingo 23 de noviembre se iniciaba la última jornada del Generalísimo Francisco Franco, de cuerpo presente, entre los españoles. Una nutrida muchedumbre se reunía en la plaza de Oriente para despedirle. Sus restos fueron saludados con un largo aplauso cuando aparecieron a hombros del Regimiento de su Guardia. Cinco minutos antes de las diez  habían llegado los Reyes, que mostraron su especial deferencia hacia la viuda Doña Carmen Polo de Franco.

    El Cardenal Primado de España, Don Marcelo González Martín, pronunció una homilía en la que dijo:

    Hoy celebramos la Iglesia la solemnidad de Jesucristo, Rey de Universo, Rey de la vida, de la muerte. De la vida porque de El, como de Dios la hemos recibido. De la muerte, porque, con su resurrección la ha vencido en su cuerpo glorioso y ha asegurado la misma victoria a los que creen en El. “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre.” (Jn.11,25).

    Dejad que estas palabras crucen los cielos de la Plaza de Oriente y lleguen al corazón entristecido de los españoles. Transmitídselas vosotros mismos, los que, con el más vivo dolor, podéis repetirlas porque creéis en Jesucristo y, por lo mismo, podéis demostrar que vuestra esperanza es, al menos, tan grande como vuestro dolor.

    Vosotros, excelentísima Señora y familiares de Francisco Franco, Reyes de España, Gobierno e instituciones de la nación. Su eco os será devuelto inmediatamente por un pueblo inmenso, cuyo rumor se extiende sobre todas las tierras de España.

  Entrega a España.

      Estamos celebrando el Santo Sacrificio de la Misa y elevamos a Dios por el alma del que hasta ahora ha sido nuestro Jefe de Estado. He ahí sus restos, ya sin otra grandeza que la del recuerdo que aún puede ofrecernos de la persona a quien pertenecieron mientras vivió en este mundo. Frente a ellos, nuestra fe nos habla no del destino inmediato que les espera al ser depositados en un sepulcro, sino de la eternidad del misterio de Dios Salvador, en que su alma será acogida, como lo será también ese mismo cuerpo en el día de la resurrección final. ¡Oh cristianos, niños y adultos, mujeres y hombres creyentes, hermanos míos en la fe de Jesucristo!, que vuestro espíritu responda en este momento a las convicciones que nacen de nuestra conciencia religiosa. Ante este cadáver han desfilado tantos, que , necesariamente, han tenido que ser pocos en comparación con los muchos más que hubieran querido poder hacerlo para dar testimonio de su amor al padre de la Patria, que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio.

    Presentaremos a la adoración de todos la hostia santa y pura de la Eucaristía, nos sentiremos incorporados a la oblación del Señor con la nuestra, podremos ceder, en beneficio de aquel a quien amábamos, los méritos que por nuestra participación pudiera correspondernos, y juntos rezaremos y cantaremos el padrenuestro de la reconciliación y la obediencia amorosa a la voluntad de Dios, que está en los cielos.

  La Espada de Franco.

    Ese hombre llevó una espada que le fue ofrecida por la Legión Extranjera en el año 1.926 y un día entregó al Cardenal Goma, en el templo de Santa Bárbara, de Madrid, para que la depositara en la Catedral de Toledo, donde ahora se guarda. Desde hoy sólo tendrá sobre su tumba la compañía de la cruz. En esos dos símbolos se encierra medio siglo de la historia de nuestra Patria, que ni es tan extraña como algunos quieren decirnos ni tan simple como quieren señalar otros ¡Ojalá esa espada –él mismo lo dijo- no hubiera sido nunca necesaria! ¡Ojalá esa cruz hubiera sido siempre dulce cobijo y estímulo apremiante para la justicia y el amor entre los españoles!

    En este momento en que hablan las lágrimas y brotan incontenibles las esperanzas y los anhelos de toda España el patriotismo, como virtud religiosa, no como exaltación apasionada, pide de nosotros que levantemos nuestra mirada precisamente hacia la Cruz bendita para renovar ante ella propósitos individuales y colectivos que nos ayuden a vivir en la verdad, la justicia, el amor y la paz, exigencias del reino de Cristo en el mundo.

    Brille la luz del agradecimiento por el inmenso legado de realidades positivas que nos deja ese hombre excepcional, esa gratitud que está expresando el pueblo y que le debemos todos: la sociedad civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social y la cultura extendida a todos los sectores. Recordar y agradecer no será nunca inmovilismo rechazable, sino fidelidad estimulante, sencillamente porque las patrias no se hacen en un día, y todo cuanto mañana pueda ser perfeccionado encontrará las raíces de su desarrollo en lo que se ha estado haciendo ayer y hoy en medio de tantas dificultadas.

  Algo más que la esperanza.

    Con la gratitud por lo que hizo, y siguiendo el ejemplo que nos dio, es necesaria, mirando al futuro, no sólo la esperanza, irrenunciable en cualquier hipótesis mientras que el hombre es hombre, sino algo más, la ilusión creadora de paz y de progreso, que es una actitud menos conformista y más difícil. Porque obliga a conciliar a todos los esfuerzos de la imaginación bien orientada con la bondad de corazón y la buena voluntad. Ardua tarea a la que hemos de entregarnos a través de las pequeñas cosas de cada día y con las decisiones importantes de la vida pública. Para que la libertad sea eficiente y ordenada, el pluralismo nos enriquezca en lugar de disgregarnos, la comprensión facilite el análisis necesario de las situaciones y toda la nación, jamás esclava de las ideologías que por su naturaleza tienden a destruirla, avance hacia una integración más serena de sus hijos, unidos en un abrazo como el que él ha querido darnos a todos a la hora de morir, invocando en la conciencia los nombres de Dios y de España.

    Mas ¡qué fácil es proclamar principios y manifestar deseos cuando no se tienen las responsabilidades, que atan o abren las manos! Por eso, en este momento, todavía lleno de aflicción, pero ya abierto hacia los nuevos rumbos que se dibujan en el horizonte, incapaz yo de dar consejos y temeroso de que también los hombres de la Iglesia podemos excedernos con nuestra mejor voluntad, me detengo con respeto ante vosotros, hijos de España, y apelo a vuestra conciencia de ciudadanos rectos, o a vuestra fe religiosa en los que la profesan, para que no os canséis nunca de ser sembradores de paz y de concordia al servicio de un orden justo, dentro del cual, y sin tratar de imponer a nadie convicciones que pueda no compartir, habéis de permitir a quien habla como obispo de la Iglesia, que afirme su fe en que siempre hay una voz que puede ser escuchada; la voz de Dios, que en la vida y en la muerte nos llama sin cesar al perdón, al amor, a la justicia, y a las realizaciones prácticas con que esas actitudes tienen que manifestarse en la vida social de los pueblos. Estoy hablando de Dios porque creo muy poco en la eficacia duradera de los simples humanismos  sociales. Jamás han existido tantos, y jamás han aparecido tantas incertidumbres en las conciencias de los hombres que se llaman libres.

    Ese pueblo que sufre es también un pueblo que espera y sabe amar. Todos, desde el más alto al más bajo, en esta hora solemne en que se escriben capítulos tan importantes de nuestra historia, tenemos gravísimos deberes que cumplir; a todos se nos dice que si el grano de trigo no muere y se hunde en la tierra, que da infecundo. La civilización cristiana, a la que quiso servir Francisco Franco, y sin la cual la libertad es una quimera, nos habla de la necesidad de Dios en nuestras vidas. Sin El y sus leyes divinas, el hombre muere, ahogado por un materialismo que envilece.

  Que el combate por la justicia y la paz no cese.

    Para vos, Majestad, que al día siguiente de ser proclamado Rey os toca presidir las exequias del hombre singular que os llamó a su lado cuando erais niño, pido al Señor que os dé sabiduría para ser Rey de todos los españoles, como tan noblemente habéis afirmado, y que el combate por la justicia y la paz dentro del sentido cristiano de la vida no cese nunca. Y pido para el que os llamó que el mismo Dios le acoja benigno en su misericordia infinita, tal como humildemente se lo suplicó cuando le llegaba la muerte.

    ¡Dona eis, Domine, et lux perpetua luceal eis!

    Y que la Patria perdone también a sus hijos, a todos cuantos lo merezcan. Será el primer fruto de un amor que comienza y el postrero de una vida que acaba de extinguirse.

   Réquiem aeternam

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