Nace en el
barrio madrileño de Maravillas el 12 de febrero de 1888, en una familia de
origen humilde. Su madre era modista y su padre, contable de un periódico.
A la muerte de
éste, se ve obligada a interrumpir sus estudios y ponerse a trabajar y lo hace
en el cuerpo de Correos y Telégrafos en 1909.
En 1914 y tras
sacar el número uno de su oposición, se convierte en profesora de adultas en el
Ministerio de Instrucción Pública. Sin embargo, al no tener el bachiller sólo
puede impartir clases de taquigrafía y mecanografía por lo que decide seguir
estudiando a la vez que lo compagina con sus trabajos de mecanógrafa en el
Ministerio y de secretaria en el periódico “La Tribuna” respectivamente.
En 1923
participa en un ciclo sobre Feminismo organizado por la Juventud Universitaria
Femenina donde comienza a desarrollar su ideario sobre el derecho a la igualdad
de las mujeres.
En 1924 y a la
edad de treinta y seis años se licencia en Derecho lo que le permite defender
dos casos de divorcio muy célebres en aquella época, el de la escritora Concha
Espina, de su marido Ramón de la Serna y Cueto, y el de Josefina Blanco, de
Valle-Inclán.
Fue también la
primera mujer que intervino ante el Tribunal Supremo y que desarrolló trabajos
de jurisprudencia sobre cuestiones relativas a los derechos de la situación
jurídica de las mujeres en nuestro país.
En 1928 crea
junto a compañeras de otros países europeos la Federación Internacional de
Mujeres de Carreras Jurídicas, que todavía existe con sede en París y trabaja
junto a Victoria Kent y Matilde Huici en el Tribunal de Menores.
En 1930
contribuye a fundar la Liga Femenina Española por la Paz.
Con Azaña forma
parte de la junta directiva del Ateneo de Madrid y se declara republicana. A la
pregunta de un periódico “¿Monarquía o República?, responde ¡República,
República siempre! Me parece la forma de gobierno más conforme con la evolución
natural de los pueblos. Y en muchos casos la más adecuada a la situación de un
país específicamente considerado, verbigracia, España”.
Fue delegada de
España en la Sociedad de Naciones.
En los últimos
años de la dictadura de Primo de Rivera, colabora en el diario “La
Libertad” donde en una sección propia titulada “Mujeres de hoy”
presenta y analiza la vida de mujeres.
Tras la
dictadura, entra a formar parte del Partido Radical y se presenta a las
elecciones de 1931 para las Cortes Constituyentes de la Segunda República,
obteniendo un escaño como diputada por Madrid.
Participa en la
comisión encargada de redactar la Carta Magna republicana, siendo la primera
mujer que habla en las Cortes Españolas, en septiembre de 1931.
Desde su tribuna
ejercerá una enardecida defensa del sufragio femenino en España, con la
oposición de sus propios compañeros de partido y de otra diputada socialista,
Victoria Kent, convertida en la portavoz del “no”.
Victoria Kent se
opone al derecho electoral de las mujeres, argumentando que éstas influidas por
la Iglesia, votarán conservador. La derecha, contraria a la emancipación de las
mujeres, apoya, sin embargo, a Clara Campoamor por los motivos que esgrime
Victoria Kent, pensando que los votos de éstas les serán favorables a su
formación.
Clara Campoamor
se mantiene fiel a sus principios y defiende el derecho de las mujeres a ser
consideradas ciudadanas por encima del sentido de su voto.
Al final, y con
una apretada victoria impone sus tesis y entra en la Historia como la principal
artífice de la inclusión del voto femenino en España, recogido en la
Constitución de 1931, que en su artículo 36 dispone que “Los ciudadanos de uno y
otro sexo, mayores de 23 años tendrán los mismos derechos electorales conforme
determinen las leyes”.
En las
elecciones de 1934, la CEDA se proclama vencedora y toda la izquierda culpa de
su derrota a Clara Campoamor. Es su muerte política.
Sin embargo, en
1936, las urnas darán la mayoría a la izquierda.
El 6 de octubre
de 1934 tiene lugar la rebelión de Asturias y Clara marcha a Oviedo con el fin
de socorrer a los hijos de los mineros muertos o encarcelados.
La dura
represión junto con la falta de interés que muestra el Partido Radical por todas
las cuestiones referentes a la situación de desigualdad de las mujeres, la lleva
a salir del mismo.
Intenta
organizar un partido independiente que defienda los derechos de las mismas pero
se le niega la entrada en el Partido de Izquierda Republicana.
En 1936, tras el
Alzamiento, Clara Campoamor se exilia a Francia, Argentina y a Lausana donde
fallece de cáncer, el 30 de abril de 1972.
Escribió
artículos en los diarios de la época “La Tribuna”, “Nuevo Heraldo”,
“El Sol” y “El Tiempo” y publicó “El derecho de la mujer en
España” (1936), “La situación jurídica de la mujer española” (1938), “Mi pecado
mortal. El voto femenino y yo” y “La revolución española vista por una
republicana”.
ARRIBA
Clara Campoamor narra en
un capítulo de su libro La revolución española vista por
una republicana, la falta de obediencia de los
milicianos frentepopulistas hacia sus oficiales.
«La falta de
disciplina acompañaba, como era de esperar, el desprecio por la técnica. Los
gubernamentales consideraban a todos los oficiales como insurrectos. Por
otra parte estimaban que los oficiales no le eran necesarios al ejército. En
consecuencia los milicianos se negaron a obedecer a los pocos oficiales que
permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar ni en aceptar un mando único.
Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e insistía en combatir
recurriendo al personalismo y con independencia. La primera consecuencia de
esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería perpetrada con toda
facilidad por los nacionalistas durante los combates del frente de
Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los
principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire
contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante
los bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia
del desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los
gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros,
surgiendo a destiempo de los refugios donde se escondían, conseguían que los
hirieran sus propios compañeros.
Madrid,
espantado, vio numerosos camiones trayéndole centenares de heridos, convoyes
que evocaban con elocuencia los muertos que quedaron ahí arriba, sobre las
rocas.
Esta falta
de disciplina era todavía más grave en la medida en que se sumaba a la
desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales, desconfianza
nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica. Cada
miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las iniciativas
de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor colocada, un
orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados sospechosos y a
numerosos oficiales los asesinaron en el frente.
Varios
oficiales se pasaron entonces a las filas de los insurrectos. Si tenían que
morir querían al menos no ser deshonrados.
Estas
deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en secreto, no fueron
menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes que las de
soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la defensa,
los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los cuales un
amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la revuelta
antimonárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el rumor
de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior
ejecutado por un grupo de milicianos.
Los
comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo que es un ejército
sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes, se alababa
continuamente “la actividad cumplida por la sección al mando del sargento
Fortea” o por “aquella mandada por el cabo Díaz” o también “el éxito
obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres…”.
Además se
exhibía un supremo desprecio por toda dirección y los periódicos
proclamaban: “El hombre de la Revolución francesa fue Robespierre, el de la
revolución Rusa fue Lenin, el de la revolución española es Juan Español”.
Esta falta
de disciplina impidió también al gobierno disponer de ciertos regimientos
de provincias para mandarlos a un frente determinado. Estas columnas, sin
orden superior, sin consultas previas, exaltadas y mandadas por aventureros,
habían decidido por su propia cuenta dejar la Península y lanzarse a la
conquista de dominios insulares rebeldes cuya ocupación no tenía ninguna
influencia sobre la marcha de las operaciones.
El Sr.
Indalecio Prieto, improvisado estratega de la República, mencionó este hecho
a finales de agosto en un artículo de Informaciones. Con medias
palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la expedición del capitán
Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se quejaba de la falta de
disciplina del ejército y reclamó un mando único invocando el precedente de
los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que la marcha de las
columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur desguarnecido.
Hete aquí
cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe efectivo del ministerio de la
Guerra se veía forzado a solicitar humildemente de las milicias, en las
columnas de un periódico, ese mando único que él debía haber impuesto y del
que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando único que el
gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos exordios.
Y el hecho
que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto era todavía más grave de lo
que se atrevía a confesar. Se trataba de lo siguiente: una columna de 1.500
hombres, organizada por el capitán Bayo se embarcó en Valencia dirigiéndose
a las islas Baleares que estaban en manos de los sublevados. Se apoderaron
primero de la pequeña isla de Ibiza, mal defendida. Cegados por tan modesto
triunfo fueron por Palma, la capital de Mallorca. La columna desembarcó en
Porto Cristo. Los militares la dejaron avanzar y a trece kilómetros de la
costa la derrotaron completamente. Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el
resto de la columna huyendo en desbandada, tratando de salvarse a nado.
Este penoso
fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a la prudencia a los
aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad a la gloria de
una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda columna de 1.500
hombres que fue aniquilada por los rebeldes.
Tras esta
segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente de la anarquía que reinaba
en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una vez ese mando único que él
se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno fue, desde los primeros
momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que había desencadenado.
Algunas
fotografías de los periódicos de Madrid conservan el elocuente recuerdo de
la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión era la fotografía
de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la Sierra entre
milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe sospechar que
estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para hacerse
matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de
Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al
comandante Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en
conocimientos estratégicos.
Sucedieron
al principio otros hechos más graves: dispuestas a aprovechar la estupenda
ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida alegre –que la guerra
condenaba al paro– desaparecieron de la capital y se infiltraron entre otras
que, con un respetable sentimiento y una sincera fe luchaban en el frente en
las filas de los milicianos. Es imaginable, en consecuencia, el desenfreno
que reinaba en el frente y numerosos combatientes tuvieron que ser
hospitalizados.
Se comprende
que las llamadas al orden y a la disciplina hayan sido el estribillo de
todos los discursos de los hombres con alguna responsabilidad. Los diarios
obreros la repetían sin cesar.
Incluso se
oía en la boca de los anarquistas. En su emisión radiofónica diaria, la
radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4 de octubre: «¡Los
fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la ciudad con armas
que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros camaradas!».
Pero estas
llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya que la C.N.T. tuvo de nuevo que
publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota que describe con bastante
fidelidad la actitud de las milicias:
¡Hay
demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de
guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que
sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente
que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y
desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado!
Es un discurso
elocuente. Claro que la paga de diez pesetas diarias abonada a los milicianos y
milicianas, el hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y
la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a las milicias a mucha gente
que tenía que haber estado en la cárcel.
ARRIBA
En la noche del 16 de julio de 1936, Prieto
advirtió un inusitado ir y venir de trabajadores por las
calles de Madrid, un cierto desasosiego, motivado por la
sugestión de determinados temores, que se confirmarían en la
madrugada del 18 de julio.
A primera hora
de ese día, llegó a su casa el ayudante del general Pozas, el capitán Naranjo,
para informar a Prieto de un mensaje recogido por la estación de radio que la
Guardia Civil tiene en el barrio madrileño de Cuarenta Fanegas., en el que se
anunciaba la sublevación de la guarnición de Melilla.
El líder
socialista se pone en contacto con el presidente del Gobierno Casares Quiroga,
el cual rogó a Prieto “que no lo revelase a nadie, pues procedía mantenerla en
secreto para ahogar el movimiento en Melilla, sin que se propagara por la
Península”. Prieto le contesta que es necesario informar a todo el país,
especialmente a las grandes ciudades, para que las masas proletarias se opongan
a los sublevados.
Los
acontecimientos del día, con la extensión de la sublevación convencen al
presidente de la República, Manuel Azaña de que tiene que tomar medidas
urgentes.
En el Ministerio
de la Guerra se reúnen con Casares, Prieto, Largo Caballero, Marcelino Domingo y
Martínez Barrio. El presidente del Gobierno, desbordado por los acontecimientos,
no sabe qué hacer. Es entonces cuando Largo Caballero propone que la primera
medida es armar al pueblo, a lo que se opone Casares. Tampoco Azaña toma ninguna
decisión en ese urgente momento. A finales de la tarde llama a Palacio a
Martínez Barrio, informándole que ha aceptado la dimisión de Casares, y le pide
forme Gobierno.
Según Prieto
todo aquello no era más que perder el tiempo, ya que Azaña, nada más conocer la
sublevación, debía haber reunido a los más significados políticos del régimen y
formar un Gobierno de “resistencia y de guerra”.
Ante las
perspectivas que se presentaban y conocer que una manifestación popular se
pronunciaba contra el Gobierno nonato, Martínez Barrio desiste. Entonces Azaña
llama corriendo a su amigo y correligionario José Giral, el cual formó un
Gobierno solo de republicanos.
La primera
decisión que toma es la de entregar las armas al pueblo. Otra medida nefasta fue
la de disolver las unidades militares y licenciar a las tropas. Se impuso la
idea de un ejército constituido sobre la base de milicias populares, que
actuaban sin ninguna coordinación central. Se empieza a hablar de la necesidad
de un mando único, y así lo hace Prieto en un artículo que publica en
Informaciones.
ARRIBA
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