Cipriano Mera Sanz nació el 4 de noviembre de 1897 en Tetuán de
las Victorias (Madrid). Su padre era peón albañil y también cazador furtivo.
Cipriano a los once años, en vez de ir a la escuela, tuvo que empezar a ganarse
la vida, de modo, que según las estaciones del año, salía de madrugada al campo
para coger setas, níspolas, zarzamoras, bellotas o romero, que vendía luego en
el barrio. Algunas tardes trabajaba en los tejares.
A los dieciséis años entró como pinche en la construcción, y su
padre le afilió a la Sociedad de Albañiles «El Trabajo», adherida a la
UGT. Llegó a los veinte años sin conocer apenas las primeras letras. Entonces se
inscribió en una academia y asistió durante ocho meses a clases nocturnas.
Parejamente, empezaron a preocuparle las cuestiones sociales, extrañándose de la
pasividad que caracterizaba a la Sociedad de Albañiles, cuya relación con sus
afiliados solía limitarse a la de unos recaudadores que visitaban regularmente
los domicilios de aquéllos.
Su primer contacto con anarquistas se produjo en 1920, cuando
conoció a Juan Barceló, Moisés López y Santiago Fernández. Estas relaciones se
hicieron fraternales a raíz del atentado y muerte –el 8 de marzo de 1921– del
presidente del Consejo de ministros, Eduardo Dato. Ya en el periodo de la
Dictadura formó parte de un grupo anarquista que se desenvolvía dentro de la
Sociedad de Albañiles, y con él intervino en la conspiración contra Primo de
Rivera, sobre todo en la llamada Sanjuanada. En la UGT fue tres veces delegado
de obras, funciones que contribuyeron a afirmar en él la conciencia sindical.
Considerando más efectiva su práctica militante, sostuvo las aspiraciones de la
CNT y abrazó el anarcosindicalismo como fundamento de la sociedad sin clases.
Una vez caída la Dictadura y organizado en Madrid el Ramo de la Construcción
adscrito a la CNT, llegó a ser su presidente. Intervino en la organización de
los Grupos de Defensa Confederal y formó parte con Buenaventura Durruti del
Comité revolucionario constituido en 1933, por lo que, como en otras varias
ocasiones, fue encarcelado.
En el verano de 1936 la huelga de la construcción había
paralizado a más de cien mil hombres. A primeros de julio, el gobierno de
Casares Quiroga trató de poner parches al conflicto huelguístico. Pero la CNT
decide no acudir al trabajo. Los huelguistas, reunidos en el solar del colegio
Maravillas de Cuatro Caminos, exponen su opinión, tomando la palabra Cipriano
Mera, Teodoro Mora y Antonio Vergara.
Mera advierte a los reunidos de la inminente intentona
reaccionaria que se está preparando. Pocos días después están todos en la cárcel
Modelo, detenidos por el Gobierno de la República, cuyo presidente y ministro de
Guerra, Santiago Casares Quiroga hace caso omiso a las alarmantes noticias sobre
la sublevación que le llegan por varios y fidedignos conductos, entre ellos la
famosa carta que Franco le dirigió el 23 de junio de 1936.
La huelga de la construcción proseguía el 18 de julio, al
estallar la Guerra Civil española. El domingo 19, Mera es liberado de la prisión
por su compañero Mora que había salido de ella cuarenta y ocho horas antes. En
la cárcel le dan a Mera un fusil.
Sin pasar por su casa, se incorpora a un grupo con el que libera
Campamento, en poder de los sublevados. La milicianaza vocifera entusiasmada por
los suburbios madrileños, que de pronto se han vestido con banderas rojinegras.
ARRIBA
Mera se dirige al Cuartel de la Montaña, pero llega tarde y sólo
encuentra cadáveres tendidos por el suelo. Rápidamente organiza, junto con el
militante anarquista y anarcosindicalista David Antona Domínguez, una columna
anarquista que se une a la del teniente coronel republicano Ildefonso
Puigdendolas, que el 21 de julio toman Alcalá de Henares. La improvisada columna
se dirige a Guadalajara, pero al intentar los milicianos cruzar el puente sobre
el río Henares, son detenidos por los disparos de una ametralladora. Se
establece una confusión. Mera en vista de que la situación se prolonga
demasiado, vadea el río con un grupo de milicianos y logra entrar en la ciudad
antigua después de innumerables tiroteos con los defensores. Mientras los
refuerzos llegados de Madrid y la acción de la aviación republicana consiguen el
objetivo. Mera es uno de los que abren, el 22 de julio de 1936, las puertas de
la cárcel.
La columna anarquista de Mera con un par de camiones y un
centenar de hombres, se separó entonces hacia Sacedón y la provincia de Cuenca,
tomando la capital el 28 de julio, que se hallaba sublevada y en manos de la
Guardia Civil. Pero no contento con ello, se lanza a la aventura de liberar los
pueblos de la provincia. Cuenta con ello con la milicianaza que se une con gran
entusiasmo y que lo arrasa todo a sangre y fuego. En la serranía de Cuenca pasa
como un huracán de sangre la revolución anarcosindicalista tan soñada por Mera.
Los campesinos arrastrados por los discursos de Mera, engrosan las filas de los
que se dicen vengadores del pueblo. Todo es de todos: las casas, las tierras,
los aperos, etc. Se hace la guerra, pero al mismo tiempo se está poniendo en
marcha la revolución social.
En vista del peligro que corre Madrid, se crean las Columnas
Confederales. La primera de ellas está al mando el militar profesional Francisco
del Rosal, contando con unos cuatro mil anarcosindicalistas, en uno de cuyos
batallones, el “CNT”, se inicia Mera como militar. Esta columna se
encargó de defender los embalses de Lozoya, asegurando a Madrid el agua mientras
durara el asedio.
A principios de agosto combate en la sierra de Gredos al frente
de un millar de hombres formando parte de la más tarde famosa “Columna del
Rosal”. Durante este mes tienen lugar combates de inusitada dureza.
Habiendo conquistado los nacionales Talavera de la Reina, a
principios de septiembre, el Alto Mando decide reconquistar la plaza con la
“Columna del Rosal”. Dirige el ataque Mera, cuyos hombres reciben un duro
castigo. Carecen de municiones y el Gobierno de Madrid sólo les concede
promesas. En tales condiciones y destituido injustamente el jefe, Del Rosal, la
columna de Mera y la de López-Tienda, a punto de ser cercadas, viven momentos de
gran angustia. Discuten ambos jefes y se impone el criterio de Mera, que rompe
el cerco por Cebreros en una auténtica aventura de comando. Sus hombres disparan
desde los camiones lanzados a todo gas mientras atraviesan las filas enemigas
hasta llegar a Cebreros, todavía sin ocupar por los nacionales que, sin embargo,
disparaban desde los alrededores sin atreverse a entrar. Mera sabía que no podía
detenerse mucho tiempo en Cebreros y que, si quería salvar las unidades, tendría
que seguir retirándose hacia Robledo de Chavela, a unos quince kilómetros de
Cebreros. Así lo hizo, con lo que logró salvar las unidades confederales ante el
asombro del subsecretario de la Guerra, el general Asensio Torrado, que creía
que Cebreros estaba ocupado por el enemigo.
Los hombres que quedan de la diezmada “Columna del Rosal” fueron
retirados a Cuenca para reorganizarse. Mera, en Madrid, ve que la cosa no está
muy clara. Los nacionales se acercan con sus mejores unidades de combate al
mando de Yagüe. Se piensa en fortificar la ciudad, lo cual entraña serios
problemas. Mera, albañil de profesión, discute acaloradamente con Enrique Líster
Fontán. El anarquista y el comunista se enfrentan por primera vez, en esta
ocasión dialécticamente, entre el silbido de las balas. |
|
ARRIBA
En noviembre
del 36, las fuerzas sitiadoras se han apoderado ya de Pinto
y Brunete. El día 3 caen Villaviciosa de Odón y Móstoles. El
5 y el 6, son ocupados el Cerro de los Ángeles, Carabanchel
Alto y Villaverde.
El 6 de noviembre
de 1936 Mera viaja desde Cuenca a Tarancón, siendo grande su
sorpresa al encontrar detenidos en una habitación de la
Comandancia Militar al general Asensio, subsecretario de Guerra;
al ministro socialista Julio Álvarez del Vayo, en la cartera de
Estado; a Juan López Sánchez, ministro de Comercio; al general
Pozas y a un nutrido grupo de subsecretarios y gobernadores.
Inmediatamente llamó por teléfono a Del Val, que se puso en
camino en seguida desde Madrid, llegando a Tarancón a las dos de
la madrugada.
Había sucedido que
el Gobierno de la República y algunos altos cargos militares
abandonaban Madrid, convencidos de que los nacionales estaban en
sus calles, y se trasladaban a Valencia. Lógicamente esto no
gustó a los anarcosindicalistas, que se apresuraron a establecer
controles en las carreteras a fin de acabar con los desertores.
Y fue en uno de ellos, en el de Tarancón, donde fueron detenidos
por el joven anarquista José Villanueva, que se había
distinguido en el asalto al Cuartel de la Montaña.
Del Val informó a
Mera de la situación en que se encontraba Madrid, aconsejándole
respetara la vida de los detenidos y les dejara seguir hacia
Valencia. Mera, después de calificar aquella actitud de «huida
cobarde», pidió a Del Val a cambio de dejar libres a los
políticos detenidos, que le permitiera ir a Madrid con mil
voluntarios de su columna «para demostrar a esta gente que
mientras ellos huyen nosotros vamos a defender lo que han
abandonado».
El 7 de noviembre,
a las cinco de la mañana salía la nueva columna en dirección a
Madrid al mando del comandante Palacios yendo Mera como delegado
político. Al día siguiente Mera se presentó al general Miaja,
presidente de la Junta de Defensa recién creada por él a
instancias del Gobierno huido.
Convocados en el
Ministerio de la Guerra todos los jefes de Columna con sus
comisarios, a fin de aprestarse a la defensa de la ciudad,
Cipriano Mera es situado con su unidad en el puente de San
Fernando. El día 16 de noviembre de 1936 los nacionales toman
posiciones en los alrededores de la casa de Velásquez,
infiltrándose entre Bombilla y Puerta de Hierro. En esta
angustiosa situación se produce la llegada de Durruti y sus
milicias, procedentes del frente de Aragón. Mera le propone
agrupar las fuerzas de ambos en una sola unidad al mando de
Durruti, pero cuestiones tácticas lo impiden.
El 17 por la tarde
los nacionales se apoderan de parte del Clínico y de algunos
edificios de la Ciudad Universitaria. Los combates son
durísimos, luchando casa por casa. El día 19 Mera y Durruti
deciden atacar al Clínico, apoderándose Durruti de los sótanos y
las primeras plantas del hospital, labor de limpieza que fue
presenciada por Mera. Pero los nacionales reaccionaron, ocupando
de nuevo los sótanos. Mera insiste en la necesidad de unir ambas
columnas, llegándose a un acuerdo, quedando ambos citados en el
Comité de Defensa al día siguiente por la tarde. Pero no se
producirá este encuentro ya que Mera recibe la noticia de que
Durruti ha sido herido de muerte.
Aquella misma noche
sale Mera hacia Valencia a fin de poner al corriente de lo
sucedido a García Oliver, Mariano R. Vázquez y Federica
Montseny, así como al Comité Nacional de la CNT, decidiéndose
que Ricardo Sanz se haga cargo de las milicias a las órdenes de
Durruti en Madrid.
Una vez Mera hubo
acompañado los restos mortales de Durruti a Barcelona, se
incorpora a su destino.
ARRIBA
Entre el 10 y
el 15 de enero de 1937 se libran violentísimos combates,
quedando la columna mandada por Mera prácticamente diezmada
debido principalmente a la falta de disciplina. Ello le hace
meditar sobre el destino de sus hombres, y tras la pérdida
de Boadilla del Monte, Las Rozas y Majadahonda, a la vista
de la desbandada de las tropas en aquel sector, es lo que le
hace escribir en sus Memorias, lo siguiente:
«En el
momento más difícil de la defensa de Pozuelo, pusieron al
mando de las Milicias al comandante Zulueta, creo que del
cuerpo de Aviación, pero nada pudo hacer. Merecería todo
esto extensos comentarios, pero me limitaré a señalar que
tanto la pérdida de Pozuelo, como la de Aravaca y la Cuesta
de las Perdices, no pueden atribuirse a ningún militar, sino
más bien a la forma de lucha de las Milicias; de cualquier
tendencia que fuesen, éstas se comportaban con gran falta de
disciplina, sin tener en cuenta para nada las órdenes de los
mandos militares. Únicamente dos unidades se distinguieron
por su arrojo y cohesión: el 9º. Batallón de Milicias
Confederales y el batallón del comandante Perea».
En la noche del día
15 de enero de 1937, fue a ver al coronel Rojo en su despacho
del Cuartel General para pedirle un galón, el que fuera. «Yo
ya no quiero ser el “responsable”; quiero ser el sargento Mera o
lo que sea; y si soy el sargento Mera no pasará lo de
hoy». Poco después recibía los distintivos de mayor
(comandante).
ARRIBA
Cuando el 16 de
marzo de 1937 se procede a la reestructuración del IV Cuerpo
de Ejército, al mando de Enrique Jurado Barrio, a Cipriano
Mera le corresponde mandar la XIV División, con las Brigadas
Mixtas 65.ª, 72.ª y 70.ª, participando en el ataque de
Brihuega, el 18 de marzo de 1937. La artillería y la
aviación republicana machacaron materialmente el pueblo. El
ataque masivo de los fusileros provocó la desbandada de la
división italiana “Fiamme Nere” mandada por el
general de brigada Guido Amerigo Coppi, que abandonó la
defensa abriendo una profunda brecha por la que Líster
infiltró sus unidades tratando de cercar a la división “Littorio”,
cuyo general Annibale Bergonzoli, apodado “Barba
Eléctrica”, huyó presa de pánico. La desbandada fue general.
Mera entraba en Brihuega sobre las siete de la tarde del
mismo día.
El IV Cuerpo de
Ejército ordenó que prosiguiera la ofensiva el día 19, con el
fin de perseguir a los fugitivos y terminar con las últimas
resistencias. Avanzaron unos veinte kilómetros sin encontrar
resistencia más que al final, con tropas españolas. Las
inmediaciones de la carretera Brihuega-Sigüenza, ofrecía un
espectáculo siniestro, con los embarrados campos sembrados de
cadáveres y abundante material motorizado, así como armas
automáticas. El triunfo obtenido en Guadalajara no sólo
desacreditó al Corpo Truppe Volontarie (CTV), sino
que sancionó la eficacia del Ejército Popular de la República.
La resonancia de dicho triunfo, tanto a nivel nacional como
internacional, fue espectacular.
El 4 de abril de
1937, por decreto del Presidente de la República, Manuel Azaña
Díaz, ascendía Mera al empleo de teniente coronel, por su
actuación en Guadalajara.
En Brunete, la XIV
División al mando de Mera actúa como fuerza de refresco, por lo
que no podía decidir una situación que era de fracaso. Mera es
presa del desaliento y sus fuerzas se retiran sin orden, aunque
sin experimentar grandes bajas.
El 7 de octubre de
1937, cuando Enrique Jurado deja el mando del IV Cuerpo, Mera es
ascendido a jefe de Cuerpo de Ejército y se hace cargo del IV.
Era la más alta graduación alcanzada por un jefe
anarcosindicalista, lo cual provocó la inquietud y la protesta
de ciertos jefes y comisarios comunistas, no siempre de acuerdo
con los procedentes de la facción ácrata.
ARRIBA
Ya ascendido a
teniente coronel, Mera emplazó su cuartel general en
Alcohete (Guadalajara), lugar cercano a la villa de Horche y
desde donde protegía todo el sector oriental de la Capital.
Juan Negrín fue a
visitarle en su puesto de mando de Alcohete, recordándole Mera
que el 6 de septiembre de 1938 le envió un informe particular
denunciándole las traiciones que venían cometiendo en las
unidades del Ejército los elementos pertenecientes al Partido
Comunista, sin haber obtenido ninguna respuesta.
«Si usted
–le dijo Mera a Negrín– sigue siendo socialista, deberá
ser el primero convencido de los propósitos que abriga el
Partido Comunista, que no son otros que apoderarse de todos
los mandos del Ejército, dar un golpe de estado y conseguir
dar al mundo la sensación de que el Partido Comunista
resistía hasta el último momento y que anarquistas,
socialistas y republicanos y demás sectores políticos eran
agentes provocadores. Si para la salvación de España es
necesario el sacrificio personal de los hombres destacados,
me pongo a su disposición, pero que pensar en la resistencia
a ultranza de nada iba a servir, porque la guerra la tenían
irremisiblemente perdida». Habló luego de la falta de
moral de combate y de los sufrimientos y el hambre de la
retaguardia, pasando a exponer tres soluciones a tomar.
La primera, ya
expuesta por Casado, era la de seleccionar ochenta mil hombres y
después de pertrechados concentrarlos en la zona sudeste,
apoyada en el río Segura.
La segunda
solución, propuesta por Mera, era establecer reservas y
depósitos en lugares estratégicos y romper los frentes por
distintos sitios con objeto de pasar a la retaguardia enemiga y
actuar al modo de guerrillas.
La tercera
proposición era que el Gobierno afrontara la responsabilidad de
parlamentar con el enemigo para terminar con la pesadilla de la
guerra y poder salvar dignamente cuantas vidas pudieran correr
riesgo después de la victoria de los sublevados.
Negrín se deshizo
en comentarios laudatorios al valor y a la abnegación del jefe
anarquista, pero no tomó determinaciones de inmediato. Éstas se
vieron, sin embargo, el 3 de marzo, cuando el Diario Oficial
del Ministerio de Defensa publicó las disposiciones en las
que se veía claramente que entregaba el Ejército Popular de la
República a los comunistas. Modesto y Cordón eran ascendidos a
generales; Líster, Barceló, Francisco Galán y Manuel Márquez, a
coroneles. Cordón pasaba a ser en el nuevo destino secretario
general de Defensa; Galán tomaba el mando de la base naval de
Cartagena; Etelvino Vega, Leocadio Mendiola e Inocencio Curto
eran nombrados comandantes militares de Alicante, Murcia y
Albacete respectivamente. Además, se disolvía el Grupo de
ejércitos y su Estado Mayor, y quedaba Negrín como ministro de
Defensa Nacional dueño del cotarro. Quedaba todo, pues, en poder
de los comunistas.
ARRIBA
Otros altos
mandos republicanos como el coronel Segismundo Casado, jefe
de los Ejércitos del Centro, no creían posible continuar la
resistencia debido a la desmoralización, la escasez de
armamento, de servicios de transporte etc. Pensaba como
tantos otros que el fracaso de la ofensiva en el Ebro y la
caída de Cataluña, amén de la actitud de Inglaterra y
Francia, que se disponían a reconocer al gobierno de Franco,
habían terminado por agotar las reservas morales del pueblo
republicano español.
A comienzos de
febrero del 1939 se habían reunido Casado, el general José
Miaja, jefe del Grupo de Ejércitos y el general Matallana su
jefe de Estado Mayor, conviniendo en que, siendo inexistente
para ellos el gobierno de Negrín, que andaba de aquí para allá
sin una sede fija y sin apenas aparato administrativo, debía
formarse una Junta de Defensa encaminada a obtener ciertas
garantías de los nacionales antes de rendirse a su ejército.
La trama
conspirativa iniciada por Casado, se había ido extendiendo a
otros jefes militares y a los grupos políticos de la región del
Centro, con excepción de los comunistas y de los socialistas
fieles a la comisión ejecutiva del partido. Esta conspiración
tiene como objetivo deponer al gobierno presidido por Negrín y
sustituirle por otro que negocie el fin de la guerra a toda
costa, confiando en las garantías que podrían ofrecer militares
profesionales y políticos moderados como Julián Besteiro. El
veterano político socialista pensaba para entonces que el único
poder legítimo que quedaba en la España republicana era el
militar. Por tanto no le costó esfuerzo ponerse de acuerdo con
Casado en la necesidad de formar un gobierno que sustituyera al
de Negrín aunque declinó presidirlo y aceptó formar parte de él
sólo al objeto de negociar el fin de las hostilidades.
Lo cierto es que
Casado en enero del 1939 había efectuado ya sus primeros
contactos con el bando franquista a través del servicio de
información de la policía militar, SIPM, con el que contactó a
través del general franquista Fernando Barrón Ortiz, amigo de
Casado, quien ya entonces le hizo llegar el mensaje de que lo
único que admitiría Franco sería una paz sin condiciones. Casado
sin embargo pensaba que esta era una declaración obligada y que
Franco cedería en algunos puntos al objeto de apresurar la
victoria final.
Al mismo tiempo que
mantenía contactos con el enemigo, Casado también servía como
punto de articulación a las diversas organizaciones y partidos
que en la zona republicana deseaban apresurar el fin de las
hostilidades a cualquier precio y mantenía conversaciones con la
CNT, especialmente con Cipriano Mera y con elementos de
Izquierda Republicana, Unión Republicana de Madrid, además de
buscar la complicidad de otros militares como el general
Martínez Cabrera o el coronel Prada.
El día 4 de marzo
de 1939, encontrándose el consejo de ministros en Elda la radio
de Madrid anunciaba que el jefe del Ejército del Centro iba a
pronunciar una alocución. Sin embargo cuando llegó la medianoche
el locutor no anunció a Casado sino a Besteiro: «Señores
radioyentes van ustedes a oír a Don Julián Besteiro, que por su
gran popularidad no precisa presentación». Con voz entrecortada
Besteiro dijo «que la República estaba decapitada tras la
dimisión del presidente Azaña y expresó así sus principales
argumentos: el gobierno del señor Negrín, falto de la asistencia
presidencial y de la asistencia de toda la cámara, a la cual
sería vano dar una apariencia de vida, carece de toda
legitimidad. Yo os pido, poniendo en esta petición todo el
énfasis de la propia responsabilidad, que en este momento grave
asistáis, como nosotros le asistimos, al poder legítimo de la
República, que transitoriamente no es otro que el poder militar».
Más tarde habló
Casado, que había sido ascendido a general pocos días antes.
Empezó dirigiéndose a los españoles de allende las trincheras,
definiéndose como militar que jamás intentó mandar a su pueblo,
sino servirle en toda ocasión, «porque entiendo que la
milicia no es cerebro de la vida pública, sino brazo nacional.
Quien os habla juró lealtad a una bandera leal y a ella sigue.
Tiene la obligación de luchar por la libertad y la independencia
de su pueblo y en defenderlo cifra su mayor orgullo».
Ofreció y pidió una paz por España, asegurando que el pueblo no
abandonaría las armas mientras no tuviera la seguridad de una
paz sin crímenes.
Así se formaba la
Junta de la paz honrosa o Consejo Nacional de Defensa. En él Besteiro que era la figura de mayor prestigio político se limitó
a tomar la consejería de Estado, Casado la de Defensa, Wenceslao
Carrillo (padre de Santiago Carrillo) la de Interior. Estos eran
los nombres más relevantes de la Junta sin olvidar a Miaja a
quien se decidió hacer presidente de la misma en lo que no era
en realidad más que un cargo puramente nominal.
La noticia del
golpe no sorprendió demasiado a Negrín quien desde hacía tiempo
sabía que Casado conspiraba contra su gobierno. Antes de dar la
partida por pérdida, pensó en hacer un último intento para que
hubiese al menos una transmisión formal de poderes. No hubo
respuesta a esta proposición pues aunque Casado estuvo pensando
en aceptar, Besteiro rechazó cualquier contacto. El último
Gobierno de la República había dejado de existir.
La alta dirección
comunista comprendió que había que asumir la situación real,
pero los jefes militares comunistas de Madrid y el comité
provincial del partido, que ignoraban la desaparición del
gobierno Negrín, respondieron con la violencia al golpe de
estado. Y una vez más, en el transcurso de la guerra de España,
se dio el caso, tan peregrino como cruel, de que los
protagonistas de una rebelión armada acusen de rebelión a
aquellos que permanecen fieles a la legalidad constituida. El
resultado fue trágico y costó cientos de víctimas hasta que se
negoció un alto el fuego el 12 de marzo de 1939 entre los
defensores del Comité de Defensa de Casado y quienes no
reconocían más legitimidad que la que se depositaba en Negrín y
su ya inexistente gobierno.
Para entonces
Casado había puesto en marcha ya su plan de paz y esperaba poder
trasladarse a zona nacional para poder negociar el fin de las
hostilidades. Pero la respuesta de Burgos llegó rotunda y
descarnada: Rendición incondicional incompatible con negociación
y presencia en zona nacional de mandos superiores enemigos.
Julián Besteiro el
ex presidente de las Cortes y socialista del mayor prestigio se
unió al golpe de Casado y permaneció en Madrid hasta ser
detenido por los nacionales.
Sin un ejército
capaz ya de funcionar, a merced de un enemigo que los
despreciaba, con una población agotada, desahuciados por las
potencias extranjeras, el Consejo aceptó finalmente la rendición
sin condiciones, apelando a la generosidad del Caudillo.
La paz honrosa se
había convertido pues en una rendición incondicional. En
Alicante embarcaron los últimos republicanos que tuvieron la
suerte de hallar plaza en alguno de los barcos que partían al
exilio, y en el puerto quedaron muchos otros para los que no
hubo oportunidad de embarcar. Todo había terminado, la República
había sido derrotada y la guerra en España tocaba a su fin.
ARRIBA
Los siguientes
fragmentos que transcribimos del libro «Guerra, exilio y
cárcel de un anarcosindicalista» de Cipriano Mera
Sanz (Ed. Ruedo Ibérico) son de una gran importancia para
conocer con gran detalle el final de la guerra civil, ya que
fueron escritos por uno de sus participantes principales.
Creación del
Consejo Nacional de Defensa
«En la mañana
del día 4 de marzo de 1939, nos reunimos en el domicilio
particular del coronel Casado –a donde habíamos enviado
previamente una compañía especial de protección– las
siguientes personas: Casado, Salgado, Val, Verardini y yo.
Estudiamos la situación creada a la luz de los nombramientos
establecidos por el doctor Negrín, decidiendo, por no haber
otra salida, responder adecuadamente. En primer lugar se
proyectó la creación de un Consejo Nacional de Defensa, en
el cual participarían hombres de todas las organizaciones
sindicales y políticas coincidentes en el propósito de
acabar con las trapisondas negrinistas y la hegemonía
comunista. Al pensar en los nombres de los posibles
participantes, Casado adelantó el de Julián Besteiro,
ofreciéndose para hablar personalmente con él. Luego fueron
retenidos los siguientes: Wenceslao Carrillo, de la UGT;
Eduardo Val y González Marín, de la CNT; del Río, de
Izquierda Republicana y San Andrés, de Unión Republicana. Se
propuso como sin partido al coronel Casado, y para la
presidencia al general Miaja. Alguien tuvo la idea de
ofrecer un puesto a Jesús Hernández, ex ministro comunista,
pero el desatino no prosperó.
Era cosa de
obrar rápidamente, a ser posible antes de las cuarenta y
ocho horas, pues se tenían noticias de que Negrín y el
Partido Comunista intentarían un golpe de fuerza el día 6 o
en la madrugada del 7. La situación estaba clara: en torno
nuestro se encontraban la UGT y los partidos políticos,
exceptuado el comunista; en frente, Negrín no representaba
ya a nadie, salvo a sí mismo, contando con el solo sostén de
los secuaces de Stalin, los cuales más que secundarlo lo que
hacían era servirse de él para ultimar sus manejos
hegemónicos. En estas condiciones, nos sentíamos realmente
libres de obrar. Había que llenar, pues, el vacío creado.
El día 5, de
madrugada, recibí una llamada telefónica del coronel Casado:
me dijo que debía estar a las ocho, junto con Verardini,
jefe de mi Estado Mayor, en su puesto de mando.
Cuando nos
presentamos allí, le encontramos en compañía de Eduardo Val.
Tras los saludos habituales, Casado me dijo:
–El motivo
de haberos llamado, amigo Mera, es que hoy, a las diez
de la noche, haremos pública la constitución del Consejo
Nacional de Defensa. Previamente hay que ultimar varios
extremos. La 70 Brigada, por ser de absoluta confianza,
deberá ocupar los puntos estratégicos de la capital:
Ministerio de la Guerra, Ministerio de Gobernación,
Banco de España, Dirección general de Seguridad, etc.
Una de las compañías de sus batallones, bien equipada en
armas automáticas, se situará en el Ministerio de
Hacienda, para que sirva de escolta a nuestro Consejo
Nacional. El movimiento de la 70 Brigada se hará con
transportes de confianza, salvando los controles de
Alcalá de Henares, que es donde tiene su base la
Agrupación de Guerrilleros, en manos como sabes de los
comunistas. Pondrás a Bernabé López, jefe de esa
brigada, a las órdenes directas del Estado Mayor del
Ejército del Centro. Por último, entregarás
provisionalmente el mando del IV Cuerpo de Ejército a
uno de tus jefes de división de mayor confianza. Tu
presencia, amigo Mera, es necesaria aquí, al lado del
Consejo Nacional de Defensa, por dos motivos: el primero
es que, una vez dé a conocer la creación del Consejo por
Unión Radio, tú debes de hablar también; el segundo,
porque considero que eres el más llamado, llegado el
momento oportuno, a hacerte cargo del mando del Ejército
del Centro, reemplazándome a mí, ya que he de asumir
otras tareas. Es cuanto tengo que decirte y ahora Val
quiere, por lo visto, decirte unas palabras.
–Perdona,
Casado, con tu permiso quiero antes resolver lo más
importante.
Me dirigí a
Verardini diciéndole que se pusiera inmediatamente de
acuerdo con el Estado Mayor del Ejército del Centro para
ultimar los detalles y al mismo tiempo comunicar al jefe de
la 14 División y al de la 70 Brigada que se presentaran en
nuestro puesto de mando de Alcohete.
Val me dijo:
–Encárgate de redactar tu intervención por radio de esta
noche. Es necesario que tu voz sea oída por Unión Radio,
como ya te lo ha señalado Casado. Y aunque considero que no
es necesario advertírtelo procura asegurar tu sector, tanto
en el frente como en la retaguardia, para que no se produzca
ninguna sorpresa.
–De
acuerdo, Val. Estad seguros de que en el IV Cuerpo de
Ejército no habrá sorpresas.
Nos despedimos
y antes de mediodía regresé con Verardini a Alcohete, donde
nos esperaban los jefes de la 14 División y de la 70
Brigada, Rafael Gutiérrez y Bernabé López, respectivamente.
Les informé de la conversación que había tenido con el
coronel Casado, en presencia del compañero Val y a
continuación estudiamos la manera de transportar a Madrid a
la 70 Brigada y de equipar con armas automáticas a la
compañía que debería montar la guardia en el Ministerio de
Hacienda. La cuestión más peliaguda que se nos planteaba era
salvar el control de Alcalá de Henares y no despertar la
curiosidad de las fuerzas estacionadas allí, todas bajo
mando comunista. Terminada ésta reunión, cada uno de
nosotros se dedicó a cumplir con su correspondiente misión.
A partir de las
doce, me reuní por separado con los mandos de las Divisiones
12, 14 y 33, así como con los jefes de las Brigadas 65, 71 y
98, unidades pertenecientes a la 17 División mandada por el
comunista Quinito Valverde. Acto seguido lo hice con todo el
Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército, al que también
comuniqué mi entrevista con el coronel Casado y las
disposiciones adoptadas. Les señalé que durante mi ausencia,
el Cuerpo de Ejército quedaría al mando de Liberino
González, que era el jefe de la 12 División, decisión que
fue acogida con agrado por todos. Igualmente designé al
comandante Esteller para que reemplazara a Verardini al
frente del Estado Mayor.
Mi entrevista
con Liberino fue más franca. Le di cuenta de todo lo
decidido con el coronel Casado, anunciándole también de que
por la noche se proclamaría públicamente la constitución del
Consejo Nacional de Defensa, que substituiría al llamado
gobierno Negrín. Le comuniqué la composición del mismo, y
por último le expliqué las razones por las cuales había
decidido que fuere él mi reemplazante al mando del IV Cuerpo
de Ejército. Añadí:
–Estaré
aquí hasta cerca de las nueve de la noche, de manera que
tengas tiempo para informar a los mandos de confianza y
puedas entregar la 12 División a alguien de quien puedas
responder. ¿Tienes algo que objetar, algo que
manifestarme?
–No, en
absoluto.
–Entonces,
de acuerdo. ¡Ah!, otra cosa que cabe hacer: para evitar
cualquier sorpresa por parte de los comunistas, hay que
convocar por escrito al gobernador civil, Cazorla, y al
secretario provincial del Partido Comunista, los cuales
sabrán ya por sus propios conductos lo que sucede. Pero
es igual; vendrán a la cita. La hora de la misma será
las nueve de la noche. Como yo estaré en Madrid, tú les
dirás que me aguarden. Entre tanto, oirán por la radio
la creación del Consejo. Pero no los dejes partir.
Procura no
emplear la violencia; de esta manera no nos crearán
problemas en la retaguardia. Igualmente hay que lograr que
el jefe de la 17 División quede aislado en su puesto de
mando. Ya me encargaré yo de informar a los jefes de sus
tres brigadas, recalcándoles que solamente tendrán que
obedecerte a ti. ¿De acuerdo, Liberino? ¿Qué te parece el
plan?
–Muy bien,
Mera, muy bien.
Al jefe de la
33 División, José Luzón, que se había hecho cargo de la
misma provisionalmente, le informé en líneas generales de lo
que preparábamos, ya que conocía lo fundamental. Le
recomendé hablara con los mandos de sus tres brigadas y
demás jefes de confianza, para ponerles al corriente de lo
que se avecinaba, y le comuniqué que me reemplazaría
Liberino González. Asimismo estuvo de acuerdo en todo.
Me entrevisté a
continuación con el comandante Rubio, que mandaba la 71
Brigada. Como era socialista, le suponía enterado más o
menos de lo que pasaba. De todas las maneras amplié la
información. Le planteé el caso de la 17 División, de la
cual él dependía. Me respondió:
–A este
respecto puedes ir te tranquilo, Mera. Quinito Valverde
no intentará inmiscuirse en mi Brigada y si lo intenta,
peor para él. Lo que hace falta es que el nuevo Consejo
acierte, que es lo que más nos interesa a todos.
Me reuní luego
con Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, el cual me
informó del movimiento hacia Madrid de la 70 Brigada.
Resulta algo lento porque se ven obligados a evitar el
control de Alcalá de Henares, pero creo que llegará a
tiempo.
Le señalé que
quedaría a las órdenes de Liberino González, mi
reemplazante, con la esperanza de que le sería tan leal como
lo fue siempre respecto a mí:
–Descuida,
Mera; Liberino me tendrá a su entera disposición.
–Muy bien,
Gutiérrez. Como ya se hace tarde, te ruego te desplaces
a la 98 Brigada e informes al compañero Pedraza de lo
que va a suceder esta noche y que sólo debe obedecer a
Liberino.
–Lo haré
ahora mismo, para no perder un solo instante.
Nos quedamos en
mi despacho Verardini y yo, para redactar mi intervención
por radio de esta noche. A las ocho, como convenido, se
presentó Liberino González. Telefoneé entonces a Cazorla,
citándole para las nueve en compañía del secretario
provincial de su partido. Me prometió venir a verme a la
hora señalada.
Inmediatamente
partimos Verardini y yo para Madrid. A las nueve, un poco
pasadas, llegamos al Ministerio de Hacienda. Allí estaba
Casado con los que habrían de componer el Consejo Nacional
de Defensa. Les di cuenta de las medidas adoptadas en el IV
Cuerpo de Ejército y pregunté a Casado:
–¿Qué
medidas has tomado con los otros tres Cuerpos?
–Ninguna
–me contesta–, ya que lo haré después de la declaración
de la constitución del Consejo.
–Me parece,
amigo Casado, que tendrás sorpresas. Esas medidas hay
que adoptarlas antes y no después, creo yo.
Quedó cortado
por ambos el breve diálogo. Llegada ya a Madrid la tan
esperada 70 Brigada, se decidió hacer pública la creación
del Consejo. Nos adelantamos hacia los micrófonos de Unión
Radio los designados para hablar. Besteiro, abandonó su
prolongado silencio para especificar los motivos de nuestra
decisión, recalcando que el grupo de Negrín no contaba con
la menor base legal, denunciando sus veladuras a la verdad,
sus propuestas capciosas, su fanatismo partidista y su
sumisión a órdenes extrañas. El coronel Casado se dirigió,
sobre todo, a los españoles de la otra zona, la dominada por
el franquismo, para aclararles el verdadero sentido de
nuestra guerra y pedirles su colaboración para el
establecimiento de una paz sin represalias ni odios, que
asegure la independencia de España. Por mi parte, manifesté
que la pérdida de Cataluña me había resultado, además de
dolorosa, inexplicable, hasta que tuve el convencimiento de
que había sido precedida por la traición de unos hombres
dispuestos a vender la sangre generosa del pueblo español.
Finalmente, el republicano San Andrés leyó el manifiesto del
Consejo Nacional de Defensa, en el que se puntualizaban los
motivos de nuestra decisión, derivada de la necesidad de
acabar con la conducta suicida de un puñado de hombres que
continuaba titulándose gobierno, pero en los que nadie creía
ni confiaba.
La sublevación
comunista
Después de
finalizadas nuestras intervenciones a través de Unión Radio
el coronel Casado tanteó por teléfono a los jefes de los
otros tres Cuerpos de Ejército, los coroneles Barceló, Bueno
y Ortega. Asimismo conversó por teléfono con Negrín, Hidalgo
de Cisneros y el coronel Camacho, que habían escuchado el
manifiesto del Consejo radiado al país. El doctor Negrín
proponía llegar a un arreglo; Hidalgo de Cisneros también
trataba de mostrarse conciliador; solo Camacho se puso a
disposición incondicional del Consejo de Defensa.
La situación no
era nada favorable. Los jefes del I, II y III Cuerpos de
Ejército tergiversaban, sin duda en espera de órdenes
concretas del Partido Comunista. Los blindados, guardias de
Asalto y Aviación estacionados en el Centro estaban en su
mayor parte en manos de los comunistas. También lo estaba la
Agrupación de Guerrilleros estacionada en Alcalá de Henares,
es decir, a las puertas de Madrid. En realidad, únicamente
contábamos con nuestro IV Cuerpo de Ejército, puesto que si
bien los jefes de los Ejércitos de Levante, Extremadura y
Andalucía se habían puesto del lado del Consejo, se hallaban
lejos y contaban en su seno con bastantes mandos sometidos
al Partido Comunista. Comenzaban, pues las sorpresas que yo
le había anunciado al coronel Casado, que pecaba de un
optimismo excesivo. Fue evidente error, como pudo verse en
seguida, no haber tomado con tiempo las medidas necesarias.
Ahora habría que apechugar con unos obstáculos en los cuales
no se había pensado. El coronel Casado se equivocó al
considerar que jugaría la solidaridad entre militares
profesionales; no había contado con los efectos de la labor
de zapa que los comunistas habían llevado pacientemente a
cabo entre los jefes militares.
En la madrugada
del día 6 de marzo se sublevaron contra el Consejo de
Defensa como si dieran la señal, las Divisiones 7 y 8, así
como la 42 Brigada mixta unidades dependientes del II Cuerpo
de Ejército. Inmediatamente, el coronel Barceló, jefe del I
Cuerpo estacionado en el frente de la Sierra se proclamó por
sí y ante sí jefe del Ejército del Centro, al mismo tiempo
que anunciaba su marcha sobre Madrid sacando fuerzas de las
propias trincheras. La 42 Brigada, sin hallar el menor
obstáculo, ocupó Fuencarral, Tetuán de las Victorias, Cuatro
Caminos y, pasando por la calle de Ríos Rosas, los Nuevos
Ministerios situados en la cabecera del Paseo de la
Castellana. También se nos informó que se habían sublevado
la Agrupación de Guerrilleros y la base de tanques en Alcalá
de Henares.
Las fuerzas de
guerrilleros, protegidas por tanques, tomaron el pueblo de
Torrejón, donde se encontraba la 5 Brigada de Carabineros
con tres de sus batallones, los cuales se pusieron a
disposición de los sublevados. (El otro batallón de
Carabineros se hallaba, junto con dos batallones más de
nuestra 70 Brigada, protegiendo el Estado Mayor del Ejército
del Centro.) Luego, avanzaron por la carretera general
Madrid-Zaragoza, llegando hasta el puente de San Fernando,
sobre el Jarama. Esta era la situación hacia las cinco de la
tarde, hora a la cual el coronel Casado me pidió que fuese
con Verardini al puesto de mando (Posición Jaca) del Estado
Mayor, al objeto de ayudar al coronel Otero que se
encontraba algo indispuesto. Serían las seis cuando nos
pusimos a las órdenes de Otero, el cual nos informó que
había mantenido una conversación con las fuerzas
guerrilleras, las cuales le afirmaron no querer enfrentarse
con las del Consejo. Nos dijo también que los guerrilleros
le expusieron sus deseos de parlamentar con el coronel
Casado, y como éste exigiera que primero depusieran las
armas, los mandos de los guerrilleros pidieron un plazo de
dos horas para dar una respuesta, plazo que les fue
concedido.
Una vez
informado, en presencia de todo el Estado Mayor, le dije al
coronel Otero:
–Mi
coronel, los guerrilleros han pedido ese plazo para
ganar tiempo y poder ocupar este puesto de mando.
–No lo
creo, Mera.
–Pues yo
sí, y sin perder un instante me puse en comunicación con
mi IV Cuerpo:
–¿Quién
está al aparato? Soy Mera.
–Aquí el
comandante Esteller, a tus órdenes.
–¿Dónde
está Liberino?
–Ahora
llega; te lo paso.
–Soy
Liberino. ¿Qué deseas?
–Mira, hace
media hora que estoy en la Posición Jaca, donde el
coronel Otero me ha dicho que los guerrilleros pidieron
y obtuvieron de Casado un plazo de dos horas, para
decidir su posición. ¿Dónde se encuentra a estas horas
la 14 División?
–Pues en
las proximidades de Alcalá de Henares, pero han hecho un
alto por orden del coronel Casado. Me parece que esto es
dar facilidades a los «chinos».
–De
acuerdo, Liberino. Mira, cumple lo que Casado te ha
ordenado; pero dedica ese tiempo a acumular todas tus
reservas en las inmediaciones de Alcalá de Henares y
dile a Esteller que refuerce al máximo la agrupación de
Artillería para que sirva de apoyo a nuestras fuerzas.
Debes actuar con rapidez, ya que la situación sin ser
crítica tampoco es halagüeña.
–No te
preocupes, Mera, que llegado el momento daremos a los
«chinos» el repaso que merecen.
Pasadas las dos
horas comprobamos que las comunicaciones habían sido
cortadas por los guerrilleros, lo cual nos impedía la
relación con el IV Cuerpo. El coronel Otero se lo notificó a
Casado. En este estado un poco nervioso, por no saber lo que
acontecía con nuestras fuerzas en Alcalá de Henares,
entramos en el día 7 y nos dieron las cuatro de la
madrugada.
A esa hora,
hallándonos reunidos Verardini y yo con los coroneles Otero,
Pérez Gazolo y Fernández Urbano, el teniente coronel Villal,
el capitán Artemio García y los tenientes Dalda y Corella,
nos comunicaron que el batallón de Carabineros de la 5
Brigada, que ocupaba la parte noroeste de la Posición Jaca,
donde nos encontrábamos, nos había traicionado y se había
pasado a la Agrupación de Guerrilleros; los otros dos
batallones de la 70 Brigada se defendían bien, pero estaban
rodeados por los sublevados. La situación del Estado Mayor
del Ejército del Centro se complicaba con el peligro de ser
ocupado por los comunistas. El coronel Otero me pidió que
comprobara esa información. Salí acompañado de Verardini,
Villal, García y Corella, y, en efecto, era cierta la
amenaza que corría el Estado Mayor. Encargué, pues, a Villal
y a Corella que fuesen en seguida a notificar a sus
compañeros la necesidad de evacuar el puesto de mando
inmediatamente. Como pasaban unos minutos preciosos y no
regresaban, me fui yo mismo al puesto de mando y dije a los
presentes:
–Vengan
conmigo. Aquí ya no hay nada que hacer y dentro de cinco
minutos los comunistas se habrán apoderado de las
oficinas.
–Sí –me
contestan– ahora vamos.
Aguardamos unos
instantes y el único que se nos incorporó fue el teniente
Corella, el cual tuvo que abrirse camino a tiros, resultando
herido en un brazo aunque de poca gravedad.
El citado
Corella, Verardini, Artemio García, Dalda y yo, nos fuimos a
uña de caballo. Mientras los tanques y fuerzas guerrilleras
avanzaban sobre Canillejas, nosotros, a campo traviesa,
pudimos llegar hasta donde estaban los servicios de
Transportes del Ejército del Centro, mandados por cierto por
un comandante llamado Salinero, también comunista. Desde
allí me puse en comunicación telefónica con Casado, al que
informé de la situación, refiriéndole lo ocurrido en la
Posición Jaca. Con gran asombro por mi parte, Casado me
respondió:
–En Jaca no
ocurre nada, Mera. Debes ir allí.
–Escúchame,
Casado: ¿te has informado bien?
–Claro que
sí.
–Bien,
salgo ahora para Jaca, pero has de saber que te han
informado mal y que ese puesto de mando está en manos de
los comunistas.
Di por
terminada la conversación. Ordené a Salinero pusiera a mi
disposición un coche, cosa que hizo. Y sin dar la menor
explicación a los que me acompañaban, salimos todos hacia la
Posición Jaca. Les advertí, sin embargo, que debían estar
alerta, pues íbamos a tropezar con los comunistas. Medio
kilómetro más adelante nos cruzamos con dos tanques y luego
a unos doscientos guerrilleros; detrás vimos un batallón de
Carabineros. Avanzaban hacia a Madrid. Cuando llegamos a la
altura de los carabineros ordené a nuestro chofer que diese
la vuelta al coche y parara, dejando el motor en marcha.
Descendimos Verardini y yo, preguntando a la tropa:
–¿Sois
vosotros los que habéis ocupado el puesto de mando del
Estado Mayor?
–Sí.
–Pues
adelante, muchachos; pronto llegaréis a Madrid.
Subimos
nuevamente al coche mostrando la mayor tranquilidad y
arrancamos hacia la capital, cruzando otra vez a los
guerrilleros y a los dos tanques. Una vez en el Ministerio
de Hacienda, di cuenta al coronel Casado de lo acontecido.
Sólo me respondió:
–Muy bien,
Mera. Celebro tu llegada pues eres necesario aquí en
estos momentos. Hoy es uno de los días más difíciles
para nosotros. Si, como espero, los comunistas faltan de
decisión, tendremos tiempo para rehacernos y preparar la
contraofensiva contra ellos.
En el
Ministerio de Hacienda reinaba un clima bastante enrarecido,
debido al error cometido por el coronel Casado al no
destituir a su debido tiempo a los tres jefes de Cuerpo de
Ejército sometidos a los comunistas. La creación del Consejo
había resultado fácil, pero su mantenimiento ya no lo era
tanto. No faltaban, pues, los carentes de ánimos para
continuar la lucha.
Julián Besteiro,
enfermo, se encontraba acostado en un camastro en los
sótanos del Ministerio de Hacienda. Consideramos natural
ofrecernos para conducirle a su domicilio, donde estaría más
cómodo y mejor atendido. Pero se negó, diciéndonos:
–Me he
comprometido a cumplir una misión con el Consejo y la
cumpliré hasta los últimos instantes.
El general
Miaja, por su parte, presidente del Consejo, se disponía a
visitar algunos frentes de Madrid, para estimular a nuestras
tropas en favor de dicho Consejo. El general Matallana, que
días antes había sido detenido en Elda (Alicante) por orden
de Negrín y puesto luego en libertad merced a las amenazas
del coronel Casado, quería acompañar a Miaja. Le convencimos
que no lo hiciera y se quedara con nosotros.
Las
comunicaciones telefónicas no funcionaban con regularidad,
lo cual nos producía bastantes trastornos. Consulté con
Casado, proponiéndole irme al Ministerio de Marina, donde
estaban las comunicaciones del SIM, y sabía que funcionaban
normalmente. Se mostró de acuerdo y me dirigí al Ministerio
de Marina, acompañado de Artemio García. El jefe del SIM,
Ángel Pedrero, puso a mi disposición todos sus servicios de
comunicaciones. Gracias a ellos logré en seguida entrar en
relación con Liberino González, el cual me dio cuenta de la
situación del IV Cuerpo. Yo le dije:
–Escúchame,
Liberino. Da las oportunas órdenes para movilizar
nuestras fuerzas de reserva y hacerlas venir a Madrid
sin perder un instante, salvando todos los obstáculos.
Reúnelas y ponlas al mando de Gutiérrez y de Luzón para
venir a ayudarnos, pero no saques un solo hombre de las
primeras líneas de fuego.
Dos horas
después, Liberino me telefoneó para anunciarme que se habían
apoderado de Alcalá de Henares y que se encontraban en el
Puente de San Fernando, sobre el Tajuña, de nuevo parados
por orden de Casado. Telefoneé a éste para pedirle
aclaraciones y me dijo que se había hecho a petición del
coronel Ortega, pero que ya había dado órdenes de continuar
el avance sobre Madrid.
Esta misma
noche me puse en relación con todos los Ateneos libertarios
de Madrid, diseminados por las distintas barriadas, en los
cuales se hallaban fuerzas de la 70 Brigada. Les recomendé
mucha vigilancia. Lo mismo hice con las tropas de esa
brigada que defendían el Palacio de Comunicaciones, el Banco
de España y el Ministerio de la Guerra, las cuales se vieron
obligadas a defenderse de cuatro o cinco ataques de los
rebeldes, a los que lograron inutilizar varios tanques,
teniendo los comunistas que replegarse a las construcciones
de los Nuevos Ministerios. El Ministerio de Marina estaba
bien defendido por la gente del SIM, al mando de Pedrero.
El día 8
comenzó en la misma situación de incertidumbre del anterior.
Pero, por mi parte, tenía plena confianza en los mandos de
mis unidades. Hacia las ocho de la mañana, me informó
Esteller que el Puente de San Fernando estaba en nuestras
manos, habiendo cogido prisioneros a unos quinientos
carabineros; también me dijo que ya se encontraban a la
vista de la Alameda de Osuna, que es donde estaba la llamada
Posición Jaca. Les señalé que prestasen atención a su flanco
derecho, por donde podían llegar los del I Cuerpo de
Ejército mandados por Barceló. A las nueve y media fue
Liberino González quien me anunció que la Posición Jaca
había caído en nuestro poder y que pronto ocuparíamos
Barajas, habiéndose rendido ya de cuatro o cinco mil
hombres. Les ordené que continuaran el avance a marchas
forzadas, dejando atrás Canillejas por no haber allí fuerza
alguna. También les advertí que los ataques podrían ser más
duros al día siguiente, pues, tropezaríamos con las mejores
unidades comunistas.
La situación,
pues, iba mejorando lentamente en nuestro favor, y si bien
la lucha debía tomar mayor violencia en Madrid en los días
próximos, ya no nos encontraremos solos o casi solos, como
ocurrió el primer día de la sublevación comunista. Gracias
al coronel Gascón contamos con apoyo de la Aviación; también
se ha formado una unidad republicana al mando del coronel
Armando Álvarez, integrada por fuerzas heterogéneas, que se
encargará de la lucha en las calles de la capital, y sobre
todo, ya se aproximan las tropas mandadas por Liberino
González, en que pongo todas mis esperanzas. Por otra parte,
los sublevados habían sufrido un rudo golpe al conocer la
noticia de la huida a Francia de Negrín y de los principales
dirigentes comunistas, entre los cuales figuraba la
Pasionaria, que tanto eco tuvo con aquello de «más vale
morir de pie que vivir de rodillas», pero que a la hora de
la verdad eligió tranquilamente una tercera solución:
largarse en avión. Esa fuga vergonzosa fue el punto final de
su cacareada resistencia.
El día 9 las
fuerzas de Liberino y de Luzón ocuparon Barajas y el
aeródromo. Pero se tropezó con la oposición de los
sublevados en Ciudad Real. Continuó el doble juego de las
discusiones y de los aplazamientos, lo cual nada informé a
la columna del IV Cuerpo. Al contrario, le insté a que
aceleraran aún más su avance hacia la capital, sin perder un
solo instante en paros o descansos. Luego, en el Ministerio
de Hacienda, cambié impresiones con el coronel Casado,
comunicándole la situación de nuestra columna e
insistiéndole en que no había que perder el tiempo en
parlamentar. ¡O con nosotros o contra nosotros! Casado me
aseguró que se había conseguido paralizar a los sublevados
en el interior de Madrid. Con esta impresión optimista
regresé a mi puesto de mando, en el Ministerio de Marina.
A las seis de
la mañana del día 10 me comunicaron que El Cubillo y la
parte norte de Guadalajara estaban totalmente asegurados,
desapareciendo el temor de que los sublevados del I Cuerpo
de Ejército, partiendo de su base en Torrelaguna, pudieran
meternos una cuña por esa zona. Seguidamente di orden a
nuestra columna de ocupar con la mayor rapidez posible
Canillas, Hortaleza y Ciudad Lineal, para caer luego sobre
Fuencarral. Durante las operaciones fue gravemente herido el
comisario de 12 División, Asensio, de filiación socialista,
uno de los mejores elementos del IV Cuerpo; murió poco
después, con gran pesar de cuantos lo tratamos. A las diez
de la noche todos los objetivos, salvo Fuencarral, fueron
alcanzados, haciéndose unos seis mil prisioneros. Una
compañía llegó incluso hasta la plaza Manuel Becerra,
ocupando toda la barriada a la una de la madrugada, hora en
que se detuvo el avance.
La situación
comenzaba a cambiar radicalmente a nuestro favor. Se rindió
el cuartel general del II Cuerpo de Ejército, que mandaba el
coronel Ortega. Este, una vez más, se ofreció como mediador,
afirmando que el resto de las fuerzas sublevadas se
rendirían igualmente en cuanto se garantizase la vida de sus
jefes y se ofreciera un puesto en el Consejo Defensa al
Partido Comunista. ¡Casi nada! Todo cuanto podía
ofrecérseles era no llevar a cabo represalias, salvo en lo
concerniente a los responsables del fusilamiento de los
coroneles José Otero, Arnaldo Fernández Urbano y José Pérez
Gazolo, aprehendidos por los sublevados en el puesto de
mando del Estado Mayor del Ejército del Centro, que no
habían evacuado no obstante mis reiteradas advertencias.
El día 11, a la
una y media, recibí la comunicación de haber sido ocupado
Fuencarral, que defendía una Brigada mixta comunista, la
cual se retiró en dirección a El Pardo. Nuestra 83 Brigada,
que se había traído precipitadamente de Levante, tenía que
entrar en el centro de Madrid por El Retiro y las Ventas,
pero se le dio orden de ir a la plaza Manuel Becerra, donde
ya teníamos un batallón de la 35 Brigada. Ante estos
refuerzos, los adversarios de aquel sector emprendieron la
huída.
En cambio, en
Fuencarral, los comunistas que habían sacado la noche
anterior del frente a la 99 Brigada lograron apoderarse
nuevamente del pueblo y hacer prisionero a uno de nuestros
batallones. Las fuerzas al mando de Liberino González
concentraron allí sus esfuerzos, consiguiendo recuperar
Fuencarral tras previa preparación artillera. Los
sublevados, completamente desmoralizados, huyeron unos hacia
la Sierra, volando a su paso el puente de la carretera de
Burgos, y otros buscaron refugio en los Nuevos Ministerios,
al final de la Castellana. Hacia ahí convergieron nuestras
fuerzas. Se defendieron los sublevados con ametralladoras
desde todos los huecos de los edificios, pero el tiro
directo de nuestra artillería les obligó a rendirse. Al
finalizar la operación, quedaron en nuestro poder cerca de
veinte mil prisioneros, varios tanques, tanquetas, piezas de
artillería y antitanques. El resto de la jornada se empleó
en acabar los focos de resistencia.
Durante todos
estos días, permanecí en el Ministerio de Marina, en
compañía de Ángel Pedrero, jefe del SIM, gracias al cual
pude relacionarme con el IV Cuerpo de Ejército en los
momentos críticos en que nos encontramos sin medios de
comunicación telefónica, y preparar así la marcha sobre
Madrid de sus fuerzas. El Ministerio de Marina, atacado
repetidas veces, incluso con morteros del 81, fue defendido
exclusivamente por el SIM. Junto conmigo permanecieron mis
dos enlaces, y los únicos miembros del IV Cuerpo que nos
encontramos allí fuimos nosotros tres.
El 12 de marzo,
ya totalmente vencida la sublevación, consideré que mi
misión en Madrid quedaba cumplida. Pedí al coronel Casado la
autorización de reintegrarme a mi puesto de mando del IV
Cuerpo, en Guadalajara, cosa que hice al mediodía. Acto
seguido di las oportunas órdenes para que en las próximas
veinticuatro horas se reintegraran a sus bases todas las
fuerzas pertenecientes a nuestro IV Cuerpo que habían sido
trasladadas a Madrid. Había que actuar con rapidez, pues el
frente que ocupábamos podía ser atacado de un momento a otro
por las tropas franquistas. En los días anteriores, el
enemigo permaneció a la expectativa, esperando que la
sublevación comunista, provocando la matanza entre los
propios antifascistas, les entregara Madrid en bandeja. No
cabe, pues, negar que la intentona de los comunistas
impidiera al Consejo Nacional de Defensa negociar con el
enemigo en condiciones ventajosas o en todo caso menos
precarias.
En la tarde del
mismo día 22 fui llamado por el coronel Casado a su puesto
en el Ministerio de Hacienda. Al presentarme ante él, me
manifestó que me iban a ascender a coronel. Mi sorpresa fue
tan grande como mi desagrado. Así se lo dije, sin tapujo
alguno:
–El mayor
mal que me puedes hacer es ése, por dos motivos
capitales: primeramente, la de estos días no puede
considerarse como una operación frente al enemigo; en
segundo lugar, la guerra toca a su fin y resulta de mal
gusto, a estas alturas, ascender a nadie, sobre todo a
mí.
Este pequeño
incidente tuvo lugar en presencia de mis compañeros Eduardo
Val y González Marín. Casado se apresuró a decir que, ante
mi actitud, tal ascenso no tendría lugar, por lo que podía
irme tranquilo.
A decir verdad
no me fui nada tranquilo, sino más bien disgustado. Me
pregunté una y mil veces qué mosca le había picado al
coronel Casado, qué era lo que se proponía si en realidad se
proponía algo, cosa que yo no atisbaba a comprender. En todo
caso se me antojaba propósito de mal gusto. Llegué a
preguntarme si Casado no se proponía atarme a su persona
mediante el agradecimiento. Me conocía mal, me dije.
El 13, a las
nueve de la mañana, celebré una reunión con todos los
miembros del Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército. Quedó
comprobado que ya se habían incorporado todas nuestras
unidades a sus bases respectivas, salvo la 70 Brigada que
permanecía a disposición del Ejército del Centro y de un
batallón de la 35 Brigada que debía regresar al día
siguiente. El jefe de los servicios de Información nos
comunicó que el enemigo concentraba fuerzas en su
retaguardia, lo cual nos imponía acrecentar nuestra
vigilancia. El jefe de Intendencia nos informó a su vez que
el IV Cuerpo contaba con abastecimientos para diez días, por
lo que le recomendé que se hiciese cargo de todas las
granjas dependientes del Cuerpo de Ejército para asegurar el
suministro de las tropas. El jefe de Sanidad afirmó poder
cubrir las necesidades con el material de que disponían; en
fin, el de Ingenieros no suscitó problema particular alguno.
A la una se
presentaban en nuestro Cuartel General el recién nombrado
Jefe del Ejército del Centro, coronel de Infantería Manuel
Prada, acompañado del comisario del mismo, a quienes di
cuenta de la situación del IV Cuerpo. Más tarde nos
encerramos en mi despacho a conversar, y el coronel Prada
con aires de resignación, me dijo:
–Parece que
estoy condenado a hacerme cargo de puestos de
responsabilidad máxima cuando todo está ya perdido. Eso
me ocurrió en el Norte y es lo que me toca ahora en el
Centro...
Los últimos
momentos
En la mañana
del 26 de marzo de 1939 conversé en mi oficina con Esteller
respecto a la evacuación de Madrid de nuestras familias
respectivas. Me dijo que por la noche o al día siguiente de
madrugada saldrían todos para Lorca. No podíamos hacer menos
por los nuestros, que habían aguantado toda la guerra en
Madrid en las pésimas condiciones de la mayor parte del
vecindario. Más tarde se fueron presentando separadamente
los jefes de las divisiones, con los que iba cambiando
impresiones sobre la situación reinante, cada vez más
confusa por no recibir la menor información del Consejo.
Hablé luego con el capitán de la compañía que montaba la
guardia en nuestro Cuartel General, el cual me aseguró que
su gente era de toda confianza. A las cinco fui llamado por
el jefe del Ejército del Centro, coronel Prada, anunciándome
haber convocado a todos los jefes del Cuerpo.
Me dirigí en
seguida a Madrid. Una vez todos reunidos, Prada manifestó
que, según sus informes las fuerzas del II Cuerpo que ocupan
el sector de la Bombilla fraternizaban abiertamente con las
del enemigo: fumaban juntos e intercambiaban cosas los
soldados de uno y otro bando. El coronel temía que la
propagación de estos hechos acarreara el derrumbamiento del
frente. El jefe del II Cuerpo, teniente coronel Zulueta,
trató de justificar la situación y quitarle importancia,
afirmando que esas mismas fuerzas nuestras que fraternizaban
con el enemigo obedecerían las órdenes que recibieran. Se
estableció un diálogo entre ambos jefes, y los demás
guardamos silencio. Por fin intervine yo para decir.
–Mi
coronel: si esto es el principio, ¿cómo será el final?
Prada no
respondió a mi pregunta, pero insistió cerca del teniente
coronel Zulueta para que pusiera el mejor empeño en terminar
de una vez con esa fraternización.
Me marché luego
a la calle Serrano para entrevistarme con el Comité de
Defensa de la CNT. Allí encontré a los compañeros Val,
González Marín, Salgado y García Pradas. Hablamos e incluso
discutimos un momento con calor respecto a la situación y el
desenlace que podía tener. Les puse al corriente de la
retirada que había de comenzar al día siguiente por la
noche. Val me pidió que siguiera de cerca el repliegue de la
33 División y le informase una vez finalizado. Le contesté
que tal era mi intención y que por eso le había ido a ver.
Me despedí de todos ellos y regresé a mi Cuartel General.
Inicié la
jornada capital del 27 poniéndome en comunicación telefónica
con los jefes de las divisiones y algunos de las brigadas,
para conocer la situación exacta en los sectores que
ocupaban. A las once de la mañana, acompañado de Verardini y
del jefe de la 33 División –la primera que debía evacuar–
salí para Madrid. En el Ministerio de Hacienda me entrevisté
con el coronel Casado, al cual hice conocer el proyecto
establecido para el repliegue de las unidades de la citada
división. Casado expresó su acuerdo y me dijo que lo pasara
al jefe del Ejército del Centro para que lo convirtiese en
orden. Así hice. El coronel Prada lo leyó, añadió algunas
observaciones y dispuso que el proyecto fuera transformado
por el Estado Mayor en orden de repliegue. Noté que
abundaban por allí los mandos y comisarios, todos los cuales
se movían de un lado para otro de manera algo autómata, como
si su pensamiento estuviera en otra parte. También se veían
no pocas caras pálidas, desencajadas. Daban una triste
impresión de hombres derrotados.
Cuando la orden
estuvo lista, tanto a Casado como a Prada, les manifesté mi
propósito de permanecer en la 33 División hasta que quedase
cumplida la evacuación. Casado opuso algunos reparos a que
yo hiciese eso, pero al final accedió. Debo dejar constancia
igualmente de una conversación sostenida, en presencia de
Casado, con Besteiro, el cual nos había manifestado su
decisión de permanecer en Madrid fuese lo que fuese.
Le dije que
debíamos seguir la misma suerte, o sea evacuar o quedarnos
juntos. El veterano socialista respondió:
–Nuestras
responsabilidades, Mera, no son comparables. Yo no he
tenido función alguna en la guerra, a no ser la de estos
últimos momentos en que he tratado, junto con ustedes,
de evitar a nuestro pueblo mayores sufrimientos. Pueden
hacer conmigo los vencederos lo que les plazca. Me
detendrán, pero quizá no se atrevan a matarme. En
cambio, con usted, Mera, lo mismo que con el coronel, no
titubearán.
Me permití
decirle que desde el 19 de julio me había estado jugando la
vida y que, naturalmente, no esperaba salvarla al caer en
manos de los fascistas. Al contrario, estimaba que,
fracasada nuestra tentativa de obtener las mínimas garantías
de salvación para los combatientes leales y los militantes
más comprometidos, mi deber consistía en afrontar la derrota
al lado de los compañeros. Entonces Besteiro declaró: –Le
honra su actitud, Mera; pero, créame, eso no es ahora nada
razonable. Yo, como sabe, soy profesor de Lógica y veo el
problema de otra manera. En los momentos graves es cuando
debemos mostrar mayor serenidad para no incurrir en errores
que arrastren consecuencias irreparables. La causa a que
hemos servido está por encima de nuestros impulsos, y así
como considero que, en mi caso, lo lógico es quedarme en
Madrid, en el suyo, al igual que en el del coronel, lo que
tienen que hacer es marcharse. Primero porque, como he dicho
antes, van a ser ustedes fusilados sin permitirles siquiera
defenderse, y segundo porque en la hipótesis de que no les
fusilaran, moralmente resultaría lo mismo o aun peor, ya que
quienes con tanta saña nos han combatido por haber querido
obtener una salida honrosa para todos, se estimarían
justificados y redoblarían su denigrante campaña por el
mundo acusándonos de traidores a la República. El dilema, en
efecto, era claro. Había que continuar en pie para que la
verdad prevaleciera frente a los enemigos tenaces de uno y
otro campo. Nos despedimos deseándonos mutuamente la mejor
suerte. Poco después, el jefe de la 33 División y yo nos
fuimos juntos hacia el frente, pues tenía interés en
presenciar la retirada de esa unidad desde su propio puesto
de mando. A las ocho dio comienza, ordenadamente, el
repliegue de la 138 Brigada. Las tropas fueron dejando de
manera algo lenta, pero serena sus posiciones de Villarejos,
Puntal del Abejal, La Mocasilla y Vértice Lastra. Igualmente
abandonaron Canredondo los servicios de la 136 Brigada. A
las doce de la noche estaban ya retiradas todas las unidades
de la 138 Brigada. Dos batallones de la 136 se vieron
obligados a recorrer con suma precaución nada menos que
catorce o quince kilómetros, pues tenían que atravesar unos
campos de minas situados entre la primera y la segunda
líneas, y a causa de ello se prolongó su repliegue hasta las
cuatro de la mañana. A esa hora comuniqué el cumplimiento de
la orden, y me disponía a descansar un poco cuando Verardini
me hizo saber que era necesaria mi presencia urgente en el
puesto de mando del IV Cuerpo, acompañado del jefe de la 33
División y los hombres de mayor confianza. Llegué a las ocho
y media y Verardini me entregó dos telegramas, uno del
coronel Casado y otro del compañero Val. Ambos me instaban a
que me pusiese «en franquía», camino de Valencia. Verardini
me dijo asimismo que el coronel Prada había dejado aviso de
que, tan pronto yo llegara, me pusiera en comunicación
telefónica con él. Lo hice al instante. Pero era ya
demasiado tarde: el puesto de mando del Ejército del Centro
estaba ocupado por quintacolumnistas o soldados del general
Franco.
Camino de
Valencia y del exilio
La hora
fatídica había sonado. Pedí a Verardini que, sin perder un
instante, llamara a los mandos de las divisiones y brigadas,
así como a algunos hombres de confianza, dándoles la misma
orden que acababa de recibir yo del general Miaja: todos
hacia Valencia. Con el único que no pudo comunicar fue con
Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, que por lo visto
se hallaba en Madrid. Poco después llegaron Liberino
González y Quinito Valverde. Este me dijo:
–Yo no me
voy, Mera. Marcharos vosotros lo más rápidamente
posible.
–Pero, ¿te
vas a quedar, Quinito? ¿No comprendes que te fusilarán?
–No, Mera,
vete tranquilo. No me fusilarán.
–Bueno, tú
sabrás lo que haces. Ojalá no te pase nada.
Se presentó
luego el comandante Rubio, que mandaba la 71 Brigada. Me
dijo también que él no se iba, y le pregunté el porqué:
–Tengo un
hermano –respondió– que es comandante en el ejército de
Franco.
–Amigo
Rubio: tu hermano es tu hermano, y tú eres tú.
–No me
pasará nada, verás. Anda, vete tranquilo.
El jefe de
Ingenieros me comunicó por teléfono que tenía la intención
de quedarse y nos deseaba buena suerte. No me sorprendió
mucho su decisión, pues conocía sus sentimientos
monárquicos. De todos modos era excelente persona.
Se formó una
caravana de cuatro coches, en los que nos metimos veinte
personas: Verardini, Liberino González, Luzón, Ordax,
Avecilla, Esteller, Artemio García, Manuel Valle, Acracio
Ruiz, Corella, etc. Me despedí de todo el personal del IV
Cuerpo, al que agradecí su colaboración y comportamiento.
Allí dejaba, tal vez para siempre, a mujeres y hombres
leales, entre ellos Pepita, que me había cuidado como a un
padre y a la que quería como a una hija. Algunos lloraban y
otros sonreían amargamente. Me embargó la emoción. Serían
las diez y media del 28 de marzo cuando nos fuimos. A esa
hora, salvo el nuestro, todos los frentes se habían
derrumbado; era un consuelo para mí y hasta un motivo de
orgullo. Pasamos por Pastrana, pues quería recoger allí al
jefe de Sanidad, hospitalizado. No pudo ser, pues había
desaparecido. Me encontré con un coronel de la antigua
Guardia civil, que había luchado a nuestro lado, e
igualmente me dijo que no se iba, lo cual no me sorprendió
ya gran cosa. Desde allí ordené ir a Cuenca, para tratar de
ver a los jefes de la 65 Brigada de Carabineros. Pero se me
contestó que era imprudente, pues sin duda no se podría
pasar ya por dicha ciudad. Llevábamos con nosotros dos
motoristas, que nos abrían camino; ellos nos dijeron que
Tarancón estaba ya en poder de las tropas franquistas, y
hubimos de volver hacia una bifurcación que habíamos dejado
atrás. Cuando salimos a la carretera general vimos que por
todas partes enarbolaban banderas monárquicas. De todas
formas pudimos llegar al Cuartel General del Ejército de
Levante sin novedad alguna. Allí nos encontramos con el
general Matallana, con los coroneles Muedra y Garijo, y
otros jefes más. Matallana me dijo que me esperaban en
Valencia, donde estaba ya el Consejo Nacional de Defensa.
Les pregunté por qué no nos acompañaban, y me contestaron
que tal vez se quedarían en España. Abracé especialmente al
general Matallana, uno de los militares republicanos a
quienes más apreciaba. Seguimos luego hacia Valencia a donde
llegamos a la caída de la tarde. Preguntamos por el edificio
donde se alojaba el Consejo de Defensa y pronto dimos con
él. Nos presentamos a Casado y a Val, con los que estuvimos
un breve rato por hallarse ocupados. Los locales estaban
repletos de gentes, preguntándose unos a otros las cosas más
inmediatas: ¿A dónde vamos? ¿Dónde están los barcos? ¿Cuándo
embarcamos? El ambiente era poco sereno, incluso
desagradable, por lo que decidimos irnos. Fue entonces
cuando abandoné el uniforme para ponerme un traje que
llevaba conmigo.
Verardini,
Luzón, Liberino, Artemio García y yo nos dirigimos a la sede
del Comité Nacional de la CNT. No había ser viviente,
presentando aquello un aspecto lamentable: el suelo estaba
cubierto de papeles los cajones de las mesas abiertos... Nos
fuimos a otro local cenetista, no recuerdo en qué calle,
donde al fin hallamos a varios compañeros. Los saludos
fueron más bien fríos, sin el calor del compañerismo.
Decidí, pues, irme a dormir unas horas. Luzón me atajó:
–Pero,
hombre; tenemos que ir a ver a Casado para ver lo que
nos dice y a dónde debemos dirigirnos.
–Mira,
Luzón, con Casado es imposible hablar, pues todo el
mundo se dirige a él para que le resuelva su caso
personal. Espera que se despeje un poco el ambiente.
Como
insistieron todos, accedí a acompañarlos nuevamente a las
oficinas del Consejo de Defensa. Allí encontramos a
Feliciano Benito, el cual nos dijo que se iba a Alicante,
antes de que se hiciera tarde. Recomendé insistentemente a
mis compañeros que mostraran más serenidad; luego nos
dirigimos a un teniente coronel de Aviación que nos había
indicado Casado, para ver si podía facilitarnos el viaje a
Orán. Nos respondió que le era absolutamente imposible, pues
no tenía aviones ni aviadores. Regresamos al Consejo y yo me
senté en una silla, en un rincón cualquiera, quedándome
dormido como un tronco, hasta que a las siete de la mañana
Liberino y Luzón me despertaron para decirme que el coronel
Casado iba a facilitarnos dos aviones. Pude beber un vaso de
café, que me supo a gloria y ya en buena forma física me
dispuse a escuchar a los demás.
El compañero
Salgado y el coronel Casado me confirmaron que habían salido
de Aranjuez dos aviones destinados a nosotros. No lo puse en
duda. A las nueve y media salimos, pues, en dos coches,
hacia al aeródromo de Chiva, Luzón, Verardini, Liberino,
Acracio Ruiz, Valle, Calzada, Salgado y yo; tal vez había
algún otro que no recuerdo. Al pasar por Chiva vimos de
nuevo banderas monárquicas en bastantes balcones, pero nadie
nos detuvo. Llegamos finalmente al aeródromo, donde no había
avión alguno. Se nos hizo larga la espera, preguntándonos
entonces si los dos aviones anunciados llegarían o no. Media
hora después aterrizó uno, con una gran bandera blanca. El
aviador que lo pilotaba, sin parar el motor, descendió y se
dirigió hacia nosotros, preguntando por el teniente coronel
Mera. Me presenté a él, diciéndole:
–¿No son
dos aviones los que tienen que venir?
–Sí
–contestó el piloto–, pero el otro trae unos minutos de
retraso.
–Pues
esperemos a que llegue.
–No puede
ser; tenemos que irnos inmediatamente.
–Bueno, de
acuerdo.
–Sólo
pueden subir cuatro personas, con un mínimo de equipaje.
Ante esto, me
dirigí a mis compañeros para rogarles designaran las cuatro
personas. Salgado y los demás respondieron que era yo el que
tenía que irme en primer lugar junto con los otros tres que
yo mismo designara. Les propuse que me acompañaran Verardini,
Luzón y Liberino, siendo aceptada mi propuesta por todos. El
compañero Salgado me dijo:
–Vete
tranquilo, Mera, que los que quedan saldrán conmigo.
Liberino
González tuvo que abandonar una maleta, dándome a mí una
gabardina. Subió con Verardini y Luzón al vientre del
aparato, mientras yo tomé asiento en la cabina, al lado del
observador. Instantes antes nos habíamos abrazado
fuertemente con los que quedaban en tierra. Aun cuando las
palabras de Salgado me habían tranquilizado un poco, seguía
inquieto por la suerte de aquellos compañeros.
Era la primera
vez que subía a un avión. Este arrancó y tomó vuelo.
Pregunté, por hablar algo, hacia dónde íbamos. Me contestó
el observador que a Orán. Para mi capote me dije que igual
me daba ir a una parte que a otra. Mirando hacia tierra veía
a ésta desfilar rápidamente; también desfilaba no menos
rápidamente por mi mente toda nuestra guerra con su cortejo
de tragedias. Sin darme cuenta, el avión había atravesado el
Mediterráneo y veíamos a lo lejos unas montañas.
–Es Orán,
dijo el observador.
El piloto se
dirigió al observador.
–Pregúntale
al teniente coronel si quiere que haga una exhibición de
vuelo en picado antes de aterrizar.
Le contesté que
podía hacer lo que le diese la gana. Se marcó su numerito y
aterrizamos, viendo con asombro que se dirigía hacia
nosotros un nutrido grupo de indígenas. No pude por menos
que exclamar:
–¡Otra vez
los moros!
El piloto y el
observador miraron a derecha e izquierda, bastante
desconcertados, y se preguntaron:
–¿Dónde
diablos estamos?
Al fin supimos
que habíamos aterrizado en Mostaganem, a unos ochenta
kilómetros de Orán. Eran poco más de las dos de la tarde del
29 de marzo de 1939. Acababa un capítulo de mi vida –tal vez
el más importante– y se iniciaba otro lleno de incógnitas».
ARRIBA
Detenidos por
las autoridades francesas, ingresaron en seguida en prisión.
Tras unos días en la cárcel de Orán, fueron internados en el
castillo de Mezelquivir, donde Mera permaneció diecinueve
días incomunicado. De allí al campo de concentración Camp
Morand, custodiado por senegaleses, donde pasó tres
largos años.
Se fugó del campo
de concentración, ayudado desde el exterior por un compañero,
Gilabert, que residía en Orán. Vaga por esta ciudad hambriento y
sin techo. Elude en lo posible la persecución de la Policía,
pero es detenido y encarcelado en un cuartel de Infantería de
Marina, de donde vuelve a escapar tras haber emborrachado y
sobornado al moro que hacía la guardia. Decide marchar a
Casablanca, acompañado por Jorge Juan, otro compañero confederal
y un moro que les servía de guía.
Le detienen por fin
y le conducen el 6 de abril de 1941 al campo de concentración de
Misur, en el interior de Marruecos.
Por mediación del
cónsul de México en Casablanca logra salir de allí, y el 26 de
mayo estaba de nuevo en esta ciudad. Sin embargo, la traición de
la persona encargada de sacarle el pasaje para México, hace que
sea detenido y trasladado a Misur.
El día 19 de
febrero de 1942, en Rabat, le era leído el documento en virtud
del cual accedía el Gobierno francés a la petición de
extradición formulada contra él por el de Franco. Al día
siguiente era entregado a las autoridades españolas en Zoco el
Arba, lugar fronterizo del Marruecos francés con el Protectorado
español.
En los calabozos de
Tetuán y Ceuta empezaba el nuevo calvario de Mera. El primero de
abril de 1942 pisaba tierra española después de tres años de
exilio. Pasó cuatro años y medio de cárcel en cárcel (Algeciras,
Linares, Yeserías, Porlier, Santa Rita y Carabanchel).
Tuvo que comparecer
en Madrid ante un Consejo de Guerra y su condena a muerte, pena
que confirmó el general Saliquet, entonces capitán general de la
I Región Militar. El 15 de diciembre de 1944 le fue conmutada
dicha pena por la inmediata inferior de treinta años de prisión
mayor. Salió del penal de Porlier, aprovechando el indulto, el 1
de octubre de 1946.
En febrero de 1947
se exilió a Francia, donde actuó de albañil, cumpliendo la
promesa que hiciera cuando fue ascendido a teniente coronel del
Ejército Popular: «Más que nunca me hice la promesa de no
dejarme arrastrar por la vanidad y continuar siendo lo que era
antes del 18 de julio: militante de la CNT y albañil de
profesión».
Murió en Saint-Cloud
el 24 de octubre de 1975 y fue enterrado en el cementerio de
Boulogne-sur-Seine. Presidió las honras fúnebres su fiel
compañera Teresa, y el hijo, el presidente de la República en el
exilio José Maldonado González, el presidente de la Generalitat
de Cataluña en el exilio Josep Tarradellas Joan y varias
representaciones sindicales, amigos y políticos llegados de
España, de Inglaterra, de Bélgica, de Francia…
ARRIBA
|