Por don Fernando
Vizcaíno Casas.
Tópico de la propaganda
antifranquista, mantenido a lo largo del anterior régimen, fue el vacío internacional, la animadversión
de las grandes potencias al sistema dictatorial. Lo que se
correspondía, en la propaganda franquista, con la constante referencia a la conjura
internacional contra España.
Pues bien; parece que las cosas ya se han
clarificado lo suficiente para poder afirmar que esa postura negativa
del extranjero respecto de nuestro país, es una constante ajena a los
regímenes que aquí podamos tener. Por encima de huecas
declaraciones de amistad oficial, al margen de posiciones coyunturales,
determinadas naciones conservan una inalterable actitud antiespañola. No se trata de que les molestase el franquismo; les
molesta, sencillamente, España.
Piénsese que la democracia actual no ha
impedido que en Francia se boicoteen las exportaciones españolas. Ni
que en Bélgica y en Suiza se apedreen las sedes de las representaciones
diplomáticas españolas, como en los mejores tiempos del franquismo.
Ni que se asalten nuestras Embajadas en América. Ni que nuestros
pescadores sean hostigados y perseguidos por países que, hasta hace
bien poco, teníamos por subsidiarios.
Lo cierto es que, desde nuestro Siglo de Oro,
medio mundo fue guardando un rencor histórico hacia España y no se ha
despegado de él.
Abunda
en esta misma opinión Manuel Blanco Tobío, cuando escribe en ABC: «Yo no sé si España
habrá sido popular alguna vez. Me parece que no y nada tiene de
extraño: ninguna nación que haya dominado el mundo lo ha sido. El poderío
es antipático porque siempre lo ostenta un país; o dos,
y el resto lo aguanta. Esto le pasó a España y esto le está pasando
a los Estados Unidos. Primero se tiene el peso y después la pesadumbre
de la púrpura.» «Cómo nos ven», 3-V-80.) y Vicente Blasco Ibáñez, viajero por el mundo,
llegó a afirmar: «Somos el pueblo más calumniado que hay en la
tierra; el más odiado.» (Cit. por Francisco Belda Planas en ABC,
«Blasco Ibáñez y España», 18-VII-79.)
A nivel de anécdota, recojo el artículo de Anna Llauradó, en Diario de Barcelona (2-IV-80), titulado «Muy
pocas atenciones», que relata el trato displicente y hasta grosero recibido por los periodistas e invitados catalanes que
acudieron a Toulouse, al acto de entrega por aquel ayuntamiento de su Medalla
de Oro al presidente Tarradellas. Tras detallar las muchas vejaciones
padecidas (no obstante el carácter de hermandad de la
ceremonia), la periodista concluye: «Resulta indigno comprobar cómo
minutos antes, el rector de la Universidad destacaba las "bellas y
profundas relaciones entre el pueblo catalán y el francés" y
minutos después los franceses trataban a los catalanes casi como el
"massa" a Kunta Kinte.»
Tal es la constante en la actitud de gran
parte de Europa con nosotros; constante histórica, de la que Franco,
ciertamente, no tuvo la culpa.
Motivaciones económicas han impuesto distintas actitudes, pero, en el
fondo, la animadversión nunca ha desaparecido. Aunque razones políticas
la hayan tamizado en épocas muy concretas. La diferencia entre la
postura del Estado franquista y la del actual es clara: aquél se crecía
ante los desaires exteriores y éste se amilana. Aquél echaba por delante
el antiguo orgullo español (en una reacción que el pueblo compartía:
sobran los ejemplos a lo largo de los llamados 40 años) y éste olvida la
dignidad y encaja impertérrito todas las ofensas y todos los desprecios.
Es la distancia justa que existe entre la política
exterior del franquismo y la actual. El acierto de una o de otra, la
eficacia de tan dispares posturas, tendrá que juzgarlos el futuro. A
nosotros, demasiado cercanos todavía para enjuiciarlas, sólo nos
corresponde apuntar el hecho de que después de la reforma política,
asumidos en plenitud los derechos democráticos, devuelta al pueblo su
soberanía (según nos dicen), tampoco se ha operado por parte de las
potencias extranjeras la reacción favorable que tanto se nos había
anunciado. Porque, naturalmente, las frases pomposas y los cánticos
protocolarios de tradicional amistad de nada nos sirven. En el frío
terreno de las realidades, la España-80
está relegada a ínfimos niveles en el concierto internacional. Quizá
el Gobierno es consciente de ello y de ahí que se incline a fomentar
las relaciones con el tercer mundo, con los países no
alineados, con las naciones del subdesarrollo. De la ingenua
ambición imperial hemos pasado a la aceptación expresa del
papel de comparsas.
Medítese, como clara prueba de los tópicos
manejados para acusar al franquismo de ser responsable de
nuestro alejamiento de los países poderosos, en la gran farsa del
Mercado Común. Durante años la propaganda contra Franco le acusó de
ser el único responsable de nuestra marginación de la CEE,
insistiendo en que ésta se debía a razones puramente políticas. Era
otra gran mentira. Entonces, como ahora, motivaciones sólo económicas
eran las que nos cerraban el paso a la integración. Las
dificultades que encuentra don Leopoldo Calvo Sotelo en su gestión, son
las mismas con las que tropezaba don Alberto Ullastres. Con la
diferencia de que, entonces, el Mercado Común no impedía el desarrollo
económico de España y, gracias a él, la industria española se
colocaba en primera fila mundial. Ahora seguimos careciendo de las muy
discutibles ventajas de la CEE y, por si algo faltara, hemos dado
frenazo y tremenda marcha atrás a nuestra prosperidad económica. Entre
otras razones, porque los inversores extranjeros, que se volcaron aquí
durante el franquismo (pese a vituperarlo), han renunciado a ayudar económicamente
a la España democrática (que tanto elogian).
O sea, que tampoco Franco
tuvo la culpa de nuestro aislamiento ni, muchísimo menos, del reiterado
portazo en las narices que nos dio (y nos sigue dando) la Europa de
los Nueve.