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Actualizada: 23 de Enero de 2012.    

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  Memoria Histórica


 El asesinato de Turón (Granada) y los horrores de las Checas


  Por Eduardo Palomar Baró.


 



En una parte del Capítulo X de la obra “Por qué perdimos la guerra” del anarquista Diego Abad de Santillán, seudónimo de Silesio Vaudilio García Fernández, denuncia una de las mil monstruosidades cometidas por los frente populistas en el pueblo de Turón (Granada) con el asesinato de 80 personas a cargo de las fuerzas del XXIII Cuerpo de Ejército rojo.

Asimismo expone los horrores que ejercieron los de la policía política estaliniana en la checa de Santa Úrsula de Valencia y en la de la calle de Córcega en Barcelona.

 

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Sinesio Vaudilio García Fernández, nació en Reyero (León) el 20 de mayo de 1897. Conocido bajo el pseudónimo de Diego Abad de Santillán, militante anarquista, escritor y editor español, figura prominente del movimiento anarcosindicalista en España y la Argentina.

A los ocho años de edad emigró a la Argentina junto con sus padres, Donato García Paniagua y Ángela Fernández. Regresó a España para estudiar en Madrid a partir de 1912, ingresando a la Universidad de Madrid en 1915 para estudiar Filosofía y Letras. Allí fue puesto en prisión por un año y medio luego de la huelga general de 1917, y en 1918 regresó a la Argentina, donde continuó como activista de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) y editor de su periódico “La Protesta”.

Representó a la FORA durante la formación de la anarcosindicalista Asociación Internacional de Trabajadores en Berlín en 1922. En la capital alemana inició estudios de Medicina, y conoció a la que sería su esposa, Elise Kater. Interrumpió sus estudios en 1926 para dirigirse a México a fin de colaborar con la Confederación General de Trabajadores (CGT). De regreso en la Argentina, continuó con su militancia anarquista dirigiendo con otro español, Lopes Arango, el periódico “La Protesta”. En 1930 fue condenado a muerte por intento de sedición, logrando escapar al Uruguay. Al proclamarse la República en España, en abril de 1931, se dirigió nuevamente allí; pero tras una corta estadía regresó a la Argentina, donde vivió en la clandestinidad continuando su militancia y escribiendo, hasta que a finales de 1933 retornó a España afincándose en Barcelona.

En la Ciudad Condal se integró a la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Animó el grupo anarquista “Nervio” en 1934, fue secretario del Comité Peninsular de la FAI en 1935, redactor de “Solidaridad Obrera”, dirigió “Tierra y Libertad” y fundó “Tiempos Nuevos” entre 1935 y 1936. Al estallar el Alzamiento Nacional se hallaba en Barcelona, y en la noche del 18 al 19 de julio de 1936 se presentó con otros dirigentes ante Lluís Companys demandando la inmediata entrega de armas para los anarquistas; contribuyó a organizar el Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña.

Entre el 17 de diciembre de 1936 y 3 de abril de 1937 fue miembro del gobierno catalán con el cargo de Conseller de Economía de la Generalitat de Cataluña.

Fue excepcionalmente crítico con el gobierno y la persona de Juan Negrín, denunciando continuamente los crímenes cometidos por las checas y el PCE. Como director de la revista “Timón” afirmó que “desde febrero a mayo de 1937 cayeron asesinados en Madrid y sus alrededores, por las checas organizadas por los rusos más de ochenta cenetistas. El 7 de enero denunciaba ‘Solidaridad Obrera de Barcelona’ que en Mora de Toledo habían sido asesinadas sesenta personas, hombres y mujeres que pertenecían a la CNT y que no habían cometido más delito que el de contestar a los comunistas y sus métodos de terror y de sangre”.

En abril de 1938 se unió al Comité Nacional del Frente Popular Antifascista, surgido del pacto entre los sindicatos UGT y CNT.

A consecuencias de la derrota del Frente Popular, en 1939 regresó a la Argentina, donde vivió semi-clandestinamente, fundó varias editoriales, escribió numerosos trabajos incluyendo análisis críticos del movimiento obrero y el peronismo, y editó la Gran Enciclopedia Argentina.

En 1977 regresó a España, permaneciendo en Barcelona hasta su muerte que tuvo lugar el 18 de octubre de 1983.

 

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«Desde hace tiempo vienen recibiéndose denuncias mas o menos concretas sobre la actuación de los elementos comunistas en toda la región andaluza, y especialmente en los sectores ocupados por unidades militares bajo el mando del Partido comunista.

Uno de los sectores más afectados es el ocupado por las fuerzas del XXIII Cuerpo de ejército, el cual se halla bajo el mando del conocido comunista teniente coronel Galán. El mencionado sector se distingue por la facilidad pasmosa con que desaparecen allí los elementos no afectos al Partido, elementos que unas veces pueden calificarse de indiferentes y otras de francamente izquierdistas. Tal el caso de un socialista del pueblo de Peters, elemento de viejo historial revolucionario, al cual le fue aplicada la ley de fugas, junto con otros cinco detenidos del citado pueblo, por Bailén, capitán de información del citado Cuerpo de ejército, individuo de pésimos antecedentes que, con anterioridad al movimiento, se dedicaba a cobrar contribuciones como agente ejecutivo, siendo el peor de toda la región, y que en la actualidad se dedica a limpiar la zona de los elementos que pueden comprometerlo.

El fusilamiento antes mencionado se llevó a cabo por orden del jefe del XXIII Cuerpo de ejército, a pesar de la intervención del Comité provincial socialista de Almería, del Gobernador civil de la misma y del coronel Menoyo, el cual llegó a hablar directamente con el Ministro de Defensa, Indalecio Prieto, quien dio orden de detención directamente contra el citado capitán. En la actualidad el Partido Comunista está trabajando activamente por echar tierra al asunto, valiéndose de todos cuantos medios tiene a su alcance».

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«Este caso, con ser muy grave, es poca cosa, comparado con el que vamos a relatar a continuación:

Un buen día se recibe en las brigadas pertenecientes al XXIII Cuerpo de ejército una orden de éste para que cada brigada mandase un pelotón o escuadra de gente probada como antifascista. Así se hace y se le dan instrucciones completas para que marchen a Turón, pueblecito de la Alpujarra granadina de unos 2.500 habitantes. Se les dice que hay que eliminar a fascistas para el bien de la causa. Llegan a Turón los designados por cada brigada y matan a 80 personas, entre las cuales la mayoría no tenía absolutamente porque sufrir esa pena, pues no era desafecta y mucho menos peligrosa, dándose el caso de que elementos de la CNT del Partido socialista y de otros sectores mataron a compañeros de su propia organización, ignorando que eran tales y creyendo que obraban en justicia, como les habían indicado sus superiores. También hay casos de violación de las hijas para evitar que sus padres fuesen asesinados. Y lo más repugnante fue la forma de llevar a cabo dichos actos, en pleno día y ante todo el mundo, pasando una ola de terror trágico por toda aquella comarca. Se estaba construyendo la carretera de Turón a Murtas y los muertos fueron enterrados en la caja misma de la carretera. Se pretendió silenciar la cosa, pero ante la presión de la opinión pública, el Tribunal permanente del Ejército de Andalucía no pudo permanecer impasible y se ordenó la instrucción de las primeras diligencias. Se desenterraron 35 cadáveres, renunciando a desenterrar el resto, pues ello suponía la destrucción total de la carretera en que estaban enterrados.

Ese Tribunal empieza a tomar declaraciones y al comprobar que las órdenes partieron del jefe del XXIII Cuerpo de ejército, Galán –especie de virrey de Andalucía– que era, todo obra del mismo, suspendió sus actuaciones para comunicar al Gobierno lo que había y pedirle instrucciones”.

Era Ministro de Defensa Nacional el Dr. Negrín, y la prueba del caso que habrá hecho a denuncias de esa especie, es que dio a Galán, en ocasión de la increíble provocación de marzo de 1939, uno de los mandos más importantes en su proyecto de golpe de Estado en la región Centro y Levante, después de la caída de Cataluña.

Fue nuestro compañero Maroto, enérgico militante de la región murciana, contra el cual se desataron tan furiosas invectivas, el que más enérgicamente ha pedido a las propias organizaciones su intervención para aclarar los asesinatos de Turón y obrar luego en consecuencia con los asesinos».

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«De un folleto dado a la publicidad a fines de 1937, entresacamos los fragmentos que siguen, como apéndice a una descripción minuciosa de los horrores de Santa Úrsula en Valencia:

El cinismo y la crueldad de la G. U. P. estaliniana supera a cuantos métodos represivos se han conocido hasta la fecha. Jamás tuvieron en cuenta la condición de los detenidos. Sanos o enfermos, hombres o mujeres, fascistas o antifascistas, todos eran lo mismo para la brigada especial. Y lo peor del caso es que todos aquellos sacrificios no servían para nada. Una vez obtenidas las declaraciones deseadas y firmadas y rubricadas, los presos eran abandonados y olvidados en los sombríos dormitorios de Santa Úrsula. Los procesos no acababan de llegar jamás. Y es comprensible. La policía sabía demasiado que las víctimas denunciarían ante los Tribunales los atropellos y los crímenes cometidos, que rechazarían el atestado firmado entre contorsiones de dolor, que se transformarían en acusadores implacables.

Pero Santa Úrsula no podía conservar el secreto indefinidamente. Ni podía albergar tanto dolor. La verdad acabaría por filtrarse a través de las paredes más gruesas y de las puertas mejor cerradas.

Los relatos trágicos y sangrientos llegaron a las organizaciones obreras y a la publicidad. La prensa clandestina de los núcleos revolucionarios y la prensa obrera del extranjero, publicó versiones de los atropellos cometidos en Santa Úrsula. El Gobierno se vio precisado a intervenir. Pero una intervención tardía y débil. No iba al fondo del asunto. Los estalinistas continuaban en el Gobierno y no era cuestión de plantear una ruptura demasiado pronto. Además: ahí estaban los expedientes y los atestados falsificados y arrancados a la fuerza, como es natural, para tapar las bocas indiscretas y los espíritus demasiado suspicaces.

Pero el Gobierno ignora hasta la fecha que una gran parte de sus propios proveedores de material de guerra, de sus técnicos industriales y militares han sido detenidos en Santa Úrsula y otros han desaparecido para siempre. Vinieron a España con todas las garantías, personales y económicas. En la Embajada de París les facilitaron todas las credenciales, papeles y contratos necesarios. Y hoy han desaparecido. El Gobierno les cree en el extranjero. Pero cometieron el delito de ser concurrentes especializados de la Rusia amiga. Y la brigada especial se encargó de suprimirlos.

A Santa Úrsula acudieron a menudo comisionados del gobierno e incluso representantes de las organizaciones obreras. Una vez, Irujo, el Ministro de Justicia, en persona... “Nunca han visto los visitantes ni la cueva de los cadáveres, ni los ‘armarios’, ni los presos maltratados».

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«Típico es el relato de un muchacho de la FAI, J. H. Trafalgar, miliciano de las primeras filas del frente de Aragón, a quien conocíamos. Se le acusó de haber atacado un Centro de Estat Català a pistola y bombas de mano, en los días de mayo de 1937. Dos veces herido en el frente. Fue detenido meses más tarde y llevado a una checa de la calle Córcega, donde hacía de jefe un tal Gaspar Dalmau Carbonell, comunista. Pasó allí 28 días, los primeros ocho sin probar un bocado. No pudiendo achacarle nada, se dio orden de ponerlo en  libertad, pero al llegar a la Jefatura de policía, esperaba un coche con agentes de la checa que lo devolvieron a la calle Córcega. En los papeles figuraba su libertad; ahora estaba en manos de sus verdugos sin ningún contratiempo posible.

Dejemos la palabra a la víctima:

Por la noche, poco más o menos a las doce, fui trasladado al piso superior para sufrir un interrogatorio. Primero y muy atentamente se me comunicó que la denuncia anterior había sido retirada y que ahora se me acusaba de haber tomado parte directamente o por lo menos en la preparación del atentado contra Andreu, el presidente de la Audiencia de Barcelona.

Expliqué dónde había pasado el día del atentado, afirmé que nada sabía del mismo y que lo condenaba como lo hacía la organizaciones a través de la Solidaridad Obrera.

De nada sirvieron mis afirmaciones. Los policías de la checa decían que yo estaba en el secreto del atentado. Que si ‘cantaba’ sería puesto en libertad, conducido al extranjero y que se me pagaría espléndidamente. Que si era un poco inteligente debía delatar a los que había tomado parte en el hecho o por lo menos a los que podían haber intervenido en el atentado.

En caso contrario se me amenazaba con el consabido “paseo”.

Las preguntas que comenzaron en tono cordial y dulzón fueron agriándose poco a poco. El ambiente teatral a más no poder estaba en consonancia con el carácter del interrogatorio. A mi alrededor Dalmau con su sonrisa sarcástica, Calero jugando con un puñal, y otros varios, en diferentes posturas. En la mesa, a poco más de un metro de distancia un potentísimo foco luminoso orientado hacia nosotros. El resto de la habitación completamente a oscuras.

Los policías preguntaban todos a coro y sobre diferentes cuestiones. Al mismo tiempo en la oscuridad y detrás de un biombo una voz acusadora afirmaba haberme visto el día del atentado en un coche particular frente al Palacio de Justicia. A mis continuos requerimientos de que diese la cara, se negó a salir alegando el temor a una futura venganza mía.

El espectáculo era capaz de triturar los nervios al más fuerte. El cansancio, la debilidad, las preguntas, los insultos, el foco eléctrico, el puñal se mezclaban en mi cerebro bailando una danza de locura. Al final, desesperado, convencido de que acabarían por matarme, deseoso de terminar aquella pesadilla cuanto antes, confesé: “Sí, he sido yo”. Pero la declaración no interesaba a los policías.

Sabían perfectamente que no había tomado parte. Lo que a ellos les interesaba era saber el nombre de los verdaderos autores. Y continuaron insistiendo, en ese sentido. Mi respuesta fue contundente: “Sí; he sido yo, con Azaña y Companys”. Era el hundimiento de sus esperanzas. Tuvieron que darse por vencidos. Había llegado el momento de cambiar de procedimientos.

Dalmau se levantó. “Ya sabéis lo que tenéis que hacer”, dijo a sus subordinados. Los policías sacaron las pistolas y pusieron la bala en la recámara. Aquello era el principio del fin. Calero intentaba esposarme las muñecas a las espaldas. Mi reloj pulsera impedía la maniobra. Tranquilamente me desabrocho el reloj y se lo entregó a Calero: “Toma, para que me des el tiro de gracia lo antes posible”.

Bajamos al segundo piso. Me hicieron entrar en el cuarto de baño. Supuse que querían evitar que el ruido de los disparos llegase a la calle. Pero los policías no parecían tener prisa. Echaron una pastilla de jabón a la bañera y abrieron los grifos. El jabón era de marca francesa. La pastilla era grande. Pesaría un kilo al menos. Yo contemplaba la escena sin llegar a comprender las verdaderas intenciones de aquellos hombres. El ruido fuerte y monótono del agua al caer en la bañera golpeaba sobre mi cansancio contagiándome unas ganas locas de dormir.

Terminados aquellos preparativos, recomenzó el interrogatorio. Una mezcla de amenazas y de consejos. “No seas tonto, confiesa, que te quedan ya pocos minutos de vida”. La idea de la muerte estaba en todas las palabras. Yo deseaba que aquello terminase de una vez. Tenía un verdadero deseo de sentir sobre mis sienes el frío contacto de las pistolas de los policías. Pero mis interrogadores tenían intenciones más refinadas. ¡Cómo no lo había comprendido antes! A la media hora el agua había llenado la bañera por completo. Después de una última pregunta, se dirigió a sus compañeros: “Habrá que meterlo, ¿no os parece?”. Y me vi en el aire, la cabeza hacia abajo y los pies hacia el techo. Comenzaba la verdadera tortura. Una nueva pregunta, mientras la cabeza rozaba la superficie del agua. Como es natural, la respuesta fue idéntica a las anteriores. Y pocos recuerdos claros me quedan ya.

Mi cabeza fue sumergida hasta llegar al fondo de la bañera.

Recuerdo que las muñecas, hinchadas por la presión de las esposas, me dolían extraordinariamente. Debí haber realizado estúpidos e inconscientes esfuerzos para soltarme. En el fondo de la bañera traté de resistir lo indecible. Aguanté la respiración unos segundos que parecieron siglos. Después ya no pude aguantar más. Me faltaba aire. Empecé a tragar agua. Por todas partes. Por la boca, por la nariz, por los oídos. Tuve la sensación de que el agua me llegaba al mismo cerebro. Perdí el control de la voluntad. Solo quedaba ya el instinto de conservación defendiéndose brutal y apasionadamente.

Tengo el oscuro recuerdo de que comencé a golpear con todo el cuerpo, con la cabeza, los hombros, los brazos. Perdí el conocimiento. No puedo imaginarme el tiempo que pasé en esa situación. Cuando volví en mí estaba fuera del agua y echado sobre una silla tapizada, colgando las piernas por un lado y la cabeza por otro. Había vomitado extraordinariamente. El jabón era un excelente vomitivo. Todo el cuerpo me dolía.

La cabeza me daba vueltas como si estuviera beodo. Cuando las ideas comenzaban a articularse de nuevo, los policías volvieron a atropellarme con sus preguntas...

Ante el fracaso del interrogatorio fui metido otra vez en la bañera en medio de las injurias y de los juramentos de los policías. Esta vez tardé pocos segundos en perder el conocimiento. Cuando volví a recobrarlo estaba vomitando, echado sobre la silla. Los policías habían perdido también el control de sus nervios y se mostraban con toda la brutalidad de que eran capaces. Me golpeaban a puñetazos y a puntapiés con frases groseras...

Un poco más apaciguados continuaron sus monótonas preguntas. Yo estaba tan destrozado por dentro y por fuera que no podía contestar siquiera. Dispuesto a terminar de una vez para siempre, recurriendo a las pocas fuerzas que me quedaban, me levanté y me dejé caer pesadamente en la bañera. Era preferible morir ahogado que seguir soportando aquel tormento.

Cuando volví a recobrar el conocimiento estaba en otra habitación. Los policías me habían desnudado y echado sobre un colchón. Se llevaron las ropas y los zapatos. Así permanecí cuatro días. En ese tiempo no pude comer y tardé ocho días en levantarme de la cama. Tal era mi lamentable postración física. Los policías no se dieron por vencidos. Durante esos ocho días se presentaban cada hora o cada media hora a mi habitación a tomarme declaración. Creo que desfilaron todos los agentes de la checa, con preguntas parecidas y con el mismo corolario: el cuarto de baño.

En el transcurso de aquel desfile pude comprobar que los policías se habían repartido mis mejores prendas de vestir y mis objetos personales. Uno llevaba mi pulsera, otro mi sortija, un tercero el cinto, un cuarto alumbraba sus cigarros con mi mechero... No había duda, además de verdugos eran unos vulgares ladrones...

Un poco más restablecido fui nuevamente llamado al tercer piso para declarar. El hecho se repitió otras dos veces. Vivía los nervios en punta, convencido de que aquellas declaraciones acabarían fatalmente en el cuarto de baño. Afortunadamente me equivoqué. Una noche me mandaron subir a un coche particular. Íbamos, según los policías, a verificar un careo con mi acusador. Comprendí bien. El coche enfocó por la calle Salmerón y se dirigió hacia la Rabasada. Fuera de Barcelona encontramos otro coche parado en medio de la carretera. Seguramente nos estaba esperando. Me obligaron a descender. Me llevaron a la cuneta; la carretera estaba a oscuras. Los focos de los coches iluminaban el lado opuesto. Vi claramente que había llegado mi fin.

Del coche delantero descendieron tres hombres que se dirigieron hacia nosotros. Uno de ellos dijo haberme visto el día del atentado desde un coche particular que estaba parado frente al Palacio de Justicia. Los policías sonreían satisfechos. Era el testigo que yo había exigido para declararme reo. Dándome un golpecito en la espalda, me dijeron: “Puedes prepararte a morir”. Respondí con toda violencia. Podían matarme cuando les viniese en gana. La organización sabría luego lo que tendría que hacer.

Al pasar por los calabozos de la Jefatura había encontrado compañeros y había podido avisar a la Comisión jurídica y a mi grupo.

No me importaba morir. La pérdida de mi persona tenía poca importancia para el movimiento. Además estaba seguro de que no tardaría en ser vengado.

Me ofrecieron la última oportunidad para salvar la vida: delatar a los autores o cómplices míos, como decían. Si me rehusaba, se verían obligados a pegarme un tiro, a matarme como a un perro.

Me mantuve impertérrito. Si había llegado hasta allí, bien podía llegar hasta el final.

Me obligaron a subir nuevamente al coche y regresamos. Habían encontrado la fórmula: ‘Te vamos a dar un día mas para recapacitar’...

Algo se supo hacia afuera, por diversos caminos. Era imposible matar a ese hombre sin provocar venganzas de los amigos. Fue rodando por varias cárceles y luego cayó de nuevo en la de Barcelona, donde quedó retenido gubernativamente y donde escribió el relato trascrito, que circuló clandestinamente con otros documentos por el estilo, pero del cual se enviaron copias a las autoridades».

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El 20 de abril de 1937 reventaba en Madrid el absceso que minaba la salud de la Junta de Defensa. Esta había sido formada por todos los partidos y organizaciones en noviembre de 1936, al abandonar el gobierno la capital de España. En el seno de la junta el Partido Comunista se libró a su política de intriga y proselitismo desaforados. El consejero de Orden Público de dicha Junta era José Cazorla, joven ex socialista, ahora comunista de las JSU, como Santiago Carrillo y otros. Cazorla hizo detener a un joven que resultó ser sobrino del subsecretario de Justicia Mariano Sánchez Roca. Durante unos setenta días se ignoraba el paradero del detenido. El cenetista Melchor Rodríguez, delegado especial de Prisiones, logró descubrir el lugar de secuestro. Se trataba de una «checa» del Partido Comunista instalada en la calle Fernández de la Hoz. El escándalo dio lugar a otros descubrimientos. Se decía que Cazorla traficaba con los detenidos para recaudar dinero para el Partido. El gobierno aprovechó estas graves denuncias para disolver la junta de Defensa en fecha 23 de abril de 1937, instalando en Madrid un Consejo Municipal.

Prosigue el relato Abad de Santillán:

«Con motivo de un violento incidente con el comunista Cazorla, –Consejero delegado de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, el mismo personaje que, siendo gobernador de Guadalajara, ha motivado una posición de incompatibilidad de todos los partidos y organizaciones contra sus funciones, inspirador de la brigada especial de Santa Úrsula–, nuestros compañeros del Centro hablaron con claridad meridiana y sacaron a relucir las infamias que se cometían con los presos, resucitando los métodos de Martínez Anido y Arlegui, las detenciones de antifascistas no comunistas, los secuestros, los asesinatos. Se declaró una vez que no había presos gubernativos, en la fecha en que el mencionado Cazorla era Consejero de orden público, y los hombres del movimiento libertario dieron cifras concretas de las prisiones de Ventas, de San Antón, de Porlier, de Duque de Sexto, de Alcalá de Henares. Había en esas prisiones:

30 de enero de 1937.................   2.727 presos gubernativos

10 de febrero de 1937...............   2.587      "             "

 26 de febrero de 1937...............   1.761      "             "

Y además, el 10 de febrero del mismo año, 348 mujeres, y el 26 de febrero 255.

También se dan cifras concretas de los presos evacuados de las prisiones de Madrid, ignorándose su destino, en la seguridad de que fueron ultimados. Pero no se crea que se trataba de presos fascistas; había tantos antifascistas no comunistas como partidarios notorios de la rebelión militar. Si hubo un trato diferente, fue en favor de los presos fascistas, protegidos y mimados mientras podían comprarse el trato de favor e incluso la libertad.

Que defiendan esos procedimientos policiales los que los han aplicado. Nosotros denunciábamos que por ese camino no podíamos llegar más que al triunfo de Franco, porque nos privábamos del auxilio y de la adhesión del pueblo. Y no nos hemos equivocado. Si algo concreto se supo sobre esos métodos, fue por obra nuestra. Los demás partidos y organizaciones, aun disgustados, han callado, porque, decían, así lo exigía la guerra. Nosotros entendíamos que la guerra exigía todo lo contrario: la terminación de esos horrores enseñados y organizados por los comunistas rusos y el castigo fulminante de cuantos se habían prestado, desde puestos directivos o como simples instrumentos, a deshonrar nuestra guerra y a deshonrar nuestra revolución».

 

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