En una parte del
Capítulo X de la obra “Por qué perdimos la guerra” del anarquista Diego
Abad de Santillán, seudónimo de Silesio Vaudilio García Fernández, denuncia una
de las mil monstruosidades cometidas por los frente populistas en el pueblo de
Turón (Granada) con el asesinato de 80 personas a cargo de las fuerzas del XXIII
Cuerpo de Ejército rojo.
Asimismo expone
los horrores que ejercieron los de la policía política estaliniana en la checa
de Santa Úrsula de Valencia y en la de la calle de Córcega en Barcelona.
ARRIBA
Sinesio Vaudilio García Fernández, nació en
Reyero (León) el 20 de mayo de 1897. Conocido bajo el
pseudónimo de Diego Abad de Santillán, militante anarquista,
escritor y editor español, figura prominente del movimiento
anarcosindicalista en España y la Argentina.
A los ocho años
de edad emigró a la Argentina junto con sus padres, Donato García Paniagua y
Ángela Fernández. Regresó a España para estudiar en Madrid a partir de 1912,
ingresando a la Universidad de Madrid en 1915 para estudiar Filosofía y Letras.
Allí fue puesto en prisión por un año y medio luego de la huelga general de
1917, y en 1918 regresó a la Argentina, donde continuó como activista de la
Federación Obrera Regional Argentina (FORA) y editor de su periódico “La
Protesta”.
Representó a la
FORA durante la formación de la anarcosindicalista Asociación Internacional de
Trabajadores en Berlín en 1922. En la capital alemana inició estudios de
Medicina, y conoció a la que sería su esposa, Elise Kater. Interrumpió sus
estudios en 1926 para dirigirse a México a fin de colaborar con la Confederación
General de Trabajadores (CGT). De regreso en la Argentina, continuó con su
militancia anarquista dirigiendo con otro español, Lopes Arango, el periódico
“La Protesta”. En 1930 fue condenado a muerte por intento de sedición, logrando
escapar al Uruguay. Al proclamarse la República en España, en abril de 1931, se
dirigió nuevamente allí; pero tras una corta estadía regresó a la Argentina,
donde vivió en la clandestinidad continuando su militancia y escribiendo, hasta
que a finales de 1933 retornó a España afincándose en Barcelona.
En la Ciudad
Condal se integró a la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Animó el grupo
anarquista “Nervio” en 1934, fue secretario del Comité Peninsular de la FAI en
1935, redactor de “Solidaridad Obrera”, dirigió “Tierra y Libertad” y fundó
“Tiempos Nuevos” entre 1935 y 1936. Al estallar el Alzamiento Nacional se
hallaba en Barcelona, y en la noche del 18 al 19 de julio de 1936 se presentó
con otros dirigentes ante Lluís Companys demandando la inmediata entrega de
armas para los anarquistas; contribuyó a organizar el Comité de Milicias
Antifascistas de Cataluña.
Entre el 17 de
diciembre de 1936 y 3 de abril de 1937 fue miembro del gobierno catalán con el
cargo de Conseller de Economía de la Generalitat de Cataluña.
Fue
excepcionalmente crítico con el gobierno y la persona de Juan Negrín,
denunciando continuamente los crímenes cometidos por las checas y el PCE. Como
director de la revista “Timón” afirmó que “desde febrero a mayo de 1937
cayeron asesinados en Madrid y sus alrededores, por las checas organizadas por
los rusos más de ochenta cenetistas. El 7 de enero denunciaba ‘Solidaridad
Obrera de Barcelona’ que en Mora de Toledo habían sido asesinadas sesenta
personas, hombres y mujeres que pertenecían a la CNT y que no habían cometido
más delito que el de contestar a los comunistas y sus métodos de terror y de
sangre”.
En abril de 1938
se unió al Comité Nacional del Frente Popular Antifascista, surgido del pacto
entre los sindicatos UGT y CNT.
A consecuencias
de la derrota del Frente Popular, en 1939 regresó a la Argentina, donde vivió
semi-clandestinamente, fundó varias editoriales, escribió numerosos trabajos
incluyendo análisis críticos del movimiento obrero y el peronismo, y editó la
Gran Enciclopedia Argentina.
En 1977 regresó
a España, permaneciendo en Barcelona hasta su muerte que tuvo lugar el 18 de
octubre de 1983. |
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ARRIBA
«Desde hace tiempo vienen recibiéndose
denuncias mas o menos concretas sobre la actuación de los
elementos comunistas en toda la región andaluza, y
especialmente en los sectores ocupados por unidades
militares bajo el mando del Partido comunista.
Uno de los sectores más afectados es el
ocupado por las fuerzas del XXIII Cuerpo de ejército, el
cual se halla bajo el mando del conocido comunista teniente
coronel Galán. El mencionado sector se distingue por la
facilidad pasmosa con que desaparecen allí los elementos no
afectos al Partido, elementos que unas veces pueden
calificarse de indiferentes y otras de francamente
izquierdistas. Tal el caso de un socialista del pueblo de
Peters, elemento de viejo historial revolucionario, al cual
le fue aplicada la ley de fugas, junto con otros cinco
detenidos del citado pueblo, por Bailén, capitán de
información del citado Cuerpo de ejército, individuo de
pésimos antecedentes que, con anterioridad al movimiento, se
dedicaba a cobrar contribuciones como agente ejecutivo,
siendo el peor de toda la región, y que en la actualidad se
dedica a limpiar la zona de los elementos que pueden
comprometerlo.
El fusilamiento antes mencionado se llevó a
cabo por orden del jefe del XXIII Cuerpo de ejército, a
pesar de la intervención del Comité provincial socialista de
Almería, del Gobernador civil de la misma y del coronel
Menoyo, el cual llegó a hablar directamente con el Ministro
de Defensa, Indalecio Prieto, quien dio orden de detención
directamente contra el citado capitán. En la actualidad el
Partido Comunista está trabajando activamente por echar
tierra al asunto, valiéndose de todos cuantos medios tiene a
su alcance».
ARRIBA
«Este caso, con ser muy grave, es poca cosa,
comparado con el que vamos a relatar a continuación:
Un buen día se recibe en las brigadas
pertenecientes al XXIII Cuerpo de ejército una orden de éste
para que cada brigada mandase un pelotón o escuadra de gente
probada como antifascista. Así se hace y se le dan
instrucciones completas para que marchen a Turón, pueblecito
de la Alpujarra granadina de unos 2.500 habitantes. Se les
dice que hay que eliminar a fascistas para el bien de la
causa. Llegan a Turón los designados por cada brigada y
matan a 80 personas, entre las cuales la mayoría no tenía
absolutamente porque sufrir esa pena, pues no era desafecta
y mucho menos peligrosa, dándose el caso de que elementos de
la CNT del Partido socialista y de otros sectores mataron a
compañeros de su propia organización, ignorando que eran
tales y creyendo que obraban en justicia, como les habían
indicado sus superiores. También hay casos de violación de
las hijas para evitar que sus padres fuesen asesinados. Y lo
más repugnante fue la forma de llevar a cabo dichos actos,
en pleno día y ante todo el mundo, pasando una ola de terror
trágico por toda aquella comarca. Se estaba construyendo la
carretera de Turón a Murtas y los muertos fueron enterrados
en la caja misma de la carretera. Se pretendió silenciar la
cosa, pero ante la presión de la opinión pública, el
Tribunal permanente del Ejército de Andalucía no pudo
permanecer impasible y se ordenó la instrucción de las
primeras diligencias. Se desenterraron 35 cadáveres,
renunciando a desenterrar el resto, pues ello suponía la
destrucción total de la carretera en que estaban enterrados.
Ese Tribunal empieza a tomar declaraciones y
al comprobar que las órdenes partieron del jefe del XXIII
Cuerpo de ejército, Galán –especie de virrey de Andalucía–
que era, todo obra del mismo, suspendió sus actuaciones para
comunicar al Gobierno lo que había y pedirle instrucciones”.
Era Ministro de Defensa Nacional el Dr.
Negrín, y la prueba del caso que habrá hecho a denuncias de
esa especie, es que dio a Galán, en ocasión de la increíble
provocación de marzo de 1939, uno de los mandos más
importantes en su proyecto de golpe de Estado en la región
Centro y Levante, después de la caída de Cataluña.
Fue nuestro compañero Maroto, enérgico
militante de la región murciana, contra el cual se desataron
tan furiosas invectivas, el que más enérgicamente ha pedido
a las propias organizaciones su intervención para aclarar
los asesinatos de Turón y obrar luego en consecuencia con
los asesinos».
ARRIBA
«De un folleto dado a la publicidad a fines
de 1937, entresacamos los fragmentos que siguen, como
apéndice a una descripción minuciosa de los horrores de
Santa Úrsula en Valencia:
El cinismo y la crueldad de la G. U. P.
estaliniana supera a cuantos métodos represivos se han
conocido hasta la fecha. Jamás tuvieron en cuenta la
condición de los detenidos. Sanos o enfermos, hombres o
mujeres, fascistas o antifascistas, todos eran lo mismo para
la brigada especial. Y lo peor del caso es que todos
aquellos sacrificios no servían para nada. Una vez obtenidas
las declaraciones deseadas y firmadas y rubricadas, los
presos eran abandonados y olvidados en los sombríos
dormitorios de Santa Úrsula. Los procesos no acababan de
llegar jamás. Y es comprensible. La policía sabía demasiado
que las víctimas denunciarían ante los Tribunales los
atropellos y los crímenes cometidos, que rechazarían el
atestado firmado entre contorsiones de dolor, que se
transformarían en acusadores implacables.
Pero Santa Úrsula no podía conservar el
secreto indefinidamente. Ni podía albergar tanto dolor. La
verdad acabaría por filtrarse a través de las paredes más
gruesas y de las puertas mejor cerradas.
Los relatos trágicos y sangrientos llegaron
a las organizaciones obreras y a la publicidad. La prensa
clandestina de los núcleos revolucionarios y la prensa
obrera del extranjero, publicó versiones de los atropellos
cometidos en Santa Úrsula. El Gobierno se vio precisado a
intervenir. Pero una intervención tardía y débil. No iba al
fondo del asunto. Los estalinistas continuaban en el
Gobierno y no era cuestión de plantear una ruptura demasiado
pronto. Además: ahí estaban los expedientes y los atestados
falsificados y arrancados a la fuerza, como es natural, para
tapar las bocas indiscretas y los espíritus demasiado
suspicaces.
Pero el Gobierno ignora hasta la fecha que
una gran parte de sus propios proveedores de material de
guerra, de sus técnicos industriales y militares han sido
detenidos en Santa Úrsula y otros han desaparecido para
siempre. Vinieron a España con todas las garantías,
personales y económicas. En la Embajada de París les
facilitaron todas las credenciales, papeles y contratos
necesarios. Y hoy han desaparecido. El Gobierno les cree en
el extranjero. Pero cometieron el delito de ser concurrentes
especializados de la Rusia amiga. Y la brigada especial se
encargó de suprimirlos.
A Santa Úrsula acudieron a menudo
comisionados del gobierno e incluso representantes de las
organizaciones obreras. Una vez, Irujo, el Ministro de
Justicia, en persona... “Nunca han visto los visitantes ni
la cueva de los cadáveres, ni los ‘armarios’, ni los presos
maltratados».
ARRIBA
«Típico es el relato de un muchacho de la
FAI, J. H. Trafalgar, miliciano de las primeras filas del
frente de Aragón, a quien conocíamos. Se le acusó de haber
atacado un Centro de Estat Català a pistola y bombas de
mano, en los días de mayo de 1937. Dos veces herido en el
frente. Fue detenido meses más tarde y llevado a una checa
de la calle Córcega, donde hacía de jefe un tal Gaspar
Dalmau Carbonell, comunista. Pasó allí 28 días, los primeros
ocho sin probar un bocado. No pudiendo achacarle nada, se
dio orden de ponerlo en libertad, pero al llegar a la
Jefatura de policía, esperaba un coche con agentes de la
checa que lo devolvieron a la calle Córcega. En los papeles
figuraba su libertad; ahora estaba en manos de sus verdugos
sin ningún contratiempo posible.
Dejemos la palabra a la víctima:
Por la noche, poco más o menos a las doce,
fui trasladado al piso superior para sufrir un
interrogatorio. Primero y muy atentamente se me comunicó que
la denuncia anterior había sido retirada y que ahora se me
acusaba de haber tomado parte directamente o por lo menos en
la preparación del atentado contra Andreu, el presidente de
la Audiencia de Barcelona.
Expliqué dónde había pasado el día del
atentado, afirmé que nada sabía del mismo y que lo condenaba
como lo hacía la organizaciones a través de la Solidaridad
Obrera.
De nada sirvieron mis afirmaciones. Los
policías de la checa decían que yo estaba en el secreto del
atentado. Que si ‘cantaba’ sería puesto en libertad,
conducido al extranjero y que se me pagaría espléndidamente.
Que si era un poco inteligente debía delatar a los que había
tomado parte en el hecho o por lo menos a los que podían
haber intervenido en el atentado.
En caso contrario se me amenazaba con el
consabido “paseo”.
Las preguntas que comenzaron en tono cordial
y dulzón fueron agriándose poco a poco. El ambiente teatral
a más no poder estaba en consonancia con el carácter del
interrogatorio. A mi alrededor Dalmau con su sonrisa
sarcástica, Calero jugando con un puñal, y otros varios, en
diferentes posturas. En la mesa, a poco más de un metro de
distancia un potentísimo foco luminoso orientado hacia
nosotros. El resto de la habitación completamente a oscuras.
Los policías preguntaban todos a coro y
sobre diferentes cuestiones. Al mismo tiempo en la oscuridad
y detrás de un biombo una voz acusadora afirmaba haberme
visto el día del atentado en un coche particular frente al
Palacio de Justicia. A mis continuos requerimientos de que
diese la cara, se negó a salir alegando el temor a una
futura venganza mía.
El espectáculo era capaz de triturar los
nervios al más fuerte. El cansancio, la debilidad, las
preguntas, los insultos, el foco eléctrico, el puñal se
mezclaban en mi cerebro bailando una danza de locura. Al
final, desesperado, convencido de que acabarían por matarme,
deseoso de terminar aquella pesadilla cuanto antes, confesé:
“Sí, he sido yo”. Pero la declaración no interesaba a los
policías.
Sabían perfectamente que no había tomado
parte. Lo que a ellos les interesaba era saber el nombre de
los verdaderos autores. Y continuaron insistiendo, en ese
sentido. Mi respuesta fue contundente: “Sí; he sido yo, con
Azaña y Companys”. Era el hundimiento de sus esperanzas.
Tuvieron que darse por vencidos. Había llegado el momento de
cambiar de procedimientos.
Dalmau se levantó. “Ya sabéis lo que tenéis
que hacer”, dijo a sus subordinados. Los policías sacaron
las pistolas y pusieron la bala en la recámara. Aquello era
el principio del fin. Calero intentaba esposarme las muñecas
a las espaldas. Mi reloj pulsera impedía la maniobra.
Tranquilamente me desabrocho el reloj y se lo entregó a
Calero: “Toma, para que me des el tiro de gracia lo antes
posible”.
Bajamos al segundo piso. Me hicieron entrar
en el cuarto de baño. Supuse que querían evitar que el ruido
de los disparos llegase a la calle. Pero los policías no
parecían tener prisa. Echaron una pastilla de jabón a la
bañera y abrieron los grifos. El jabón era de marca
francesa. La pastilla era grande. Pesaría un kilo al menos.
Yo contemplaba la escena sin llegar a comprender las
verdaderas intenciones de aquellos hombres. El ruido fuerte
y monótono del agua al caer en la bañera golpeaba sobre mi
cansancio contagiándome unas ganas locas de dormir.
Terminados aquellos preparativos, recomenzó
el interrogatorio. Una mezcla de amenazas y de consejos. “No
seas tonto, confiesa, que te quedan ya pocos minutos de
vida”. La idea de la muerte estaba en todas las palabras. Yo
deseaba que aquello terminase de una vez. Tenía un verdadero
deseo de sentir sobre mis sienes el frío contacto de las
pistolas de los policías. Pero mis interrogadores tenían
intenciones más refinadas. ¡Cómo no lo había comprendido
antes! A la media hora el agua había llenado la bañera por
completo. Después de una última pregunta, se dirigió a sus
compañeros: “Habrá que meterlo, ¿no os parece?”. Y me vi en
el aire, la cabeza hacia abajo y los pies hacia el techo.
Comenzaba la verdadera tortura. Una nueva pregunta, mientras
la cabeza rozaba la superficie del agua. Como es natural, la
respuesta fue idéntica a las anteriores. Y pocos recuerdos
claros me quedan ya.
Mi cabeza fue sumergida hasta llegar al
fondo de la bañera.
Recuerdo que las muñecas, hinchadas por la
presión de las esposas, me dolían extraordinariamente. Debí
haber realizado estúpidos e inconscientes esfuerzos para
soltarme. En el fondo de la bañera traté de resistir lo
indecible. Aguanté la respiración unos segundos que
parecieron siglos. Después ya no pude aguantar más. Me
faltaba aire. Empecé a tragar agua. Por todas partes. Por la
boca, por la nariz, por los oídos. Tuve la sensación de que
el agua me llegaba al mismo cerebro. Perdí el control de la
voluntad. Solo quedaba ya el instinto de conservación
defendiéndose brutal y apasionadamente.
Tengo el oscuro recuerdo de que comencé a
golpear con todo el cuerpo, con la cabeza, los hombros, los
brazos. Perdí el conocimiento. No puedo imaginarme el tiempo
que pasé en esa situación. Cuando volví en mí estaba fuera
del agua y echado sobre una silla tapizada, colgando las
piernas por un lado y la cabeza por otro. Había vomitado
extraordinariamente. El jabón era un excelente vomitivo.
Todo el cuerpo me dolía.
La cabeza me daba vueltas como si estuviera
beodo. Cuando las ideas comenzaban a articularse de nuevo,
los policías volvieron a atropellarme con sus preguntas...
Ante el fracaso del interrogatorio fui
metido otra vez en la bañera en medio de las injurias y de
los juramentos de los policías. Esta vez tardé pocos
segundos en perder el conocimiento. Cuando volví a
recobrarlo estaba vomitando, echado sobre la silla. Los
policías habían perdido también el control de sus nervios y
se mostraban con toda la brutalidad de que eran capaces. Me
golpeaban a puñetazos y a puntapiés con frases groseras...
Un poco más apaciguados continuaron sus
monótonas preguntas. Yo estaba tan destrozado por dentro y
por fuera que no podía contestar siquiera. Dispuesto a
terminar de una vez para siempre, recurriendo a las pocas
fuerzas que me quedaban, me levanté y me dejé caer
pesadamente en la bañera. Era preferible morir ahogado que
seguir soportando aquel tormento.
Cuando volví a recobrar el conocimiento
estaba en otra habitación. Los policías me habían desnudado
y echado sobre un colchón. Se llevaron las ropas y los
zapatos. Así permanecí cuatro días. En ese tiempo no pude
comer y tardé ocho días en levantarme de la cama. Tal era mi
lamentable postración física. Los policías no se dieron por
vencidos. Durante esos ocho días se presentaban cada hora o
cada media hora a mi habitación a tomarme declaración. Creo
que desfilaron todos los agentes de la checa, con preguntas
parecidas y con el mismo corolario: el cuarto de baño.
En el transcurso de aquel desfile pude
comprobar que los policías se habían repartido mis mejores
prendas de vestir y mis objetos personales. Uno llevaba mi
pulsera, otro mi sortija, un tercero el cinto, un cuarto
alumbraba sus cigarros con mi mechero... No había duda,
además de verdugos eran unos vulgares ladrones...
Un poco más restablecido fui nuevamente
llamado al tercer piso para declarar. El hecho se repitió
otras dos veces. Vivía los nervios en punta, convencido de
que aquellas declaraciones acabarían fatalmente en el cuarto
de baño. Afortunadamente me equivoqué. Una noche me mandaron
subir a un coche particular. Íbamos, según los policías, a
verificar un careo con mi acusador. Comprendí bien. El coche
enfocó por la calle Salmerón y se dirigió hacia la Rabasada.
Fuera de Barcelona encontramos otro coche parado en medio de
la carretera. Seguramente nos estaba esperando. Me obligaron
a descender. Me llevaron a la cuneta; la carretera estaba a
oscuras. Los focos de los coches iluminaban el lado opuesto.
Vi claramente que había llegado mi fin.
Del coche delantero descendieron tres
hombres que se dirigieron hacia nosotros. Uno de ellos dijo
haberme visto el día del atentado desde un coche particular
que estaba parado frente al Palacio de Justicia. Los
policías sonreían satisfechos. Era el testigo que yo había
exigido para declararme reo. Dándome un golpecito en la
espalda, me dijeron: “Puedes prepararte a morir”. Respondí
con toda violencia. Podían matarme cuando les viniese en
gana. La organización sabría luego lo que tendría que hacer.
Al pasar por los calabozos de la Jefatura
había encontrado compañeros y había podido avisar a la
Comisión jurídica y a mi grupo.
No me importaba morir. La pérdida de mi
persona tenía poca importancia para el movimiento. Además
estaba seguro de que no tardaría en ser vengado.
Me ofrecieron la última oportunidad para
salvar la vida: delatar a los autores o cómplices míos, como
decían. Si me rehusaba, se verían obligados a pegarme un
tiro, a matarme como a un perro.
Me mantuve impertérrito. Si había llegado
hasta allí, bien podía llegar hasta el final.
Me obligaron a subir nuevamente al coche y
regresamos. Habían encontrado la fórmula: ‘Te vamos a dar un
día mas para recapacitar’...
Algo se supo hacia afuera, por diversos
caminos. Era imposible matar a ese hombre sin provocar
venganzas de los amigos. Fue rodando por varias cárceles y
luego cayó de nuevo en la de Barcelona, donde quedó retenido
gubernativamente y donde escribió el relato trascrito, que
circuló clandestinamente con otros documentos por el estilo,
pero del cual se enviaron copias a las autoridades».
ARRIBA
El 20 de abril de 1937 reventaba en Madrid
el absceso que minaba la salud de la Junta de Defensa. Esta
había sido formada por todos los partidos y organizaciones
en noviembre de 1936, al abandonar el gobierno la capital de
España. En el seno de la junta el Partido Comunista se libró
a su política de intriga y proselitismo desaforados. El
consejero de Orden Público de dicha Junta era José Cazorla,
joven ex socialista, ahora comunista de las JSU, como
Santiago Carrillo y otros. Cazorla hizo detener a un joven
que resultó ser sobrino del subsecretario de Justicia
Mariano Sánchez Roca. Durante unos setenta días se ignoraba
el paradero del detenido. El cenetista Melchor Rodríguez,
delegado especial de Prisiones, logró descubrir el lugar de
secuestro. Se trataba de una «checa» del Partido Comunista
instalada en la calle Fernández de la Hoz. El escándalo dio
lugar a otros descubrimientos. Se decía que Cazorla
traficaba con los detenidos para recaudar dinero para el
Partido. El gobierno aprovechó estas graves denuncias para
disolver la junta de Defensa en fecha 23 de abril de 1937,
instalando en Madrid un Consejo Municipal.
Prosigue el relato Abad de Santillán:
«Con motivo de un violento incidente con el
comunista Cazorla, –Consejero delegado de orden público de
la Junta de Defensa de Madrid, el mismo personaje que,
siendo gobernador de Guadalajara, ha motivado una posición
de incompatibilidad de todos los partidos y organizaciones
contra sus funciones, inspirador de la brigada especial de
Santa Úrsula–, nuestros compañeros del Centro hablaron con
claridad meridiana y sacaron a relucir las infamias que se
cometían con los presos, resucitando los métodos de Martínez
Anido y Arlegui, las detenciones de antifascistas no
comunistas, los secuestros, los asesinatos. Se declaró una
vez que no había presos gubernativos, en la fecha en que el
mencionado Cazorla era Consejero de orden público, y los
hombres del movimiento libertario dieron cifras concretas de
las prisiones de Ventas, de San Antón, de Porlier, de Duque
de Sexto, de Alcalá de Henares. Había en esas prisiones:
30 de enero de
1937................. 2.727 presos
gubernativos
10 de febrero de
1937............... 2.587 " "
26 de febrero de
1937............... 1.761 " "
Y además, el 10 de febrero del mismo año,
348 mujeres, y el 26 de febrero 255.
También se dan cifras concretas de los
presos evacuados de las prisiones de Madrid, ignorándose su
destino, en la seguridad de que fueron ultimados. Pero no se
crea que se trataba de presos fascistas; había tantos
antifascistas no comunistas como partidarios notorios de la
rebelión militar. Si hubo un trato diferente, fue en favor
de los presos fascistas, protegidos y mimados mientras
podían comprarse el trato de favor e incluso la libertad.
Que defiendan esos procedimientos policiales
los que los han aplicado. Nosotros denunciábamos que por ese
camino no podíamos llegar más que al triunfo de Franco,
porque nos privábamos del auxilio y de la adhesión del
pueblo. Y no nos hemos equivocado. Si algo concreto se supo
sobre esos métodos, fue por obra nuestra. Los demás partidos
y organizaciones, aun disgustados, han callado, porque,
decían, así lo exigía la guerra. Nosotros entendíamos que la
guerra exigía todo lo contrario: la terminación de esos
horrores enseñados y organizados por los comunistas rusos y
el castigo fulminante de cuantos se habían prestado, desde
puestos directivos o como simples instrumentos, a deshonrar
nuestra guerra y a deshonrar nuestra revolución».
ARRIBA
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