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Actualizada: 21 de Septiembre de 2.010.  

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  Un socialista de armas tomar.


 Indalecio Prieto saca su pistola amenazando con ella a los Diputados


  Por Eduardo Palomar Baró.


 



Nació en Oviedo el 30 de abril de 1883. A los seis años quedó sin su padre Andrés, un funcionario de Hacienda, que, excedente en su escalafón, desempeñaba el cargo de contador en el Ayuntamiento. En tanto se tramitaba el expediente para la pensión de viudedad, a los huérfanos los distribuyeron por casas de parientes.

Por fin se resolvió el expediente de la pensión, asignándole el Estado a la viuda de Prieto siete reales diarios. En el año 1891 su madre emigra a Bilbao.

Indalecio ingresó en la escuela evangélica, junto con su hermano Luis. El pastor protestante, José Marqués, actuaba a la vez de maestro. El mayor afán de Prieto era la lectura, pero una pertinaz afección a la vista, una fotofobia, le impidió durante un tiempo el leer.

Debido a la exigua pensión del Estado, se vio obligado a trabajar desde muy joven en los más diversos oficios, como vendedor de cajas de cerillas, papel de cartas, lapiceros, periódicos y abanicos.

Cuando apenas tenía catorce años comenzó a asistir al Centro Obrero de Bilbao. Quiso afiliarse al partido socialista, pero tuvo que esperar a cumplir los dieciséis años, ingresando en 1899 en la Agrupación Socialista de Bilbao.

Inició su vida laboral como taquígrafo en el diario La Voz de Vizcaya, donde le asignaron el sueldo de veinticinco duros mensuales. Ya convertido en periodista, empezó a trabajar como redactor del diario El Liberal, del que con el tiempo llegaría a ser director y propietario, y que sería el portavoz de sus opiniones políticas.

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El primer cargo político que desempeñó fue el de diputado provincial de Vizcaya, desde 1912 a 1915, aprendiendo los recursos de la oratoria que tan importantes fueron en su carrera política posterior, debutando como orador en aquella campaña electoral. En 1915 fue elegido concejal del Ayuntamiento de Bilbao.

A comienzos de 1917 se trasladó a Madrid, donde quiso reorganizar su vida, a base de las corresponsalías de El Liberal y El Cantábrico de Santander, y de la gerencia de una fábrica de telegrafía sin hilos que establecieron unos amigos suyos.

Su propósito al salir de Bilbao era alejarse de la política, que le absorbía casi todo su tiempo.

Ya instalado en Madrid, hizo un viaje a Norteamérica para asuntos de la industria cuya dirección se le encomendó.

Al regresar, le llamó Pablo Iglesias para decirle que era indispensable su permanencia en Bilbao, obedeciendo inmediatamente.

Es este un periodo marcado por la Primera Guerra Mundial, en la que España se mantuvo neutral, lo que reportó grandes beneficios a la industria y al comercio español. Pero estos beneficios no se vieron reflejados en los salarios de los obreros, por lo que se fue generando una gran agitación social, que culminó el 13 de agosto de 1917 con el comienzo de una huelga general revolucionaria que, ante el temor de la repetición en España de los hechos acaecidos en Rusia por esas fechas, fue reprimida duramente mediante la intervención del ejército y la detención en Madrid del comité de huelga.   Prieto, involucrado como estaba en la organización de esta huelga, las autoridades lo buscaron afanosamente. Al cabo de veinte días de correrías por las montañas vascas, logró pasar a Francia, viviendo expatriado en Hendaya y en París.

En abril de 1918 lo presentaron candidato a diputado a Cortes por Bilbao. Volvió sigilosamente a España, ya que aún estaba reclamado, dirigiendo la elección desde un escondite, dispuesto a repasar la frontera en el caso de ser derrotado. Pero salió triunfante.

Muy crítico con la actuación del gobierno y del ejército en la Guerra de Marruecos, tuvo frases muy duras en las Cortes con motivo del denominado Desastre de Annual de 1921, así como sobre la más que probable, aunque no probada, responsabilidad del rey Alfonso XIII en la imprudente actuación militar del general Manuel Fernández Silvestre en las operaciones de la zona de la comandancia de Melilla.

 

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Su fama como parlamentario aumentó en paralelo a su influencia en el partido, entrando en la Ejecutiva del PSOE. Contrario a la incorporación del partido a la Tercera Internacional, permaneció en el PSOE tras la escisión del Partido Comunista de España en 1921-1922.

Opuesto a la línea de Largo Caballero de colaboración de su partido con la dictadura de Primo de Rivera, se produjeron agrios enfrentamientos entre ambos, lo que le llevó a apartarse de la dirección del partido. En este sentido siempre representó el ala más política y parlamentaria del partido frente al radicalismo sindical de Largo Caballero.

Al final de la dictadura tomó partido por la República como salida a la crisis del país, llegando a comparecer, a título personal, ante la oposición de Julián Besteiro, en la formación del llamado Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, formado por una amplia coalición de partidos republicanos que se proponía acabar con la monarquía. En esta cuestión, sin embargo, sí que contó con el apoyo del ala liderada por Largo Caballero, ya que este creía que la caída de la monarquía era el único camino por el que, en esos momentos, el socialismo podría alcanzar el poder.

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Proclamada la II República el 14 de abril de 1931, Prieto fue nombrado Ministro de Hacienda del Gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá-Zamora y participó en los primeros gabinetes de la República, ocupando las carteras de Hacienda (15 de abril de 1931 al 16 de diciembre de 1931) y Obras Públicas (desde 16 de diciembre de 1931 al 12 de septiembre de 1933) siendo Presidente de la República Alcalá-Zamora y Jefe de Gobierno Manuel Azaña.

Como ministro de Hacienda, firmó la entrega de la Casa de Campo al Ayuntamiento de Madrid para uso y disfrute de sus vecinos, y tuvo que hacer frente a las repercusiones de la crisis internacional en la economía española, manteniéndose en una estricta ortodoxia liberal. Pese a todo afrontó la oposición de los empresarios, que desconfiaban de él, y la del Banco de España, que se resistía a una mayor intervención del Estado en este organismo.

Siendo Ministro de Obras Públicas, continuó y amplió la política de obras hidroeléctricas iniciadas en la época de la dictadura de Primo de Rivera, así como un ambicioso plan de mejora de infraestructuras en Madrid, como el de los enlaces ferroviarios, la construcción de una nueva estación en Chamartín y el túnel de enlace, bajo el suelo de Madrid, entre esta estación y la de Atocha (que la prensa opositora bautizó como Túnel de la Risa, nombre que llega hasta nuestros días), obras que no verían la luz hasta muchos años después, como consecuencia de la Guerra Civil.

 

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El miércoles 4 de julio de 1934, se celebraba una sesión parlamentaria en el Congreso de los Diputados, la última del periodo de sesiones. El tema que se debatía era de enjundia y afectaba a la actitud de rebeldía de la Generalidad de Cataluña frente al Gobierno de Madrid; el Parlamento debía apoyar al Gobierno de Ricardo Samper Ibáñez en forma de proposición incidental de confianza para que resolviera el conflicto.

En el debate se oyeron discursos de José Calvo Sotelo, José María Albiñana, Indalecio Prieto, el conde de Rodezno y Ventosa, entre otros. Cuando llegó el turno de José María Gil Robles, líder de la CEDA se produjo un hecho lamentable. En el transcurso de la explicación del voto a favor de la proposición de confianza por la CEDA, y dada la ingente cantidad de aplausos que recibía en sus filas, el diputado socialista por Huelva, Juan Tirado Figueroa, insultó al orador en estos términos: «Es un canalla y un farsante». El diputado cedista, por la provincia de Sevilla, Jaime Oriol de la Puerta pidió que retirara esas palabras, de esta forma: «No estoy dispuesto a tolerarle esa ofensa. O retira usted esa palabra o…» El representante del PSOE se negó a retractarse de esta manera: «Por las buenas le diré a usted que no quería molestarle; por las malas no rectifico una tilde…».

Jaime Oriol se echó sobre Juan Tirado y éste le dio un puñetazo. El escándalo fue mayúsculo y varios diputados socialistas –entre ellos Juan Negrín– se abalanzaron sobre el derechista Jaime Oriol, según recoge el ABC del 5 de julio de 1934:

«El Sr. Prieto avanzó sobre el escaño, relativamente lejano, sacó una pistola, la amartilló e hizo ademán de disparar contra el Sr. Oriol, que estaba caído sobre un escaño. No llegó a disparar, pero se le vio que con el arma agredía al diputado de la CEDA».

El orondo y grueso Indalecio Prieto había saltado, con la pistola desenfundada, sobre los escaños.

El Presidente del Congreso, Santiago Alba, hombre anciano y asustadizo, no creyéndose capaz de dominar el tumulto –provocado por los socialistas– abandonó el hemiciclo y se recluyó en su despacho. Reanudada la sesión, los protagonistas se explican. Prieto se justifica con el simple argumento de que «un diputado socialista fue agredido» y que «si es cierto que sacó la pistola, es lo cierto que fue por haber visto otra pistola enfrente». Jaime Oriol, el agredido por los socialistas y amenazado por la pistola de Indalecio Prieto, dijo: «El señor Prieto debe declarar quien es ese diputado que ha sacado la pistola. Lo indudable es que el señor Prieto esgrimió la suya. Y es intolerable que los socialistas, cuando no tienen argumento, apelen a las armas».

El ABC en su edición de la mañana del jueves 5 de julio de 1934, lo relataba más ampliamente y con más detalles, de esa forma:

«Un tumulto inenarrable. El señor Prieto saca una pistola y se dispone a disparar

Ante otra frase del Sr. Gil Robles, ovacionada con ardor, los socialistas increpan a las derechas, y sin que se advierta el origen, se produce un gran tumulto. Socialistas y otros diputados se lanzan unos contra otros y se reparten numerosos golpes. El escándalo es inenarrable. El señor Prieto salta por los escaños e interviene en los golpes. En el hemiciclo, varios diputados se acometen. El Sr. Prieto saca una pistola.

El Sr. Alba abandona la Presidencia

El Presidente, en vista de que no puede imponer orden, abandona la Presidencia. Esto aumenta la confusión.

Muchos se dirigen al Sr. Rahola, pidiéndole que ocupe el sillón presidencial, pero aquél se niega. Un secretario anuncia que la sesión se ha interrumpido sólo por cinco minutos.

Los diputados encienden cigarros y todos se ponen a fumar, con lo cual el salón se llena de humo. Transcurren los cinco minutos y algunos más. Parece que la cuestión comenzó entre D. Jaime Oriol (de la CEDA) y el señor Tirado (socialista)

Palabras del presidente de la Cámara. Explicación del incidente

El Presidente vuelve a su sitial. Se reanuda la sesión.

Dice que se ha visto obligado a hacer lo que en otras Cámaras extranjeras, ante situaciones parecidas: levantar la sesión. Reclama de todos dignidad y amor a España, para evitar ante tantas dificultades como las que se oponen a España en estos momentos estas discordias personales y las pasiones que están en plena exaltación.

Y lo que no se puede tolerar –añade– es el espectáculo que han dado los diputados que han esgrimido pistolas.

Pide al Sr. Prieto que hidalgamente le ayude a solventar este incidente.

El Sr. Prieto explica lo ocurrido, diciendo que un diputado socialista fue agredido.

No dice que la minoría socialista sea la más correcta, pero no hace muchas sesiones que un diputado dijo que si a los socialistas les quitaran la chulería no les quedaba nada.

Si es cierto que sacó la pistola, es lo cierto que fue por haber visto otra pistola enfrente.

El Presidente: La Presidencia acepta las explicaciones dadas. Tiene la palabra el Sr. Oriol.

El Sr. Oriol: El Sr. Prieto debe declarar quién es ese diputado que ha sacado la pistola. Lo indudable es que el Sr. Prieto esgrimió la suya. Y es intolerable que los socialistas, cuando no tienen argumentos que emplear, apelen a las armas.

Dijo ofensas dirigidas a su jefe, el señor Gil Robles y a sus compañeros de minoría, a quienes el Sr. Tirado llamó canallas. Y esto está dispuesto a no tolerarlo en ningún terreno. (Muy bien. Aplausos)

El Sr. Tirado da explicaciones, diciendo que nunca ofendió a ningún diputado, y relata lo sucedido.

El Sr. Oriol dice que rogó al diputado que retirara el calificativo, y no lo hizo.

El Presidente: Queda terminado este incidente».

 

Es curiosa la caricatura que publicó La Voz el 5 de julio de 1934, que representa a Indalecio Prieto amenazando con una pistola. En el pie, se podía leer: El diputado: ¡Pido la palabra! Nada más que la palabra.

El destacado socialista no sólo era aficionado al revólver, sino, como veremos a continuación, a las armas en general. En las fechas del incidente, Indalecio Prieto estaba gestionando el asunto de las armas para la revolución de los socialistas, conocido como ‘affaire’ «Turquesa», y el desembarco de aquéllas en Asturias en septiembre de 1934.

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En el libro Memoria de Prieto. Convulsiones en España (Ediciones Oasis, México, 1967), se puede leer:

«En 1931, a poco de instaurarse la República Española, varios revolucionarios portugueses que vivían en París, se trasladaron a Madrid, donde antes los Gobiernos monárquicos no les permitían permanecer. Ya en España, se pusieron a conspirar contra la dictadura de su país y se las arreglaron para comprar una partida de armas cortas y comprometer la adquisición de otra, mucho más importante, de armas largas con sus correspondientes municiones. Para este compromiso les sirvió de intermediario cierto industrial que figuró como comprador ante el servicio de Industrias Militares, dependiente del Ministerio de la Guerra, fingiendo que dicho material bélico se destinaba a Etiopía. Las pistolas las tenían ocultas los lusitanos en Madrid, pero los fusiles no llegaron a poseerlos a causa de que el industrial aludido no pudo pagarlos, por lo cual quedaron almacenados en Cádiz, dentro de cajas señaladas con el supuesto destino: Djibuti.

»En 1934, los organizadores del movimiento revolucionario, que tuvo por eje al Partido Socialista Obrero Español, para anular el hecho insólito de que se abriera paso hasta el Gobierno a personas que, por ser adversas a los principios fundamentales de la República, se abstuvieron de dar su voto a la Constitución, entramos en negociaciones con los portugueses. Se hallaban éstos persuadidos de no poder liberar el cargamento estancado en Cádiz, y como con las pistolas de Madrid no podían hacer nada de provecho, nos lo cedieron todo. Se les pagaron en el acto las armas cortas y en cuanto a las largas fue transferido el contrato a un francés, amigo nuestro, quien presentándose en Cádiz y previo pago concertado, se hizo cargo de ellas. Lo divertido de este caso fue el Gobierno de entonces, ávido de deshacer aquel lío administrativo de una venta de armas a Abisinia, metía prisa para entregar cuanto antes fusiles que habían de utilizarse contra él».

 

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El 9 de septiembre de 1934, se descubrió un alijo de armas en Asturias, en el cual estaba implicado Indalecio Prieto, varios diputados socialistas, concejales y otras autoridades. Procedían las armas del Consorcio de Industrias Militares, y se habían adquirido, como hemos mencionado, tres años antes para entregárselas a los conspiradores portugueses que planeaban un golpe contra Oliveira Salazar. Pero en esos días de 1934, parte del uso de esas armas estaba previsto para las llamadas excursiones de prácticas militares dominicales de las milicias socialistas.

A primeras horas de la mañana del día 11 de septiembre de 1934 se supo en Oviedo, que en el puerto de San Esteban de Pravia había sido sorprendido un importante alijo de armas y municiones.

El alcalde de Muros de Nalón telegrafió al gobernador civil comunicándole que en el puerto de San Esteban de Pravia, se observaba gran movimiento de automóviles y camionetas. El alcalde indicó que las sospechas fueron infundidas a los carabineros y a los guardias nocturnos. Poco después, con la ayuda de la Guardia Civil, eran detenidos varios individuos que transportaban en lanchas hacia el muelle unas cajas, cuyo contenido era sospechoso. Pronto se supo que se trataba de un importante alijo de armas, compuesto por 73 cajas de cartuchos de máuser y fusiles, varias pistolas, tres revólveres, dos escopetas, 82 cartuchos de escopeta y 94 cartuchos de pistola.

A medida que pasaban las horas se fueron conociendo más detalles de cómo fue efectuado el alijo. En la madrugada, entre la una y las dos, fueron los carabineros de servicio en el puerto los que vieron algún movimiento de lanchas, que estaban pintadas de colores plomizos para confundirlas con el agua. Los carabineros se dirigieron al puente de Muros y allí encontraron a un grupo de individuos que estaban rodeando una camioneta. Cuando vieron que los carabineros se acercaban, se pusieron como a defender la camioneta, pero ante la actitud decidida de los carabineros abandonaron el vehículo, echando a correr. Fue entonces cuando se encontró dentro de la camioneta las 73 cajas de municiones, que contenían un total de 116.000 cartuchos de fabricación española, cartuchos máuser. Las cajas llevaban en la tapa superior la inscripción siguiente: “I.E. Djibuti (tránsito)”. Cada caja, en su frente interior, tenía otra siguiente: “167 cartuchos de guerra para fusil máuser siete milímetros y medio”. En otra parte e la caja decía: “Cartuchos fabricados en 1932 y embalados en 1933. Proceden de la fábrica Nacional de Toledo”. La camioneta de la matrícula de Oviedo 7.959, era propiedad de la Diputación provincial.

La finalidad del alijo capturado no era otra que la de armar a los socialistas preparados para la insurrección violenta. No en vano, el 25 de septiembre de 1934, «El Socialista» anunciaba:

“Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra”.

Dos días después, remachaba el mismo periódico:

“El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado”

Antes de concluir el mes de septiembre, el Comité Central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria.

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En el año 1932, hallándose en el ministerio de la Guerra, como titular de la cartera Manuel Azaña, se hizo al Consorcio de fábricas militares una propuesta de compra de armas y municiones destinadas a Etiopía. La imprescindible orden del presidente del Consorcio y ministro del ramo fue dada y el pedido se fabricó en poco tiempo.

El peticionario era un financiero y empresario bilbaíno, Horacio Echevarrieta, amigo de Prieto. Cuando llegó el momento de abonar el importe de la compra, se notaron ciertas vacilaciones en el adquiriente, y el general encargado del Consorcio se negó a entregar el armamento y las municiones, sin su pago previo. El bilbaíno puso en juego su influencia y consiguió la orden del Gobierno para que le fueran entregados los fusiles, las ametralladoras, los cartuchos y los demás elementos de combate, siempre que abonara de momento 100.000 pesetas, y el resto al embarcar la mercancía. Abonó los 20.000 duros, y el cargamento fue trasladado a Cádiz. En este puerto permaneció la mercancía bastante tiempo, sin que el adquiriente entregase el total de lo que adeudaba. Entonces, el gobernador militar dispuso que la mercancía fuera depositada en el castillo de San Sebastián, ubicado en uno de los extremos de la playa de La Caleta de Cádiz, sobre un pequeño islote.

A principios del mes de junio de 1934, Horacio Echevarrieta, por medio de un representante, gestionó la entrega del cargamento, entregando como saldo del pago del mismo, una letra avalada por un Banco. La mercancía fue embarcada, y nada se supo hasta qua apareció en San Esteban de Pravia. Según el agente de Aduanas, Adolfo Navarrete, las operaciones de Aduanas se efectuaron con toda normalidad, en la forma legal establecida. En los documentos constaba que a bordo del «Turquesa» iban 18.200 kilos de armas, municiones y ametralladoras, procedentes de las Fábricas Militares, consignadas a Burdeos (Francia), para cuyo puerto fue despachada la embarcación.

El “truco” pudo ser, desembarcar en España, lo que iba destinado a Francia…

 

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Indalecio Prieto era el encargado de procurar armas para la revolución. Trató con agentes checos en París, que suministraron pequeñas partidas (600 pistolas, 80.000 cartuchos), pero hacía falta una gran compra de armas, de miles de armas largas con su munición, y hacerlas llegar a las milicias. Entró en contacto con Horacio Echevarrieta, antiguo amigo, industrial bilbaíno, banquero, negociante, traficante de armas y de todo lo que pudiera dar dinero, mal pagador y en general, personaje turbio donde los hubiera. Se realizó por fin una complicada operación comercial, donde intervinieron, en mayor o menor medida, y con mayor o menor conocimiento, Juan Negrín, Indalecio Prieto, González Peña y Amador Fernández. En julio de 1934, Manuel Atejada, capitán de la marina mercante, se trasladó a Cádiz. Allí compró por 70.000 pesetas el barco «Mamelena II» al ex-contralmirante y armador José León de Carranza, para dedicarlo al “abastecimiento de aceite”. Lo rebautizó como «Turquesa». Se trajo a la tripulación directamente de Gijón. Una vez que Amador hizo llegar a Echevarrieta el medio millón y este satisfizo al gobierno la cantidad, el alijo consistente en trescientas veintinueve cajas con un peso de 18.200 Kg., fue trasladado, en cúmulo de despropósitos, en vehículos militares y cargado por soldados.

El barco partió “rumbo a Burdeos”. En la noche del 10 de septiembre fondeó frente a San Esteban de Pravia. Tres motoras grandes se acercaron y cargaron 80 cajas. En la orilla, furgonetas y camiones esperaban. Algunos de ellos llevaban matrícula de la Diputación Provincial. El propio Indalecio Prieto, González Peña y toda la plana mayor socialista de Asturias estaban también en la orilla, señal de la importancia del alijo. Pero el movimiento de gente y vehículos despertó las sospechas de los vecinos, que llamaron a los Carabineros y a la Guardia Civil, que se presentaron en la zona en la creencia que estaban ante una operación “normal” de contrabando. Una furgoneta cargada se averió. Los carabineros la descubrieron con su cargamento. Se produjeron detenciones, con tiroteos, tanto allí como en carreteras próximas. El barco levó anclas hacia Francia, con doscientas cajas en las bodegas. Sesenta y dos cajas estaban todavía en la playa, con 116.000 cartuchos. Las dieciocho aproximadamente que se habían llevado contenían fusiles. Fueron ocultadas en la localidad próxima de Valduno (lugar natal de González Peña), en cuevas de Ribera de Arriba y en el cementerio de San Esteban de las Cruces de Oviedo.

 

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Indalecio escribió, ya en el exilio, un reportaje publicado en Argentina en la revista España republicana, en la que relataba su intervención durante el desembarco de las armas en la playa de Aguilar. Decía así:

«Cuando llegamos a la orilla del Nalón, cerca del puente por el que lo cruza la carretera, habían sido ya cargados varios camiones que, a máxima velocidad, iban hacia hórreos y trojes, donde quedarían escondidos fusiles y cartuchos. Aún quedaban muchas cajas sin transportar, cuando uno de los centinelas, descendiendo presuroso, avisó: “¡Viene la Guardia Civil!” Oí descorrerse el cerrojo de no sé cuántas pistolas. Mi autoridad se impuso a quienes querían resistir. “No vale la pena –les expliqué – verter sangre por salvar esta mercancía que, en cualquier forma, se perderá irremisiblemente, porque el tiroteo atraerá a más fuerzas, impidiendo mover las cajas de aquí. Retírense ustedes.” Como advirtiera que nadie se iba, reiteré mi orden: “¡Retírense ustedes!” Y para robustecerla añadí varias interjecciones. Al fin fui obedecido. Nos quedamos solos el bilbaíno, el portugués y yo. Los tres, saliendo a la carretera, seguimos con lentitud cuesta arriba. Frente a nosotros, cada vez más cerca, sonaban recios pasos. Pero la noche, muy cerrada, no nos consentía ver a nadie. “¡Alto!”, gritó una voz; “¡Alto está!”, respondí yo. Entonces vi cómo dos hombres que venían en pareja se separaban, quedando uno tras otro, y cómo se echaban sendos fusiles a la cara apuntándonos con ellos: “¡Arriba las manos!”, gritó la voz imperativa de antes. Levantamos los brazos y continuamos inmóviles. El hombre de vanguardia avanzó hacia nosotros sin bajar el arma. “¿Quiénes son ustedes?”, preguntó. “Soy el diputado Indalecio Prieto”, contesté. “¿Indalecio Prieto, el ex ministro?”, volvió a interrogar. “Sí señor, el mismo”, afirmé. Mi interrogador, bajando el fusil, se acercó para reconocerme. No se trataba de una pareja de guardias civiles, sino de carabineros, y entre éstos gozaba yo de mucho afecto. Apenas hacía dos años que el general Sanjurjo, siendo Director de dicho Instituto de resguardo, me había hecho entrega de una magnífica placa expresiva de toda la corporación por los beneficios que les dispensé desde el Ministerio de Hacienda, y mucho tiempo antes, allá por 1919, siendo yo diputado, recibí un voluminoso álbum con las firmas de los once mil soldados y clases de dicho Cuerpo, agradeciéndome que en el Congreso les hubiera conseguido un aumento de sueldo… El cabo, pues cabo era el jefe de pareja, me tendió cariñosamente su diestra, mientras exclamaba: “¡Qué sorpresa encontrarle y que alegría saludarle!” A seguida del saludo vino una pregunta inevitable: “¿Pero qué hace usted por ahí a estas horas?” Hube de improvisar una historia: “Estamos entre hombres cabales”, le dije, “y no procede hablar con remilgos. Estos dos amigos y yo vamos de excursión con tres muchachas, y como yo, por mi significación política, estimé escandaloso llegar los seis en pandilla al hotel de Avilés, donde debemos pernoctar, acordamos que el automóvil con las mujeres fuese por delante, y que luego de dejarlas en la villa retrocediera, a fin de recogernos a nosotros que, mientras tanto, paseamos para estirar las piernas” Consideró el cabo acertadísima la decisión, y a su vez explicó: “Pues nosotros dormíamos tranquilamente en nuestro cuartel cuando un vecino ha venido a avisarnos de que ahí se está haciendo un alijo. Nos pusimos el uniforme y vamos a ver qué hay de cierto en la referencia.” El diálogo procuraba yo mantenerlo en voz alta, para que percibieran su tono cordial cuantos por no haber podido alejarse aún, y bien armados, estuviesen escondidos entre los setos próximos».

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Quién sabe si aquel cabo de carabineros o su compañero de pareja protagonistas en el incidente que narra Indalecio, y a quienes con tanta sangre fría engañó el político, no serían alguno de los 11 carabineros muertos o de los 16 heridos por las armas que el diputado estaba alijando esa noche. Indalecio al menos tuvo la valentía de pedir perdón, algo que otros protagonistas aun vivos, como Santiago Carrillo, no lo han hecho.

Aquel golpe o movimiento, como gustaba llamar a los socialistas, causó 1.196 muertos, 7 desaparecidos y 2.078 heridos, al margen de gran destrucción de edificios como la Universidad de Oviedo cuya instalación y la biblioteca quedaron prácticamente arrasados en el incendio del 13 de octubre de 1934, donde se perdieron más de cien mil volúmenes, entre los que se encontraban numerosos incunables. Resultaron dañadas muchas casas particulares, especialmente las del barrio de Uría. Quedaron devastados los edificios de la Diputación Provincial, Telefónica, Teatro Campoamor, Banco de España y Asturiano de Oviedo, donde tras asesinar a sus empleados, dinamitaron la caja fuerte y se llevaron 15 millones de pesetas. También fue dinamitada la Cámara Santa de la Catedral por los revolucionarios marxistas. A todo ello hubo que sumar las cuantiosas pérdidas por incautaciones y saqueos.

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La crisis de septiembre de 1933 provocó la salida de los socialistas del Gobierno y que concurrieran en solitario a las elecciones de noviembre. La victoria electoral de la derecha y la posibilidad de que la CEDA accediese al poder orientó a los anarquistas y al PSOE a preparar la huelga general revolucionaria de octubre de 1934, en la que Prieto tuvo una participación muy activa. Su propia opinión sobre la misma y su participación en ella la expuso públicamente con toda sinceridad, años después, en una conferencia pronunciada en México y editada más tarde en un libro de su autoría:

«Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario [de octubre de 1934]. Lo declaro, como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo. Por mandato de la minoría socialista, hube yo de anunciarlo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento. Por indicaciones, hube de trazar en el Teatro Pardiñas, el 3 de febrero de 1934, en una conferencia que organizó la Juventud Socialista, lo que creí que debía ser el programa del movimiento. Y yo –algunos que me están escuchando desde muy cerca, saben a qué me refiero– acepté misiones que rehuyeron otros, porque tras ellas asomaba, no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más doloroso de perder la honra. Sin embargo las asumí».

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Antes de que la huelga general revolucionaria se llevase a cabo, Indalecio Prieto  se puso a salvo huyendo a París.

Octavio Cabezas en su libro Indalecio Prieto. Socialista y español. (Algaba Ediciones, 2005) describe el exilio de Prieto, de la siguiente forma:

«Prieto y Largo, que en los primeros días del movimiento revolucionario han estado viviendo en la calle de Carranza, deciden separarse para evitar ser localizados. […] Mientras tanto Prieto, después de separarse de Caballero, se aloja en casa de la suegra de Fernando de los Ríos, doña Laura, viuda de Hermenegildo Giner de los Ríos, con quien «don Inda», tiene animadas charlas. […] Cuando cree estar en peligro de ser descubierto se traslada al domicilio de Ernestina Martínez, hija del patricio alavés Gabriel Martínez de Aragón, que, a pesar de ser una muchacha muy religiosa, acoge al descreído líder socialista con afecto y simpatía.

Por estos días llega a Madrid el comandante de Aviación Ignacio Hidalgo de Cisneros, que rápidamente se pone en contacto con los hijos de Prieto para conocer noticias del huido. Estaban también en casa de «don Inda», recién llegado de Irún, donde eran agentes de aduanas, sus íntimos amigos Valentín Suso y Manolo Arocena. Entre los tres se les ocurre la idea de preparar un plan de fuga para el líder socialista. Arocena tenía un coche Renault del año 1933, con cajón de equipajes suficientemente grande para que cupiese Prieto. […] El comandante Hidalgo le explica el plan, Prieto le pide un tiempo para pensarlo y le dice que está de acuerdo, con la condición de que les acompañase el aviador vestido de uniforme, lo que acepta encantado Hidalgo de Cisneros.

El día señalado llegan los tres, de noche, a casa de Ernestina y, después de despistar al sereno, consiguen no sin esfuerzo colocar a «don Inda» en el cajón del automóvil, que habían acondicionado con almohadas. Salen de Madrid sin contratiempo, y aunque los para la Guardia Civil varias veces, el uniforme de Hidalgo de Cisneros lo arregla todo.

[…] Llegan a San Sebastián, donde siguen solamente el dueño del coche, Arocena, el conductor y Prieto en el portaequipajes. Arocena, como agente de aduanas de Irún, no tuvo problemas para pasar la frontera, y después de llegar a Hendaya deja a Prieto en el tren para París.

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Si acudimos a las declaraciones públicas que hicieron los dirigentes socialistas previos a las elecciones de 1933, habremos de deducir que el presunto peligro fascista, invocado como causa de la revolución, era considerado «ridículo» por éstos. Ese mismo adjetivo es el que utiliza el dirigente socialista Teodomiro Menéndez, entonces Subsecretario de Obras Públicas, en noticia publicada en el diario ovetense Región el 18 de marzo de 1933: «Teodomiro Menéndez cree ridículo el fascismo».

Sin embargo, ya celebradas las elecciones, el PSOE que sale derrotado de los sufragios ha cambiado su orientación política: ya no contempla el respeto a la legalidad republicana, sino que prepara un plan de revolución violenta. Ahora sí se habla de derrocar al fascismo.

Por eso no es de extrañar que más adelante, el diario gijonés El Noroeste publique, el día 2 de enero de 1934, que Largo Caballero en un mitin anuncia la necesidad de la revolución violenta, pues «ya en el último Congreso socialista en Francia, uno de los moderados dijo que frente al fascismo no le queda a la masa trabajadora otro camino que la violencia, y que si se sufre una derrota no sería tan grave como la que infringiría el fascio desde el Poder». 

Por lo tanto, a tenor de las declaraciones de uno de los máximos dirigentes socialistas, el golpe de Octubre de 1934 llevaba meses preparándose y no fue una reacción espontánea de las masas, justificación formulada a posteriori para evitar ser inculpados los socialistas en tan grave suceso. Varios acontecimientos previos al mes de octubre, más allá de las declaraciones de sus protagonistas, delatan la cuidada preparación del mismo. En primer lugar, durante los primeros meses del año 1934 fueron habituales los registros en los que se encontraban armas robadas a militantes socialistas. Los operarios de la Fábrica de Armas de la Vega, de Trubia y de otros lugares de Asturias encubrían estas ausencias de material. La noche del 10 al 11 de septiembre de 1934, el «Turquesa» cargado con un alijo de armas, fue descubierto en San Esteban de Pravia, además de que en su transporte estaban involucrados varios dirigentes socialistas. El 13 de septiembre de 1934, La Voz de Avilés publica la noticia del hallazgo del barco y la incautación de las armas, así como que el dirigente socialista Indalecio Prieto se encontraba en ese mismo momento en Avilés.

El 19 de septiembre de 1934, La Voz de Asturias comunicaba que dos carabineros del puerto de San Esteban de Pravia, donde se había descubierto el «Turquesa», habían sido arrestados por negligencia y cuatro funcionarios del Ayuntamiento de Oviedo fueron suspendidos de empleo y sueldo por colaboración con el desembarco del alijo. Por otro lado, la Policía se había incautado en la Casa del Pueblo del PSOE en Madrid armas automáticas, principalmente pistolas ametralladoras. Todos estos hechos relatados por la prensa son anteriores a que se produjera la entrada en el gobierno de los ministros pertenecientes a la CEDA, hecho que se suele presentar como motivo del alzamiento. Ante tales acontecimientos, no cabe duda que los preparativos para la revolución de octubre de 1934 ya estaban muy avanzados en el seno del PSOE, y no cabe atribuirlos a la indignación por la inclusión en el Gobierno de tres ministros de la CEDA que había ganado las elecciones.

No obstante, también está sometida a controversia la victoria electoral de la CEDA por mayoría simple, que le impedía gobernar en solitario. Suele decirse que las elecciones de 1933, como señala Luis Araquistáin Quevedo –miembro desde su juventud del PSOE y del círculo de Largo Caballero y Tomás Meabe– fueron un procedimiento para «falsificar la voluntad nacional». Sin embargo, Indalecio Prieto, en una conferencia pronunciada el 1 de mayo de 1942 en el Círculo Pablo Iglesias de Méjico, afirmó que «el primer error –terrible error– fue el aislamiento en que nos hubimos de situar los socialistas en las elecciones de 1933, cuando, al producirse, en casi todas partes, una desunión profunda con respecto a las fuerzas más sanas del republicanismo, se dio la paradoja de que, habiendo obtenido las izquierdas mayor número de sufragios que las derechas, éstas lograran mayoría en el Parlamento y se adueñaran del Poder». 

Esta desunión, castigada por la ley electoral que la propia coalición republicano-socialista había elaborado, premiaba sin embargo las coaliciones, lo que permitió la victoria electoral de socialistas y republicanos formando coalición electoral en 1931, al contrario de las fuerzas accidentalistas respecto a la República, entre las que destacaba Acción Popular, dirigida por Gil Robles. También en 1936, el Frente Popular, compuesto por los partidos que habían actuado en Octubre de 1934 junto a los republicanos de izquierda, lograron una clara victoria gracias a esa misma ley electoral, que no fue modificada en cinco años.

Así, el gobierno de centro derecha que salió de las elecciones de 1933 era un gobierno plenamente democrático, tan democrático como pudo serlo cualquier otro de los que ejercieron en la II República. No menos democrática debe considerarse la decisión del Primer Ministro Alejandro Lerroux de dar entrada en su gobierno a tres ministros de Acción Popular, el partido principal de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).

Sin embargo, los diputados socialistas no aceptaron esta determinación. Fernández de los Ríos, en nombre del PSOE, afirmó que su grupo parlamentario no toleraría la entrada en el Gobierno «de la derecha»; Largo Caballero y Araquistáin, partidarios de la vía leninista y máximos instigadores de la revolución en su partido, habían retirado la confianza al gobierno de Lerroux, y habían preparado, ya desde el año 1933, un plan de insurrección.

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Ya al poco de producirse Octubre de 1934, distintas interpretaciones señalaban que, pese a ser organizada previamente, la insurrección había sido una revolución proletaria demasiado precipitada, pues ni las condiciones objetivas estaban suficientemente maduras, ni el Estado se descomponía, ni el clima revolucionario imperaba en las masas. El periodista y escritor José Díaz Fernández, escribiendo bajo el seudónimo de José Canel, narraba así los antecedentes de la insurrección en el prólogo de su novela Octubre Rojo en Asturias:

«Lo primero que advierte el que sin pasión examine el Octubre español, mejor diríamos el Octubre asturiano, pues sólo en Asturias tuvo lugar una verdadera sublevación armada, es la falta de ambiente. La sociedad española no estaba preparada para las consignas integrales de la revolución social y la dictadura del proletariado. No había una atmósfera social propicia; las defensas burguesas no estaban gastadas ni el Estado se descomponía. Fue un enorme error de los socialistas, que pasaban sin transición del colaboracionismo gubernamental a la revolución clasista».

(José Díaz Fernández, «Prólogo» a José Canel, Octubre Rojo en Asturias. Agencia General de Librería y Artes Gráficas, Madrid 1935, pág. 9). 

Los sucesos de Asturias entraban así dentro de la situación política de la II República y eran consecuencia de las contradicciones entre los distintos partidos políticos. De hecho, partidos políticos no afectos a los socialistas, en línea con Díaz Fernández, encontraron la explicación del suceso en un clima revolucionario a causa del equilibrio inestable que suponía la colaboración de los republicanos y los socialistas, cuyos fines políticos eran claramente contrapuestos. El dirigente del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), Andrés Nin, es un buen ejemplo de esta postura:

«Las situaciones de equilibrio inestable no pueden sostenerse durante largo tiempo. La tensión producida entre las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución desde el otoño de 1933, tenía forzosamente que encontrar una salida, y la encontró en el alzamiento del mes de octubre»

(Andrés Nin, «Las lecciones de la insurrección de Octubre», publicado en La Estrella Roja, 1 de diciembre de 1934.) 

Sin embargo, prosigue Nin, pese a contar con el apoyo de la pequeña burguesía y el proletariado, no se contaba con «la alianza de la gran masa campesina y semiproletaria, desmoralizada por el fracaso de la huelga de junio». Así, estima Nin que «el movimiento comprendía la lucha de las regiones industriales y mineras contra la España agrícola, en sus formas arcaicas de producción».

Por su parte, Diego Abad de Santillán, dirigente de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se defiende ante la escasa aportación de los anarquistas al movimiento insurreccional de Octubre de 1934, cuando apenas lograron resistir en algunos puntos de Gijón. Según afirma, los problemas económicos, industriales y comerciales se acrecentaron durante el denominado bienio progresista, de 1931 a 1933, además de producirse una dura represión contra quienes se oponían al gobierno, los anarquistas:

«A las izquierdas políticas se debe ese monumento inolvidable de la reacción que es la “Ley de orden público”, y en el recuerdo de millones de españoles están las primeras deportaciones de obreros revolucionarios a Bata, las matanzas de Casas Viejas y aquello de “Ni heridos ni prisioneros” y “Tiros a la barriga”. En más de medio siglo de reacción monárquica, desde los tiempos de Sagasta, fue imposible destruir el movimiento polarizado en 1910 en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Los socialistas y las izquierdas políticas fueron al Poder sin otro programa positivo, al parecer, que el de la lucha contra las fuerzas sociales revolucionarias y no vacilaron en escrúpulos para realizar sus planes». 

Y también Santillán pone de manifiesto las contradicciones entre las posiciones de los socialistas y los anarquistas como causa de la falta de colaboración de estos últimos con los primeros en el movimiento de Octubre de 1934:

«¿Qué solidaridad era posible establecer con hombres y con partidos que han matado, en dos años, más obreros que la monarquía en un cuarto de siglo, que han intensificado todos los métodos de exterminio y de represión de los adversarios de la izquierda y han hecho cuanto han podido [...] para servir incondicionalmente a los enemigos del proletariado?».

(Diego Abad de Santillán, “Los anarquistas españoles y la insurrección de Octubre”, en Tiempos Nuevos, Enero de 1935). 

Así, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) no apoyó la huelga general revolucionaria con la que comenzó la Revolución de Octubre de 1934, lo que dejaba en evidencia las divergencias objetivas de las distintas generaciones de izquierda. Si el PSOE se movió desde el comienzo en una posición oportunista, pasando de la colaboración a la ruptura con la República según las circunstancias le fueran o no favorables, los anarquistas desde el comienzo le mostraron hostilidad a la República, régimen al que aspiraban, como a todo Estado, derrocar.

Esta posibilidad también se la plantea José Díaz Fernández:

«La tradición del PSOE era la del reformismo. Pese a sus actividades revolucionarias al final del régimen de la Restauración, el PSOE tuvo un comportamiento oportunista: aprovechó la dictadura de Primo de Rivera para convertirse en el partido más fuerte en la posterior II República. Largo Caballero había sido Ministro de Trabajo. Esto explicaría que el PSOE se lanzase a una revolución para la que las circunstancias no estaban preparadas: ¿Cómo se plegaron los socialistas y los republicanos de izquierda a esta influencia conservadora? No confiaban demasiado en la capacidad revolucionaria de las masas. Los socialistas, desde Pablo Iglesias, respondían a la táctica del socialismo reformista. El señor Largo Caballero, después líder de la revolución, durante la dictadura militar había incluso pertenecido, por orden del partido, a un alto organismo del Estado monárquico, representando a las fuerzas sindicales. Pero además ellos eran los primeros convencidos de la ineficacia del viejo republicanismo y preferían a los conversos Alcalá Zamora y Maura, por creerlos de mayor solvencia. La verdad es que éstos hacían constantemente protestas de su amor al proletariado, de la necesidad de grandes reformas sociales. Los republicanos de izquierda, por su parte, eran nuevos en la lucha política. Representaban grandes sectores de opinión, pera ésta apenas se articulaba en partidos inconexos, hechos a prisa, con una congestión de democracia que terminó por dividirlos y atomizarlos»

(José Díaz Fernández, «Prólogo» a José Canel, Octubre Rojo en Asturias, págs. 11-12). 

Así, en base a esta tradición reformista, los obreros españoles no eran partidarios del socialismo, sino del anarquismo, mucho más arraigado en la tradición española, tal y como argumenta Díaz Fernández:

«El proletariado español, sobre todo en las regiones del Noroeste, Centro y Mediodía, tiene una raíz anarquista y está afecto a la Confederación Nacional del Trabajo. En España, por su arraigado individualismo, el anarquismo tiene una gran tradición. No controlan, pues, las organizaciones socialistas a todo el elemento trabajador, sino que en Cataluña, Levante, Galicia, y Andalucía, el grueso del proletariado es de matiz anarcosindicalista. Los comunistas también poseen núcleos importantes en toda la Península»

(José Díaz Fernández, «Prólogo» a José Canel, Octubre Rojo en Asturias, págs. 16-17). 

Quedaban así marcadas, ya antes de la II República, claras divergencias objetivas entre distintas posiciones de izquierda, ya fueran republicanos, anarquistas, socialistas o comunistas, que nunca pudieron aparcarse pese a alianzas coyunturales y que se reprodujeron nuevamente en la Guerra Civil española.

En Octubre de 1934 se apeló al grito ¡Uníos Hermanos Proletarios! que tomó forma bajo las siglas UHP, aprobadas el mes de febrero por iniciativa del socialista Amador Fernández, y a las que se unieron los comunistas en septiembre. El objetivo era conjugar esfuerzos entre anarquistas y socialistas principalmente, pero tal unión apenas duró unos días durante el decisivo mes de Octubre.

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