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Actualizada: 21 de Enero de 2012.    

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  Indalecio Prieto reclama "un mando único"


 Clara Campoamor escribe sobre la falta de disciplina en el Frente Popular


  Por Eduardo Palomar Baró.


 



Nace en el barrio madrileño de Maravillas el 12 de febrero de 1888, en una familia de origen humilde. Su madre era modista y su padre, contable de un periódico.

A la muerte de éste, se ve obligada a interrumpir sus estudios y ponerse a trabajar y lo hace en el cuerpo de Correos y Telégrafos en 1909.

 En 1914 y tras sacar el número uno de su oposición, se convierte en profesora de adultas en el Ministerio de Instrucción Pública. Sin embargo, al no tener el bachiller sólo puede impartir clases de taquigrafía y mecanografía por lo que decide seguir estudiando a la vez que lo compagina con sus trabajos de mecanógrafa en el Ministerio y de secretaria en el periódico “La Tribuna” respectivamente.

En 1923 participa en un ciclo sobre Feminismo organizado por la Juventud Universitaria Femenina donde comienza a desarrollar su ideario sobre el derecho a la igualdad de las mujeres.

En 1924 y a la edad de treinta y seis años se licencia en Derecho lo que le permite defender dos casos de divorcio muy célebres en aquella época, el de la escritora Concha Espina, de su marido Ramón de la Serna y Cueto, y el de Josefina Blanco, de Valle-Inclán.

Fue también la primera mujer que intervino ante el Tribunal Supremo y que desarrolló trabajos de jurisprudencia sobre cuestiones relativas a los derechos de la situación jurídica de las mujeres en nuestro país.

En 1928 crea junto a compañeras de otros países europeos la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas, que todavía existe con sede en París y trabaja junto a Victoria Kent y Matilde Huici en el Tribunal de Menores.

En 1930 contribuye a fundar la Liga Femenina Española por la Paz.

 Con Azaña forma parte de la junta directiva del Ateneo de Madrid y se declara republicana. A la pregunta de un periódico “¿Monarquía o República?, responde ¡República, República siempre! Me parece la forma de gobierno más conforme con la evolución natural de los pueblos. Y en muchos casos la más adecuada a la situación de un país específicamente considerado, verbigracia, España”.

Fue delegada de España en la Sociedad de Naciones.

En los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, colabora en el diario “La Libertad” donde en una sección propia titulada “Mujeres de hoy” presenta y analiza la vida de mujeres.

Tras la dictadura, entra a formar parte del Partido Radical y se presenta a las elecciones de 1931 para las Cortes Constituyentes de la Segunda República, obteniendo un escaño como diputada por Madrid.

Participa en la comisión encargada de redactar la Carta Magna republicana, siendo la primera mujer que habla en las Cortes Españolas, en septiembre de 1931.

Desde su tribuna ejercerá una enardecida defensa del sufragio femenino en España, con la oposición de sus propios compañeros de partido y de otra diputada socialista, Victoria Kent, convertida en la portavoz del “no”.

Victoria Kent se opone al derecho electoral de las mujeres, argumentando que éstas influidas por la Iglesia, votarán conservador. La derecha, contraria a la emancipación de las mujeres, apoya, sin embargo, a Clara Campoamor por los motivos que esgrime Victoria Kent, pensando que los votos de éstas les serán favorables a su formación.

Clara Campoamor se mantiene fiel a sus principios y defiende el derecho de las mujeres a ser consideradas ciudadanas por encima del sentido de su voto.

Al final, y con una apretada victoria impone sus tesis y entra en la Historia como la principal artífice de la inclusión del voto femenino en España, recogido en la Constitución de 1931, que en su artículo 36 dispone que “Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”.

  En las elecciones de 1934, la CEDA se proclama vencedora y toda la izquierda culpa de su derrota a Clara Campoamor. Es su muerte política.

Sin embargo, en 1936, las urnas darán la mayoría a la izquierda.

El 6 de octubre de 1934 tiene lugar la rebelión de Asturias y Clara marcha a Oviedo con el fin de socorrer a los hijos de los mineros muertos o encarcelados.

La dura represión junto con la falta de interés que muestra el Partido Radical por todas las cuestiones referentes a la situación de desigualdad de las mujeres, la lleva a salir del mismo.

Intenta organizar un partido independiente que defienda los derechos de las mismas pero se le niega la entrada en el Partido de Izquierda Republicana.

En 1936, tras el Alzamiento, Clara Campoamor se exilia a Francia, Argentina y a Lausana donde fallece de cáncer, el 30 de abril de 1972.

Escribió artículos en los diarios de la época “La Tribuna”, “Nuevo Heraldo”, “El Sol” y “El Tiempo” y publicó “El derecho de la mujer en España” (1936), “La situación jurídica de la mujer española” (1938), “Mi pecado mortal. El voto femenino y yo” y “La revolución española vista por una republicana”.

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Clara Campoamor narra en un capítulo de su libro La revolución española vista por una republicana, la falta de obediencia de los milicianos frentepopulistas hacia sus oficiales.

«La falta de disciplina acompañaba, como era de esperar, el desprecio por la técnica. Los gubernamentales consideraban a todos los oficiales como insurrectos. Por otra parte estimaban que los oficiales no le eran necesarios al ejército. En consecuencia los milicianos se negaron a obedecer a los pocos oficiales que permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar ni en aceptar un mando único. Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e insistía en combatir recurriendo al personalismo y con independencia. La primera consecuencia de esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería perpetrada con toda facilidad por los nacionalistas durante los combates del frente de Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante los bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia del desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros, surgiendo a destiempo de los refugios donde se escondían, conseguían que los hirieran sus propios compañeros.

Madrid, espantado, vio numerosos camiones trayéndole centenares de heridos, convoyes que evocaban con elocuencia los muertos que quedaron ahí arriba, sobre las rocas.

Esta falta de disciplina era todavía más grave en la medida en que se sumaba a la desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales, desconfianza nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica. Cada miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las iniciativas de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor colocada, un orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados sospechosos y a numerosos oficiales los asesinaron en el frente.

Varios oficiales se pasaron entonces a las filas de los insurrectos. Si tenían que morir querían al menos no ser deshonrados.

Estas deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en secreto, no fueron menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes que las de soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la defensa, los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los cuales un amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la revuelta antimonárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el rumor de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior ejecutado por un grupo de milicianos.

Los comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo que es un ejército sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes, se alababa continuamente “la actividad cumplida por la sección al mando del sargento Fortea” o por “aquella mandada por el cabo Díaz” o también “el éxito obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres…”.

Además se exhibía un supremo desprecio por toda dirección y los periódicos proclamaban: “El hombre de la Revolución francesa fue Robespierre, el de la revolución Rusa fue Lenin, el de la revolución española es Juan Español”.

Esta falta de disciplina impidió también al gobierno  disponer de ciertos  regimientos de provincias para mandarlos a un frente determinado. Estas columnas, sin orden superior, sin consultas previas, exaltadas y mandadas por aventureros, habían decidido por su propia cuenta dejar la Península y lanzarse a la conquista de dominios insulares rebeldes cuya ocupación no tenía ninguna influencia sobre la marcha de las operaciones.

El Sr. Indalecio Prieto, improvisado estratega de la República, mencionó este hecho a finales de agosto  en un artículo de Informaciones. Con medias palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la expedición del capitán Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se quejaba de la falta de disciplina del ejército y reclamó un mando único invocando el precedente de los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que la marcha de las columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur desguarnecido.

Hete aquí cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe efectivo del ministerio de la Guerra se veía forzado a solicitar humildemente de las milicias, en las columnas de un periódico, ese mando único que él debía haber impuesto y del que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando único que el gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos exordios.

Y el hecho que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto era todavía más grave de lo que se atrevía a confesar. Se trataba de lo siguiente: una columna de 1.500 hombres, organizada por el capitán Bayo se embarcó en Valencia dirigiéndose a las islas Baleares que estaban en manos de los sublevados. Se apoderaron primero de la pequeña isla de Ibiza, mal defendida. Cegados por tan modesto triunfo fueron por Palma, la capital de Mallorca. La columna desembarcó en Porto Cristo. Los militares la dejaron avanzar y a trece kilómetros de la costa la derrotaron completamente. Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el resto de la columna huyendo en desbandada, tratando de salvarse a nado.

Este penoso fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a la prudencia a los aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad a la gloria de una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda columna de 1.500 hombres que fue aniquilada por los rebeldes.

Tras esta segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente de la anarquía que reinaba en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una vez ese mando único que él se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno fue, desde los primeros momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que había desencadenado.

Algunas fotografías de los periódicos de Madrid conservan el elocuente recuerdo de la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión era la fotografía de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la Sierra entre milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe sospechar que estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para hacerse matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al comandante Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en conocimientos estratégicos.

Sucedieron al principio otros hechos más graves: dispuestas a aprovechar la estupenda ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida alegre –que la guerra condenaba al paro– desaparecieron de la capital y se infiltraron entre otras que, con un respetable sentimiento y una sincera fe luchaban en el frente en las filas de los milicianos. Es imaginable, en consecuencia, el desenfreno que reinaba en el frente y numerosos combatientes tuvieron que ser hospitalizados.

Se comprende que las llamadas al orden y a la disciplina hayan sido el estribillo de todos los discursos de los hombres con alguna responsabilidad. Los diarios obreros la repetían sin cesar.

Incluso se oía en la boca de los anarquistas. En su emisión radiofónica diaria, la radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4 de octubre: «¡Los fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la ciudad con armas que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros camaradas!».

Pero estas llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya que la C.N.T. tuvo de nuevo que publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota que describe con bastante fidelidad la actitud de las milicias:

¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado!

Es un discurso elocuente. Claro que la paga de diez pesetas diarias abonada a los milicianos y milicianas, el hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a las milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel.

ARRIBA   



En la noche del 16 de julio de 1936, Prieto advirtió un inusitado ir y venir de trabajadores por las calles de Madrid, un cierto desasosiego, motivado por la sugestión de determinados temores, que se confirmarían en la madrugada del 18 de julio.

A primera hora de ese día, llegó a su casa el ayudante del general Pozas, el capitán Naranjo, para informar a Prieto de un mensaje recogido por la estación de radio que la Guardia Civil tiene en el barrio madrileño de Cuarenta Fanegas., en el que se anunciaba la sublevación de la guarnición de Melilla.

El líder socialista se pone en contacto con el presidente del Gobierno Casares Quiroga, el cual rogó a Prieto “que no lo revelase a nadie, pues procedía mantenerla en secreto para ahogar el movimiento en Melilla, sin que se propagara por la Península”. Prieto le contesta que es necesario informar a todo el país, especialmente a las grandes ciudades, para que las masas proletarias se opongan a los sublevados.

Los acontecimientos del día, con la extensión de la sublevación convencen al presidente de la República, Manuel Azaña de que tiene que tomar medidas urgentes.

En el Ministerio de la Guerra se reúnen con Casares, Prieto, Largo Caballero, Marcelino Domingo y Martínez Barrio. El presidente del Gobierno, desbordado por los acontecimientos, no sabe qué hacer. Es entonces cuando Largo Caballero propone que la primera medida es armar al pueblo, a lo que se opone Casares. Tampoco Azaña toma ninguna decisión en ese urgente momento. A finales de la tarde llama a Palacio a Martínez Barrio, informándole que ha aceptado la dimisión de Casares, y le pide forme Gobierno.

Según Prieto todo aquello no era más que perder el tiempo, ya que Azaña, nada más conocer la sublevación, debía haber reunido a los más significados políticos del régimen y formar un Gobierno de “resistencia y de guerra”.

Ante las perspectivas que se presentaban y conocer que una manifestación popular se pronunciaba contra el Gobierno nonato, Martínez Barrio desiste. Entonces Azaña llama corriendo a su amigo y correligionario José Giral, el cual formó un Gobierno solo de republicanos.

La primera decisión que toma es la de entregar las armas al pueblo. Otra medida nefasta fue la de disolver las unidades militares y licenciar a las tropas. Se impuso la idea de un ejército constituido sobre la base de milicias populares, que actuaban sin ninguna coordinación central. Se empieza a hablar de la necesidad de un mando único, y así lo hace Prieto en un artículo que publica en Informaciones.

ARRIBA    



«Dos o más años tardaron los ejércitos aliados que se batían al Norte de Francia y en territorio belga durante la gran guerra en establecer el mando único. La heterogeneidad de aquellos ejércitos hacía dificilísimo semejante acuerdo, al cual se oponía no sólo el puntilloso amor propio de los respectivos caudillos, sino incluso la honrilla nacional, pues resultaba muy duro que tropas de un país cifradas en millones de hombres aparecieran bajo las órdenes de un general aliado pero, al fin, extranjero. Mas las altísimas conveniencias de unificar la acción concluyeron por apartar todos esos obstáculos subalternos y, bajo el mando único, pudieron al cabo los aliados ganar la guerra.

En nuestra guerra civil es también absolutamente indispensable que tropas y milicias al servicio de la causa de la libertad tengan mando único. Corresponde éste, como es natural, al Gobierno o a la persona en quien el Gobierno delegue, y aunque desde el Ministerio de la Guerra se viene ejerciendo dicho mando, pueden estorbarle, a mi juicio, iniciativas aisladas que surgen por exceso de entusiasmo. Vale más un solo mando, por malo que sea, que veinte mandos buenos que lo ejerzan de modo simultáneo y no trabado, ya que está pluralidad supone, o acciones contradictorias o dispersión de fuerzas que esteriliza energías. Esto que acabo de decir constituye el abecés del arte de guerrear. Todos tenemos ahora un objetivo común: derrotar al fascismo. Las gentes de ideología más extrema verían truncadas sus esperanzas sí no aniquilamos al fascismo. Ese aniquilamiento podrá ser, para unos, el máximo y para otros, el mínimo, pero para todos es aspiración común e indeclinable, Pues bien; a tal enemigo se le derrota con mayor facilitad cuando más perfecta sea la coordinación de quienes pelean contra él. No basta con haber triunfado en Cataluña y todo el Levante, con haber ahogado la sublevación en Madrid y sus cercanías ni con haberla contenido en el Cantábrico, ni bastará con que en cualquier día próximo se rindan Oviedo y Córdoba y se tome Aragón. Hay que triunfar en España entera; y para obtener esta victoria general, la única que nos habrá de salvar, es improcedente atalayar el problema guerrero desde punto de vista locales, provinciales o regionales. Tan absurdo como contemplarlo con las miras estrechas del partidismo. Si nos llegara la mala hora de una derrota, idea que, desde luego, desecho, no habría cuartel para nadie en las izquierdas, y el mismo extremo rigor padecerían los republicanos tibios que los anarquistas más exaltados. Ahí están, para demostrarlo, las represalias realizadas por la facción, que a la hora de fusilar no se ha entretenido en hacer distinciones. Con ser de izquierda basta para el suplicio y la muerte

Creo que hemos pasado del período del entusiasmo inicial para entrar ya de lleno en el de la organización, sin la cual no habrá modo de proseguir con éxito la guerra. Y no hay organización posible sin un alto mando único, que conociendo en su conjunto las necesidades de la campaña y a la vista de las disponibilidades señale uno a uno los objetivos sobre los cuales deba concentrarse la acción y distribuya las fuerzas, obteniendo de ellas la máxima elasticidad y, por lo tanto, logrando la mayor eficacia.

El ímpetu de los leales de cada zona tiende, como es natural, a atacar a los rebeldes que tienen más próximos; pero, a veces, los objetivos que de ese modo se persiguen interesan muy secundariamente y el esfuerzo que para conseguirlo se emplea adquiriría una utilidad centuplicada aprovechándole en atenciones distintas. Pongamos, por ejemplo, el caso de más bulto que se presenta ante nuestros ojos: la acción contra las Baleares. El triunfo ha venido nimbando a los reconquistadores, a quienes acompañan mis fervientes votos por que también la victoria corone la más ardua empresa en que ahora andan metidos de tomar la isla de Mallorca. En nuestro poder desde los primeros instantes Mahón por la actitud heroica de la marinería, no creo que de aquel archipiélago nos importara de momento otra cosa que recoger en dicha base naval y en Ibiza el armamento copioso allí depositado y traerlo a la Península, donde era infinitamente más útil que en Mallorca. Comprendería yo la acumulación de toda clase de elementos para someter a la legalidad republicana a los reaccionarios mallorquines, muchos en número, y aquella guarnición, muy considerable, si todos los territorios peninsulares estuviesen en nuestro poder; pero cuando hay extensas zonas rebeldes en la Península resulta, a mi juicio, un poco extemporánea la acción entablada contra Mallorca. Nuestros hombres, de valentía probada, que allí combaten;  fusiles, las ametralladoras y los cañones de que disponen y la aviación y buques de guerra a su servicio estarían dando a estas horas, en cualquiera de los frentes peninsulares a que tuvieran acceso, un rendimiento muy superior al que allí obtienen.

A efectos del más pronto aplastamiento del fascismo, de la conquista de cualquier provincia española vale de momento muchísimo más que la toma de Mallorca. Por una razón muy sencilla: porque aquí la rebelión puede propagarse si nuestras defensas se debilitan, y en Mallorca no. Allí había de quedar aislada. No iban a venir los mallorquines a nado, con su fusil a la espalda a invadirnos por Levante, y de otro modo imposible, por carecer de medios para el desembarco. Pues como este ejemplo que cito, sin menoscabo alguno para el heroísmo de los reconquistadores, a quienes, desde luego, rindo el testimonio de mi admiración, se pueden ofrecer otros muchos, en orden a que en muchos frentes sobra lo que en otros falta, a que en unas milicias abunde lo que en otras escasea y a que en la retaguardia hay exceso de ametralladoras y fusiles mientras los reclaman con insistencia desde algunas líneas de combate.

La guerra civil ha entrado ya en una fase que atribuye papel preponderante a la organización. No hay organización posible sin mando único, y no hay mando único verdaderamente efectivo si cada cual se lanza por sí a desarrollar sus propias iniciativas bélicas sin someterse a una alta dirección que abarcando los problemas todos de la guerra pueda medir las mayores necesidades en cada hora y en cada lugar».

Diario Informaciones de Madrid, del 27 de agosto de 1936.

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