Hombre de ciencia, intelectual y comunista

Teniente Coronel Manuel Tagüeña del Frente Popular

Por Eduardo Palomar Baró.  

           

Manuel Tagüeña Lacorte nació en Madrid en 1913 en el seno de una familia de la clase media. Su padre era topógrafo del Instituto Geográfico, y su madre maestra nacional. Realiza los estudios primarios en la escuela nacional y cursa el Bachillerato en el colegio de los Maristas de la calle de los Madrazo.

De 1929 a 1933 estudia Ciencias Físico-Matemáticas en la Universidad de Madrid, licenciándose con Premio Extraordinario.

Durante sus estudios en la Facultad se alista en la FUE (Federación Universitaria Española), librando sus primeras batallas en los patios de la Universidad contra los estudiantes de derechas agrupados en el SEU (Sindicato Español Universitario).

En 1932 se afilia a las Juventudes Comunistas. Un año después ingresa en las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC). Colabora en la publicación Juventud Roja. Dos años más tarde las abandonaría para alistarse en las Juventudes Socialistas.

En los sucesos de octubre de 1934 participa al mando de una compañía de Milicias Socialistas en la zona madrileña de la Glorieta de Quevedo. Es detenido y encarcelado por las autoridades republicanas.

En estas fechas recibe el nombramiento de profesor en el Instituto de Molina de Aragón, a cuya cátedra se incorpora al salir de la cárcel. Pero la policía le persigue, y se marcha a Madrid, desde donde pasa a Zaragoza para esconderse en casa de unos parientes. Tranquilizada la situación, reanuda su tarea docente y, en julio se incorpora al regimiento de Zapadores número 1 del Cuartel de la Montaña y decide hacerse oficial de complemento, por lo que pide los seis meses de servicio de una sola vez, hasta final de año. Por estar “fichado”, no consigue el grado de alférez, por lo que tiene que conformarse con los galones de brigada.

Durante los primeros meses de 1936 reorganiza las Juventudes Socialistas y se pone en contacto con algunos militares republicanos. Fundidas las Juventudes Socialistas con las Comunistas, reingresa en el PC.

Avanzada la tarde del 18 de julio se recibe en la Casa del Pueblo la orden de recoger fusiles en el Círculo Socialista del puente de Segovia. Tagüeña transmite la orden a tres compañías que marchan con él, encontrando el Círculo abarrotado de gente que pide armas, paisanos por lo general y algunos sargentos.

Con sus hombres va el día 20 a Getafe contra los sublevados del Cuartel de Artillería. A pesar de una tremenda costalada, sufriendo un gran golpe en la cadera, entra saltando una tapia en el Cuartel de Getafe, con Fernando Claudín, y abre sus puertas a los milicianos.

Dos días después, sin curarse del todo del golpe, está en Villalba, donde dos columnas de milicianos disputan el Alto del León a los falangistas.

Los días siguientes combate en la sierra de Guadarrama. Se acaba de organizar el batallón Octubre nº 11, del que Tagüeña es nombrado, en Madrid, capitán ayudante. El jefe del batallón Fernando de Rosa, cae muerto de un balazo en la cabeza. Entonces, ante el desconcierto de los milicianos, que inician la retirada, Tagüeña se hace cargo del mando del batallón.

El 25 de septiembre de 1936, se le confirma el grado de comandante del Octubre nº 11. El 31 de octubre pide permiso para casarse en Madrid, con Carmen Parga, licenciada en Filosofía y Letras afiliada al Partido Comunista. Tagüeña vuelve al frente de Cuelgamuros, donde las operaciones quedan paralizadas a causa de las nevadas.

El 1º de enero de 1937, el Batallón Octubre fue transformado en Brigada Mixta, la 30, y adscrita a la 2ª División. Tagüeña quedaba al mando de la nueva unidad.

Actúa en la fracasada ofensiva sobre La Granja con la 30ª Brigada Mixta a sus órdenes.

Después de la batalla de Brunete (del 6 al 25 de julio de 1937), pasa a mandar la 3ª División, sustituyendo al teniente coronel Heredia, destinado al XVII Cuerpo de Ejército. En los meses sucesivos permanece en la reserva del I Cuerpo de Ejército, con puesto de mando en El Escorial.

A mediados de marzo de 1938, al producirse la ruptura del frente de Teruel recibe la orden de incorporarse urgentemente al frente del Este. Los nacionales habían atacado de forma arrolladora, y el ejército rojo se había derrumbado por completo. Tagüeña consigue contener a las tropas italianas con éxito, cosa que hizo primero en Torrevelilla (Teruel, Bajo Aragón) y después en Cherta (Tarragona, Bajo Ebro). Esto le valió el ascenso a teniente coronel.

A partir de entonces la 3ª División, que tanto se había distinguido, es incorporada al V Cuerpo de Ejército, al mando de Juan Guilloto León, popularmente conocido como Modesto. Tagüeña recibe la Medalla de la Libertad, que aceptó como condecoración colectiva de su División.

El 17 de abril de 1938, Modesto le concede el mando provisional del XV Cuerpo de Ejército, a raíz de su nombramiento como jefe de la Agrupación Autónoma del Ebro. Con él tiene que cubrir un largo frente en la orilla izquierda del Ebro, que va desde Mequinenza a Mora la Nueva.

El paso del Ebro tuvo lugar el día 25 de julio de 1938. Todo el peso de la maniobra inicial recayó en el XV Cuerpo de Ejército al mando del Teniente Coronel Tagüeña y compuesto por las siguientes divisiones:

−35ª División Internacional a las órdenes del mayor Pedro Mateo Merino (con la XI, XIII y XV Brigadas Internacionales) 

− 3.ª División, a las órdenes del mayor Esteban Cabezas Morente (con la 31.ª, 33.ª y 60ª. brigadas).

−42.ª División, bajo el mando del mayor Manuel Álvarez Álvarez (con las Brigadas Mixtas 226.ª, 227.ª y 59.ª).

Se trataba de dar una inyección de moral al combatiente frentepopulista, al mismo tiempo que se distraían tropas enemigas empeñadas en el frente de Levante, cuya ciudad más importante, Valencia, trataban de conquistar, pero el alcance de aquella operación iba mucho más lejos. Tagüeña, en su libro “Testimonio de dos guerra”, escribe: “Nuestra reacción ofensiva en Cataluña era absolutamente necesaria, para aliviar la tensión en el frente de Levante, donde seguían concentradas las fuerzas enemigas, que tenían a Valencia como objetivo principal. El avance del Cuerpo de Galicia por la costa acababa de arrebatarnos, el 14 de junio de 1938, Castellón de la Plana, pero no se había producido una rotura completa de nuestras líneas, que habían detenido al enemigo en la cuenca de Mijares”.

La operación del paso del Ebro, planeada por Vicente Rojo Lluch, dio un excelente resultado, empleando la táctica predilecta de Modesto: el silencio y la penetración. Tanto es así, que los nacionales ni siquiera advirtieron los movimientos iniciales. Enrique Líster, con el V Cuerpo, tomaba Miravet y Benisanet después de atravesar el río.

Tagüeña desde su puesto de mando, situado en el vértice de Cantarranas, presenció el paso de sus unidades a la otra orilla del Ebro, por el norte de Fyón, por las proximidades de Ribarroja del Ebro, por Flix y Ascó entre otros lugares. Dos batallones de la 226ª brigada de la XLII división, después de atravesar el río al norte de Fayón, avanzaron unos cinco kilómetros y ocuparon el cruce de la carretera de Mequinenza a Maella; la 31ª brigada de la III división, después de conquistar Ribarroja del Ebro, llegaba a las estribaciones norte de la Sierra de Fatarella; la 33ª brigada de la III división, con la 60, conquistó Flix a las cinco de la tarde; lo propio hacía la 11ª brigada de la XXXV división con el pueblo de Ascó; la 13ª brigada de la XXXV división, al mando del polaco, mayor Edward, fue la que más se distinguió y, según Tagüeña, “factor principal en el éxito de la ofensiva en todo el Ejército del Ebro”. Cruzó el río en barcas, al sur de Ascó, en la desembocadura del río de la Torre, ocupando antes de las ocho de la mañana Venta de Camposines y haciendo prisionero al jefe y todo el Estado Mayor de la media brigada de la L división enemiga, coronel Peñarredonda, para seguir luego hacia Corbera. Conquistado este pueblo, el avance de la 13ª división continuó hasta Gandesa. Había penetrado unos veinte kilómetros en menos de un día.

La reacción del mando nacional al comprobar que el enemigo se le había infiltrado después de cruzar sigilosamente el Ebro, fue de desconcierto. Pronto se apresuró a abrir las presas de Tremp y Camarasa, situados aguas arriba del río Segre, en la provincia de Lérida, provocando una crecida de aguas que desbarajustó puentes y pasarelas, al mismo tiempo que ponía en peligro las comunicaciones de los rojos. El agua empezó a subir a las dos de la tarde del 26 y no decreció hasta la misma hora del día 28. De momento, los frentepopulistas se vieron encerrados en una ratonera.

El cruce del río lo realizó Tagüeña en la mañana del día 28, anticipándose al traslado de su puesto de mando. Lo hizo por Ascó, donde le esperaba el capitán Parga con una camioneta. En Venta de Camposines se informó de la posición ocupada por sus unidades. Comprobó la imposibilidad de tender puentes para el paso de los tanques y las unidades pesadas, así como para el necesario aprovisionamiento. El último recurso era un puente de hierro que se estaba tendiendo en Flix. La situación quedó resuelta el 28, en que pasaron el río los blindados, ambulancias y resto del material pesado, incluyendo piezas de artillería. Lo hicieron por un puente tendido cerca de Ascó.

Según Tagüeña, en ocho días de ofensiva, se logró ocupar una extensa cabeza de puente, afirmada en las dos orillas del Ebro. La línea de fuego republicana alcanzó los cuarenta kilómetros. Se conquistan, pues, unos ochocientos kilómetros cuadrados, que el adversario tardará tres meses y medio en recobrar.

A la caída de la tarde del día 15 de noviembre de 1938, bajo las órdenes de Manuel Tagüeña, todo está preparado en Flix para el cruce del río, en sentido inverso, de las tropas del Frente Popular que se han ido replegando y a las cuatro y media de la madrugada, ya el día 16, los últimos combatientes rojos del Ebro han cruzado a la margen izquierda. Después de haber evacuado el material de guerra y a los últimos soldados, Tagüeña ordenó volar el puente de hierro de Flix.

El Cuerpo de Ejército Marroquí bajo el mando del Juan Yagüe Blanco entró en Ribarroja del Ebro el 18 de noviembre, volviendo a reconstituir la línea defensiva que los republicanos habían roto el 25 de julio.

La Brigada de la 35ª División, la 13ª, fue la primera en pasar el río a fin de proteger la retirada de las restantes unidades hasta el último momento. Ya de noche, Tagüeña pasó el puente de Flix. Al día siguiente dio cuenta de la operación realizada bajo su responsabilidad a su jefe inmediato superior, Modesto, en Espluga de Francolí, donde éste tenía el puesto de mando. Esperó ciertos reproches, pero no los hubo. El Estado Mayor Central sólo tuvo elogios para él.

Tres meses y medio después de haber cruzado el río, el 16 de noviembre de 1938 termina la batalla del Ebro, la más sangrienta y larga de toda la guerra civil española. Tras esta importante derrota del Frente Popular, quedó marcado el destino de la II República española.

La ofensiva del Ejército nacional sobre el Ebro tuvo lugar el 23 de diciembre de 1938 tras una intensísima preparación artillera y de aviación. Roto el frente, y derrumbados el XII y el XV Cuerpo de Ejército, se inició la dramática retirada. Barcelona caía el 26 de enero de 1939, con la entrada en la ciudad de Yagüe.

Tagüeña destruye y quema los archivos del PSUC, en el Hotel Colón de la plaza de Cataluña, sede de las Juventudes Socialistas.

En los primeros días de febrero organiza la retirada lo mejor que puede. El día 8 de febrero, Modesto da la orden de cruzar la frontera. Al amanecer del 10, Tagüeña está en territorio francés. Le acompañan, entre otros, su mujer y un amigo íntimo de los tiempos de la Facultad, el comisario Fusimaña, que se incorporaría a las guerrillas en Ucrania donde moriría luchando contra los nazis en Crimea.

Modesto sería el último combatiente del Ebro en abandonar España.

Un miembro del Buró del Partido Comunista, Francisco Antón, informó a los exiliados de la decisión de Juan Negrín de prolongar la resistencia. Tagüeña, siempre obediente a las órdenes del Partido, decide volver a España, al enterarse que los comunistas apoyaban a Negrín.

La noche del 19 al 20 de febrero, vuela a Albacete con algunos jefes del Ejército del Ebro y con Fusimaña, Castro Delgado y Líster. En otro avión, delante, habían salido Modesto, Carrillo y el propio Antón que se quedan en Francia. La misma noche del 20, Tagüeña va de Albacete a Madrid Pronto se entera, por el Partido, de las intenciones poco nobles de Casado, si bien no acaba de entender por qué no le detiene el presidente del Gobierno. Aunque sabe que todo está perdido, intenta organizar la defensa de Madrid con mandos comunistas: Ortega, Bueno y Barceló. Sólo les hace sombra el IV Cuerpo de Ejército, al mando del anarcosindicalista Cipriano Mera.

Mientras, Casado sigue fingiendo. En un almuerzo íntimo con Tagüeña, le disuade de cualquier sospecha de rendición. Pero los hechos demostrarían lo contrario. El 2 de marzo conoce Tagüeña la renuncia de Azaña a la presidencia, firmada en París.

El 5 de marzo recibe la orden de entregar a Domingo Girón el archivo militar comunista, cuya custodia se le había designado a su llegada a Madrid. El mismo día Modesto le comunica que se traslade a la posición “Yuste”, cerca de Elda (Alicante), donde se encontraba reunido el gobierno de Negrín. En uno de los controles oye por radio la constitución en Madrid, del Consejo de Defensa. Cuando llega a la posición “Yuste” el ministro Vicente Uribe le ruega  que vaya a la posición “Dakar” a informar a los altos mandos comunistas allí reunidos, de que el Gobierno abandona España. A la llegada de Negrín, al que ya se creía volando hacia Francia, Dolores Ibárruri casi le convence de que prolongue la guerra. Tagüeña sale disparado hacia Alicante en busca del nuevo gobernador, Etelvino Vega, para impedir que entregue la plaza, pero llega tarde ya que Vega es virtualmente prisionero de las tropas casadistas, escapando Tagüeña de milagro. Por la noche asiste a la última reunión del Comité Central del Partido Comunista, en Monóvar (Alicante).

En la mañana del día 7 de marzo de 1939, abandona España en un bimotor de la LAPE, aterrizando en Toulouse. Su mujer le esperaba en París. En la capital francesa se entera por la prensa del final de la guerra. Luego sabría la suerte que corrieron sus amigos, Barceló, Ortega, Girón, tantos otros, fusilados por los “casadistas”.

Se traslada a Moscú con su mujer y asiste a los cursos de la Academia Militar Superior de Frunze, de la que más tarde será profesor. Sale de ella con el grado de comandante (mayor), si bien los soviéticos respetan la graduación que ostentó en la guerra civil, o sea, la de teniente coronel.

En la URSS permanece de 1939 a 1946, año en que es trasladado a Yugoslavia en calidad de consejero militar.

Tagüeña realiza un severo análisis de las doctrinas marxistas, que había de llevarle al apartamiento definitivo del Partido, sin por ello proclamarse jamás anticomunista. Cuando surge el conflicto entre la URSS y Yugoslavia, se siente incómodo en este último país. Su persona, sin embargo, no es grata al estalinismo.

En los últimos meses de 1948 es alejado de Belgrado, pasando a residir a Checoslovaquia. Decididamente el estalinismo quería prescindir de él, ya que lo aleja de los puestos de responsabilidad política y militar. Incluso los mismos comunistas españoles, que tanto abundaban en aquellas latitudes, empiezan a dudar de su fidelidad al Partido.

Abandona Praga para trasladarse a Brno, en cuya Facultad de Medicina da clases, después de aprender el checo, y en la que todavía le sobra tiempo para terminar la carrera de Medicina. Su mujer imparte clases en la misma Universidad en la Facultad de Filosofía.

El 12 de octubre de 1955, llega a México, con su mujer y sus dos hijas. A los 42 años de edad, consideró que era el momento de recuperar su libertad y separarse del comunismo.

En 1960 vuelve a España para ver a su madre, gravemente enferma. Se le brindó la oportunidad de establecerse en su tierra, pero declina el ofrecimiento por no dar a los demás la imagen del “rojo arrepentido”. Volvió a México, donde murió de cáncer el 1 de junio de 1971, a los 58 años de edad.

Dos años antes de morir, Tagüeña escribió: “Mi puesto está y estará en el bando de los vencidos”. Al contrario de los restantes jefes de Milicias, fue un intelectual de primera fila. Intelectual y comunista, ideario que abandonó tras haber vivido el horror del “paraíso soviético” y haber presenciado su feroz dictadura, sus crímenes y atentados contra la libertad y los derechos humanos.

 

Fragmentos del libro “Testimonio de dos guerras” de Manuel Tagüeña

 

La pérdida de Barcelona

No me hacía ningún tipo de ilusiones sobre la suerte que iba a correr la ciudad. Me sentía totalmente agotado e impotente. No tenía ningún enlace con el Ejército del Ebro, ni sabía nada de la situación en el sector del V Cuerpo, salvo que el enemigo había ocupado Tarrasa y Rubí y rebasaba Sabadell, envolviendo Barcelona por el norte (...) Entre la 35ª División y la 42ª, que había perdido todos sus reclutas y cuyos restos estaban en el Tibidabo, había muchos kilómetros descubiertos sin un solo soldado republicano.

En Montjuich se replegaron los restos de la 43ª División, cuyos tres jefes de brigada habían desertado ese día, abandonando a sus soldados. Entre el Tibidabo y Montjuich estaba la 3ª División. En total, el XV Cuerpo contaba esa noche con unos 2.000 hombres, increíblemente todavía dispuestos a luchar, mientras una gran masa de fugitivos, militares y civiles, en alud incontenible, se apresuraba ya hacia la frontera francesa. Contra nuestros dos mil soldados convergían los cuerpos Italianos, de Navarra y Marroquí, con un total de unos cien mil combatientes enardecidos por las victorias y por la cercanía de la capital catalana, que se preparaban a asaltar.

Pocos durmieron en la gran ciudad aquella noche del 25 al 26 de enero de 1939. Unos esperaban con ansiedad y otros con temor la llegada inminente de las tropas enemigas, y muchos, utilizando todos los medios posibles de locomoción, habían resuelto huir. Las calles que confluían hacia la carretera de Francia eran verdaderos ríos de camiones, carros y coches, y de mujeres, hombres y niños que marchaban a pie. Contagiados por el miedo, se incorporaban a la gigantesca emigración que los últimos días embotellaba todas las carreteras y caminos hacia el norte.

(...) A las cuatro de la mañana, un oficial de Modesto me trajo sus órdenes. Efectivamente, había un mando responsable de la defensa de Barcelona, pero carecía de fuerzas, y lo que quedara del XV Cuerpo debía mantener sus posiciones en el borde de la ciudad (...) Casi a la misma hora me visitaron Francisco Antón y Santiago Carrillo. Me dijeron que los comunistas y la JSU iban a hacer el máximo esfuerzo para defender la capital de Cataluña, movilizar a la población y ganar así tiempo para estabilizar el frente (...) Se quería repetir el milagro de la defensa de Madrid, pero las condiciones eran completamente diferentes (...). Pensar que la población de la capital catalana se iba a alzar para defenderla, era completamente ilusorio. En los últimos días, a pesar de todos los llamamientos, de su millón de habitantes se habían reunido escasamente mil para fortificar. Barcelona aceptaba la derrota con tristeza y no veía objeto alguno en prolongar la lucha; ya no estábamos en 1936. La gran mayoría de la gente estaba hambrienta y deseando que terminara como fuera la terrible pesadilla de la guerra. Los constantes bombardeos de la aviación enemiga, que en los últimos días se sucedían sin cesar, habían ayudado a derrumbar la moral. Lo que nos hacía falta eran soldados, y estos no podían surgir de la nada en el par de horas que faltaban para el amanecer del día 26 de enero.

Di las órdenes a mis unidades de mantenerse en la línea que ocupaban y pedí a los artilleros que instalaran piezas, para enfilar a tiro directo las principales calles por donde podía penetrar el enemigo. Con los pocos blindados y tanques de que disponía, organicé patrullas motorizadas. Era todo lo que podía hacer.

Mis enlaces me comunicaban lo que ocurría dentro de la ciudad. Mujeres que asaltaban depósitos de víveres y que insultaban a nuestros soldados, y otras que, como locas, buscaban medios de escapar de la ciudad. Un estado de tensión y de hostilidad se respiraba por todas partes. Con frecuencia se encontraban almacenes grandes y sitios de armamento y municiones que destruíamos cuando no era posible trasladarlos. Todos teníamos ahora pequeñas metralletas o “naranjeros”, como las denominábamos entonces, aunque su nombre oficial era “subfusil ametrallador”. Se fabricaban a miles en nuestra retaguardia, pero jamás llegó al frente ni una sola.

A las tres de la tarde del día 26, se produjo de repente un pánico tremendo que se extendió por toda Barcelona, y una última oleada de fugitivos se precipitó hacia San Adrián de Besós (...) Nuestras unidades también retrocedían apresuradamente, y el enemigo, que con gran prudencia había estado acumulando sus fuerzas en el lindero de la ciudad, se lanzó hacia dentro en pequeñas columnas, precedidas de tanques, que rápidamente penetraron por las principales avenidas. Fueron minutos de tremenda confusión. Mientras por una calle entraban los conquistadores, aclamados por los gritos de sus simpatizantes, por la de al lado se retiraban nuestros maltrechos hombres, las piezas de artillería, los tanques, los blindados (...) En el receptor de mi automóvil, oí el parte de guerra enemigo, que transmitía la propia Radio Barcelona. En él se anunciaba que los Cuerpos de Ejército Italiano, Navarro y Marroquí habían ocupado la ciudad.

(...) Por las carreteras huían más de medio millón de personas, de las cuales, una buena parte, eran oficiales y soldados desertores que no trataban ya de reincorporarse al frente, sino de alcanzar lo antes posible la frontera. Antón me aseguró que el Gobierno iba a hacer un gran esfuerzo para contener la avalancha, dejar pasar a los civiles, hombres, mujeres y niños, a los que se iba a evacuar a Francia, y obligar a los militares a regresar a las unidades que todavía se defendían. Nuestra misión consistía en retrasar el avance del enemigo e impedir que sus divisiones motorizadas penetrasen en cuña como cuchillos en la masa de fugitivos, lo que podría dar lugar a una espantosa catástrofe.

 

El hundimiento de Cataluña

El derrumbe era ya general en nuestra retaguardia, y el gobierno de Negrín, después de la reunión del Parlamento en el castillo de Figueras, el 1 de febrero, había dejado prácticamente de existir. La frontera francesa, que estaba siendo cruzada por un río de heridos y refugiados civiles desde el 28 de enero, fue abierta por las autoridades del país vecino para los militares de republicanos, que comenzaron a atravesarla el 5 de febrero. Diariamente más personalidades del régimen y de los partidos políticos pasaban a Francia. Los tres puntos del doctor Negrín, oferta desesperada de paz, que pedían garantías sobre la independencia de España, el derecho del pueblo a disponer de sus destinos y la supresión de las represalias, no fueron tomados en cuenta por el enemigo, que ya estaba seguro de su victoria completa.

El 8 de febrero por la mañana, cuando el enemigo se aproximaba a Figueras, que sus aviones bombardeaban terriblemente, llegó la orden de Modesto para entrar en Francia (...) El Gobierno y el Estado Mayor Central ya pisaban tierra francesa. Antón me comunicó que el PC apoyaba a Negrín en sus propósitos de continuar la resistencia en la zona Centro-Sur, adonde debíamos trasladarnos para seguir luchando.

Por la mañana del 9 de febrero cruzó la raya la 42ª División con mis antiguos compañeros de la 3ª. Buscábamos entre ellas caras conocidas de veteranos de nuestras batallas, y era doloroso comprobar que quedaban muy pocos; en total, poco más de medio millar de hombres.

Llegaron más oficiales franceses que nos miraban con curiosidad y hacían preguntas como de profesional a aficionado. Creo que más tarde recordarían muchas veces que, entre otras cosas, les dije que nuestro Ejército había sido vencido, pero que a ellos les iba a llegar pronto el turno y que sentirían no habernos ayudado. No había duda de que nuestra derrota representaba también la de Francia, pero no querían admitirlo y me hablaban de las virtudes de sus soldados. Eso no me impresionaba; porque si las virtudes fueran suficientes para ganar una guerra, nosotros no la habríamos perdido.

Ya de noche, el jefe francés me llamó para comunicarme que por la tarde nuestros enemigos habían ocupado La Junquera y alcanzado el puesto fronterizo de Le Perthus, cortando la retirada a muchos fugitivos (...) Se oyeron entonces fuertes explosiones en la estación ferroviaria de Port-Bou y vimos el humo de los incendios que destruía los últimos almacenes de armas y municiones.

Ante los ojos admirados de los militares franceses, desfiló entonces la 35ª División y el Batallón Especial del Ejército del Ebro. Luego siguieron lentamente unos tanques averiados y la carretera quedó completamente vacía. Todavía nos quedamos un rato hasta que el horizonte del mar iba aumentando la luminosidad que precedía al amanecer del 10 de febrero. Recibida la orden de pasar la frontera, lo hicimos, tiramos con pena nuestras pistolas en uno de los enormes montones de armas, y bajamos hacia Cerbère en varios automóviles (...). Detrás venía Modesto, que había querido ser el último de su ejército que dejara el territorio español.

 

La República traicionada

Por fin, la noche del 19 al 20 de febrero de 1939, salimos en un avión repleto hacia el territorio republicano (...) El ambiente era tenso. Íbamos, simplemente, a cumplir lo que considerábamos un deber: luchar hasta el fin, pero no nos hacíamos ilusiones sobre el futuro que nos aguardaba. Nos molestó a todos que no viniera Santiago Álvarez, “porque era un cuadro político que no debía ser expuesto a peligros”. Modesto nos había precedido y ya estaba en Madrid.

(...) Un grupo nos instalamos en el Socorro Rojo Internacional, situado en la calle de Lista, casi esquina con Velázquez, y los demás en la antigua Comandancia del 5º Regimiento, situada enfrente (...) Madrid estaba lleno de rumores y de intranquilidad sembrada por los partidarios de llegar a un acuerdo con el enemigo para dar por terminada la guerra. Pero lo más deprimente era ver la muchedumbre que llenaba las calles, cafés, cines y centros de diversión, con un público heterogéneo donde abundaban las mujeres y los uniformados. Parecía como si se aturdieran gozando intensamente de la vida antes de la catástrofe.

(...) Desde el primer momento, el Partido nos informó sobre la posibilidad de un golpe militar contra el Gobierno, que estaría encabezado por el coronel profesional Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro. Toda la habilidad del Presidente del Consejo, Negrín, se estrellaba inevitablemente contra el desfallecimiento de la moral de resistencia, provocado por una situación en verdad desesperada. Nadie creía que podía cumplir sus promesas de traer a España el material de guerra almacenado todavía en Francia; pero por otra parte, era ilusorio pensar que el vencedor, con la victoria ya en la mano, iba a admitir otra cosa que la capitulación pura y simple. Una paz honrosa ya la había negociado Negrín inútilmente. Ya ni siquiera podíamos soñar con que la resistencia nos iba a permitir ganar tiempo en espera de un cambio internacional favorable. Pero si la guerra estaba perdida, debía terminar de la manera más digna y salvando al mayor número de personas comprometidas, como habíamos hecho en Cataluña, ya que tampoco podíamos contar con la misericordia del enemigo.

Negrín, de visita en Madrid, nos reunió en su palacio de la Presidencia, en La Castellana, a los jefes militares y comisarios (...) Agradeció que hubiéramos regresado y tuvo para nosotros palabras amables, pero nada en concreto nos dijo sobre la forma en que pensaba utilizarnos. En seguida, dejó la capital para no volver más y pronto lo siguieron los dirigentes comunistas, excepto Pedro Checa. También se marcharon Modesto, Líster, Castro, López Iglesias y Rodríguez, para estar cerca del Gobierno. Tampoco estaban en la capital el delegado de la Internacional Comunista, Togliatti (Ercoli para nosotros) y su ayudante, el húngaro Stepanov. Madrid era como una trampa que todos trataban de dejar mientras la puerta estuviera entreabierta. No se nos escapaban estas circunstancias a los que quedamos allí, pero confiábamos en que no se cerraría la salida tan pronto.

(...) Mientras tanto, la tambaleante República española había sufrido otro golpe por parte de Francia e Inglaterra, que el 27 de febrero reconocieron al gobierno del general Franco. Con esto se volatilizaban las esperanzas de recibir el armamento depositado en territorio francés y nuestros aviones de la LAPE dejaron de circular entre Toulouse y Albacete, interrumpiéndose así nuestro único y débil enlace con el exterior.

Girón aseguraba que Casado había postergado la inserción en la “Gaceta”, que seguía editándose en Madrid, del decreto que anunciaba los ascensos a general de Cordón, Modesto y el propio Casado (...) La impresión de Girón era que retrasaba la publicación de esos nombramientos para concluir todos los preparativos y que sólo la permitiría cuando estuviera listo para sublevarse contra el Gobierno, para usarla además como uno de los motivos. Yo seguía sin comprender cómo, sabiendo todo esto, no nos anticipábamos a estos planes, y así se lo repetía a Girón. Lo cierto es que Casado se había hecho bordar en un uniforme las insignias de general, para estar preparado a aceptarlas si la situación se lo exigía. Me lo había asegurado mi sastre de la calle del Arenal, que nos estaba confeccionando ropa militar a algunos de nosotros.

(...) El 2 de marzo se hizo pública la renuncia de Azaña como presidente de la República, un nuevo golpe para las pocas esperanzas que pudiéramos albergar. El final de la guerra estaba próximo y antes de verme obligado a marcharme de Madrid fui a echarle un vistazo a mi domicilio de la calle de las Huertas. Allí habían vivido, durante casi toda la guerra, mis tíos José Xandri y Encarnación Tagüeña, porque estaban más seguros que en Portillo de Embajadores. Recorrí todas las habitaciones y me llevé dos trajes civiles. Mis parientes se despidieron de mí como si no fueran a verme más y no dejaban de tener buenas razones para ello.

En los linderos de Madrid y en todos los frentes de la zona Centro-Sur reinaba la más completa calma. El enemigo, indudablemente, estaba reagrupando sus unidades para dar el golpe final.

(...) Ya cerca del mediodía, del domingo 5 de marzo, sonó el teléfono. Era una conferencia de larga distancia para mí. Me llamaba López Iglesias para decirme que Modesto nos ordenaba que nos trasladáramos a la posición “Yuste”, no lejos de Elda, donde se encontraba reunido el gobierno de Negrín. Antes de que pudiera comunicar esta llamada a Girón, apareció, pálido y desencajado, el comisario de Casado, Daniel Ortega. Al puesto de mando del Ejército del Centro, en la posición “Jaca”, estaban llegando camiones con tropas enviadas por el jefe anarquista Cipriano Mera, del IV Cuerpo. Para Ortega no había ninguna duda de que aquello representaba la sublevación y, sin pensarlo más, había saltado por una ventana para venir a comunicárnoslo.

(...) Comimos tranquilamente y sin apresurarnos fuimos haciendo los preparativos del viaje, empacando nuestros pequeños equipajes (...). De haber sabido lo que estaba pasando en el país, nos habríamos dado mucha más prisa: los jefes de la flota republicana habían recibido con gran irritación al coronel Francisco Galán, enviado por el Gobierno para mandar la base naval de Cartagena. Cuando se presentó a tomar el mando la tarde anterior; y la quinta columna infiltrada en la guarnición se había amotinado abiertamente durante la noche, liberando a los presos políticos y ocupando con rapidez la ciudad y las baterías de costa.

Por la mañana, los barcos de guerra, duramente castigados por la aviación enemiga, habían salido a alta mar bajo la amenaza de los cañones de tierra en manos de los rebeldes. Durante el día, el teniente coronel Rodríguez iba reconquistando Cartagena con fuerzas de la 206 Brigada, venida del Ejército de Levante, al mando del mayor Artemio Precioso. Por otra parte, los generales Miaja y Casado no habían atendido los requerimientos de Negrín para que acudieran a la sede del Gobierno.

(...) Habíamos agotado tanto el tiempo que, al salir de Madrid, mientras revisaban nuestros permisos en el puesto de control, oímos cómo un aparato de radio a todo volumen anunciaba que por la noche se iba a transmitir una alocución del jefe del Ejército del Centro. Esto confirmaba que la insurrección ya era una realidad. Cuando Casado tuvo tiempo de acordarse de nosotros, envío a sus hombres a arrestarnos; pero encontraron las casas vacías.

(...) Madrid fue una excepción. El domingo 5 de marzo, después de hablar conmigo, Girón hizo volver a Daniel Ortega a la posición “Jaca”, es decir, lo hizo regresar a donde acababa de escapar; tan esperanzado estaba que la sublevación “casadista” no llegaría a realizarse. Pero se equivocaba: Daniel Ortega fue inmediatamente arrestado y al propio Girón lo detuvieron aquella anoche en el local del Partido, junto con otros miembros del comité provincial, quedando descabezada la organización madrileña.

Entonces, de manera espontánea, en un movimiento de autodefensa, algunos jefes militares comunistas comenzaron a mover sus unidades contra las de Casado. La resistencia al Consejo la encabezaba el coronel Barceló, al frente del I Cuerpo, y el mayor Ascanio, jefe provisional del II Cuerpo por enfermedad del coronel Bueno. Pero la falta de directivas concretas, motivó que todo fuera demasiado lento y los combates no empezaron hasta el día 7 por la mañana (...) Veinticuatro horas más tarde, al leer en París el comienzo de la lucha en la que habríamos debido participar, me acusaba a mí mismo de haber aceptado con tanta facilidad salir de España. Pero la cosa ya no tenía remedio.

Mientras tanto, la Flota republicana había tratado de refugiarse en Argel, pero fue encaminada a la base naval de Bizerta, donde anclaría unos días después. Fue ésta una de las páginas más lamentables de los últimos momentos de la guerra, ya que desaparecía el factor más importante que podía permitir la salida de España de muchas personas comprometidas. La deserción de nuestra Escuadra, ya que no se le puede dar otro nombre, iba a costar la vida a miles de personas que habrían podido salvarse con ella. El propio Consejo Nacional de Defensa perdía, además, una de sus cartas principales para las negociaciones que se proponía entablar con el enemigo.

(...) Por la prensa francesa seguimos aquellos días con ansiedad las incidencias de la lucha en Madrid. Lo que no ofrecía dudas era que los combates, aunque violentísimos, estaban localizados en la capital. ¿Por qué las fuerzas comunistas de otros frentes no intervenían? Los jefes de grandes unidades que eran miembros de nuestro partido, mantuvieron de hecho una posición “neutral”. Peor fue el caso de algunos “simpatizantes” que nos volvieron la espalda, como el general Miaja, que aceptó incluso la presidencia del Consejo Nacional de Defensa.

El contragolpe en la capital comenzó tan tarde y tan desorganizado que ni siquiera participaron las fuerzas del III Cuerpo mandadas por el coronel Antonio Ortega. A pesar de todo, las acciones de algunas unidades comunistas fueron suficientemente enérgicas para poner en aprietos a Casado. El ímpetu de su ofensiva fue frenado no por los anarquistas del IV Cuerpo, sino por las instrucciones que acabaron llegando de la dirección del PCE.

El propio coronel Ortega actuó de mediador, y el 12 de marzo hubo un alto el fuego en Madrid y todas las tropas volvieron a las posiciones que tenían siete días antes. A pesar de sus promesas de no tomar represalias, Casado hizo fusilar en pocas horas al coronel Barceló y al comisario Conesa, a los que hizo responsables de la muerte de varios oficiales de su cuartel general capturados en la posición “Jaca”. Las cárceles de la capital se llenaron entonces de comunistas, mientras que, al contrario, eran puestos en libertad muchos simpatizantes del enemigo. Se suprimió del uniforme republicano la estrella roja de cinco puntas, considerada como signo comunista aunque había sido aprobada e introducida por Largo Caballero. Sin embargo, los vencedores no iban a establecer luego ningún tipo de “diferencia” cuando empezasen a actuar los consejos de guerra contra todos los republicanos, sin distinción.

(...) Los casadistas creyeron que eliminando a Negrín, tenían posibilidades de conseguir “una paz decente y honrosa”. Pero si el enemigo no había respondido a los ofrecimientos del Gobierno anterior, menos iba a tener en cuenta los del Consejo Nacional de Defensa, militarmente mucho más débil y que, además, había renunciado públicamente a la carta más valiosa en las posibles negociaciones: la de continuar la resistencia. ¿Para qué tomar en consideración a un adversario que no estaba dispuesto a resistir?

Casado se apoyó en el descontento que muchos socialistas, anarquistas y republicanos habían acumulado contra los comunistas a lo largo de las enconadas luchas políticas, durante toda la guerra. Era natural que todos los demás partidos, sin excepción, se preocuparan por el futuro y recelaran de las posiciones que los comunistas habían ido ganando. Pero estos, simplemente, llenaron el gran vacío que creó entonces la división de los socialistas y la incompatibilidad de la ideología anarquista con el ejercicio disciplinado y eficiente que era necesario para la lucha. Esto, unido a la imprescindible ayuda rusa, permitió a los comunistas alcanzar posiciones muy importantes en las Fuerzas Armadas, y el Jefe del Gobierno, partidario de la resistencia, se veía obligado a utilizarlos.

Sin embargo, Negrín no seguía la política de resistencia porque se hubiera entregado a los comunistas, como sus enemigos decían, sino porque creía que no había otra alternativa; y si el desarrollo de la guerra y la situación internacional le hubieran sido más favorables, habría limitado la influencia comunista.

Las proposiciones de paz del Consejo Nacional de Defensa eran, paradójicamente, mucho más exigentes y detalladas que los tres puntos de Negrín. Entre ellas, dos realmente sorprendentes: una, que conservasen sus empleos y cargos los militares profesionales y funcionarios, que recibirían así mejor trato que el resto de los ciudadanos (prueba evidente de quién mandaba en el Consejo); y la segunda, que en la zona republicana no entraran italianos ni moros y que se diera un plazo de 25 días para que saliera de España todo el que lo deseara. Algo invalidaba toda la protección solicitada para los republicanos que se quedasen, al limitarla a los que no hubieran cometido ningún “acto criminal”, ya que nunca un vencedor está capacitado para juzgar objetivamente sobre eso. Responsabilidades, directas o indirectas, de todo lo ocurrido en nuestra zona, podían buscarse, si se deseaba, contra cualquiera que hubiera colaborado con la República.

El enemigo no se dio prisa en contestar a las ofertas conciliadoras de Casado, que se vio obligado a tratar con uno de sus propios oficiales, que se le presentó como delegado de la quinta columna en Madrid. El enemigo, que esperaba que la zona republicana cayera por sí misma como fruta madura, preparaba sus tropas y tribunales para la ocupación del territorio, y contestó al fin que exigía la rendición incondicional, que no firmaría ningún tratado de paz, que rechazaba a Matallana y a Casado como plenipotenciarios y que admitiría en Burgos a dos oficiales subalternos, pero sólo para acordar los detalles de la entrega.

Ante el fracaso, el Consejo Nacional de Defensa permaneció inactivo, sin atreverse a decir al pueblo que no podía cumplir sus promesas de conseguir condiciones aceptables de paz. No sólo no tomó medidas para la evacuación de las personas amenazados, sino que barcos extranjeros enviados por Negrín salieron de los puertos de Levante con solamente unas docenas de personas, que gracias a muchas influencias habían conseguido pasaporte, cuando habrían podido transportar centenares y miles.

 

Los últimos días de la República

Los delegados de Casado, teniente coronel Antonio Garijo y mayor Leopoldo Ortega, volaron a Burgos el 23 de marzo. Los representantes del enemigo les exigieron la entrega simbólica de la aviación republicana el 25 y la rendición del resto de nuestro Ejército el 27. Otro viaje de dichos delegados a Burgos, el día 25, fue infructuoso; no les aceptaron excusas por no haber llegado los aviones y los obligaron a regresar apresuradamente a Madrid, a pesar del mal tiempo. Casado envió un radiograma pidiendo una prórroga de 24 horas, a sabiendas de que los pilotos ya no le obedecían; pero le contestaron pidiendo al Consejo que ordenara a las fuerzas republicanas de primera línea que levantaran bandera blanca.

El día 26 de marzo, el Cuerpo Marroquí atacó Extremadura, en el sector de Peñarroya, teniendo que vencer alguna resistencia, la última que ofreció el Ejército Republicano, pero las líneas fueron rotas y las columnas motorizadas penetraron hasta Almadén. A su derecha, el Cuerpo de Andalucía ocupó Pozoblanco. Al día siguiente, tres cuerpos de ejército (del Maestrazgo, Navarro e Italiano) invadieron sin dificultad alguna toda la provincia de Toledo, en simple paseo militar. Ese mismo día, los soldados republicanos abandonaron en masa todos los frentes. Un ejército de más de medio millón de hombres desapareció en pocas horas.

El día 28 de marzo, Casado dio orden de comunicar al enemigo la rendición del Ejército del Centro y salió en avión hacia Valencia. Al mediodía, las tropas enemigas, que durante tantos meses se tuvieron que contentar con ver la capital de lejos, entraron por fin en Madrid. Los demás miembros del Consejo abandonaron también la capital, excepto Besteiro, convencido de que no corría ningún peligro, y que trataba de persuadir de lo mismo a los que le pedían ayuda para huir. El anarquista Melchor Rodríguez, que desempeñaba el cargo de alcalde de Madrid, dio la bienvenida a las fuerzas enemigas, que le permitieron continuar en su puesto durante varios días.

El día 29 de marzo se derrumbó verticalmente toda la zona republicana. Casado siguió dando órdenes superfluas de rendición y prometiendo al pueblo que nadie sería perseguido “si no había cometido crímenes” y que la evacuación sería permitida. Mientras tanto, oleadas de fugitivos se esforzaban en llegar a los puertos de Levante. Ese mismo día, Casado abandonó Valencia, ya en manos de la quinta columna, y embarcó en Gandía en el buque de guerra inglés “Galatea”, junto con un centenar de jefes, oficiales y funcionarios. El general Miaja voló a Argelia en su avión personal. Oficiales y soldados escogidos de la 10ª División se apoderaron por la fuerza de dos campos de aterrizaje cercanos a Cartagena y en varios aviones pudieron salir para África los dirigentes comunistas y de la JSU, junto con varios jefes de dicha División

(...) No nos equivocamos juzgando la magnitud de la catástrofe. En la mayoría de las localidades, la quinta columna, adelantándose a la llegada de sus tropas, se apoderaba de las emisoras de radio, por las que lanzaban mensajes de adhesión al generalísimo Franco y los locutores improvisados se felicitaban mutuamente y repetían sin cesar los vítores falangistas y tradicionalistas. A cada momento salía al éter una nueva ciudad, aeródromo o base militar. Las emisoras de la zona enemiga intervenían alborozadas y no había frecuencia en las bandas que no estuviera lanzando voces de alegría y de victoria.

Las columnas motorizadas ocuparon ese día Jaén, Ciudad Real, Sagunto, Albacete y otras muchas ciudades de menor importancia. El 30 de marzo, entraron en Valencia y los italianos alcanzaron Alicante, donde cayeron prisioneros muchos miles de fugitivos reunidos en el puerto en la angustiosa espera de los buques prometidos para la evacuación. El 31 fueron ocupadas Almería, Murcia y Cartagena.

La guerra civil, ahora sí, había terminado.

 

Documento extraído de la página: www.generalisimofranco.com