Harold Adrian
Russell Philby, más conocido como Kim Philby, nació el 1 de enero de 1912 en
Ambala (Punjab), en la India, hijo de uno de los personajes más notables del
Imperio británico en el siglo XX, Harry St. John Philby, el cual había hecho una
brillante carrera como administrador en la India, cuando al estallar la Primera
Guerra Mundial, se convirtió en jefe de la Inteligencia británica en Oriente
Medio, destacando entre sus hazañas el desenmascaramiento de las dos redes
germanas de espionaje en la zona: la de Preusser, ‘el dueño del golfo pérsico’,
y la de Waamuss, ‘el Lawrance alemán’. Ambas redes suponían un serio peligro
para los intereses de Londres en tan estratégico lugar. Una vez limpiada
Mesopotamia, se le encomendó otra misión extremadamente importante. Siguiendo la
política de fomentar la subversión antiturca en los dominios de Arabia, por la
que Lawrence había movilizado a Hussein de la Meca, St. John hizo lo mismo con
Ibn Saud, al que instituyó en rey de Arabia.
Esta misión
cambió el futuro del agente británico. Enamorado de Arabia, se hizo musulmán,
siendo el principal asesor de Ibn Saud en el enfrentamiento de éste con los
ingleses a raíz del acuerdo secreto Sykes-Picot, en el que, olvidándose de las
promesas de autonomía árabe, Francia e Inglaterra se repartían Oriente Medio.
Desde este instante, Harry St. John convirtió a Gran Bretaña en su enemiga y
echó raíces en Arabia.
Por las
misiones emprendidas y su posterior conversión al Islam, casándose con una
esclava negra, le impidieron vivir dos años seguidos con su hijo Harold, apodado
Kim en recuerdo al personaje de Kipling.
Kim pasó su
niñez en Inglaterra y sólo veía a su padre en las visitas esporádicas que éste
realizó al Reino Unido. Al igual que su padre, Kim estudió en el Colegio de
Westminster. Antes de cumplir dieciocho años, pasó al Trinity College, en
Cambridge. El ambiente intelectual izquierdista del Trinity, le transformó en un
revolucionario en potencia.
El haber sido
simpatizante comunista en la juventud no era óbice para escalar puestos en la
Administración, máxime si se manifestaba un oportuno ‘arrepentimiento’ o cierta
predisposición amistosa hacia los nazis, como expresó Philby.
ARRIBA
Lo primero que hizo la NKVD fue enviarlo a
Viena, donde aprendió alemán y algo que sería mucho más útil
para la doble vida que iba a llevar: las técnicas de
espionaje. Allí trabajó como periodista y en sus ratos
libres comenzó a ejecutar pequeñas misiones para el servicio
secreto soviético, como ayudar a salir del país a comunistas
perseguidos por el gobierno austriaco.
En mayo de 1934
regresó a Inglaterra. Su controlador, Arnold Henrikhovitch Deutsch, le encargó
cumplir una misión especial: infiltrarse en el servicio secreto inglés. No tardó
mucho en intentarlo enviando una solicitud oficial de ingreso. La respuesta fue
igual de rápida: “No”. Deutsch se percató rápidamente de que había cometido un
grave error. En aquella época el espionaje nunca aceptaba candidatos comunistas
o que hubieran mostrado simpatías por Stalin.
Sin abandonar
la idea, el controlador y su incipiente agente cambiaron de estrategia. Philby
buscó trabajo como periodista y no tardó en conseguirlo gracias a las
influencias de su madre rica y de sus amigos de Cambridge, todos pertenecientes
a familias poderosas.
ARRIBA
Al mismo tiempo, abandonó los círculos
comunistas de la ciudad y empezó a acudir a reuniones en las
que contaba, a quien quería escucharle, que había cambiado
de ideas. Y lo hizo de una manera tan radical y convincente
que se apuntó a la Hermandad Anglo-Alemana, una asociación
pro-nazi.
Hay una
fotografía, tomada el 14 de julio de 1936, que muestra a los comensales de la
cena de amistad anglo-alemana ofrecida en honor de la hija del káiser, la
duquesa de Brunswick. Entre las personalidades británicas que, en mesas
presididas por esvásticas, manifestaron su solidaridad con la causa nazi, se
puede atisbar, al fondo, la cabeza de un joven que permanece atento. Harold Kim
Philby completaba así una apariencia de evolución política que supuestamente le
habría llevado de los planteamientos comunistas de su juventud hasta el fascismo
en versión británica. |
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ARRIBA
Cuatro días más tarde estalló la Guerra Civil en España. Philby
trabajaba entonces en la Review of Reviews resumiendo
artículos de manera anodina y aprendiendo a la vez el oficio.
Comenzó a colaborar en la revista de la Sociedad Anglo-Germana
En este cambio de personalidad estaba inmerso cuando estalló la
Guerra Civil española y recibió un mensaje de Theodor Maly, el
nuevo jefe de operaciones ilegales en territorio británico. Maly,
que se hacía pasar por un banquero llamado Paul Hardt, junto con
Deutsch, alias “Otto”, guiaron los inicios de la carrera de
espía del antiguo estudiante de Cambridge. Hardt, pero también
Otto, le ordenaron abandonar todo lo que estuviese haciendo,
buscarse una tapadera adecuada y creíble y viajar a España para
conseguir información y, si podía, asesinar –nada más y nada
menos– al general Franco.
Bloqueado por la situación, demostró su capacidad para saltar
cualquier obstáculo. Recurrió a la persona a la que jamás quiso
pedir nada, pero que era la última posibilidad que le quedaba, y
era la de su padre Harry St. John Philby, el cual estaba muy
enfadado con él por sus veleidades comunistas, y no tardó en
alegrar el rostro cuando escuchó a su hijo decir no sólo que
había cambiado, sino que estaba en perfectas relaciones con la
derecha política, como así era en realidad. Feliz por la vuelta
al redil de Kim, le ayudó a conseguir que la agencia de
colaboraciones London General Press le contratara. No era
gran cosa, pero tampoco podía aspirar a más y el sueldo bajo le
daba igual. El más difícil todavía fue que logró que el
embajador que representaba a Franco en Inglaterra, Jacobo Fitz
James Stuart, duque de Alba, le extendiera rápidamente un visado
para poder trabajar en España. Ya podía emprender el viaje y lo
hizo en enero de 1937.
Durante su estancia en España, Philby supo moverse como pez en
el agua sin levantar la más mínima sospecha. En Madrid
frecuentaba los lugares de moda del momento y no resultaba
extraño verle en refinados salones y restaurantes como los del
hotel Ritz. Philby se comportaba con una calculada pulcritud,
que nada hacía sospechar a nadie. Tan sólo era un joven e
inexperto periodista que enviaba puntualmente su crónica diaria.
El desorden monopolizaba su vida personal, ya que contraería
matrimonio en tres ocasiones y tendría serios problemas con el
alcohol, si bien en el terreno profesional era un auténtico
maniático del orden y cumplía a rajatabla cualquier encargo. A
la par que desempeñaba sus funciones de contrainteligencia en
España, conoció también al escritor Graham Greene, con el que
trabó una sólida amistad que se alargaría hasta su muerte. En
1968, Greene escribirá el prólogo de un libro de Philby, My
Silent War.
Kim Philby fue un topo que siempre tuvo la suerte de trabajar
con controladores que no tiraban demasiado de la cuerda.
Confiaban en sus capacidades y nunca los defraudó, por lo que le
dejaban moverse con libertad sin instigarle demasiado. Tras su
llegada a España, con cierta autonomía para moverse por la zona
nacional, se dedicó a conocer el terreno y a aprovecharse de su
trabajo como periodista para ir de una ciudad a otra, de un
frente a otro, sin parar. El asesinato de Franco era su gran
misión, pero mientras llegaba el momento se dedicaba a pasar
informes a la NKVD rusa de todo lo que veía, especialmente de la
presencia de los fascistas alemanes e italianos en suelo español
y el envío por parte de los primeros de aviadores y de los
segundos de tropa de infantería. Obviamente, mandaba artículos a
su agencia y maniobraba para conseguir que The Times le
contratara, porque sabía que se le abrirían muchas más puertas
trabajando para el periódico inglés más importante e influyente.
No tardó mucho en conseguirlo, eso sí, después de que su padre
oportunamente comiera con el subdirector del diario. Kim envió
una serie de artículos, consiguiendo que le publicaran alguno de
ellos. En mayo de 1937 sustituyó al corresponsal hasta entonces,
James Holburn, y regresó unos días a Londres para recibir
instrucciones. Philby sabía que, desde la Primera Guerra
Mundial, una corresponsalía del The Times en el
extranjero era el mejor camino para conseguir su objetivo:
ingresar en las filas del servicio secreto británico. Ni sus más
íntimos allegados sospechaban que, mientras tanto, era un activo
agente del espionaje soviético.
El pretexto de rubricar el contrato con su nuevo periódico le
permitió regresar a Londres y aprovechar para reunirse con Otto
y Hardt, que le facilitaron nuevos sistemas de envío para sus
informes e instrucciones concretas sobre su misión de acabar con
Franco.
A su regreso amplió sus relaciones con españoles influyentes de
la mejor manera que sabía: liándose con Frances Lindsay Hogg,
una actriz canadiense enamorada del sol, los toros y la comida
local, a pesar de estar casada, algo que nunca fue un
impedimento para el joven inglés. “Lady” Lindsay era mucho mayor
que Kim y perdió la cabeza por él, que siempre tuvo claro que la
antigua actriz era su pasaporte para entrar en los círculos más
poderosos de la España que apoyaba a Franco. Cuando un miembro
de los servicios de información alemanes se acercó a él para
saber si tendría inconveniente en permitirle intentar tener una
relación con “lady” Lindsay, Kim le abrió encantado las puertas
de par en par para obtener información a cambio de compartir a
la chica. Poco caballeroso, pero muy útil para un espía.
ARRIBA
El momento más complicado que hubo de
afrentar Philby en esta época fue cuando se decidió ir a
Sevilla, para escribir sobre los discursos radiofónicos de
Queipo de Llano que apasionaban a los ingleses. De allí se
trasladó a Córdoba para asistir a una corrida de toros. Le
aseguraron que no hacía falta pase alguno, pero una pareja
de desconfiados guardias civiles le despertó de la
habitación del hotel en el que se alojaba, le pidió que
recogiera sus pertenencias y que les acompañara a comisaría.
Hacía falta un pase que no tenía y le registraron
minuciosamente el equipaje. En un bolsillo interior de los
pantalones escondía un papelito con las instrucciones para
el uso del código del servicio secreto ruso, como agente del
NKVD. En un instante, arrojando con fuerza la billetera para
desviar la atención de sus vigilantes, hizo una bolita con
el papel y se lo tragó.
ARRIBA
El tórrido verano de 1937, después de la
batalla de Brunete, se centra por parte de los nacionales la
ofensiva sobre Santander. Tras la desaparición de Mola en
accidente de aviación y estacionado el frente en Madrid,
Franco avanza hasta conquistar por completo en octubre toda
la zona norte. En Salamanca, cuartel general del
Generalísimo, Philby es un corresponsal ejemplar, que jamás
dio un problema a Pablo Merry del Val, encargado de informar
y atender a los corresponsales extranjeros, ni a Luis Bolín,
que le describió como “un chico muy decente, cuyas
informaciones inspiraban confianza por ser siempre
objetivas”. Para terminar su camuflaje ideológico, Philby
mantuvo una relación amorosa con lady Frances, ardiente
monárquica y mediocre actriz a la que hizo creer que
compartía sus opiniones.
Cuando se desencadenó la ofensiva final sobre Santander, el
corresponsal mandó una información que ilustra la inclinación
nacionalista de todos sus trabajos. Aséptica, descriptiva, muy
documentada, pero descansando sutilmente sobre la abrumadora
superioridad armamentística de los atacantes y su eficacia. La
crónica, publicada el 26 de agosto y fechada dos días antes,
estaba llamada a despertar el interés internacional ya que
describía el avance de tres divisiones italianas. Afirma, por
ejemplo, que los “observadores rusos estaban impresionados por
la actuación de los tanques italianos Fiat-Ansaldos”. El día 26
anota que el entusiasmo de la población ante la entrada de los
nacionales en la ciudad era “inequívocamente verdadero”. The
Times publicó encantado estas notas de su enviado especial,
que atemperaban la marejada de sonoras protestas del Eje
desencadenadas por la crónica de Steer sobre Guernica. Los
compañeros de Philby en España recordaron que no paraba de hacer
preguntas sobre el número de regimientos, divisiones y soldados.
Alguien le vio en contacto con miembros del servicio secreto
británico, por lo que es más que probable que se hubiera
convertido ya en agente al servicio de su majestad británica. Un
funcionario de prensa español, que hacía en el bando nacional lo
que Barea en el republicano, se extrañó de que no recurriera a
las habituales artimañas para intentar obtener información o
pasarla: pensó que era porque se trataba de un caballero, el
representante de The Times.
ARRIBA
Philby siguió el avance de Franco hasta que,
a finales de año, la caravana de coches con periodistas que
había partido de Zaragoza con destino a la batalla de Teruel
paró en un pueblo llamado Caude, situada a unos 12
kilómetros de Teruel. Salieron todos a estirar las piernas,
pero volvieron pronto al interior del vehículo por el
intenso frío. La bomba arrojada por un cañón ruso
–precisamente– impactó de lleno en el coche. Bradish
Johnson, fotógrafo de Newsweek, se desplomó sin vida
con la espalda agujereada y otro norteamericano, Ed Neil, de
la Associated Press, logró salir con la pierna rota
por dos sitios, pero murió un par de días después por la
gangrena. Dick Sheepshanks, de la agencia Reuter, que
charlaba en ese momento con Philby, fue alcanzado en la
cabeza, perdió el sentido y falleció a las pocas horas. El
único que se libró de la muerte y no sufrió más que cortes
en la cabeza y la muñeca fue el corresponsal de The Times.
La prensa internacional publicó las fotos del coche
impactado y de Philby herido.
Curiosamente, un cañón fabricado por los rusos, casi mata a su
mejor topo.
Philby fue trasladado a un hospital y no tardó en mandar una
crónica narrando los acontecimientos de ese día, que tuvo mucha
repercusión en varios países. Pero con una medida e intencionada
modestia, evitó relatar los daños que él había sufrido en el
bombardeo. La modestia sólo era aparente, porque en realidad
Philby temía que si contaba toda la verdad su periódico
reaccionara ordenándole regresar inmediatamente a Londres, con
lo que acabaría su misión de espionaje y ya no podría asesinar a
Franco. Nuevamente, todo le salió bien. Sin haberlo previsto,
otros periodistas sí contaron lo que realmente había pasado y se
convirtió en un héroe en Inglaterra y en España, hasta el punto
de que el general Franco decidió condecorarle personalmente en
un acto que le serviría de propaganda de cara al extranjero.
Philby siguió mandando periódicamente información a Moscú,
esperando que le dieran la orden de ejecutar el plan que había
sido uno de los principales motivos de su llegada a España.
ARRIBA
El 2 de marzo de 1938, Harold Adrian Russell
Philby, el periodista inglés que trabajaba como corresponsal
durante la Guerra Civil española para el diario inglés
The Times, iba a ver por primera vez en persona al
general Francisco Franco, que en Burgos le impuso la Cruz de
la Orden del Mérito Militar, que había sido gestionada por
el general Dávila Arrondo, ministro de Defensa.
La valentía y el arrojo que había mostrado semanas atrás, en la
batalla de Teruel, durante un bombardeo del bando republicano en
el que terminó levemente herido, le habían valido la Cruz Roja
al Mérito Militar, que el jefe del bando nacional le iba a
imponer. También habían pesado bastante las crónicas “objetivas
e independientes” que su prestigioso diario había publicado
sobre distintos acontecimientos de la guerra y en las que se
dejaban traslucir las bondades de Franco y sus soldados.
Muchas personalidades civiles y militares iban a estar presentes
en el importante acto. Destacados miembros del cuerpo
diplomático acreditado, numerosos mandos militares, periodistas
nacionales e internacionales. Kim Philby, tan buen observador
como conversador, habitualmente despreocupado de su apariencia,
pero ese día reconvertido en un perfecto caballero inglés, no
paraba de mirar con discreción a la guardia del general. Allí
estaba su escolta personal, integrada por requetés navarros.
Había leído que en su mayoría eran ex combatientes de los
Tercios de Lácor, Montejurra y María de las Nieves, que
guardaban las dependencias de Franco y su familia. Todos y cada
uno de ellos estaban dispuestos a entregar su vida antes de
permitir que alguien rozara un brazo a Franco. En el trayecto,
Philby había podido ver a numerosos Guardias Civiles que
protegían la zona exterior, sin contar a la Guardia Mora.
ARRIBA
Todos los allí presentes le saludaban como
si fuera uno de ellos, aunque sabían perfectamente que era
un distante periodista inglés. Lo que ninguno, sin
excepción, conocía era que llevaba varios años trabajando
para el NKVD, el servicio secreto ruso. Y que su principal
encargo en territorio español no era informar a Moscú de los
detalles tácticos y estratégicos del conflicto. Su misión
principal era… matar a Franco.
Cuando el fascismo empezó a levantar sus muros en Europa, Stalin
duplicó su trabajo de limpieza interior para combatir ferozmente
a los nuevos enemigos del comunismo, ideología que él deseaba
exportar a todo el mundo. En octubre de 1936 dirigió una carta a
los comunistas españoles en la que dejaba sobradamente claras
sus intenciones futuras: “La liberación de España del yugo de
los reaccionarios fascistas no es sólo de la incumbencia de los
españoles, sino la causa común de toda la humanidad
progresista”.
Antes de iniciarse la Guerra Civil española, Stalin tomó la
decisión personal de acabar con la vida de Franco, quien era uno
de los representantes más detestados de su odiado fascismo. Para
el cumplimiento de la delicada misión contó con Nikolai Yezhov,
jefe de la NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos
Internos, precursor del conocido KGB, aunque todavía más temido
y odiado. Los dos años en que Yezhov mandó la NKVD fueron de una
crueldad sin límites. Llevó a cabo las purgas requeridas por
Stalin con un sadismo que le valió el apodo de “enano
sangriento” –medía poco más de un metro y medio–. Muchos fueron
los dirigentes extranjeros que ordenó matar, y en la mayor parte
de los casos con éxito. Uno de ellos fue Andrés Nin, asesinado
en España en 1937. Nin había fundado el Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM), más cercano a Trotski que a Stalin,
motivo por el cual terminó siendo detenido en plena guerra,
luego fue torturado y finalmente asesinado. Otra muesca en la
lista de éxitos de Yezhov.
El jefe de la NKVD encargó a uno de sus hombres, Theodor Maly,
que había sido destinado a Londres a principios de 1936 como
jefe de las operaciones encubiertas, que buscara entre sus
agentes ingleses a uno que pudiera infiltrarse en España, que no
despertara recelos entre los fascistas, para asesinar al general
Franco. El plan estaba en marcha, sólo hacía falta encontrar la
mano que tuviera la audacia y el valor para empuñar el arma.
El elegido iba a ser Kim Philby, uno de los mejores espías del
siglo XX. Un hombre que desde los veinte años estuvo metido en
el espionaje y jamás contó a su famoso padre o a alguna de sus
numerosas mujeres la doble vida que llevaba. Precisamente su
padre le ayudó en sus inicios, siempre ignorante de los
peligrosos manejos de su hijo.
ARRIBA
A los
pocos meses de aquel bombardeo, su principal jefe, Theodor
Maly, fue llamado a Moscú, donde la fiebre de traidores que
padecían Stalin y el jefe del NKVD, Yezhov, hizo que fuera
asesinado. Otto también fue retirado de Londres pero no le
asesinaron. Algo que sí hicieron poco después con el jefe de
ambos, Yezhov. La desaparición de sus contactos rusos pudo
ser el motivo, nunca suficientemente explicado, por el que
finalmente Philby no intentara ejecutar la orden de
asesinato.
Documentos confidenciales desclasificados en noviembre de 2001
por el servicio secreto británico detallan que el general Walter
Krivitsky, un desertor soviético, había confirmado la existencia
de la operación, aunque sin dar el nombre de Philby. Decía que
el encargado de ejecutar el asesinato era un joven inglés,
periodista de buena familia, idealista y fanático antinazi. Una
descripción que señala indudablemente al jefe del clan de
Cambridge, que durante muchísimos años más estuvo espiando al
servicio secreto inglés para los rusos.
ARRIBA
Finalizada la contienda española, Philby
logró burlar los exhaustivos controles del Servicio Secreto
británico y, de vuelta a la isla inglesa, alcanzó la
jefatura de la sección antisoviética. No en vano, Londres le
llegará a considerar el hombre perfecto y de confianza para
mantener relaciones diplomáticas con el Servicio de
Inteligencia de Washington. Es nombrado jefe del
Departamento Nueve, que se encargaba directamente de la
contrainteligencia soviética. De este modo, Philby tiene
acceso a los dos servicios de Inteligencia más potentes del
mundo, cuyos planes y estrategias eran revelados de
inmediato al enemigo a batir: Moscú. Teóricamente, su misión
es combatir las operaciones de la Inteligencia rusa en suelo
británico, pero en realidad actúa como un apéndice del
mismo. Su misión era captar a los disidentes soviéticos para
después delatarlos.
Además del papel que el espía británico desempeñó en la Guerra
Civil española, sería durante la Segunda Guerra Mundial cuando
realmente puso en práctica los conocimientos aprendidos durante
la contienda española. Así, se encargará de dar la voz de alarma
al NKVD al conocer que los enviados de Hitler y Churchill se
habían reunido para negociar en secreto la firma de un
armisticio a espaldas de los soviéticos, de manera que nadie en
Occidente pudiera levantar la voz contra la posterior invasión
del territorio ruso por parte de las tropas alemanas. La Unión
Soviética llegará a tiempo para variar el curso de la contienda
mundial.
Junto a sus tres amigos –Blunt, MacLean y Burguess–, Philby era
la cuarta pata de un círculo históricamente conocido como Los
Cuatro de Cambridge. El reclutamiento de ninguno de ellos
había sido al azar. La NVKD tan sólo seleccionaba personas aptas
para trabajar para el Gobierno británico y que a su vez
difícilmente pudieran ser reconocidos como comunistas. MacLean,
Burguess y Blunt, abiertamente homosexuales, estaban alejados
del perfil ideal del agente soviético. Philby, simplemente era
hijo de uno de los más respetados miembros del servicio exterior
inglés. Sin duda alguna, la pieza más importante de todo el
grupo fue Philby, quien desde su puesto en el MI5, y como
controlador de todo lo que entraba y salía de la Inteligencia
británica, era capaz de sabotear cualquier investigación que
fuera por buen camino. Nadie sospechó de la doble actividad del
espía con más éxito hasta que dos de sus compañeros –MacLean y
Burguess– desertaron a la Unión Soviética en 1951. Él haría
exactamente lo mismo en 1964.
Indro Montanelli, corresponsal que coincidió con Philby en
Salamanca y luego en la cobertura de Santander, escribió en
“Memorias de un periodista”: “Una mañana llamó a mi puerta
un periodista inglés que me pareció que se encontraba ya en
estado avanzado de embriaguez”. Philby le dijo que le habían
echado de su habitación porque no pagaba y que en España el
whisky era muy caro. Se acomodó en la habitación de Montanelli y
se dedicó a “saquear” no sólo su información sino también sus
pertenencias. Hasta que un día desapareció “aquel borrachín
gandul, y lo lamenté porque en el fondo me caía simpático”.
Veinticinco años después, cuando se pasó a la URSS, reconoció su
foto en los periódicos. Le envió sus saludos y Philby le
contestó con una caja de caviar y una nota que decía: “Gracias
por todo, incluidos los calcetines”.
En el transcurso de su vida, Philby habrá de hacer frente a los
insultos de sus más acérrimos detractores, sobre todo en las
filas británicas. Tras su fallecimiento, ocurrido el 11 de mayo
de 1988, en las páginas de un conocido periódico británico podía
leerse el deseo de un periodista que esperaba que hubiera tenido
"una larga agonía". Sus amigos, sin embargo, lamentaron la
pérdida de un hombre excepcional. Los funerales se celebraron
frente al cuartel general del KGB en Moscú. Miles de ciudadanos
le rindieron un sentido homenaje a los acordes de la Marcha
fúnebre de Chopin. La Unión Soviética le concedió la Orden de
Lenin, mientras que un sello con su rostro circuló durante años
por todo el país como homenaje póstumo.
ARRIBA
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