HOMILÍA DEL CARDENAL VICENTE ENRIQUE Y TARANCÓN |
A las once y veintiséis minutos de la mañana del 20 de noviembre, cuando apenas terminaba de hablar por televisión el presidente Arias, el cadáver del Generalísimo Francisco Franco, embalsamado por el doctor Bonifacio Piga se trasladaba al palacio de El Pardo, donde durante toda esta primera jornada quedó expuesto ante su familia. Allí mismo celebró la Santa Misa el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, durante la cual pronunció una homilía menos recordada que la que pronunciaría poco después ante el Rey en el Tedeum de los Jerónimos. Dijo que no pretendía hacer “un juicio histórico, pero tampoco un elogio fúnebre”. Habló de la entrega total de Franco, pero sugirió también que su vida estuvo llena de errores inevitables. Los párrafos más importantes de esta homilía son los siguientes: |
“La vida de los justos está en manos de Dios”. (Sap. 3,1). Yo, que, como sacerdote, he pronunciado tantas veces estas palabras, siento hoy una especialísima emoción al repetirlas ante el cuerpo de quien durante casi cuarenta años, con una entrega total, rigió los destinos de nuestra patria. En esta hora nos sentimos todos acongojados ante la desaparición de esta figura auténticamente histórica. Nos sentimos, sobre todo, doloridos ante la muerte de alguien a quien sinceramente queríamos y admirábamos. Hay lágrimas en muchos ojos, y yo quiero que mis primeras palabras de obispo sean para recordar a todos, a la luz de nuestra fe cristiana, que los muertos no mueren del todo, que la muerte no es fin, sino principio; que es la puerta de la vida verdadera, el ingreso en la casa del Padre. Todos nos vamos, todos caemos. Pero los creyentes sabemos que “hay alguien que acoge esa caída con suavidad inmensa entre sus manos”. Francisco Franco, después de una larga vida cargada de enormes, de tremendas tareas y responsabilidades, está ya en las manos de Dios, manos justas y misericordiosas, manos paternales. Nos hemos reunido para esto: para rezar. No debéis esperar de mis palabras ni un juicio histórico ni tampoco un elogio fúnebre. Ni es éste el momento de tales juicios ni es función de la Iglesia el formularlos. La Iglesia es madre: Su función es amar. Y ante el cuerpo del hijo que se ha ido a la casa del Padre, casi el único modo de amar es rezar. Todos necesitamos la oración de todos. Y quizá más que nadie aquellos a quienes Dios ha encomendado la tremenda tarea de mandar o dirigir. Los medievales habían entendido bien esta hora final cuando en sus “danzas de la muerte” pintaban a reyes, gobernantes, Papas, cardenales, obispos, ricos y guerreros dejando sus coronas, sus entorchados, sus mitras, sus tesoros y sus espadas, para llegar ante Dios desnudos e inermes. Sin embargo, no llegamos desnudos ante Dios. El bautismo es nuestro vestido y las buenas obras son nuestro equipaje, el único que tiene valor en esta hora. Como decía San Juan de la Cruz, “a la caída de la tarde seremos examinados de amor”. El amor del gobernante es la entrega al servicio de la comunidad. Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la obsesión diría, incluso, con la que Francisco Franco se entregó a trabajar por España, por el engrandecimiento espiritual y material de nuestro país, con olvido incluso de su propia vida. Este servicio a la patria –lo he dicho ya en otra ocasión- es también una virtud religiosa. No hay incompatibilidad entre el auténtico amor a la patria y la fe cristiana. Si alguna forma de incompatibilidad existiera es porque se entiende mal el amor a la patria o porque se vive mal la fe cristiana. Porque el servicio a la comunidad degenera en falso nacionalismo o porque la fe se pone no al servicio del Evangelio, sino al de una ideología humana. El amor a Dios no puede oponerse al amor a los hermanos que El ha colocado en torno nuestro. Quien ama a sus hermanos está amando a Dios. Quien sirve a la comunidad, a su desarrollo, a su bienestar, a su unidad, cumple un deber que, para los cristianos, es un deber sagrado, una consecuencia de su misma fe. El ha muerto uniendo los nombre de Dios y de España, como acabamos de oír en el último mensaje. Gozoso porque moría en el seno de la Iglesia, de la que siempre ha sido hijo fiel. Yo me atrevería a dar a este acto otro significado más. No basta con rezar por los muertos. Siempre hay algo que aprender de ellos, de todos. Me parece que, en este momento, a la oración por el jefe del Estado fallecido y por la patria hemos de unir todos una promesa firme, serena, comprometida. La muerte del Caudillo nos recuerda que la obligación de trabajar y sacrificarse por la patria no es sólo función de los que gobiernan, sino de todos. Todos somos responsables de que España viva en paz, de que todos los españoles gocen de la libertad y los medios suficientes para desarrollar su propia personalidad y para mantener su dignidad de hombres y cristianos. Pienso que, ante este cadáver, debemos formular todos la promesa de borrar todo cuanto pueda separarnos y dividirnos, la de olvidar nuestros egoísmos e intereses personales, la de evitar cualquier tipo de partidismos excluyentes que puedan entorpecer esa felicidad de todos. El respeto, el diálogo, la aceptación de las diferencias lícitas debe sustituir a la lucha; la convivencia debe borrar los exclusivismos. Todos tenemos una gran tarea ante nosotros. Tendremos que recoger cuanto de positivo se ha construido en estos años; tendremos que mejorar cuanto quedó a mitad de camino; tendremos que superar cuanto pueda dividirnos y aceptar lo que deba diferenciarnos; tendremos que trabajar todos juntos para que la justicia, la libertad, el amor y la paz creen un clima de convivencia fraternal de la que nadie se deba sentir excluido siempre que esté dispuesto a colaborar al bien de todos. En esta hora decisiva para nuestro país y ante el cuerpo del hermano que acaba de abandonarnos, creo realizar el mayor homenaje hacia él y cumplir, al mismo tiempo, mi misión de obispo llamando a todos los españoles a la unión, a la concordia, a la convivencia fraterna. Es ésta, lo sé, “una tarea difícil”, como hemos dicho en un reciente documento los obispos españoles. Pero “es también una tarea posible y, por tanto, obligatoria”. El destino de España en esta hora importante está en las manos de Dios, pero está también en las manos de todos nosotros. Si todos cumplimos con nuestro deber con la entrega con que la entrega con que lo cumplió Francisco Franco, nuestro país no debe temer por su futuro. No es ésta hora de tragedias ni de pánicos. Es hora de que todos los españoles cumplamos con nuestro deber de servicio a la comunidad. Yo pido este esfuerzo, como español, a todos los españoles. Yo os lo pido a todos los cristianos como obispo. Este compromiso será, junto a nuestra oración, el mejor regalo, el mejor elogio que podemos hacer a quien acaba de dejarnos. Que el Señor le ayude, a él y a nosotros, en esta hora. Que a nosotros nos dé el coraje y a él el descanso. Que a nosotros y a él nos dé su paz. |