Carlos Semprún Maura nació en Madrid el 23 de noviembre de 1926.
Escritor, dramaturgo y periodista, principalmente en lengua francesa.
Carlos pertenecía a una familia de clase alta. Era nieto, por
parte de su madre, del político conservador Antonio Maura, cinco veces
Presidente del Gobierno durante el reinado de Alfonso XIII. Su padre fue el
intelectual republicano José María Semprún y Gurrea, profesor y jurista,
gobernador civil de provincia al comienzo de la República. Representó como
diplomático al Gobierno republicano en el período de la Guerra Civil española.
Amigo de José Bergamín, que prefirió instalarse en Holanda, el País vasco
francés y la periferia parisina, al final de la Guerra Civil española, aunque
era amigo personal del embajador de España en París, a quien pidió ayuda cuando
uno de sus hijos mayores fue detenido por la Gestapo. Continuó en el exilio
durante el Régimen de Franco
Por la rama paterna, Carlos Semprún Maura, era sobrino-nieto del
que fuera alcalde de Madrid y Valladolid Manuel de Semprún y Pombo, del que
fuera senador del Reino José María de Semprún y Pombo y de la hermana de los
anteriores, Clotilde de Semprún y Pombo (condesa de Cabarrús y vizcondesa de
Rambouillet por matrimonio con Cipriano Fernández de Angulo y de Cabarrús). Era,
por tanto, bisnieto del que fuera senador electo y vitalicio, así como
vicecónsul de Portugal, José María de Semprún y Álvarez de Velasco (casado con
Carmen Pombo Fernández de Bustamante), sobrino-tataranieto de Juan Pombo Conejo
(I Marqués de Casa-Pombo) y primo-segundo del que fuera alcalde de Valladolid
entre los años 1957–1961 José Luis Gutiérrez de Semprún.
Con sus hermanas y hermanos, Carlos vivió en las afueras de
París todas las peripecias de los distintos destierros políticos, sufriendo en
su carne la crisis familiar precitada por algunas decisiones íntimas de su
padre. Una de sus hermanas fue amiga del cantante Luis Mariano. Su hermano
Jorge, también escritor, fallecido el 7 de junio de 2011 a los 87 años de edad,
comenzó siendo su mentor, para terminar convirtiéndose en su más íntimo enemigo.
Carlos no tuvo una escolarización fácil ni terminó ninguna
carrera. Entró muy joven en la clandestinidad política, afiliado al PCE, como su
hermano Jorge.
Más allá de la política más o menos subversiva, la gran pasión
de Carlos fue el teatro. Escribió medio centenar de obras teatrales,
radiofónicas, muchas de ellas. Varias fueron estrenadas con éxito en París. Son
famosas L’Homme couché y Le blue de l’eau-de-vie. Quizá sea la
parte de su obra más hondamente desconocida, en su patria, España, cuya historia
estuvo siempre en el atormentado corazón de sus pasiones más nobles y
empecinadas.
Como historiador y memorialista, escribió libros canónicos en su
especialidad, las colectivizaciones anarco-sindicalistas durante la revolución y
guerra civil de 1936- 1939: Revolución y contrarrevolución en Cataluña, o
Ni Dios, ni amo, ni CNT. Como novelista, escribió obras significativas,
como El año que viene en Madrid, El día en que me mataron,
El ladrón de Madrid, Las barricadas solitarias o Las aventuras
prodigiosas.
Tras romper sucesivamente con el PCF, los grupúsculos
trostkistas que animaron Castoriadis y el grupo Socialismo o Barbarie, la CNT y
diversos grupúsculos anarquistas, Carlos descubrió su última y más polémica
vocación de memorialista y polemista temible, escribiendo en francés y español,
indistintamente. Su ensayo Vida y mentira de Jean-Paul Sartre
sufrió penosas aventuras editoriales. Sus libros de memorias, Franco est mort
dans son lit y El exilio fue una fiesta, entre otros, roturaron
páginas importantes sobre las más tortuosas peripecias del exilio español.
El PCE, Santiago Carrillo y su hermano Jorge fueron algunos de
sus obsesivos blancos privilegiados. Nadie como él ha contado intimidades del
exilio comunista, con una crudeza y conocimiento íntimo, excepcional. Las
historias reconstruidas por Carlos sobre la verdadera actividad de su hermano
Jorge, en el campo de concentración alemán de Buchenwald, al que calificaba
expresamente de kapo al servicio de la burocracia nazi, son páginas que tienen
acentos de tragedia griega.
Carlos rompió con el comunismo tras la entrada de los tanques
soviéticos en Budapest en el año 1956. Abandonado el comunismo, Carlos siguió la
militancia antifranquista en otros grupos de la izquierda y anarquistas. En la
década de 2000 su evolución lo situó en posiciones muy críticas hacia la
izquierda en general y muy cercanas a la derecha.
Fue crítico de cine en Diario 16 y colaboraba
habitualmente en Libertad Digital y en La Ilustración Liberal con
sus Crónicas cosmopolitas y su Carta de París, siendo uno de sus primeros
columnistas.
Falleció en París el 23 de marzo de 2009.
ARRIBA
En el libro
Revolución y contrarrevolución en Cataluña, escrito por
Carlos Semprún entre 1969-1971, en el Capítulo III de la
obra nos muestra la gran influencia de Stalin en la Guerra
Civil española. Por su gran interés procedemos a su
trascripción. |
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ARRIBA
El papel de las
democracias occidentales, Francia y Gran Bretaña
particularmente, en la guerra civil española, es
relativamente bien conocido. Se conocen la indecisión de
Blum, la política de no intervención y sus consecuencias, la
falsa neutralidad de los conservadores británicos, entonces
en el poder, que se inclinaban cada vez más hacia los
franquistas, etc. El apoyo material de la Alemania nazi y de
la Italia fascista está en la mente de todos, aunque muchas
veces se exagere su importancia, atribuyendo a la ayuda
militar de dichos países la única o casi la única
responsabilidad de la derrota de los “republicanos” y así no
tener que hablar de los errores de estos últimos. Pero, por
el contrario, el papel de la URSS ha sido mucho más
controvertido, cosa que, a fin de cuentas, es normal porque
pasa lo mismo con todo lo que se relacione con la “gran
mentira estalinista”.
La guerra de España
todavía forma parte de la buena leyenda comunista. El
«Epinal» estalinista habla hasta la saciedad de la “ayuda
desinteresada del gran pueblo hermano”, de las Brigadas
Internacionales, de los prestigiosos jefes militares, comunistas
todos ellos, evidentemente, españoles o extranjeros.
Los nuevos
peregrinos en busca de un “socialismo con rostro humano”, como
Arthur London o Charles Tillon, han reivindicado en voz muy alta
no sólo su participación personal en el conflicto, sino también
la participación de los comunistas (IC, PCE, URSS inclusive)
como una página gloriosa de su historia, que sería la
justificación (entre otras muchas, por supuesto, pero ésta es
especialmente importante) de sus treinta años –o más– de
estalinismo incondicional. Este argumento, polémico y jesuítico
a la vez, permite oponer la leyenda dorada, heroica del
comunismo, de la que la guerra de España es, según ellos, uno de
los más hermosos ornatos, a la “oscuridad” de los campos de
exterminio, de las cárceles, de las torturas, de los procesos
pre-fabricados, en una palabra, del terror estalinista. La
rentabilidad de este tipo de actitud es segura: se opone lo
“bueno” a lo “malo” de la tradición comunista para hacer notar
que lo “bueno” es más importante y para justificar así al
estalinismo, como período histórico necesario; y al mismo tiempo
para justificarse a sí mismos. En política hay que salir a flote
como se pueda.
Pero el éxito de
este tipo de operación implica una ignorancia absoluta de los
acontecimientos, porque en ninguna otra parte la acción del
aparato comunista internacional ha sido tan abiertamente
contrarrevolucionaria como en España; en ninguna otra parte,
fuera de los llamados países “socialistas”, la represión
policíaca estalinista ha desempeñado un papel tan considerable,
ni ha gozado de tanta libertad de acción. Los “crímenes del
estalinismo” durante la guerra civil española llenarían varios
volúmenes. No es esto lo que me propongo hacer, pero hay que
hablar de ello porque el papel de la URSS (y de los comunistas
españoles) ha sido definitivo en el aplastamiento de la
experiencia revolucionaria catalana.
Para mí, dicho sea
de paso, no existe contradicción alguna entre la política
contrarrevolucionaria de la URSS hacia España y su “naturaleza
social”. Tampoco tiene nada de escandaloso a pesar de lo que han
dicho y de lo que dirán muchos comunistas “de izquierda”,
trotskistas o no –empeñados obstinadamente en clarificar la
“lección de Octubre”–: al ser el sistema social “soviético” uno
de los más reaccionarios del mundo (opresor, policiaco,
rígidamente jerarquizado) habría sido, como poco, asombroso, que
hubiese ayudado a la Revolución española en vez de servir a sus
intereses de “gran potencia”.
En enero de 1933
Hitler tomó el poder en Alemania; el 21 de octubre de 1933
Alemania notificó su dimisión de la SDN. Ante la escalada de las
potencias bélicas, la postura de la URSS fue en un principio de
expectación. Si Hitler era fiel a los términos del tratado de
Rapallo, Stalin estaba dispuesto a entenderse con él; como se
entendía con Mussolini, el único jefe de Estado extranjero que
nunca fue atacado personalmente por la prensa soviética de la
época y con quien, Litvinov, el entonces comisario del pueblo
para asuntos extranjeros, declaró que mantenía “las más
cordiales relaciones”.
Los «Isveztia»
del 4 de marzo de 1933 declararon “que la URSS era el único país
que no tenía sentimientos hostiles hacia Alemania, cualquiera
que fuese la forma y composición de su gobierno”. A finales de
1933 «Pravda» escribía también que la clase obrera no
tenía porqué hacer distinciones entre Estados fascistas y
Estados pseudo democráticos. Pero los Estados fascistas se
encargarían por sí mismos de hacer esa distinción y, el 28 de
diciembre de 1933, Molotov, en la sesión del Comité Central
ejecutivo sobre asuntos extranjeros, lamentó que durante el año
transcurrido “algunos grupos directivos de Alemania hubiesen
intentado revisar las relaciones de dicho país con la URSS”. No
obstante, reafirmó que “la URSS, por su parte, no tiene motivo
alguno para modificar su política hacia Alemania”.
Cuando quedó
demostrado que de momento no había perspectivas de mejorar las
relaciones con la Alemania nazi (tales perspectivas surgirían
más adelante y la URSS se precipitaría a firmar el pacto
germano-soviético en 1939), Stalin decidió consolidar sus
relaciones con las demás potencias occidentales. A finales de
1933 la URSS había obtenido ya el reconocimiento de jure de los
Estados Unidos. Las negociaciones con Francia, iniciadas en la
primavera de 1933, la llevaron a entrar en la SDN, con sede
permanente en el Consejo, el 18 de septiembre de 1934. Después
de que Alemania se hubiera marchado de esta organización
–antepasado de la ONU–, así como Italia y Japón, la URSS
pretendió transformar aquello que hasta ayer mismo era todavía
“una liga de forajidos imperialistas en defensa del tratado de
bandidaje de Versalles”, en un elemento eficaz para su
diplomacia. Las negociaciones con Francia culminaron además en
la firma de un tratado franco-soviético de “ayuda, mutua en caso
de agresión no provocada de un Estado europeo”. El tratado fue
firmado en París, el 2 de mayo de 1935. Según el «Petit
Parisien» de 20 de junio de 1935, “el presidente del
Consejo, M. Laval, puntualizó que se había incluido el párrafo
relativo a la política de defensa nacional del Gobierno francés
por iniciativa de Stalin”.
Stalin había
conseguido imponer en la URSS y en la Internacional Comunista el
período “autárquico” de su política: prioridad absoluta al
refuerzo del potencial económico e industrial de Rusia y, en el
exterior, una política de alianzas con quien fuese, para
garantizar su tranquilidad, y esto también con el mismo fin. En
resumen, ayer como hoy, ya se trate del pacto con Laval o del
pacto germano-soviético, ya se trate de España o de
Checoslovaquia, etc., la política exterior soviética siempre ha
intentado defender los intereses de gran potencia de la URSS en
detrimento de cualquiera si fuese necesario y según una de las
más retrógradas tradiciones diplomáticas de los grandes Estados
imperialistas.
Si bien hoy algunos
partidos comunistas hacen muecas ante algunas intervenciones
demasiado abiertamente imperialistas de la URSS –y todo para
intentar complacer a sus colegas de la clase política– ayer, “la
armada mundial del proletariado” obedecía con disciplina y
seguía con gran ímpetu todos los zigs-zags de la política
exterior soviética y, como la URSS jugaba la baza de la alianza
con las democracias occidentales “contra el fascismo”, los PC le
seguían, como iban a seguirla a raíz del giro provocado por el
pacto germano-soviético de 1939.
La teoría del
“socialismo en un solo país”, coartada ideológica del
neo-nacionalismo de la burocracia rusa, había triunfado en el VI
Congreso de la IC, que proclamó en sus resoluciones: “... el
proletariado internacional, cuya única patria es la URSS, la
fortaleza de sus conquistas, el factor esencial de su liberación
internacional, tiene el deber de contribuir al éxito del
socialismo en la URSS y de defenderla por todos los medios de
los ataques de las potencias imperialistas”.
Este lenguaje de
Señor que se dirige a sus vasallos, se consolidaría a raíz del
VII Congreso de la IC, iniciado en Moscú el 25 de julio de 1935.
La URSS, es, más que nunca: “el factor más importante de la
historia del mundo”.
Durante este
congreso se iba a formular teóricamente la política de alianzas
internacionales y nacionales del “frente popular” y del
“antifascismo”, dejando de lado los oropeles “izquierdistas”,
las consignas como “clase contra clase” y la crítica del
“social-fascismo”. Dicha teorización exigía que se mantuviese
una etiqueta revolucionaria para la política del Frente Popular
y de la defensa de la democracia burguesa. Dimitrov declaró:
«Hace quince años, Lenin nos recomendaba “buscar formas de
transición o de acercamiento a la revolución proletaria”. Parece
que en muchos países el gobierno de frente popular demostró ser
una de las formas de transición más importantes».
En sus resoluciones
finales, el VII Congreso convocó a los partidos comunistas para
luchar por la formación de un “amplio frente popular con las
masas trabajadoras que todavía estaban alejadas del comunismo
pero que, a pesar de todo, podían unirse a nosotros en su lucha
contra el fascismo”.
En España, el
Frente Popular había ganado las elecciones de febrero de 1936 y
en plena expansión de la política frentepopulista estalló la
crisis revolucionaria de julio de 1936. Esta revolución rebasaba
ampliamente el marco antifascista y parlamentario del tipo
Frente Popular; en realidad, rebasaba todos los marcos, todos
los programas y todas las previsiones, como ocurre con todas las
revoluciones de verdad. Pero como, la Revolución española
contradecía los intereses de la URSS –lo cual era lógico–, el
aparato comunista hizo lo posible por contenerla y así ahogarla.
En este sentido, las tribulaciones del Partido Comunista español
son bastante cómicas: en abril de 1931, cuando, según la
historia oficial, el partido apenas contaba con 800 militantes,
los dirigentes comunistas acogieron la instauración de la
República con el grito de “¡Todo el poder para los Soviets”!
“¡Abajo la República burguesa!”. En el Congreso de 1932, la
dirección de Bullejos fue excluida por haber lanzado la consigna
“oportunista” de defender la República contra el pronunciamiento
del general Sanjurjo (pronunciamiento que fracasó, pero Sanjurjo
se unió a Franco y a Mola a la cabeza del putsch de julio de
1936). Pero cuando el movimiento de masas se radicalizó
efectivamente y cuando la insurrección de Asturias en octubre de
1934 hubo demostrado la fuerza de la corriente revolucionaria en
el país, entonces, los dirigentes comunistas, obedeciendo a las
consignas de la IC, decidieron que la Revolución española no era
socialista sino simplemente democrático-burguesa.
Cuando, después de
la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y
ante la presión revolucionaria de las masas, Largo Caballero,
líder del ala izquierda del Partido Socialista y de la UGT,
propuso la formación de un “gobierno obrero” del que quedarían
excluidos los republicanos, el PC se opuso. José Díaz, el
secretario general, escribió en el órgano de la Komintern:
«Debemos luchar contra todo tipo de manifestación de impaciencia
exagerada y contra toda tentativa de que se rompa el Frente
Popular prematuramente. El Frente Popular debe continuar.
Todavía nos queda mucho camino por recorrer junto a los
republicanos de izquierda».
En realidad, de lo
que se trataba era de frenar el movimiento de masas que se
inclinaba cada vez más “a la izquierda”, de retenerle en los
límites del antifascismo, es decir, de la alianza con la
burguesía liberal; también se trataba de reforzar la influencia
del PC, que hasta ese momento era sólo un pequeño partido,
dentro de las organizaciones obreras. Con el consentimiento de
Largo Caballero, el PC disolvió la CGTU, su sindicato afiliado a
la Internacional Sindical Roja, e “invitó” a sus miembros a
adherirse a la UGT. No se trataba de una fusión propiamente
dicha, dado el raquitismo del sindicato comunista. Pero en
algunas regiones, en Cataluña sobre todo, los estalinistas se
procuraron algo más tarde el control de la sección catalana de
la UGT. Otra operación que resultaba más inmediatamente rentable
para el PC: la fusión de las juventudes comunistas y
socialistas, que tenían respectivamente 3.000 y 50.000 miembros
en el seno de la Juventud Socialista Unificada. A pesar de su
posición minoritaria, los estalinistas consiguieron rápidamente
el control casi total de la organización de Juventud Unificada,
a la que convirtieron en un instrumento eficaz de su política
durante la guerra civil. Pero sus ambiciones eran todavía más
vastas y quisieron realizar la misma operación con los partidos
comunista y socialista. Sus negociaciones a este respecto con el
ala izquierda del Partido Socialista (tendencia de Largo
Caballero) llegaron a estar bastante avanzadas, pero el proyecto
fracasó (excepto en Cataluña) no tanto por su subordinación a la
URSS –país que gozaba entonces de gran prestigio en amplios
sectores socialistas de izquierda– como por su concepción del
Frente Popular y de la etapa “democrática” en la que querían
encerrar a la potente lucha de las masas “para que cambiaran las
cosas”. Sus concepciones sobre política interior, estaban mucho
más próximas, eran casi idénticas, a las de los socialistas de
derecha –tendencia Indalecio Prieto– quienes, en cambio, no
querían ni oír hablar de fusión con los estalinistas.
Esta contradicción
no llegó a resolverse, y durante la guerra civil los
estalinistas se asociaron a los socialistas de derechas y a los
republicanos para luchar contra todas las corrientes
revolucionarias, ya fuesen socialistas, anarquistas o poumistas.
Desde “¡Todo el
poder para los Soviets!” de 1931 hasta la “lucha en defensa de
la República democrática” de 1936 –y todo lo demás–, los virajes
del PCE no sólo eran debidos a su subordinación a Stalin vía la
IV; había otros motivos que también tenían su influencia. Desde
este punto de vista, seria absurdo no tener en cuenta la lógica
interna de toda organización de este tipo, que en 1931 no era
más que un “grupúsculo” sectario, que vivía en un “otro lugar”,
por así decirlo, revolucionario (la URSS ayer, la China hoy),
que se identificaba tanto con ese “otro lugar” que hasta repetía
mecánicamente sus “consignas”, que despreciaba las mediaciones
porque no tenia ninguna influencia sobre ellas, etc. En pocos
años, gracias a una habilidad maniobrera muy acertada para
utilizar el contexto de Frente Popular, penetró en el terreno
del juego político clásico, vio cómo sus electores primero
existían y después aumentaban, entró en el Parlamento y pasó de
la vida cavernícola de las sectas a las mesas redondas de las
combinaciones políticas, donde, aunque minoritario al principio,
consiguió bastante deprisa (en el caso del PCE) marcarse algunos
tantos. Se trata de un proceso clásico dentro del movimiento
obrero y siempre actual. Den diez diputados a la Liga Comunista,
en Francia, por ejemplo, ¡y verán ustedes los resultados!
La política
extranjera de la URSS estaba condicionada en este período por el
deseo de Stalin de impedir que Gran Bretaña y Francia se
entendiesen con HitIer a sus espaldas. Ante esta posibilidad,
los partidos comunistas occidentales iban a intentar convertirse
en los mejores defensores del orden burgués republicano. En
Francia, rompiendo el poderoso movimiento de ocupación de las
fábricas de mayo-junio de 1936 (ocasión en la que Maurice Thorez
se distinguió por su famosa consigna “empresarial”: “¡Hay que
saber acabar una huelga!”). En España, aunque no pudieron
impedir que la ola de huelgas culminara en la guerra civil
revolucionaria, los estalinistas lucharon encarnizadamente para
“que se acabe de una vez con las tentativas de los sindicatos y
de los comités de poner en práctica el socialismo”, como declaró
en mayo de 1937, con un maravilloso e involuntario sentido del
humor, Jesús Hernández, por aquel entonces dirigente del PCE.
ARRIBA
Broué y Temime
ven tres fases en la actitud soviética respecto a la guerra
de España:
– Primero, una
posición de neutralidad de hecho, acompañada de ostensibles
testimonios de simpatía y de solidaridad,
– A partir de
octubre de 1936, un considerable esfuerzo de ayuda militar
que correspondió a una toma de posición vigorosa en favor de
la República en el Comité de No-Intervención.
– Por último, a
partir del verano de 1938, una disminución progresiva de la
ayuda militar que culminó en el abandono total de la
República.
Estas tres etapas
son lógicas en el contexto de la diplomacia soviética: primero,
expectativa ante una revolución imprevista e inoportuna que
parece que estaba, si no, dominada, al menos sí ampliamente
influenciada por los anarquistas; expectativa también, por
conocer las reacciones de Francia y Gran Bretaña. Seguidamente,
ayuda, pero una ayuda destinada no al triunfo de la revolución
sino a su aplastamiento; ayuda que le permitía tener una gran
influencia política utilizada hábilmente en un sentido
contrarrevolucionario. Por último, abandono no sólo de una
“causa perdida”, sino también a causa de una inversión en las
alianzas, del nuevo giro de la diplomacia soviética que culminó
en el pacto germano-soviético.
Fernando Claudín,
antiguo dirigente del PCE, critica en su libro -en este mismo
sentido aunque de un modo algo más comedido– la postura de la
URSS:
«La URSS no
podía eludir su deber de solidaridad activa con el pueblo
español en armas, so pena de desacreditarse ante el
proletariado mundial. Este deber coincidía, por un lado, con
la orientación anti-hitleriana de la política exterior
soviética en ese período. Pero por otro lado entraba en
conflicto con las modalidades, digamos tácticas, de dicha
orientación. A este nivel, el objetivo número uno de la
política soviética era consolidar la alianza militar con
Francia y llegar a un entendimiento con Inglaterra. Pero ni
la Francia burguesa de Blum, ni la Inglaterra conservadora
de Chamberlain, podían admitir la victoria de la revolución
proletaria en España. Contribuir a su victoria significaba,
para el Gobierno soviético, ir a la ruptura con ambas
potencias. La única posibilidad aparente de conciliar la
“ayuda a España” con los citados objetivos de la política
exterior soviética era que el proletariado hispano no fuera
mas allá de lo que, en último extremo, podía ser admisible
para la burguesía franco inglesa. Y lo más que ésta podía
aceptar es que en España existiese una República
parlamentaria. Democrática, antifascista, frentepopulista
incluso, todo a la izquierda que se quiera, pero...
¡burguesa! ¡Sobre todo burguesa!»
Por mi parte, no
creo que el miedo a desacreditarse ante el “proletariado
mundial” haya tenido tanto peso en las decisiones de los
dirigentes estalinistas. En efecto, ¿acaso Moscú no abandonó
toda su estrategia antihitleriana y firmó el pacto
germano-soviético (con los “asesinos de la República española”),
apenas terminada la guerra de España, realizando así una
inversión total de sus alianzas, sin temer, según parece, que su
nueva alianza con los “peores enemigos del proletariado mundial
y de toda la humanidad progresista” le desacreditase ante nadie?
La ayuda de la URSS
a España obedecía a motivos más sutiles que el miedo a
desacreditarse ante el “proletariado mundial” –digamos más bien
ante el movimiento comunista– que ya estaba acostumbrado a
tragarse todo sin protestar, aun cuando los estalinistas hayan
utilizado esa “ayuda” (hablando claro: la venta de armas a alto
precio a la República) para su propaganda.
Para mí, el
objetivo esencial era la posibilidad que se les ofrecía de
controlar la política del Gobierno republicano, primero para
sofocar la revolución, pero también para utilizarla como una
pieza más en el tablero diplomático europeo, como eventual
moneda de cambio, sin que por ello, evidentemente, tuviese que
romper con los gobiernos francés e inglés. También podían
presentarse como los mejores defensores de la República
española, legal y moderada, frente al fascismo, etc. Esta
táctica ofrecía numerosas posibilidades a la diplomacia
soviética, lo que no quiere decir que haya triunfado plenamente.
También ofrecía
posibilidades en el plano interno y en el plano político (aunque
sólo fuese para correr un tupido velo sobre las dificultades de
todo tipo y sobre la oleada ascendente de los procesos a la
vieja guardia bolchevique y las deportaciones en masa).
La primera decisión
del Gobierno soviético fue la de anunciar, el 3 de agosto de
1936, que se deduciría el 1% de los salarios mensuales de los
obreros y empleados que trabajaban en las fábricas y oficinas
del Estado, en concepto de ayuda a la República española. Por
supuesto a España no llegó ni un céntimo. Por todo el país se
organizaron movimientos de solidaridad pidiendo a los
trabajadores que se apretasen un poco más el cinturón y que
aumentaran la producción “para España”, cosa que era un buen
tema de agit-prop para aumentar el esfuerzo de
industrialización. Se presentaron algunos voluntarios ante las
organizaciones del Partido para luchar en España, conmovidos sin
duda por el reclamo publicitario. Fueron detenidos y deportados
a Siberia, como observa Victor Serge en sus Memorias. Y
cuando fue creado el Comité de No-Intervención, la URSS se
asoció inmediatamente, siempre para complacer a los franceses y
a los ingleses.
Jesús Hernández,
antiguo dirigente del Partido Comunista Español y ministro
republicano durante la guerra civil, cuenta en su libro La
Gran Traición:
... Cuando
todavía sonaban en los oídos del mundo aquellas palabras de
Stalin que nos habían parecido tan hermosas: “La causa del
pueblo español no es un asunto privado de los españoles, es
la causa de toda la humanidad avanzada y progresista”, el
Kremlin respondía al Gobierno francés, que le había
preguntado cuál sería el comportamiento de la Unión
Soviética en el caso de que Francia se viese amenazada por
haber ayudado al Gobierno de Madrid: “El pacto
franco-soviético de 1935 nos obliga a una ayuda recíproca en
el caso de que uno de nuestros países fuese atacado por otra
potencia, pero no en el caso de guerra causada por la
intervención de uno de nosotros en los asuntos de otra
nación”.
No es improbable
que la prudente actitud de la URSS (así como de Gran Bretaña)
haya contribuido en gran medida a las tergiversaciones del
gobierno Blum.
A principios del
mes de septiembre de 1936 se celebró en Moscú una reunión
extraordinaria del Politburó durante la cual Stalin anunció su
decisión de ayudar a la España republicana en su lucha contra
Franco. W. G. Krivitsky, que en aquella época era el jefe del
espionaje militar soviético en Europa occidental cuenta que
recibió dos días más tarde el siguiente mensaje:
«Amplíe
inmediatamente sus operaciones para abarcar la guerra civil
española. Movilice a todos los agentes y todos los medios
disponibles para crear rápidamente un sistema de transporte
de armas a España». Pero como
también había que vigilar “el buen uso” que se hiciera de
ellas, Stalin ordenó a Iagoda, por entonces jefe del NKVD,
que instalara una red en España. El 14 de septiembre Iagoda
convocó una conferencia de urgencia en la Lubianka, sede de
la policía secreta política de Moscú –y todavía hoy, prisión
famosa–. Durante esta conferencia se nombró a un oficial
veterano de la NVKD para que dirigiera las redes en España;
era Nikolsky, que operó con el nombre de Orlov. En esa época
se estaba perfilando un importante movimiento de solidaridad
que se concretizó en la partida de voluntarios para España.
Algunos de éstos no eran ni mucho menos comunistas
estalinistas (ni tan siquiera comunistas) y su contacto con
la realidad revolucionaria de España (así como la
experiencia que algunos tenían de la dictadura estalinista)
representaba un peligro político para el estalinismo. Los
agentes de la NKVD debían hacer que reinase el orden entre
estos voluntarios. Por lo tanto tenían que infiltrarse y
controlar a las “Brigadas Internacionales” con un doble fin:
el de capitalizar su valor en el combate (que muchas veces
fue real). Únicamente en provecho del estalinismo y el de
liquidar a todos sus oponentes reales o “potenciales”.
Algunos de estos hombres, como André Marty, secundaron con
tal eficacia a la NKVD en esta segunda labor que aquél se
ganó el sobrenombre de “carnicero de Albacete”.
Pero la ayuda
militar de la URSS no era gratuita. Como es sabido, la
República había pagado las armas por adelantado y con oro.
El oro del Banco de España fue embarcado, el 25 de octubre
de 1936, en Cartagena con destino a Odessa. Esta operación
la dirigió Negrín, entonces Ministro de Finanzas, de acuerdo
con sus colegas del Gobierno republicano. La cantidad exacta
representada por ese oro ha sido muy discutida, pero se ha
indicado que podían ser unos 510 millones de pesetas,
aproximadamente. Tampoco conocemos la cantidad exacta de
armas que enviaron los soviéticos. Según un documento del
Departamento de Estado americano citado por Cattell y
recogido por Broué y Temime: «El 25 de marzo de 1937, de 460
aparatos republicanos había 200 aviones de caza, 150
bombarderos y 70 aviones de reconocimiento rusos. Eran,
sobre todo, bombarderos Katiuska y cazas I.15 e I.16,
superiores a los primeros aparatos alemanes, pero muy
inferiores a los Messerschmidt. Casi todos los tanques eran
igualmente de origen ruso: los carros de 12 y 18 toneladas
eran rápidos y estaban bien armados».
Gran parte del
material comprado con el oro español era –según los testimonios
del Presidente vasco Aguirre y también según el propio Krivitsky–
un material envejecido y muchas veces inutilizable, que “databa
de la guerra de Crimen” dijo Aguirre. Como la URSS formaba parte
del Comité de No-Intervención, la IC y la NKVD, crearon toda una
serie de sociedades para comprar y transportar armas a la zona
republicana y así quitar responsabilidades al gobierno soviético
(que en cambio no soltó ni un gramo del oro recibido).
«...En casi
toda Europa, en París, Londres, Amsterdam, Zurich, se habían
creado empresas controladas por Moscú cuya misión era la de
proporcionarnos armas como si se tratase de un comercio
normal de país a país. Naturalmente, estos negocios se
montaban con el dinero del Estado español. Aunque ya no
dependiésemos exclusivamente del avituallamiento ruso,
seguíamos encadenados a Moscú porque todas esas oficinas de
compra las controlaban hombres del Kremlin que siempre
podían aumentar o disminuir las expediciones, vinieran de
donde vinieran, a su antojo.»
Hemos visto que
Krivitsky se encargó personalmente de dichas oficinas de compra
cuyos principales beneficiarios fueron algunos partidos
comunistas:
«El PC
francés, entre otros, adquirió una flotilla de 12 barcos
mercantes que surcaban los mares por cuenta de la compañía
marítima “France-Navigation”, compró la “Casa del Partido”,
automóviles para sus dirigentes, creó periódicos como “Ce
Soir”, todo eso con los fondos para la “compra de armas” que
Negrín había depositado en manos de los dirigentes
comunistas franceses, fondos que, según Prieto, alcanzaron
la suma de dos millones y medio de francos».
A la URSS, para su
sutil juego diplomático no le interesaba una rápida victoria de
los militares franquistas y de sus aliados nazis y fascistas.
Eso habría podido reforzar demasiado el campo fascista en
Europa, habría asustado a las democracias occidentales y podría
hacer que se aislara a la URSS. Pero tampoco le interesaba una
victoria demasiado rápida de los republicanos, dada la
importancia que tenían las fuerzas revolucionarias españolas al
principio de la guerra civil, importancia, que en caso de
victoria quedaría centuplicada pudiendo culminar en una
revolución social no controlada (por nadie) que habría molestado
–o que podría molestar– al juego diplomático de la URSS y de las
demás potencias. Las consecuencias posibles de esa revolución
asustaban, naturalmente, a todos los gobiernos. Era preciso que
al mismo tiempo que se aplastaban todas las fuerzas
revolucionarias, la República pudiese defenderse y que en caso
de vencer lo hiciese bajo el aspecto de la más moderada de las
repúblicas, reconocida como tal por las democracias occidentales
y llena de agradecimiento hacia la URSS. Tampoco había que
descartar la posibilidad de un compromiso entre ambas partes.
Las primeras armas
rusas llegaron a España el 28 de octubre de 1936. Fueron
confiadas inmediatamente al PCE y se utilizaron para la defensa
de Madrid, que estaba prácticamente rodeada por las tropas
franquistas. Nada más llegar las armas, subió el tono de los
comunistas y de los consejeros soviéticos. Daban órdenes,
exigían y eran escuchados. El chantaje funcionó casi siempre:
“Obedeced, o no tendréis más armas”. En Madrid, por ejemplo, los
estalinistas opusieron un veto absoluto a la presencia de
delegados del POUM en la Junta de Defensa, que teóricamente
estaba formada por todas las organizaciones antifascistas. Y
aunque todas ellas, excepto el PCE, en un principio habían
aceptado la presencia de los delegados del POUM, estos, Gorkin y
Andrade, tuvieron que volver a Barcelona sin haber obtenido
satisfacción. Publicaron entonces en «La Batalla», el
órgano del POUM, un artículo donde contaban lo sucedido. Antonov-Ovsenko,
el cónsul general de la URSS en Barcelona, les respondió al día
siguiente con una nota a la prensa en la que denunciaba “los
manejos fascistas del POUM”. «Algunos días después (cuenta
Gorkin) tuve ocasión de hablar en Valencia con algunos ministros
de la República.» El ministro de Propaganda le hizo reproches
amistosos: «No hay que iniciar polémicas con los rusos en estos
momentos: nos proporcionan armas». «De acuerdo, le respondí,
pero a cambio de esas armas, que según pienso han sido
debidamente pagadas en oro, ¿vamos a permitir que Stalin nos
dicte su voluntad desde Moscú? Me parece que no se dan ustedes
cuenta del peligro que representa el estalinismo y la política
que quiere aplicar en España. A Stalin no le interesa nada el
pueblo español, todo lo supedita a las necesidades de su
política exterior.» Comunique al subsecretario del ministro mi
convencimiento de que el estalinismo preparaba nuestra
eliminación física. Añadí: «Y tengan cuidado, que después de
nosotros les tocará a todos los que no acepten su dictadura».
Entonces me confesó: «Están instalados en todas partes,
intervienen en todo. Al mismo Presidente de la República le
preocupa mucho lo que digan y hagan. Pero ¿cómo reaccionar?
Ellos son los que nos proporcionan armas». Añadamos tan sólo que
precisamente por eso las proporcionaban.
De esta manera, los
comunistas empezaron a utilizar al máximo la postura de fuerza
que les proporcionaba la ayuda soviética y a justificar todos
los temores de Gorkin, hasta llegar a la eliminación física de
la oposición revolucionaria. Krivitsky escribe: «Si Stalin
quería convertir a España en un peón en su juego para conseguir
una alianza sólida con Francia y Gran Bretaña, tenía que
eliminar toda oposición en la España republicana. El bastión de
dicha oposición era Cataluña. Stalin había decidido sostener con
hombres y con material solamente a los grupos que estuviesen
dispuestos a aceptar sin reservas su dirección. Estaba dispuesto
a no permitir que los catalanes tocasen nuestros aviones, con
los que hubiesen podido obtener un éxito militar que habría
aumentado su prestigio y su poder político en las filas
republicanas».
Antes de enviar las
armas, los soviéticos habían insistido mucho en que se realizase
la restauración plena y total del poder central en la zona
republicana. El embajador de Moscú en Madrid, Rosenberg,
multiplicó sus gestiones en pro de la liquidación de las
experiencias revolucionarias y de la autonomía de los comités
obreros y para la instalación de un gobierno fuerte. En ese
momento, un gobierno de ese tipo podía estar orientado “a la
izquierda”, si no, las masas le hubieran concedido tan poco
crédito como al Gobierno Giral. Por lo tanto, el 4 de septiembre
de 1936 se creó un gobierno de Frente Popular en Madrid. Estuvo
presidido por Largo Caballero, que también se reservó la cartera
de Guerra y que declaró que se consideraba “el representante
directo de todas las fuerzas que luchan en los diferentes
frentes por el mantenimiento de la República democrática”. En
efecto, el nuevo gobierno estaba compuesto por representantes de
todas las organizaciones y partidos antifascistas, excepto la
CNT-FAI, que no entró a formar parte del Gobierno hasta el 4 de
noviembre, pero que a pesar de ello hasta ese momento le
prestaba todo su apoyo.
A pesar de su
relativa incoherencia, Largo Caballero defendía una línea
política mucho más a la izquierda que lo que les podía gustar a
los estalinistas de todas las nacionalidades. Naturalmente era
sensible a la necesidad de armamento y estaba dispuesto a hacer
concesiones para conseguirlo, pero a veces se mostraba reticente
e incluso abiertamente hostil ante los “consejos” de los
soviéticos. Por ello, Stalin en persona, con su más bello
estilo, le escribió una carta personal, convencido sin duda de
que el tribuno obrero iba a derretirse al recibirla:
«Habría que
atraer al Gobierno –escribe
Stalin– a la pequeña y media burguesía urbana o, en todo
caso, proporcionarle los medios de tomar una postura neutral
favorable al Gobierno, protegiéndola de cualquier intento de
confiscación y garantizándole la libertad de comercio (...)
No hay que alejar a los dirigentes de los partidos
republicanos, sino por el contrario, hay que atraerlos,
acercarse a ellos y asociarles al esfuerzo común del
Gobierno. En particular, es necesario garantizar al Gobierno
el apoyo de Azaña (el Presidente de la República y de su
grupo y hacer todo lo posible para impedir sus
vacilaciones). También es necesario para que los enemigos de
España no vean en ella una república comunista y prevenir
así su intervención abierta, lo que constituye el peligro
más grave para la España republicana. Se podría buscar la
ocasión de declarar en la prensa que el Gobierno de España
no tolerará que nadie; sea quien sea, atente contra la
propiedad y contra los legítimos intereses de los
extranjeros en España, de los ciudadanos de los países que
no apoyan a los fascistas.»
He aquí, con un
estilo de cura de pueblo, el programa que Stalin expuso a las
fuerzas antifascistas españolas a cambio de la ayuda militar.
Por una vez Trotsky no se equívoca cuando observa:
«Este
chantaje no sólo les ha servido de coartada para su política
contrarrevolucionaria a los republicanos, sino también a los
socialistas e incluso a los anarquistas, que justificaron
así su colaboración con el Gobierno exigida por los
estalinistas. (...) Stalin, con sus armas y su ultimátum
contrarrevolucionario, fue para todos esos grupos el
salvador. Les garantizaba aquello que deseaban: la victoria
militar sobre Franco, liberándoles al mismo tiempo de toda
responsabilidad sobre la marcha de la revolución. Se han
precipitado a esconder sus máscaras socialistas y
anarquistas, esperando poder utilizarlas de nuevo cuando
Moscú restableciera para ellos la democracia burguesa. Para
colmo de comodidades, esos señores podían justificar su
traición al proletariado por la necesidad de la alianza
militar con Stalin. Por su parte, Stalin justificaba su
política contrarrevolucionaria por la necesidad de la
alianza con la burguesía republicana.»
Todos los
estalinistas, españoles o no, “políticos”, “militares” o
“policíacos” van a aplicar la línea contrarrevolucionaria
definida por el Kremlin con brutal eficacia. Señalemos de paso
que la inmensa mayoría de técnicos de todo tipo, agentes
secretos, consejeros militares y demás, serían ejecutados al
volver a la URSS. Era el método habitual de la justicia
estalinista: proceder periódicamente a la ejecución de sus
ejecutores.
Por supuesto, el
PCE era quien iba a realizar “el trabajo más duro”. Ayudados por
consejeros militares, políticos y policías de la IC y de la NKVD,
se esforzaron, no sin éxito, en modificar en la dirección
deseada la política gubernamental –y la de los partidos del
Frente Popular–, en militarizar las milicias, en defender la
propiedad privada, en restaurar el poder del Estado
centralizado, en una palabra, en frenar la revolución en marcha.
También estuvieron encargados de demostrar teóricamente a las
masas que esa política contrarrevolucionaria era la única
política revolucionaria posible en esa “etapa de la lucha”. En
este aspecto fueron ayudados por los delegados de la IC, sobre
todo por Ercoli, Togliatti y Codovila.
Así, un dirigente
comunista dijo en marzo de 1937, al hablar de esa “manía de
socializar e incautar”: «¿Por qué los trabajadores han caído en
ese error? En primer lugar por desconocimiento del momento
político en que vivimos, que les ha hecho creer que estábamos en
plena revolución social». Lo absurdo de la mentira burocrática
alcanza aquí sus más bellas cimas: los trabajadores creen vivir
una revolución social –hasta el extremo de que la hacen– pero
felizmente el “partido de los trabajadores” está ahí para
desengañarles, incluso con las armas en la mano si es preciso.
El Partido es el propietario de la revolución y decide, en
contra de las masas, en contra de los hechos, en contra de la
misma revolución, que lo que está en la orden del día es... ¡la
revolución burguesa! Así lo explica Dolores Ibárruri en el
diario comunista «Mundo Obrero» del 30 de julio:
«Es la
revolución democrática-burguesa que en otros países, como en
Francia, se desarrolló hace más de un siglo, lo que se está
realizando en nuestro país, y nosotros, comunistas, somos
los luchadores de vanguardia en esta lucha contra las
fuerzas que representan el oscurantismo de tiempos pasados
(...) En estas horas históricas, el Partido Comunista, fiel
a sus principios revolucionarios, respetuoso con la voluntad
del pueblo, se coloca al lado del Gobierno que es la
expresión de esa voluntad, al lado de la República, al lado
de la democracia.»
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