La II República
desencadenó desde los primeros momentos una auténtica persecución religiosa
contra el catolicismo, que se hizo evidente cuando, menos de un mes después de
la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, el 11 de mayo se produjo
el asalto e incendio de iglesias y conventos en diversas ciudades de España, sin
que la autoridad hiciese realmente nada para impedirlo. Así el general García
Caminero se expresó de esa forma: “Hoy ha comenzado el incendio de iglesias.
Continuará mañana”.
A este hecho se
unió la legislación del régimen, que ya desde la propia Constitución de 1931
dejaba ver una nítida dirección no sólo anticlerical, sino abiertamente
anticatólica en general. El mismo Indalecio Prieto manifestó: “El
anticlericalismo constituía el único bagaje de sectores republicanos muy densos”.
Y Miguel Maura dijo: “República era sinónimo de laicismo integral, y dada la
realidad española, ello equivalía a la persecución religiosa”.
Además, el ambiente político se caldeó con proclamas contra la Iglesia en
numerosos mítines y publicaciones de las izquierdas, así como en los del Partido
Radical (centristas) de Alejandro Lerroux, con quien se coaligó nada menos que
la derecha cedista (la C.E.D.A., Confederación Española de Derechas Autónomas,
católica) de José María Gil Robles para acceder al gobierno, hasta que los
radicales se hundieron casi en la marginación política por sus escándalos de
corrupción.
En fin, el odio
a la fe que acompañó a la Revolución socialista de octubre de 1934 se mostró con
toda su violencia sobre todo en Cataluña y mucho más aún en Asturias y el norte
minero de Palencia, dando lugar a la “caza del cura y del fraile”, incendios de
iglesias, etc. Los primeros mártires de la fe por la persecución religiosa de la
II República, varios de ellos ya beatificados y otros incluso canonizados, son
de este momento. Y, para terminar, todo estalló con su máximo furor en la Guerra
Civil española de 1936-39 desde su mismo inicio, cuando en la “zona roja” saltó
de lleno la espoleta de la persecución religiosa, que ha dado una cifra de
alrededor de 7.000 eclesiásticos asesinados simplemente por su fe, amén de otros
muchos seglares cuyo número todavía resulta difícil contabilizar.
ARRIBA
Al estallar la Guerra Civil, en 1936, contaba la ciudad oscense
con ciento cuarenta sacerdotes, además de los religiosos, entre
los cuales destacaba la comunidad de los PP. Claretianos, y con
una veintena de seminaristas. Al frente de la diócesis se
hallaba el obispo Florentino Asensio Barroso, que había hecho su
entrada en la diócesis el día 16 de marzo de 1936.
Durante los años
de la República, Barbastro había sido minado por la masonería y por los partidos
de izquierda. Existía, por lo menos, una Logia Masónica. Se instaló una capilla
protestante, sin adeptos, que tenía más carácter político que religioso. Lo que
importaba era ir contra la Iglesia.
El Ayuntamiento
republicano había querido apoderarse del edificio del Seminario Conciliar,
alegando presuntos derechos, nunca demostrados y, no pudiendo lograr la posesión
del edificio por la vía legal, optó por conseguirlo por la fuerza, apoderándose
de él, después de un dramático asalto, y comenzando a derribarlo a principios de
1936.
El ambiente
estaba enrarecido, hostil. Así y todo, los partidos de derechas lograron
organizarse y ganaron las elecciones del 16 de febrero de 1936. Quizá este
triunfo electoral de la derecha exasperó, aún más, a los elementos
izquierdistas, rabiosamente anticlericales.
El 18 de julio
de 1936, Barbastro vio sus calles extrañamente concurridas por misteriosos
grupos de obreros que a media mañana hicieron acto de presencia en el edificio
del Ayuntamiento. Allí quedó constituido el primer comité rojo y allí acudieron
por centenares en la madrugada del 19 todos los militantes y adictos de los
partidos del Frente Popular. Desde el comienzo dieron por descontado que el
triunfo sería suyo.
El jefe de la
guarnición, el coronel del Arma de Infantería José Villalba Rubio, ofreció toda
clase de seguridades a los superiores de las comunidades religiosas de la
localidad que había recurrido a él inquiriendo noticias ante la amenaza que
flotaba en el ambiente. Comprometido a sumarse al Alzamiento, después de un
compás de espera de dos días, y ante el fracaso del general Goded en Barcelona,
declaró su adhesión al Gobierno de Madrid, a cuyas órdenes alcanzó el grado de
general.
Barbastro tenía
por aquel entonces una población de 8.000 habitantes, que quedó literalmente
diezmada, en el sentido gramatical del vocablo, de resultas tan sólo de matanzas
ajenas al frente. Y entre las más de 800 personas civiles sacrificadas, ningún
grupo social o profesión salió tan malparado como el estamento eclesiástico.
La diócesis que
proporcionalmente mayores daños sufrió, no sólo en Aragón, sino en toda España,
fue la de Barbastro, donde fue asesinado el 88% de su clero; allí se cebó la
persecución sobre todo por el paso de las columnas provenientes de Cataluña,
auténticas columnas de la muerte que, sin embargo, han sido no pocas veces
idealizadas por la propaganda izquierdista.
Así pues, las
milicias populares tuvieron mano libre para lanzarse sin rodeos, y en la tarde
del día 20 invadieron el teologado claretiano, unos sesenta asaltantes, que
procedieron a un minucioso registro, convencidos de que el colegio encerraba un
arsenal de armas. Ante el resultado negativo, detuvieron inmediatamente a los
tres responsables de la comunidad: padres Felipe de Jesús Munárriz Azcona,
superior de la Comunidad; Juan Díaz Nosti, Prefecto de Estudiantes, y Leoncio
Pérez Ramos, ecónomo, siendo confinados en la cárcel Municipal, atestada de un
número de detenidos muy superior a su capacidad, por cuya razón fueron
trasladados el día 25 al convento de las Capuchinas, plataforma postrera para su
vuelo final en la madrugada del 1 al 2 de agosto de 1936.
El 23 del mismo
mes, un camión de la Guardia de Asalto descargaba a la puerta de los Escolapios
otro contingente de veinte presos, provenientes éstos del cercano monasterio de
Nuestra Señora del Pueyo.
Entre el
confinamiento de los claretianos y el de los benedictinos había ocurrido, en la
mañana del día 21, el del señor obispo, que en calidad de detenido y acompañado
de dos familiares, fue instalado en el primer piso, en el apartamento del padre
rector. Toda la comunidad de escolapios estaba prácticamente bloqueada en el
edificio, que albergó desde entonces una población penal de más de noventa
clérigos. Los cordimarianos había sido “instalados” en el salón de actos de la
planta baja, sin otro lecho que el desnudo suelo, sobre todo a partir del día 26
en que una expedición de milicianos procedentes de Barcelona, llegó a Barbastro
el 25 por la tarde, la primera columna catalana que se dirigía al frente
aragonés. Los colchones de los detenidos fueron requisados para ‘acorazar’ los
camiones de la columna.
Ésta columna,
bajo el mando del anarquista Buenaventura Durruti, enviada por los poderes rojos
de Barcelona, estaba constituida por 1.500 hombres y 80 mujeres, reclutadas
éstas en los bajos fondos del barrio chino barcelonés, dispuestos unos y otras a
demostrar por donde pasaron la plena vigencia de la revolución. Fueron recibidos
en Barbastro a tambor batiente por las masas adictas, aunque bien pronto los
responsables del comité local vieron que, de no obrar con rapidez y astucia,
quedarían desbordados por el furor sanguinario de los visitantes. Se les otorgó
plena franquicia para que incendiaran o destrozaran a su antojo cuantos
edificios o enseres tuvieran relación con el culto religioso. Por fin
prosiguieron su marcha hacia las líneas de fuego.
Fue a principios
de agosto cuando la sangre empezó a correr en serio. En la noche del 1 al 2,
unos desalmados de las temidas milicias de Ginesta se presentaron en la cárcel
municipal exhibiendo un papel, recién expedido por el comité, que decía así:
Vale por 20 hombres. Una hora más tarde, dos docenas de cadáveres, calientes
y ensangrentados todavía, daban muda fe, junto a las tapias del cementerio, de
la siniestra validez del escrito. Entre los fusilados estaban los tres
superiores de los misioneros claretianos, el escolapio Crisanto Domínguez, el
benedictino padre Mariano Sierra y otros siete sacerdotes seculares.
El día 8 de
agosto de 1936 por la tarde, sale de los escolapios el señor obispo
Florentino Asensio y Barroso “para declarar” ante el tribunal popular
instalado en el Ayuntamiento. Presagiando lo peor, se acercó al prior de los
benedictinos y le dijo: «Por lo que pudiera ocurrir, déme la absolución». Sufrió
un lento vía crucis nocturno ante los sayones del comité, siendo fusilado hacia
el kilómetro 3 de la carretera de Sariñena, en el mismo paraje donde cuatro días
más tarde iban a caer 20 religiosos claretianos.
A las tres y
media de la madrugada del día 11 de agosto, quince milicianos armados rompieron
bruscamente las puertas del salón de actos, haciendo bajar a los seis más
viejos. Así lo hicieron desde el tablado del escenario los PP. Pedro Cunill,
Nicasio Sierra, Sebastián Calvo, José Pavón, el subdiácono Wenceslao María
Claris y el H. Gregorio Chirivás. Les atan las manos a las espaldas y luego por
los codos son unidos de dos en dos. El P. Ortega les imparte desde arriba la
absolución que ellos han pedido por señas. Poco después de las cuatro, sonaban
lúgubres las descargas en la vecindad del cementerio.
Aún sin la
visita que, a las siete de la mañana, hizo nuevamente al salón uno del Comité
para elaborar una lista con los nombres de los 42 muchachos restantes, éstos
daban por cierto que sus horas estaban contadas. Todo fue desde entonces
ambientación de su suerte final, ocurrida, en dos tandas consecutivas, durante
la madrugada del 12 al 13 y del 14 al 15 de agosto de 1936. |
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ARRIBA
Traemos a continuación el florilegio de unos pocos testimonios
muy elocuentes de algunos escritos dejados por ellos en sus
últimos días o en sus últimas horas; escritos que adquieren
visos de inmortalidad para las jóvenes generaciones de hoy y que
deben ser estímulo y aliciente de imitación para ellas, porque
“no vale la pena vivir la vida si no es para quemarla al
servicio de una empresa grande”, como recordaba uno de aquellos
jóvenes católicos españoles de 1936 recogiendo la cita de un
autor espiritual francés.
Carta del claretiano
Luis Masferrer Vila a su primo el P. José Vila del
25/6/1931.
Refleja en dicha misiva la amenaza de ser
disueltas las congregaciones y comunidades religiosas y de
ser obligados sus miembros a adoptar la vida seglar. Unos
años después, y ya ordenado sacerdote, el 15 de agosto de
1936, fue asesinado en Barbastro (Huesca), así como otros 50
claretianos más, y ha sido beatificado ya junto con ellos.
Ante la oferta hecha de elegir: “¿A dónde queréis ir: al
frente a luchar contra el fascismo, o a ser fusilados?”;
respondieron con claridad: “Preferimos morir por Dios y por
España”, y casi a continuación añadieron: “Os perdonamos con
toda nuestra alma. Cuando estemos en el cielo, pediremos por
vosotros”.
«Yo, por mi parte, estoy resignado;
lo cual no quiere decir, de ningún modo, que no
sienta que la separación entre los que se aman
siempre es dolorosa, y lo es más en tiempo de
tribulación y persecución. ¿Qué será de nosotros? Su
Reverencia se va a Méjico, Patria de muchos
mártires, en donde no ha acabado aún la persecución
religiosa, y su servidor me quedo en España; España
que no es ya España sino Rusia.
¿Qué será de nosotros? La Santísima
Virgen nos protegerá como hijos suyos que somos y no
permitirá que seamos vencidos en la pelea. Nos
podrán dispersar, nos podrán hacer volver a la vida
seglar, nos podrán maltratar y perseguir, para
quitarnos el santo temor de Dios, salvaguarda de
nuestras almas, y el amor a nuestra Madre que es la
que guarda en nuestro corazón el temor de Dios; pero
su fin no lo conseguirán; nos podrán matar, fusilar,
descuartizar si quieren, pero su innoble fin no lo
han de alcanzar.
Nuestra muerte será el noble trofeo
de nuestra victoria, y nuestra sangre ardorosa
vertida a nuestro lado, pregonará a todos los
vientos la derrota completa de nuestros enemigos.
Yo, por mi parte, he determinado y
prometido llevar siempre y en cualquier parte sobre
mi pecho la consagración de mí mismo a mi dulce
Madre, firmada con mi sangre, y no permitiré que
nadie me la quite.
Ahora, a Dios gracias, estamos todos
muy animados y resueltos a ser fieles; pero si viene
la dispersión, ¿quién sabe lo que sucederá?».
Escrito del cordimariano catalán José
Brengaret Pujol redactado
posiblemente en vísperas de su asesinato ocurrido en
Barbastro el 13/8/1936.
«J.H.S. ¡Viva Cristo Rey! Si Dios
quiere mi vida, gustoso se la doy. Por la
Congregación y por España. Muero tranquilo, después
de haber recibido todos los Santos Sacramentos.
Muero inocente; no pertenezco a ningún partido
político; lo tenemos prohibido por nuestras
Constituciones; acatamos todo poder legítimamente
constituido. Pido perdón a todos, delante de Dios y
de mi conciencia, de todos los agravios y ofensas.
Perdono a todos mis enemigos. Me despido de mi padre
y de mis hermanos. Si Dios es servido de llevarme al
cielo, allí encontraré a mi madre.
José Brengaret, C.M.F.»
Nota encontrada en
el bolsillo de la sotana de Salvador Pigem Serra.
Cuando en marzo de 1952 se procedió al
reconocimiento del cuerpo de los mártires con motivo de su
traslado a la iglesia del Corazón de María de Barbastro, se
encontró pegado un trozo de calendario en el bolsillo
apergaminado de la sotana del hoy ya Beato Salvador Pigem,
en el que había escrito el siguiente texto:
«Nos matan por odio a la
Religión. Domine,
dimitte illis! (Señor, perdónales).
En casa no hicimos ninguna
resistencia. La conducta en la cárcel,
irreprochable. ¡Viva el Corazón Inmaculado de María!
Nos fusilan únicamente por ser Religiosos. No
lloréis por mí. Soy mártir de Jesucristo. Salvador
Pigem, C.M.F.»
Carta a sus padres y
hermanos de José Figuero Beltrán.
El Beato José Figuero escribió una carta
serena a su casa, en la que exponía la situación de terror y
de persecución religiosa que se vivía en Barbastro y con qué
entereza cristiana afrontaba su próximo martirio:
J.M.J. Barbastro, 13-VIII-1936.
«Mis queridísimos padres y hermanos:
Desde la prisión, donde me hallo
desde el día 20 de julio, con otros 49 compañeros,
les dirijo las presentes líneas que serán las
últimas de mi vida. Pronto voy a ser mártir de
Jesucristo. No lloren mi muerte, pues morir por
Jesucristo es vivir eternamente.
Mi vida la ofrezco, como es natural,
por Vds. y por toda la familia, a fin de que llegue
el día venturoso en que podamos vernos todos
reunidos en el Cielo. También la ofrezco por la
salvación de mi patria la desventurada España y por
la salvación de las almas de todo el mundo. En el
Cielo espero encontrar a Alfonso y en el Cielo
rogaré por ustedes, para que se salven. Qué
felicidad la nuestra, mis queridos padres, si
después de un número más o menos largo de años nos
encontramos juntos en el Cielo. Yo, en unos
instantes, ruego al Señor les dé a Vds. fortaleza
para sobrellevar tan rudo golpe.
Aquí han fusilado al Obispo, a todo
el Cabildo Catedralicio, a muchos sacerdotes de la
ciudad y de los pueblos circunvecinos, y a muchos
paisanos. Al escribir estas líneas, 13 de agosto,
han sucumbido ya unos 30 compañeros nuestros y
mañana, día de mi cumpleaños, espero ir derecho al
Cielo.
Adiós, mis queridos padres, amados
hermanos y recordadísima familia. Adiós, hasta el
Cielo. Allí rogaré por Vds.
Nunca como ahora les ama su hijo que
muere sereno y tranquilo porque muere por
Jesucristo.
José, C.M.F.»
Carta a su familia
de Ramón Illa Salvia
Éste joven claretiano catalán nos ha dejado
un testimonio precioso: una carta martirial a su familia.
Barbastro, 10-VIII-1936.
«Queridísima madre, carísima abuela,
recordados hermanos, P. Faustino, Jovita, Pablo y
Rosa (y demás) tíos y tías en el Señor:
Con la más grande alegría del alma
escribo a ustedes, pues el Señor sabe que no miento:
no me cansaría y (lo digo ante el cielo y la tierra)
les comunico con unas líneas que escribo que el
Señor se digna poner en mis manos la palma del
martirio; y en ellas envío un ruego por todo
testamento; que al recibir estas líneas canten al
Señor por el don tan grande y señalado como el
Martirio que el Señor se digna concederme.
Llevamos en la cárcel desde el día
20 de julio. Estamos toda la comunidad: 60
individuos justos; hace ocho días fusilaron ya al
Rvdo. P. Superior y a otros Padres. Felices ellos y
los que les seguiremos; yo no cambiaría la cárcel
por el don de hacer milagros, ni el martirio por el
apostolado, que era la ilusión de mi vida.
Voy a ser fusilado por ser religioso
y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas
de la Iglesia Católica Romana. Gracias sean dadas al
Padre por Nuestro Señor Jesucristo, Hijo suyo, que
con el mismo Padre y Espíritu Santo vive y reina por
los siglos de los siglos, Amén.
Ramón Illa, Misionero del Corazón de
María, Clérigo lector.
Carta colectiva de
despedida de la Congregación.
Cuarenta religiosos claretianos escribieron
el 12 de agosto de 1936 una hermosa carta colectiva de
despedida, expresando su perdón a los verdugos, su amor a
los obreros, a la Iglesia, a la Congregación y a sus
familias, y firmada por cada uno de ellos con emocionantes
¡vivas!
Agosto, 12 de 1936. En Barbastro.
Seis de nuestros compañeros ya son
mártires; pronto esperamos serlo nosotros también;
pero antes queremos hacer constar que morimos
perdonando a los que nos quitan la vida y
ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo
obrero, por el reinado definitivo de la Iglesia
católica, por nuestra querida Congregación y por
nuestras queridas familias. ¡La ofrenda última a la
Congregación, de sus hijos mártires!
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la
Congregación santa, perseguida y Mártir! Vive
inmortal, Congregación querida, y mientras tengas en
las cárceles hijos como los que tienes en Barbastro,
no dudes que tus destinos son eternos. ¡Quisiera
haber luchado entre tus filas! ¡Bendito sea Dios! Faustino
Pérez, C.M.F
Carta escrita
por Aurelio Ángel desde el Colegio de los escolapios de
Barbastro.
El Colegio de los Padres Escolapios de
Barbastro fue convertido en prisión por los
frentepopulistas, donde fueron recluidos los benedictinos
junto con los hijos espirituales de San José de Calasanz y
con los claretianos.
A mis queridos padres y hermano
desde el convento de Padres Escolapios de Barbastro,
a 9 de agosto de 1936.
Padre, madre y hermano de mi
corazón: si esta carta llega a sus manos, el
portador de la misma les enterará de todo el
proceso; yo me limito a unas líneas. Hace 18 días
que estamos casi todos los del Pueyo detenidos en
esta prisión. A pesar de las garantías que se nos
dan, como medida de prevención, quiero dedicar unas
palabras a los seres que me son más caros.
En noches anteriores se han fusilado
unas 60 personas; entre ellas, muchos curas, algunos
religiosos, tres canónigos y esta noche pasada al
Sr. Obispo.
Conservo hasta el presente toda la
serenidad de mi carácter, más aún, miro con simpatía
el trance que se me acerca: considero una gracia
especialísima dar mi vida en holocausto por una
causa tan sagrada, por el único delito de ser
religioso. Si Dios tiene a bien considerarme digno
de tan gran merced, alégrense también ustedes, mis
amadísimos padres y hermano, que a Vds. les cabe la
gloria de tener un hijo y hermano mártir de su fe.
La única pena que tengo, humanamente
hablando, es de no poder darles mi último beso. No
les olvido y me atormenta el pensar las inquietudes
que Vds. sufren por mí.
Ánimo, mis amadísimos padres y
hermano, al lado de su aflicción surgirá siempre la
gloria de las causas que motivaron mi muerte.
Rueguen por mí, voy a mejor vida.
Padre mío amado: la entereza de su
carácter me da la completa seguridad que su espíritu
de fe le hará comprender la gracia que el Señor le
otorga. Esto me anima muchísimo: le doy el beso más
fuerte que le he dado en mi vida. Adiós, padre,
hasta el cielo. Amén.
Madre idolatrada: yo me alegro sólo
al pensar la dignidad a que Dios quiere elevarla,
haciéndola madre de un mártir. Ésta es la mejor
garantía de que los dos hemos de ser eternamente
felices. Al recuerdo de mi muerte acompañará siempre
esta gran idea: “Un hijo muerto, pero mártir de la
religión”. Que Dios no pueda imputarme más crimen
que el que los hombres me imputan: ser discípulo de
Cristo. Madre mía muy querida, adiós, adiós… hasta
la eternidad. ¡Qué feliz soy!
Hermano mío muy caro: En poco
tiempo, ¡qué dos gracias tan señaladas me concede mi
buen Dios! ¡La profesión, holocausto absoluto…; el
martirio, unión decisiva a mi Amor! ¿No soy un ser
privilegiado? Esto es lo más íntimo que tengo que
comunicarte. Las cartas adjuntas, al extranjero,
envíalas con una relación extensa de mi prisión,
etc., ya te pongo bien clara la dirección;
certifícalas. El último beso, mi hermano, el más
efusivo.
Mi despedida postrera a la familia
son unas palabras de felicitación, tanto para mí
como para Vds. Que Dios proteja siempre la familia
que ahora agracia con un favor tan señalado.
Su hijo que les ama con un amor
eterno.
Aurelio Ángel.
ARRIBA
Fueron en grupos al martirio en distintos días. El primer grupo,
como ya hemos mencionado, en la madrugada del día 12 de agosto
de 1936, lo formaban los seis mayores, los PP. Sebastián Calvo,
Pedro Cunill Padrós, José Pavón Bueno, Nicasio Sierra Ucar, el
subdiácono Wenceslao María Clarís Vilaregut y el Hermano
Gregorio Chirivás Lacambra.
Antes de disparar, los milicianos les ofrecieron, por última
vez, la posibilidad de apostatar, pero se mantuvieron fieles
hasta el final.
A la noche siguiente, hacia las doce de la noche, los milicianos
irrumpieron en el salón, dando lectura a una lista de veinte
nombres: el del P. Secundino María Ortega García, el de los
estudiantes Javier Bandrés Jiménez, José Brengaret Pujol,
Antolín María Calvo y Calvo, Tomás Capdevila Miró, Esteban
Casadevall Puig, Eusebio Codina Milla, Juan Codinachs Tuneu,
Antonio María Dalmau Rosich, Juan Echarri Vique, Pedro García
Bernal, Hilario María Llorente Martín, Ramón Novich Rabionet,
José Ormo Seró, Salvador Pigem Serra, Teodoro Ruiz de Larrinaga
García, Juan Sánchez Munárriz Azcona, Manuel Torras Sais y el de
los Hermanos Manuel Buil Lalueza y Alfonso Miquel Garriga.
El P. Luis Masferrer Vila, único sacerdote que quedaba, les dio
la absolución. Los subieron a un camión y a la una menos veinte
de la mañana del día 13 se oyeron perfectamente las detonaciones
del fusilamiento y los tiros de gracia.
Los últimos veinte fueron llevados al martirio al amanecer del
día 15, Asunción de María: El P. Luis Masferrer Vila, los
estudiantes José María Amorós Hernández, Juan Baixeras
Berenguer, José María Blasco Juan, Rafael Briega Morales, Luis
Escalé Binefa, José Figuero Beltrán, Ramón Illa Salvia, Luis
Lladó Teixidor , Miguel Masip González, Faustino Pérez García,
Sebastián Riera Coromina, Eduardo Ripoll Diego, José Ros
Florensa, Francisco María Roura Farró, Alfonso Sorribes Teixidó,
Agustín Viela Ezcurdia y los Hermanos Francisco Castán Messeguer
y Manuel Martínez Jarauta.
Su Santidad Juan Pablo II, acogiendo la petición de la
Congregación de las Causas de los Santos, mandó que se
escribiera el decreto del martirio de estos Siervos de Dios. Se
publicó el 7 de marzo de 1992.
Sus restos se veneran en la Iglesia del Corazón de María de la
ciudad de Barbastro, donde ellos tanto y tan intensamente habían
orado. Estos mártires fueron beatificados por Juan Pablo II el
25 de octubre de 1992 en la Plaza de San Pedro.
ARRIBA
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