George Orwell
(cuyo auténtico nombre era Eric Arthur Blair), nació el 25 de junio de 1903 en
Motihari (Bengala, India), donde su padre era un funcionario responsable del
comercio británico del opio, se trasladó a muy corta edad con su madre y sus
hermanas a Inglaterra. Ingresa en el colegio St. Cyprien, escuela de la alta
burguesía y en 1917 entra en el Eton College de Inglaterra gracias a una beca.
Deja de estudiar
e ingresa en la Policía Imperial India destinado en Birmania, (1922-1927).
De vuelta a
Europa en 1928 se instala primero en París y luego en Londres en el año 1930.
Enfermo y luchando por abrirse camino como escritor, sufrió durante varios años
la pobreza. Fruto de esta situación es su primer libro Sin blanca en
París y Londres (1933), donde narra las difíciles condiciones de vida de las
gentes sin hogar. Días en Birmania (1934), es una critica inmisericorde
contra el imperialismo, y en cierta medida, una obra autobiográfica. Su
siguiente obra, La hija del Reverendo (1935), es la historia de
una solterona que encuentra su liberación viviendo entre los campesinos.
A finales de
1936 decide viajar a España para trabajar inicialmente como periodista: pero las
circunstancias le llevarán a enrolarse en las milicias del POUM (Partido Obrero
de Unificación Marxista) −debido a su pertenencia al Partido Laborista
Independiente de Inglaterra−, durante la Guerra Civil española (1936-1939). En
1938, cuando aún no había llegado a su fin la contienda, escribe Homenaje a
Cataluña, donde relata sus experiencias en la guerra española. Como
miliciano lucha en el frente de Huesca, desde enero hasta abril de 1937, donde
es gravemente herido en la garganta. De permiso en la Ciudad Condal, le
sorprendieron los enfrentamientos armados entre dos facciones antifascistas,
conocidos como los hechos de mayo del 37 en Barcelona De un lado
de la barricada las fuerzas de la Generalidad, el PSUC y Estat Català. Del otro
lado de la barricada los trabajadores cenetistas y el POUM. Orwell, al
principio, no entendía las causas del enfrentamiento.
Lo que le obsesionó siempre a Orwell fue la
campaña difamatoria de los estalinistas contra los militantes del POUM y los
anarquistas.
Orwell vivió en
carne propia la persecución e ilegalización del POUM, ordenada el 16 de junio de
1937 por el gobierno de la República, presidido por Juan Negrín. Los
estalinistas detuvieron a los líderes del POUM, y todos los militantes de ese
partido fueron perseguidos, encarcelados o asesinados
Orwell,
convaleciente de una herida recibida en el frente, logró escapar por casualidad,
ya que se dirigía al Hotel Falcón, residencia habitual de los milicianos
extranjeros del POUM, cuando a pocos metros fue avisado por un conocido del
peligro existente: el Hotel había sido convertido en una prisión y checa
estalinista. Como sus compañeros del POUM sufrió persecución por parte de los
estalinistas del PSUC y se vio obligado a huir de España, atravesando la
frontera como simple turista.
La indignación
de Orwell radicaba en el asco que sentía por la manipulación de la verdad. Su
obsesión, reflejada más tarde en sus novelas, radicaba en esa manipulación de
los hechos y de la realidad que él mismo había vivido en Barcelona y el frente
de Huesca en 1937. La verdad, la realidad, los hechos, el pasado, podían ser
fácilmente manipulados por los estalinistas con noticias y análisis que diarios,
publicaciones, editores, aparato de propaganda e intelectuales simpatizantes
repetían machaconamente. De este modo la mentira, la falsedad más burda, la
falsificación política y la difamación más grosera podían llegar a adquirir la
categoría de hecho histórico.
Poco después de
su huida de Barcelona, ocurrida el 23 de junio de 1937, escribió un artículo que
fue reproducido en español en el número 6, correspondiente al 15 de diciembre de
1937, del Boletín de Información sobre el proceso político contra el POUM,
editado clandestinamente por el POUM, pese a la formidable represión
estalinista.
La tesis
fundamental del artículo es la afirmación de que el Gobierno del Frente Popular
tiene más semejanzas que diferencias con el fascismo. Era una paradoja brutal
para un combatiente antifascista como Orwell. Esta posición incoherente, fruto
de una abrupta vivencia inmediata, fue modificada sólo dos meses después. Así,
en la carta, fechada en septiembre de 1937, dirigida a Geoffrey Gorer, escribió:
“Después
de lo que he visto en España he llegado a la conclusión de que es inútil ser
antifascista e intentar mantener el capitalismo. El fascismo no es más que
un desarrollo del capitalismo (...). Si se colabora con el gobierno
imperialista-capitalista en la lucha contra el fascismo, es decir, contra un
imperialismo competidor, en realidad se deja entrar el fascismo por la
puerta de servicio”.
Tras su
precipitada huida de Barcelona, Orwell, ya en Inglaterra, asistió impotente y
asqueado a la campaña difamatoria de los estalinistas, y de tantos intelectuales
de izquierda. El choque de sus propias vivencias, como miliciano del POUM, y las
falsedades publicadas por la prensa, que repetían las infamias de Palmiro
Togliatti y el resto de líderes del PCE y del PSUC, y de amplios sectores
estalinizados del PSOE, son la inspiración directa del “Gran Hermano” y el
“Ministerio de la Verdad”, auténticos protagonistas de la pesadilla que relata
en la novela 1984. Orwell estaba sorprendido por la virulencia de la
represión estalinista, e indignado por la manipulación de los hechos y la
realidad. Porque si la propaganda pasaba como verdad, la manipulación de la
realidad y de los hechos era factible para quienes monopolizaban los medios de
comunicación. Y eso era lo que estaban haciendo los estalinistas en España con
el POUM.
El camino a
Wigan Pier (1937), es una crónica desgarradora sobre
la vida de los mineros sin trabajo en los barrios obreros de Lancashire y
Yorkshire. Su condena de la sociedad totalitaria queda también plasmada en una
fábula de carácter alegórico, Rebelión en la granja (1945), basada en la
traición de Stalin a la Revolución Rusa.
En 1948 enferma
de tuberculosis y es hospitalizado durante casi medio año. Al salir puede
concluir su última novela 1984 (1949). Esta última ofrece una descripción
aterradora de la vida bajo la vigilancia constante del “Gran Hermano”.
Otros de sus
escritos son, la novela Que vuele la aspidistra (1936) y Disparando al
elefante y otros ensayos (1950) y Así fueron las alegrías
(1953) En 1968 se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos Completos:
Periodismo y Cartas.
Vuelve a recaer
de su enfermedad y muere en Londres el 21 de enero de 1950.
ARRIBA
(No ha sido posible fechar este escrito,
ni cuando se publicó exactamente. La nota editorial que
apareció en “New Road” con el escrito lo fecha en enero
de 1942)
I
En primer lugar los recuerdos físicos, los
ruidos, los olores, la superficie de los objetos. Es
curioso, pero lo que recuerdo más vivamente de la guerra es
la semana de supuesta instrucción que recibimos antes de que
se nos enviara al frente: el enorme cuartel de caballería de
Barcelona, con sus cuadras llenas de corrientes de aire y
sus patios adoquinados; el frío glacial de la bomba de agua
donde nos lavábamos; la asquerosa comida que tragábamos
gracias al vino abundante; las milicianas con pantalones que
partían leña y la lista que pasaban al amanecer, en la que
mi prosaico nombre inglés era una especie de interludio
cómico entre los sonoros nombres españoles: Manuel González,
Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime
Doménech, Sebastián Viltrón y Ramón Nuvo Bosch, cuyos
nombres cito en particular porque recuerdo sus caras.
Exceptuando a dos que eran escoria y que sin duda serán
ahora buenos falangistas, es probable que todos estén
muertos. El más viejo tendría unos veinticinco años; el más
joven, dieciséis.
Una experiencia esencial en la guerra es la
imposibilidad de librarse en ningún momento de los malos
olores de origen humano. Hablar de las letrinas es un lugar
común de la literatura bélica, y yo no las mencionaría si no
fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron a
desinflar el globo de mis fantasías sobre la guerra civil
española. La letrina ibérica en la que hay que acuclillarse
ya es suficientemente mala en el mejor de los casos, pero
las del cuartel estaban hechas con una piedra pulimentada
tan resbaladiza que costaba lo suyo no caerse. Además,
siempre estaban obstruidas.
En la actualidad recuerdo muchísimos otros
pormenores repugnantes, pero creo que fueron aquellas
letrinas las que me hicieron pensar por primera vez en una
idea sobre la que volvería a menudo: «somos soldados de un
ejército revolucionario que va a defender la democracia del
fascismo, a librar una guerra por algo concreto, y sin
embargo, los detalles de nuestra vida son tan sórdidos y
degradantes como podrían serlo en una cárcel, y no digamos
en un ejército burgués». Ulteriores experiencias confirmaron
esta impresión; por ejemplo, el aburrimiento, el hambre
canina de la vida en las trincheras, las vergonzosas
intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las
mezquinas y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban
hombres muertos de sueño.
El carácter de la guerra en la que se
combate afecta muy poco al horror esencial de la vida
militar (todo el que haya sido soldado sabrá qué entiendo
por el horror esencial de la vida militar). Por ejemplo, la
disciplina es idéntica, en última instancia, en todos los
ejércitos. Las órdenes se tienen que obedecer y cumplir con
castigos si es preciso, y las relaciones entre mandos y
tropa han de ser relaciones entre superiores e inferiores.
La imagen de la guerra que se presenta en libros como Sin
novedad en el frente es auténtica en lo
fundamental. Las balas duelen, los cadáveres apestan, los
hombres expuestos al fuego enemigo suelen estar tan
asustados que se mojan los pantalones. Es cierto que el
fondo social del que brota un ejército influye en su
adiestramiento, en su táctica y en su eficacia general, y
también que la conciencia de estar en el bando justo puede
elevar la moral, aunque este factor repercute más en la
población civil que en los combatientes (la gente olvida que
un soldado destacado en el frente o en los alrededores suele
estar demasiado hambriento, o asustado, o helado, o −por
encima de todo− demasiado cansado para preocuparse por las
causas políticas de la guerra). Pero las leyes de la
naturaleza son tan implacables para los ejércitos «rojos»
como para los «blancos». Un piojo es un piojo y una bomba es
una bomba, por muy justa que sea la causa por la que se
combate.
¿Por qué vale la pena señalar cosas tan
evidentes? Porque la intelectualidad británica y
estadounidense no reparaba en ellas entonces, como tampoco
lo hace en la actualidad. Nuestra memoria flaquea en los
tiempos que corren, pero retrocedamos un poco, excavemos en
los archivos del New Masse o del Daily Worker
y echemos un vistazo a la romántica basura belicista que
nuestros izquierdistas nos lanzaban antaño. ¡Cuánto tópico!
¡Cuánta insensibilidad y falta de imaginación! ¡Con qué
indiferencia afrontó Londres el bombardeo de Madrid!
No me estoy refiriendo a los contra
propagandistas de derecha, los Lunn, Garvin y otras hierbas,
que aquí se dan por descontado. Me refiero a las mismísimas
personas que durante veinte años habían abucheado y
criticado la «gloria» de la guerra, los relatos de
atrocidades, el patriotismo, incluso el valor físico, con
unos argumentos que habrían podido publicarse en el Daily
Mail en 1918 cambiando unos cuantos nombres. Si con algo
estaba comprometida la intelectualidad británica era con la
versión desacreditadora de la guerra, con la teoría de que
una contienda se reduce a cadáveres y letrinas y de que
nunca conduce a nada bueno. Pues bien, las mismas personas
que en 1933 sonreían con desdén cuando se les decía que en
determinadas circunstancias había que luchar por la patria,
en 1937 lo acusaban públicamente a uno de trotskifascista si
insinuaba que las anécdotas que publicaba el New Masse
sobre los recién heridos que pedían a gritos volver al
combate quizás fueran exageradas. Y la intelectualidad
izquierdista pasó de decir «la guerra es horrible» a decir
«la guerra es gloriosa», no sólo sin el menor sentido de la
coherencia, sino casi sin transición. Casi todos sus
miembros darían después otros golpes de timón igual de
bruscos. Porque tuvieron que ser muchos, algo así como el
cogollo de la intelectualidad, los que aprobaron la
declaración «Por el Rey y la Patria» de 1935, pidieron a
gritos una «política firme» frente a Alemania en 1937,
apoyaron a la Convención del Pueblo en 1940 y hoy exigen un
«segundo frente».
En las masas, los extraordinarios cambios de
opinión que hay en la actualidad, las emociones que se
pueden abrir y cerrar como un grifo, son un efecto de la
hipnosis que producen la prensa y la radio. En los
intelectuales, yo diría que son efecto del dinero y de la
seguridad personal pura y simple. En un momento dado pueden
ser belicistas o pacifistas, pero en ninguno de los dos
casos tienen una idea realista de lo que es la guerra.
Cuando se entusiasmaron con la guerra civil española sabían,
como es lógico, que había gente que mataba a otra gente y
que morir así es desagradable, pero pensaban que la
experiencia de la guerra no era en cierto modo humillante
para un soldado del ejército republicano español. Las
letrinas olían mejor, la disciplina era menos irritante. No
hay más que echar un vistazo al New Statesman para
comprobar que se lo creían: idénticas paparruchas se
escriben sobre el Ejército Rojo en la actualidad.
Nos hemos vuelto demasiado civilizados para
ver lo evidente. Porque la verdad es muy sencilla: para
sobrevivir, a menudo hay que luchar; y para luchar, hay que
mancharse las manos. La guerra es mala y es, con frecuencia,
el mal menor. Los que tomen la espada, perecerán por la
espada; y los que no la tomen, perecerán de enfermedades
malolientes. El hecho de que valga la pena recordar aquí
este lugar común revela lo que han producido en nosotros
estos años de capitalismo de rentistas.
ARRIBA
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II
En relación con lo que acabo de decir, una
breve nota sobre atrocidades:
Tengo poco conocimiento directo de las
atrocidades que se cometieron en la guerra civil española.
Sé que los republicanos fueron responsables de algunas y que
los fascistas lo fueron de muchas más. Pero lo que me llamó
mucho la atención por aquellas fechas, y sigue llamándomela
desde entonces, es que los individuos se creen las
atrocidades o no se las creen basándose única y
exclusivamente en sus inclinaciones políticas. Todos se
creen las atrocidades del enemigo y no dan crédito a las que
se cuentan del bando propio, sin molestarse en analizar las
pruebas.
Hace poco, elaboré una lista de atrocidades
cometidas entre 1918 y el presente; no pasó un año sin que
se cometieran en alguna parte y no había prácticamente
ningún caso en el que la derecha y la izquierda creyeran las
mismas historias al mismo tiempo. Y, lo que es más curioso
aún, en cualquier momento se puede revertir la situación de
manera radical y hacer posible que la atrocidad totalmente
demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira
absurda, sólo porque haya cambiado el panorama político.
En la guerra actual, estamos en la curiosa
situación de que emprendimos nuestra campaña contra las
atrocidades mucho antes de que se iniciase el conflicto, y
la emprendió sobre todo la izquierda, la gente que
acostumbra a enorgullecerse de su incredulidad. En el mismo
periodo, la derecha, divulgadora de las atrocidades en
1914-1918, observaba la Alemania nazi y se negaba de plano a
ver ningún peligro en ella. Pero cuando la guerra estalló,
fueron los pro nazis de ayer los que se pusieron a repetir
cuentos de miedo, mientras que los antinazis se quedaban de
pronto dudando de si la Gestapo existía en realidad. No fue
sólo por el pacto germano-soviético. Por un lado, fue porque
antes de la guerra la izquierda había confiado erróneamente
en que Gran Bretaña y Alemania no llegarían a enfrentarse;
por tanto, podía ser anti alemana y antibritánica al mismo
tiempo. Y por el otro, fue porque la propaganda bélica
oficial, con su hipocresía y fariseísmo nauseabundos,
siempre consigue que la gente sensata simpatice con el
enemigo.
Parte del precio que pagamos por las
mentiras sistemáticas de 1914-1918 fue la exagerada reacción
germanófila que siguió. Entre 1918 y 1933, a uno lo
abucheaban en los círculos izquierdistas si insinuaba que
Alemania había tenido siquiera una mínima responsabilidad en
el estallido del conflicto. En todas las condenas de
Versalles que oí durante aquellos años no recuerdo que nadie
preguntara qué habría pasado si Alemania hubiera vencido, y
menos aún, que se comentara la posibilidad. Lo mismo cabe
decir de las atrocidades. Es sabido que la verdad se vuelve
mentira cuando la formula el enemigo. Últimamente he
comprobado que las mismas personas que se tragaron todos los
cuentos de miedo sobre los japoneses en Nanking, en 1937, se
han negado a creer los mismos cuentos en relación con Hong
Kong en 1942. Incluso se notaba cierta tendencia a creer que
las atrocidades de Nanking se habían vuelto
retrospectivamente falsas −por así decirlo− porque el
gobierno británico llamaba ahora la atención sobre ellas.
Pero, por desgracia, la verdad sobre las
atrocidades es mucho peor que las mentiras que se inventan
al respecto y con las que se hace la propaganda. La verdad
es que se producen. Lo único que consigue el argumento que
se aduce a menudo como motivación para el escepticismo −que
en todas las guerras se divulgan las mismas historias− es
aumentar las probabilidades de que las historias sean
ciertas. Sin duda se trata de fantasías muy extendidas y la
guerra proporciona una oportunidad para ponerlas en
práctica. Además, aunque ya no esté de moda decirlo, no se
puede negar que los que en términos generales llamamos
«blancos» cometen muchas más y peores atrocidades que los
«rojos».
El comportamiento de los japoneses en China,
por ejemplo, constituye una prueba. Tampoco caben muchas
dudas sobre la larga lista de barbaridades que han cometido
los fascistas en Europa en los últimos diez años. Hay una
cantidad enorme de testimonios y una parte respetable de los
mismos procede de la prensa y la radio alemanas. Estos
hechos ocurrieron realmente, y esto es lo que no hay que
perder de vista. Ocurrieron incluso a pesar de que lord
Halifax dijera que ocurrían. Violaciones y matanzas en
ciudades chinas, torturas en sótanos de la Gestapo, ancianos
profesores judíos arrojados a pozos negros, ametrallamiento
de refugiados en las carreteras españolas. Todas esas cosas
sucedieron y no sucedieron menos porque el Daily
Telegraph las descubra de pronto con cinco años de
retraso.
ARRIBA
III
Dos recuerdos, uno que no demuestra nada en
concreto y otro que creo que permite entrever el clima
reinante en un periodo revolucionario. Cierta madrugada, uno
de mis compañeros y yo habíamos salido a disparar contra los
fascistas en las trincheras de las afueras de Huesca. Entre
su línea y la nuestra había trescientos metros, una
distancia a la que era difícil acertar con nuestros
anticuados fusiles; pero si se acercaba uno arrastrándose a
un punto situado a unos cien metros de la trinchera
fascista, a lo mejor, con un poco de suerte, le daba a
alguien por una grieta que había en el parapeto.
Por desgracia, el terreno que nos separaba
de allí era un campo de remolachas llano y sin más
protección que unas cuantas zanjas, y había que salir cuando
todavía estaba oscuro y volver justo después del alba, antes
de que hubiera buena luz. Aquella vez no vimos a ningún
fascista; nos quedamos demasiado tiempo y nos sorprendió el
amanecer. Estábamos en una zanja, pero detrás de nosotros
había doscientos metros de terreno llano donde difícilmente
se habría podido esconder un conejo. Todavía andábamos
infundiéndonos ánimos para echar una carrera cuando oímos
mucho alboroto y silbatos en la trinchera fascista: se
acercaban aviones nuestros. De pronto, un hombre, al parecer
con un mensaje para un oficial, salió de un salto de la
trinchera y corrió por encima del parapeto, a plena luz. Iba
vestido a medias y mientras corría se sujetaba los
pantalones con ambas manos. Contuve el impulso de
dispararle. Es cierto que soy mal tirador y que es muy
difícil dar a un hombre que corre a cien metros de
distancia, y además yo estaba pensando sobre todo en volver
a nuestra trinchera aprovechando que los fascistas estaban
pendientes de los aviones. Sin embargo, si no le disparé fue
por el detalle de los pantalones. Yo había ido allí a pegar
tiros contra los «fascistas», pero un hombre al que se le
caen los pantalones no es un «fascista»; es, a todas luces,
otro animal humano, un semejante, y se le quitan a uno las
ganas de dispararle.
¿Qué demuestra este episodio? Poca cosa,
porque estos incidentes se producen continuamente en todas
las guerras. El que viene ahora es distinto. Supongo que
contándolo no conmoveré a los lectores, pero pido que se me
crea si digo que me conmovió a mí, ya que fue un incidente
característico del clima moral de un periodo concreto.
Un recluta que se incorporó a nuestra unidad
mientras estábamos en el cuartel era un joven de los
suburbios de Barcelona, de aspecto salvaje. Iba descalzo y
vestido con andrajos. Era muy moreno −sangre árabe, me
atrevería a decir− hacía gestos que no suelen hacer los
europeos; uno en concreto (el brazo estirado, la palma
vertical) era típico de los hindúes. Un día me robaron de la
litera un haz de puros de los que todavía se podían comprar
muy baratos. Con no poca imprudencia, di parte al oficial y
uno de los granujas a los que ya me he referido se apresuró
a adelantarse y dijo que a él le habían robado veinticinco
pesetas, cosa completamente falsa. Por la razón que fuera,
el oficial llegó a la conclusión de que el ladrón había sido
el joven de tez morena. El robo era un delito grave en las
milicias y en teoría se podía fusilar a un ladrón.
El pobre muchacho se dejó conducir al cuerpo
de guardia para ser registrado. Lo que más me llamó la
atención fue que apenas se quejó. En el fatalismo de su
actitud se percibía la terrible pobreza en que se había
criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Con una
humildad que me resultó insoportable, se quitó la ropa, que
fue registrada. En ella no estaban ni los puros ni el
dinero; la verdad es que el muchacho no los había robado. Lo
más doloroso fue que parecía igual de avergonzado incluso
después de haberse demostrado su inocencia. Aquella noche lo
invité al cine y le di brandy y chocolate, pero la operación
no fue menos horrible; me refiero a pretender borrar una
ofensa con dinero. Durante unos minutos yo había creído a
medias que era un ladrón y esa mancha no se podía borrar.
Pues bien, unas semanas después, estando en
el frente, tuve un altercado con un hombre de mi sección. Yo
era cabo por entonces y tenía doce hombres a mi mando.
Estábamos en un periodo de inactividad, hacía un frío
espantoso, y mi principal cometido era que los centinelas
estuvieran despiertos y en sus puestos. Cierto día, un
hombre se negó a ir a determinado puesto, que según él
estaba demasiado expuesto al fuego enemigo, cosa que era
cierta. Era un individuo débil, así que lo cogí del brazo y
tiré de él. El gesto despertó la indignación de los demás,
porque me da la sensación de que los españoles toleran menos
que nosotros que les pongan las manos encima. Al instante me
vi rodeado de hombres que me gritaban: «¡Fascista!
¡Fascista! ¡Déjalo en paz! Esto no es un ejército burgués.
¡Fascista!», etc., etc. En mi mal español, les expliqué lo
mejor que pude que las órdenes estaban para cumplirlas. La
polémica se convirtió en una de esas discusiones tremendas
mediante las que se negocia poco a poco la disciplina en los
ejércitos revolucionarios. Unos decían que yo tenía razón;
otros, que no. La cuestión es que el que se puso de mi parte
de forma más incondicional fue el joven de tez morena. En
cuanto vio lo que pasaba, se plantó en medio del corro y se
puso a defenderme con vehemencia. Haciendo aquel extraño e
intempestivo gesto hindú, repetía sin parar: «¡No hay un
cabo como él!». Más tarde solicitó un permiso para pasarse a
mi sección.
¿Por qué me resulta conmovedor ese
incidente? Porque en circunstancias normales habría sido
imposible que se restablecieran las buenas relaciones entre
nosotros. Con mi afán por reparar la ofensa no sólo no
habría mitigado la acusación tácita de ladrón, sino que a
buen seguro la habría agravado. Un efecto de la vida
civilizada y segura es el desarrollo de una
hipersensibilidad que acababa considerando repugnantes todas
las emociones primarias. La generosidad es tan ofensiva como
la tacañería; la gratitud, tan odiosa como la ingratitud.
Pero quien estaba en la España de 1936 no vivía en una época
normal, sino en una época en la que los sentimientos y
detalles generosos surgían con mayor espontaneidad.
Podría contar una docena de episodios
parecidos, en apariencia insignificantes pero vinculados en
mi recuerdo con el clima especial de la época, con la ropa
raída y los carteles revolucionarios de colores alegres, con
el empleo general de la palabra «camarada», con las
canciones antifascistas impresas en un papel pésimo, que se
vendían por un penique, con expresiones como «solidaridad
proletaria internacional», repetidas conmovedoramente por
analfabetos que creían que significaba algo.
¿Sentiríamos simpatía por otro y nos
pondríamos de su parte en una pelea después de haber sido
ignominiosamente registrados en su presencia, en busca de
objetos que se sospechaba que le habíamos robado? No, desde
luego que no; sin embargo, podríamos sentir y obrar de este
modo si los dos hubiéramos pasado una experiencia
emocionalmente enriquecedora. Es una de las consecuencias de
la revolución, aunque en este caso sólo había un barrunto de
revolución y estaba a todas luces condenado, de antemano, al
fracaso.
ARRIBA
IV
La lucha por el poder entre los partidos
políticos de la España republicana es un episodio desdichado
y lejano que no tengo ningún deseo de revivir en estos
momentos. Lo menciono sólo para decir a continuación: no
creáis nada, o casi nada, de lo que leáis sobre los asuntos
internos en el bando republicano. Sea cual fuera el origen
de la información, todo es propaganda de partido, es decir,
mentira. La verdad desnuda sobre la guerra es muy simple. La
burguesía española vio la ocasión de aplastar la revolución
obrera y la aprovechó, con ayuda de los nazis y de las
fuerzas reaccionarias de todo el mundo. Aparte de eso, es
dudoso que pueda demostrarse nada.
Recuerdo que en cierta ocasión le dije a
Arthur Koetsler: «La historia se detuvo en 1936».
Él lo comprendió de inmediato y asintió con la cabeza. Los
dos pensábamos en el totalitarismo en general, pero más
concretamente en la guerra civil española. Ya de joven me
había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con
fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por
primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna
relación con los hechos, ni siquiera la relación que se
presupone en una mentira corriente. Vi informar sobre
grandiosas batallas cuando apenas se había producido una
refriega, y silencio absoluto cuando habían caído cientos de
hombres. Vi que se calificaba de cobardes y traidores a
soldados que habían combatido con valentía, mientras que a
otros que no habían visto disparar un fusil en su vida se
los tenía por héroes de victorias inexistentes; y en
Londres, vi periódicos que repetían estas mentiras e
intelectuales entusiastas que articulaban superestructuras
sentimentales sobre acontecimientos que jamás habían tenido
lugar.
En realidad vi que la historia se estaba
escribiendo no desde el punto de vista de lo que había
ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que
haber ocurrido según las distintas «líneas de partido». Sin
embargo, y por horrible que fuera, hasta cierto punto no
importaba demasiado. Afectaba a asuntos secundarios, a
saber: a la lucha por el poder entre la III Internacional y
los partidos izquierdistas españoles, y a los esfuerzos del
gobierno ruso por impedir la revolución en España. Pero la
imagen general de la guerra que daba el gobierno de la
República al mundo no era falsa. Los asuntos principales
eran y como los explicaban sus portavoces. En cambio, los
fascistas y sus partidarios no podían ni por asomo ser tan
veraces. ¿Cómo iban a confesar sus verdaderos objetivos? Su
versión de la guerra era pura fantasía, y en aquellas
circunstancias no habría podido ser otra cosa.
El único recurso propagandístico que tenían
los nazis y fascistas era presentarse como patriotas
cristianos que querían salvar a España de la dictadura rusa.
Para ello, había que fingir que en la vida en la España
republicana era una incesante escabechina (véanse el
Catholic Herald o el Daily Mail, que no obstante,
resultaban un juego de niños en comparación con la prensa
fascista de la Europa continental) y había que exagerar la
magnitud de la intervención rusa.
Fijémonos en un solo detalle de la ingente
montaña de mentiras que acumuló la prensa católica y
reaccionaria del mundo entero: la supuesta presencia de un
ejército ruso en España. Todos los fervientes partidarios de
Franco estaban convencidos de ello, y calculaban que podía
constar de medio millón de soldados. Ahora bien, no hubo
ningún ejército ruso en España. Puede que hubiera algunos
pilotos y técnicos, unos centenares a lo sumo, pero de
ningún modo un ejército. Varios millares de combatientes
extranjeros, por no hablar de millones de españoles, fueron
testigos de lo que digo; sin embargo, sus declaraciones no
hicieron mella alguna en los partidarios de Franco, que por
otro lado no estaban en la España republicana. Al mismo
tiempo, estos últimos se negaban categóricamente a admitir
la intervención alemana e italiana mientras la prensa
alemana e italiana proclamaba a los cuatro vientos las
hazañas de sus «legionarios». He preferido hablar sólo de un
detalle, pero la verdad es que toda la propaganda fascista
sobre la contienda era de ese nivel.
Estas cosas me parecen aterradoras, porque
me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está
desapareciendo del mundo. A fin de cuentas, es muy probable
que estas mentiras, o en cualquier caso otras equivalentes,
pasen a la historia. ¿Cómo se escribirá la historia de la
guerra civil española? Si Franco se mantiene en el poder,
los libros de historia los escribirán sus prebendados y −por
ceñirme al detalle de antes− el ejército ruso que nunca
existió se convertirá en hecho histórico que estudiarán los
escolares de las generaciones venideras. Pero supongamos que
dentro de poco cae el fascismo y se restablece en España un
gobierno más o menos democrático; incluso así, ¿cómo se
escribirá la historia? ¿Qué archivos habrá dejado Franco
intactos? Y aun suponiendo que se pudieran recuperar los
archivos relacionados con el bando republicano, ¿cómo se
podrá escribir una historia fidedigna de la guerra? Porque,
como ya he señalado, en el bando republicano también hubo
mentiras a espuertas. Desde el punto de vista antifascista
se podría escribir una historia de la guerra que sería fiel
a la verdad en términos generales, pero sería una historia
partidista que no merecería ninguna confianza en lo que se
refiere a los detalles de poca monta. Sin embargo, es
evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando
hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará
universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la
mentira se habrá convertido en verdad.
Sé que está de moda decir que casi toda la
historia escrita es una sarta de mentiras. Estoy dispuesto a
creer que la mayor parte de la historia es tendenciosa y
poco sólida, pero lo que es característico de nuestro tiempo
es la renuncia a la idea de que la historia se podría
escribir con veracidad. En el pasado se mentía a sabiendas,
o se maquillaba de forma inconsciente lo que se escribía, o
se buscaba denodadamente la verdad, sabiendo muy bien que
los errores eran inevitables; pero en cualquier caso se
creía que «los hechos» habían existido y que eran más o
menos susceptibles de descubrirse. Y en la práctica, había
siempre un considerable caudal de datos que casi todos
admitían. Si consultamos la historia de la última guerra [la
I Guerra Mundial], por ejemplo, en la Enciclopedia
Británica, veremos que una parte considerable del
material procede de fuentes alemanas. Un historiador
británico y otro alemán podrían disentir en muchas cosas,
incluso en las fundamentales, pero sigue habiendo un acervo
de datos neutrales, por llamarlos de algún modo, que ninguno
de los dos se atrevería a poner en duda. Es esta convención
de base, que presupone que todos los seres humanos
pertenecemos a una misma especie, lo que destruye el
totalitarismo. La teoría nazi niega en concreto que exista
nada llamado «la verdad». Tampoco, por ejemplo, existe «la
ciencia»: lo único que hay es «ciencia alemana», «ciencia
judía», etcétera. El objetivo tácito de esa argumentación es
un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla
gobernante, controla no sólo el futuro sino también el
pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no
ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son
cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta
mucho más que las bombas, y después de las experiencias de
los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a
locas.
Pero, ¿es infantil o quizás morboso
asustarse con imágenes de un futuro totalitario? Antes de
descartar el mundo totalitario como pesadilla que no puede
hacerse realidad, recordemos que en 1925 el mundo actual
habría parecido una pesadilla que no podía hacerse realidad.
Contra ese mundo cambiante y fantasmagórico, un mundo en el
que lo negro puede ser blanco mañana, en el que las
condiciones climatológicas de ayer se pueden cambiar por
decreto, sólo hay dos garantías. Una es que, por mucho que
neguemos la verdad, la verdad sigue existiendo, por así
decirlo, sin nuestro consentimiento, y en consecuencia no
podemos tergiversarla de manera que lesione la eficacia
militar. La otra es que mientras quede parte de la tierra
sin conquistar, la tradición liberal seguirá viva.
Si el fascismo, o tal vez una combinación de
fascismos, se adueña del mundo entero, las dos garantías
dejarán de existir. En Inglaterra infravaloramos esos
peligros porque, provistos de una fe sentimental por
nuestras tradiciones y nuestra seguridad pasada, creemos que
al final todo se arregla y nunca pasa lo que más tememos.
Educados durante cientos de años por una literatura en la
que la Justicia triunfa invariablemente en el último
capítulo, creemos casi por instinto que el mal siempre se
despeña solo a la larga. El pacifismo, por ejemplo, se basa
en buena medida en esa convicción: no te opongas al mal,
pues ya se destruirá él solo. Pero, ¿por qué ha de
destruirse? ¿Y qué pruebas hay de que lo hace? ¿Cuántos
casos hay de modernos estados industrializados que se hayan
hundido sin que los haya conquistado un ejército extranjero?
Pensemos por ejemplo en la reimplantación de
la esclavitud. ¿Quién habría imaginado hace veinte años que
volvería a haber esclavitud en Europa? Pues bien, la
esclavitud ha reaparecido ante nuestras propias narices. Los
polacos, rusos, judíos y presos políticos de todas las
nacionalidades que construyen carreteras o desecan pantanos
a cambio de una ración mínima de comida en los campos de
trabajo que pueblan toda Europa y el norte de África son
simples siervos de la gleba. Lo más que se puede decir es
que todavía no está permitido que un individuo compre y
venda esclavos; por lo demás −la separación forzosa de las
familias, pongamos por caso−, las condiciones son
probablemente peores que en las antiguas plantaciones de
algodón de Estados Unidos. No hay razón para creer que esta
situación vaya a cambiar mientras dure el dominio
totalitario. No comprendemos todas sus consecuencias porque,
con nuestra misma actitud, creemos que un régimen basado en
la esclavitud por fuerza ha de venirse abajo. Sin embargo,
vale la pena comparar la duración de los imperios
esclavistas de la antigüedad con la de cualquier Estado
moderno. Las civilizaciones basadas en la esclavitud han
durado, en total, alrededor de cuatro mil años.
Cuando pienso en la antigüedad, el detalle
que me asusta es que aquellos centenares de millones de
esclavos en cuyas espaldas se apoyaba la civilización,
generación tras generación, no han dejado ningún testimonio
de su existencia. Ni siquiera conocemos sus nombres.
¿Cuántos nombres de esclavos conocemos en toda la historia
de Grecia y Roma? Se me ocurren dos, quizá tres. Uno es
Espartaco; el otro, Epicteto. Y en la sala romana del Museo
Británico hay un vaso de cristal con el nombre de un
artífice grabado en el fondo, «Félix fecit». Tengo una
vívida imagen mental del pobre Félix (un galo pelirrojo con
un collar metálico en el cuello), pero cabe la posibilidad
de que no fuera esclavo, así que sólo conozco con seguridad
el nombre de dos esclavos y creo que pocas personas
conocerán más. El resto duerme en el más profundo silencio.
ARRIBA
V
La columna vertebral de la resistencia
antifranquista fue la clase obrera española, sobre todo los
trabajadores urbanos afiliados a los sindicatos. A largo
plazo -y es importante recordar que sólo a largo plazo-, la
clase obrera sigue siendo el enemigo más encarnizado del
fascismo, por la sencilla razón de que es la que más ganaría
con una reorganización decente de la sociedad. A diferencias
de otras clases o estamentos, no se la puede sobornar
eternamente.
Decir esto no es idealizar la clase obrera.
En la larga lucha que siguió a la Revolución Rusa, los
derrotados han sido los trabajadores manuales y es imposible
no creer que la culpa fue de ellos. Los obreros organizados
han sido aplastados una y otra vez, en un país tras otro,
con métodos violentos manifiestamente ilegales, y sus
compañeros extranjeros, con los que estaban unidos por un
sentimiento de teórica solidaridad, se han limitado a mirar,
sin mover un dedo. ¿Quién puede creer ya en el proletariado
internacional con conciencia de clase después de los sucesos
de los diez últimos años? Las matanzas de trabajadores en
Viena, Berlín, Madrid o donde fuera, parecían tener menor
interés e importancia para sus camaradas británicos que el
partido de fútbol del día anterior.
Con todo, eso no altera el hecho de que la
clase obrera seguirá luchando contra el fascismo aunque los
demás cedan. Un rasgo sorprendente de la conquista nazi de
Francia ha sido la cantidad de defecciones que ha habido
entre los intelectuales, incluso entre la intelectualidad
política de izquierdas. Los intelectuales son los que más
gritan contra el fascismo, pero un respetable porcentaje se
hunde en el derrotismo cuando llega el momento. Saben ver de
lejos las probabilidades que tienen en contra, y además, se
los puede sobornar, pues es evidente que los nazis piensan
que vale la pena sobornar a los intelectuales. Con los
trabajadores sucede al revés: demasiado ignorantes para ver
las trampas que les tienden, creen con facilidad en las
promesas del fascismo, pero tarde o temprano siempre
reanudan la lucha; y así debe ser, porque siempre descubren
en sus propias carnes que las promesas del fascismo no se
pueden cumplir. Para amordazar de una vez por todas a la
clase trabajadora, los fascistas tendrían que subir el nivel
de vida general, cosa que ni pueden ni probablemente quieren
hacer.
La lucha de la clase obrera es como una
planta que crece. La planta es ciega y sin seso, pero sabe
lo suficiente para estirarse sin parar y ascender hacia la
luz, y no cejará por muchos obstáculos que encuentre. ¿Cuál
es el objetivo por el que luchan los trabajadores? Esa vida
digna que, de manera creciente, saben que ya es técnicamente
posible. La conciencia de este objetivo tiene flujos y
reflujos. En España, durante un tiempo, las masas obraron
conscientemente, avanzaron hacia una meta que querían
alcanzar y que creían que podían alcanzar. Esto explica el
curioso optimismo que impregnó la vida en la España
republicana durante los primeros meses de la contienda. La
gente sencilla sentía en sus propias entrañas que la
República estaba con ellos y que Franco era el enemigo;
sabía que la razón estaba de su lado, porque luchaba por
algo que el mundo le debía y estaba en condiciones de darle.
Hay que recordar esto si se quiere enfocar
con objetividad la guerra civil española. Cuando se piensa
en la crueldad, miseria e inutilidad de la guerra −y en este
caso concreto, en las intrigas, las persecuciones, las
mentiras y los malentendidos− siempre es una tentación
decir: «Los dos bandos son igual de malos; me declaro
neutral». En la práctica, sin embargo, no se puede ser
neutral, y difícilmente se encontrará una guerra en la que
carezca de importancia quién resulte vencedor, pues un bando
casi siempre tiende a apostar por el progreso, mientras que
el otro es más o menos reaccionario. El odio que la
República española suscitó en los millonarios, los duques,
los cardenales, los señoritos, los espadones y demás
bastaría por sí solo para saber lo que se cocía. En esencia
fue una guerra de clases. Si se hubiera ganado, se habría
fortalecido la causa de la gente corriente del mundo entero;
pero se perdió y los inversores de todo el mundo se frotaron
las manos. Esto fue lo que sucedió en el fondo. Lo demás no
fue más que espuma de superficie.
ARRIBA
VI
El resultado de la guerra civil española se
determinó en Londres, en París, en Roma, en Berlín, pero no
en España. Después del verano de 1937, los que veían las
cosas tal y como eran se dieron cuenta de que el gobierno no
podría ganar la guerra si no se producía un cambio radical
en el escenario internacional. Si Negrín y los demás
decidieron proseguir la lucha se debió en parte a que
esperaban que la guerra mundial que estalló en 1939 lo
hubiera hecho en 1938.
La desunión del bando republicano, de la que
tanto se habló, no estuvo entre las causas fundamentales de
la derrota. Las milicias populares se organizaron deprisa y
corriendo, estaban mal armadas y hubo falta de imaginación
en sus planteamientos militares, pera nada habría sido
diferente si se hubiera alcanzado un acuerdo político global
desde el principio. Cuando estalló la guerra, el trabajador
industrial medio no sabía disparar un arma y el pacifismo
tradicional de la izquierda constituía un gran obstáculo.
Los miles de extranjeros que combatieron en España eran
buenos como soldados de infantería, pero entre ellos había
poquísimos que estuvieran especializados en algo. La tesis
trotskista de que la guerra se habría ganado si no se
hubiera saboteado la revolución es probablemente falsa.
Nacionalizar fábricas, demoler iglesias y publicar
manifiestos revolucionarios no habría aumentado la eficacia
de los ejércitos. Los fascistas vencieron porque eran más
fuertes: tenían armas modernas y los otros carecían de
ellas. Ninguna estrategia política habría compensado ese
factor.
Lo más desconcertante de la guerra civil
española fue la actitud de las grandes potencias. La guerra
la ganaron en realidad los alemanes y los italianos, cuyos
motivos saltaban a la vista. Los motivos de Francia y Gran
Bretaña son menos comprensibles. Todos sabían en 1936 que si
Gran Bretaña hubiera ayudado a la II República, aunque sólo
hubiera sido con unos cuantos millones de libras esterlinas
en armas, Franco habría sucumbido y la estrategia alemana
habría sufrido un serio revés. Por entonces no hacía falta
ser adivino para prever la inminencia de un conflicto entre
Gran Bretaña y Alemania; incluso se habría podido predecir
el momento, año más o menos.
Pero la clase gobernante británica, del modo
más mezquino, cobarde e hipócrita, hizo cuanto pudo por
entregar España a Franco y a los nazis. ¿Por qué? La
respuesta más evidente es que era pro fascista.
Indiscutiblemente lo era, pero cuando llegó la confrontación
final, optó por oponerse a Alemania. Siguen sin conocerse
las intenciones que sustentaban su apoyo a Franco, y es
posible que en realidad no hubiera ninguna intención clara.
Si la clase gobernante británica es abyecta o solamente
idiota es una de las incógnitas más intrincadas de nuestro
tiempo, y en determinados momentos, una incógnita de
importancia capital.
En cuanto a los rusos, sus motivos en
relación con la guerra española son completamente
inescrutables. ¿Intervinieron en ella, como creían los
izquierdosos, para defender la democracia y frustrar los
planes nazis? En ese caso, ¿por qué intervinieron a una
escala tan ridícula y al final dejaron a España en la
estacada? ¿O intervinieron, como sostenían los católicos,
para promover la revolución? En ese caso, ¿por qué hicieron
todo lo posible por abortar todos los movimientos
revolucionarios, por defender la propiedad privada y por
ceder el poder a la clase media y no a la clase trabajadora?
¿O intervinieron, como sugerían los trotskistas, únicamente
con intención de impedir una revolución en España? En ese
caso, ¿por qué no apoyaron a Franco? La verdad es que la
conducta de los rusos se explica fácilmente si se parte de
la base de que obedecía a principios contradictorios. Creo
que en el futuro acabaremos por pensar que la política
exterior de Stalin, lejos de ser una astucia diabólica −como
se ha afirmado−, ha sido sólo oportunista y torpe.
De todos modos, la guerra civil española
puso de manifiesto que los nazis, a diferencia de sus
oponentes, sabían lo que se traían entre manos. La guerra se
libró a un nivel tecnológico bajo y su estrategia
fundamental fue muy sencilla: el bando que tuviera armas,
vencería. Los nazis y los italianos dieron armas a sus
aliados españoles, mientras que las democracias occidentales
y los rusos no hicieron lo propio con los que deberían haber
sido sus aliados. Así pereció la República española, tras
haber «conquistado lo que a ninguna república le falta».
Si fue justo o no animar a los españoles a
seguir luchando cuando ya no podían vencer, como hicieron
todos los izquierdistas extranjeros, es una pregunta que no
tiene fácil respuesta. Incluso yo pensaba que era justo,
porque creía que es mejor, incluso desde el punto de vista
de la supervivencia, luchar y ser conquistado que rendirse
sin luchar. No podemos juzgar todavía los resultados de la
magna estrategia de la lucha contra el fascismo. Los
ejércitos andrajosos y desarmados de la II República
resistieron durante dos años y medio, mucho más,
indudablemente, de lo que esperaban sus enemigos. Pero no
sabemos aún si de ese modo alteraron los planes fascistas o
si, por el contrario, se limitaron a posponer la gran guerra
y a dar a los nazis más tiempo para calentar los motores de
su maquinaria bélica.
ARRIBA
VII
Nunca pienso en la guerra civil española sin
que me vengan dos recuerdos. Uno es del hospital del Lérida
y de las tristes voces de los milicianos heridos que
cantaban una canción cuyo estribillo decía:
¡Una
revolución,
luchar hasta
el fin!
Pues bien, lucharon hasta el mismísimo fin.
Durante los últimos dieciocho meses de la contienda, los
ejércitos republicanos lucharon casi sin tabaco y con muy
poca comida. Ya a mediados de 1937, cuando me fui de España,
escaseaban la carne y el pan, el tabaco era una rareza, y
era dificilísimo encontrar café y azúcar.
El otro recuerdo es del miliciano italiano
que me estrechó la mano en la sala de guardia el día que me
alisté en las milicias. Hablé de este hombre al comienzo de
mi libro sobre la guerra española y no quiero repetir lo que
dije allí. Cuando recuerdo −y con qué viveza− su uniforme
raído y su cara feroz, conmovedora e inocente, parecen
desvanecerse los complejos temas secundarios de la guerra y
veo con claridad que al menos no había ninguna duda en
cuanto a quién estaba en el lado de la razón.
Al margen de la política de las potencias y
de las mentiras periodísticas, el objetivo principal de la
guerra era que las personas como aquel miliciano
conquistaran la vida digna a la que sabían que tenían
derecho por naturaleza. Me cuesta pensar en el probable fin
de aquel hombre en particular sin sentir una gama de
resentimientos. Puesto que lo conocí en el Cuartel Lenin, es
probable que fuera trotskista o anarquista, y en las
extrañas condiciones de los tiempos que corren, si a alguien
así no lo mata la Gestapo, suele matarlo la GPU. Pero ese
detalle no afecta a los objetivos a largo plazo. El rostro
de aquel hombre, que sólo vi un par de minutos, sigue vivo
en mi recuerdo como un aviso gráfico de lo que en verdad fue
aquella guerra. Representa para mí a la flor y nata de la
clase obrera europea, perseguida por la policía de todos los
países, a la gente que llena las fosas comunes de los campos
de batalla españoles, a los millones que hoy se pudren en
los campos de trabajo.
Cuando pienso en quienes apoyan o han
apoyado al fascismo no deja de sorprenderme su variedad.
¡Menuda tripulación! Imaginaos un programa capaz de meter en
el mismo barco, aunque sea por un tiempo, a Hitler, a Pétain,
a Montagu Norman, a Pavelitch, a William Randolph Hearst, a
Streicher, a Buchman, a Ezra Pound, a Juan March, a Cocteau,
a Thyssen, al padre Coughlin, al muftí de Jerusalén, a
Arnold Lunn, a Antonescu, a Spengler, a Beverly Nichols, a
lady Houston y a Marinetti. Pero la clave es muy sencilla.
Todos los mencionados son personas con algo que perder, o
personas que suspiran por una sociedad jerárquica y que
temen la perspectiva de un mundo poblado por seres humanos
libres e iguales.
Detrás del tono escandalizado con que se
habla del «ateísmo» de Rusia y del «materialismo» de la
clase obrera sólo está el afán del rico y del privilegiado
por conservar lo que tienen. Lo mismo cabe afirmar, aunque
contiene una verdad a medias, de todo cuanto se dice sobre
la inutilidad de reorganizar la sociedad si no hay al mismo
tiempo un «cambio espiritual». Los fariseos, desde el papa
de Roma hasta los yoguis de California, proclaman la
necesidad de un «cambio espiritual» mucho más tranquilizador
desde su punto de vista que un cambio de sistema económico.
Pétain atribuye la caída de Francia al «amor
por los placeres» del ciudadano corriente; daremos a esta
afirmación el valor que tiene si nos preguntamos cuántos
placeres hay en la vida de los obreros y los campesinos
corrientes de Francia y cuántos en la de Pétain. Menuda
impertinencia la de estos politicastros, curas, literatos y
demás especímenes que sermonean al socialista de base por su
«materialismo». Lo único que el trabajador exige es lo que
estos otros considerarían el mínimo imprescindible sin el
que la vida humana no se puede vivir de ninguna de las
maneras; que haya comida suficiente, que se acabe para
siempre la pesadilla del desempleo, que haya igualdad de
oportunidades para sus hijos, un baño al día, sábanas
limpias con una frecuencia razonable, un techo sin goteras y
una jornada laboral lo suficientemente corta para no
desfallecer al salir del trabajo.
Ninguno de los que predican contra el
«materialismo» pensaría que se puede vivir la vida sin esos
requisitos. Y qué fácilmente se obtendría dicho mínimo.
Bastaría con mentalizarse durante veinte años. Elevar el
nivel de vida mundial a la altura del de Gran Bretaña no
sería una empresa más aparatosa que esta guerra que libramos
en la actualidad. Yo no digo −no sé si lo dice alguien− que
una medida así vaya a solucionar nada por sí sola. Pero es
que para abordar los problemas reales de la humanidad,
primero hay que abolir las privaciones y las condiciones
inhumanas del trabajo. El principal problema de nuestra
época es la pérdida de fe en la inmortalidad del alma, y es
imposible afrontarlo mientras el ser humano trabaje como un
esclavo o tiemble de miedo a la policía secreta. ¡Qué razón
tiene el «materialismo» de la clase trabajadora! Qué razón
tiene la clase trabajadora al pensar que el estómago viene
antes que el alma, no en la escala de valores, sino en el
tiempo.
Si entendemos esto, el largo horror que
padecemos será al menos inteligible. Todos los argumentos
que podrían hacer titubear al trabajador −los cantos de
sirena de un Pétain o un Gandhi; el hecho impepinable de que
para luchar hay que degradarse; la equívoca postura moral de
Gran Bretaña, con su fraseología democrática y su imperio de
culis; la siniestra evolución de la Rusia soviética; la
sórdida farsa de la política izquierdista− pasan a segundo
plano y ya no se ve más que la lucha de la gente corriente,
que despierta poco a poco contra los amos de la propiedad y
los embusteros y lameculos que tienen a sueldo.
La cuestión es muy sencilla: ¿quieren o no
quieren las personas como el soldado italiano que se les
permita llevar una vida plenamente humana y digna que en la
actualidad es técnicamente accesible? ¿Devolverán, o no
devolverán a la gente normal al arroyo? Yo, personalmente,
aunque no tengo pruebas, creo que el hombre corriente ganará
la batalla tarde o temprano, aunque desearía que fuera
temprano y no tarde; por ejemplo, antes de que transcurra un
siglo y no dentro de diez milenios. Tal fue la verdadera
cuestión de la guerra civil española, como lo es de la
guerra actual, y tal vez de otras que vendrán.
No volví a ver al italiano ni averigüé cómo
se llamaba. Puede darse por hecho que está muerto. Unos dos
años después, cuando la guerra ya estaba perdida, escribí
estos versos en su memoria:
The italian soldier shook
my hand
Beside the guard-room table;
The
strong hand and the subtle hand
Whose palms are only able
To
meet within the sound of guns,
But
oh! What peace I knew then
Purer than any woman's!
For
the fly-blown words that make me spew!
Still in his ears were holy,
And
he was born knowing what I learned
Out
of books and slowly.
The
treacherous guns had told their tale
And
we both had bought it,
But
my gold brick was made of gold
Oh!
Who ever would have thought it?
Good
luck go with you Italian soldier!
But
luck is not far for the brave;
What
would the world give back to you?
Always less than you gave.
Between the shadow and the ghost,
Between the white and the red,
Between the bullet and the lie,
Where would you hide your head?
For
where is Manuel González,
And
where is Pedro Aguilar,
And
where is Ramón Fenellosa?
The
earthworms know where they are.
Your
name and your deeds were forgotten
Before your bones were dry,
And
the lie that slew you is buried
Under a deeper lie.
But
the thing that I saw in your face
No
power can disinherit:
No
bomb that ever burst
Shatters the crystal
spirit.
************
La mano
me estrechó el joven de Italia
al
entrar en el cuartel,
mano
fuerte con mano delicada,
las dos
de buen troquel.
Al
fondo retumbaban los cañones,
pero yo
sentí paz
al ver
los rasgos de su maltratada
y
purísima faz.
Porque
las palabras que yo balbucía
para él
eran sagradas,
y él
nació sabiendo lo que yo sabía
por
libros y temporadas.
Los
cañones embusteros habían hablado,
por
ellos queríamos luchar,
pero el
recluta tenía dotes de mando,
¿quién
lo había de imaginar?
Buena
suerte, soldado italiano,
aunque
el valor no la precise.
¿Qué te
ha dado el mundo hasta ahora?
Menos
de lo que tú le diste.
Entre
la oscuridad y el fantasma,
entre
el rojo y el blanco,
entre
la bala y la mentira,
¿dónde
hallarás amparo?
Porque
¿dónde están Manuel González
y Ramón
Fenellosa?
¿Y
dónde Pedro Aguilar? ¿Quién lo sabe?
Los
gusanos de la fosa.
Tu
nombre y tus hazañas se olvidaron
con tus
huesos íntegros aún,
y la
mentira que te mató yace bajo otra
de
mayor magnitud.
Pero lo
que vi en tu cara
nada te
lo quitará:
ninguna
bomba del mundo resquebraja
el
espíritu del cristal.
ARRIBA
El Observer del 24 de
marzo de 1946, publicó Orwell una crítica sobre el tercer y
último volumen de la autobiografía de Arturo Barea que
abarca los años 1935-1939, y por lo tanto es, en buena
medida, una crónica de la guerra civil española. Su lucha
privada y el fracaso de su primer matrimonio son
inseparables de la tensión social general de la que se
derivó la guerra, y en su siguiente matrimonio, que se
celebra a fines de 1937, los motivos personales y políticos
están aún más relacionados. El libro comienza en un pueblo
castellano y termina en París, pero la trama principal es el
asedio de Madrid.
El señor Barea estuvo en
Madrid desde el comienzo de la guerra y permaneció en la capital
casi ininterrumpidamente hasta que se vio obligado a abandonar
el país en verano de 1938, por presiones políticas algo vagas
pero todopoderosas. Vio el entusiasmo desenfrenado y el caos del
primer periodo, las expropiaciones, las matanzas, el bombardeo
de la casi indefensa ciudad, la paulatina restauración del orden
y la lucha trilateral por el poder entre el hombre de la calle,
la burocracia y los comunistas extranjeros. Durante dos años
tuvo un puesto importante en la oficina de censura de la prensa
extranjera y se encargó por un tiempo de las emisiones
radiofónicas de “La voz de Madrid”, que tuvo una gran audiencia
en América Latina.
Antes de la guerra había
sido un ingeniero empleado en la Oficina de Patentes, un
escritor en ciernes que no había escrito nada, un católico
creyente asqueado de la Iglesia y un anarquista nato sin
simpatías políticas concretas. Pero lo que le permite describir
la guerra desde el punto de vista específicamente español es
sobre todo su origen campesino.
Las cosas que ocurrieron al
principio fueron espantosas. El señor Barea describe el ataque
contra los cuarteles de Madrid, cómo se arrojaban a gente desde
ventanas elevadas, los tribunales revolucionarios, los paredones
donde los cadáveres quedaban abandonados durante días.
Su trabajo en la oficina de
censura, aunque sabía que era útil y necesario, fue una lucha
primero contra el burocratismo y luego contra las intrigas de
trastienda. La censura nunca era total, porque casi todas las
embajadas eran hostiles a la República, y los periodistas,
irritados por estúpidas restricciones –las primeras
instrucciones del señor Barea eran no filtrar «nada que no fuera
una victoria para el gobierno»−, saboteaban todo lo que podían.
Luego, cuando las perspectivas de la República mejoraron
temporalmente, los sabotajes informativos se producían en las
redacciones; de los prisioneros italianos se decía,
tácticamente, que eran «nacionales», con objeto de mantener la
mentira de la no intervención. Tiempo después, los rusos
apretaron las tuercas a la República, volvieron los funcionarios
que habían huido cuando Madrid estaba en peligro y la situación
del señor Barea y de su mujer se hizo cada vez más insostenible.
En este periodo de la
guerra se produjo una reacción general de la parte de la
población más duramente castigada en los primeros meses, pero la
situación se complicó porque la mujer de Barea era trotskista;
es decir, no era trotskista, sino una socialista austriaca que
se había peleado con los comunistas, lo cual, desde la
perspectiva de la policía política, venía a ser lo mismo. Luego
ocurrió lo de siempre: apariciones inesperadas de la policía en
plena noche, detenciones, liberaciones, más detenciones, el
clima de pesadilla característico de un país con el poder
dividido, donde nunca se sabe con seguridad quién es responsable
ni de qué y donde ni los propios gobernantes pueden defender a
sus subordinados de la policía secreta.
Una meditación que suscita
este libro es lo poco que sabemos de la guerra civil por boca de
españoles. Para ellos la guerra no fue un juego, como lo fue
para los «escritores antifascistas» que celebraron un congreso
en Madrid y fueron de comilona en comilona mientras la ciudad se
moría de hambre. El señor Barea asistía con impotencia a las
intrigas de los comunistas extranjeros, a las payasadas de los
visitantes ingleses y a los padecimientos del pueblo madrileño,
y lo veía todo con el creciente convencimiento de que iban a
perder la guerra. Como él mismo dice, que Francia y Gran Bretaña
abandonaran a España a su suerte significó en la práctica que la
España nacional quedó a merced de Alemania y la España
republicana a merced de la URSS; y dado que los rusos no se
podía permitir entonces un conflicto armado con Alemania, el
pueblo español, entre los aviones de bombardeo, los cañones y el
hambre, fue conducido a una rendición que habría podido preverse
ya a mediados de 1937.
El señor Barea huyó a una
Francia donde se miraba con hostilidad a los extranjeros y donde
el hombre de la calle había suspirado de alivio al conocer el
Pacto de Munich; por último pasó a Inglaterra, ya en vísperas de
la guerra mundial».
ARRIBA
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