José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9
de mayo de 1883. Su padre, José Ortega y Munilla, dirigía el periódico “El
Imparcial”, propiedad de la familia de su madre, Dolores Gasset,
perteneciente a la burguesía liberal e ilustrada de finales del siglo XIX. La
tradición liberal y la actividad periodística de su familia determinarán la
futura actividad de Ortega en un doble ámbito: en su participación en la vida
política española y en su actividad periodística. Ortega publica numerosos
artículos de prensa, culturales y políticos; además, el estilo periodístico
puede reconocerse también en sus obras más técnicas y filosóficas.
Tras sus
primeros estudios en Madrid, Ortega comienza en 1891 en Málaga los estudios de
Bachillerato en el colegio de los jesuitas de Miraflores del Palo. Allí entra en
contacto con otros jóvenes de la burguesía malagueña. Su próxima estación será
Deusto donde comienza sus estudios en 1898, estudios que continuará, poco
después, en la Universidad de Madrid. Son los años de la guerra
hispano-norteamericana, y de la consiguiente pérdida de las colonias (Cuba,
Filipinas y Puerto Rico) que marcarán la conciencia política y cultural de buena
parte de los intelectuales españoles, elevando el tema de la decadencia de
España al primer plano de la reflexión, así como el de la necesidad de una
regeneración.
En 1902 obtiene
la licenciatura en Filosofía y dos años después defiende su tesis doctoral. En
1905 viaja a Alemania (Universidades de Leipzig, Berlín y Marburgo), donde entra
en contacto con los neokantianos H. Cohen y P. Natorp, en 1906, asistiendo a sus
cursos. Ambos ejercen una gran influencia en su pensamiento, aunque Ortega no se
limitó a aceptar los principios neokantianos sin más, sino que adoptó una
actitud crítica y constructiva ante ellos. En 1908 regresa a Madrid y en 1910
accede, por concurso, a la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid.
Ese mismo año contrae matrimonio con Rosa Spottorno y Topete.
Su actividad
pública a partir de 1911 es agitada e incansable. Intenta llevar a la práctica
sus ideas regeneracionistas. Con ese fin funda en 1914 la “Liga de Educación
Política Española”; en 1915 la revista “España”; y en 1916 será
cofundador del diario “El Sol”. Al mismo tiempo publica sus primeras
obras, como las “Meditaciones del Quijote”, (en 1914), “El
Espectador”, (en 1916), iniciando el período perspectivista de su filosofía,
que predominará en su obra hasta 1923.
En 1923 se
instaura en España la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Ese año
fundará la “Revista de Occidente”, de marcada oposición política a la
dictadura, oposición que le llevará, en 1929, a dimitir de su cátedra en la
Universidad de Madrid, continuando sus actividades filosóficas en lugares no
vinculados anteriormente a la filosofía, como la Sala Rex y el Teatro Infanta
Beatriz, impartiendo clases a modo de conferencia, algunas de las cuales serán
recogidas posteriormente en su obra “¿Qué es filosofía?”, y cuyos
contenidos corresponden ya al período racio-vitalista de su pensamiento,
iniciado en 1923. En 1930 vuelve a la cátedra de la Complutense, bajo la
dictadura de Berenguer, más tolerante que la de Primo de Rivera, aunque continúa
su actividad pública. Ese mismo año publicará “La rebelión de las masas”,
una de sus obras más célebres. En 1931, junto con otros intelectuales de la
talla de Gregorio Marañón o Pérez de Ayala funda la “Agrupación al Servicio
de la República” y es elegido diputado a las Cortes Constituyentes de la
recién proclamada II República por la provincia de León. Después de su
experiencia parlamentaria retornará a la actividad académica publicando, en
1934, “En torno a Galileo”, y en 1935 “Historia como sistema”,
siendo homenajeado ese mismo año por la Universidad de Madrid.
A raíz del
golpe de estado de 1936, que dará lugar a la guerra civil española, Ortega se
autoexilia, estableciendo su residencia primero en París, y luego en Holanda y
Argentina, hasta 1942, año en que establecerá su residencia en Portugal. Al
finalizar la segunda guerra mundial regresará a España, en 1945 y, aunque se le
autoriza un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, no se le permite
recuperar su cátedra de Metafísica, ante lo cual funda, en 1948, el
“Instituto de Humanidades”, donde vuelve a impartir docencia ante un público
no universitario. En 1950 realiza un último viaje a Alemania, siendo nombrado en
1951 Doctor Honoris Causa por las universidades de Marburgo y Glasgow. Regresará
a España en 1955, donde muere el 18 de octubre en Madrid.
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ARRIBA
Señores diputados:
Siento mucho no tener más remedio que hacer un
discurso doctrinal, de aquellos precisamente que el señor
Companys, en las primeras que pronunció el otro día, se
apresuraba a querer extirpar de esta cuestión. Según el señor
Companys, a la hora del debate constitucional se hicieron
cuantos discursos doctrinales eran menester sobre el problema
catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía– porque los
parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar,
de prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al
presente Estatuto.
Y yo no pongo en duda que esta intervención de
los parlamentarios catalanes fuese un gambito de ajedrez
bastante ingenioso, pero no tanto que quedemos para siempre
aprisionados dentro de él, hasta el punto de que no podamos
hacer hoy, con alguna razón, con buen fundamento, sobre
el problema catalán, sobre este enjundioso problema, algún
discurso doctrinal.
Porque acontece que el debate constitucional en
su realidad no coincide, ni mucho menos, con el recuerdo que ha
dejado en la memoria del señor Companys. Tan no coincide, que ni
yo, ni creo que ningún otro señor diputado recordará, antes de
la intervención del señor Maura, ningún discurso en el cual se
tratase a fondo y de frente el problema de las aspiraciones de
Cataluña. Se ha hablado ciertamente, en general, de unitarismo y
federalismo, de centralismo y autonomía, de las lenguas
regionales; pero sobre el problema catalán, sobre lo que se
llama el problema catalán, estoy por decir que yo no he oído un
solo discurso, ni siquiera una parte orgánica de un discurso,
como no consideremos tales las constantes salidas expectorativas
a que nos tiene acostumbrados la bellida barba de don Antonio
Royo Villanova. Se han hecho discursos sobre el pacto de San
Sebastián, que es un tema que no tolera ni mucha doctrina ni muy
buena, y que, por otra parte, no pretenderá resumir un problema
viejo de demasiados siglos. Por tanto, yo ruego al señor
Companys que no vea en esta justificación mía, a que él mismo me
ha obligado, que no vea en ella enojo para él ni para sus
compañeros; es exactamente la respuesta adecuada a la intención
con que, como al desgaire y casi de pasada, obturaba el paso a
intervenciones que presumía irremediablemente doctrinales, como
la mía. Porque piensen el señor Companys y los demás señores
diputados qué pueden ser mis discursos, si no son doctrinales,
representando yo una fuerza política cuantitativamente
imperceptible y siendo, por mi persona, hombre de escasísimo
arranque. Yo no puedo ofrecer otra cosa a la vida pública de mi
país que la moneda divisionaria, menos aún, la calderilla de
unas cuantas reflexiones sobre los problemas en ella planteados.
Nadie puede pedirme que dé más de lo que tengo; pero nadie
tampoco puede estorbarme que contribuya con lo que poseo. Porque
la República necesita de todas las colaboraciones, las mayores y
las ínfimas, porque necesita – queráis o no– hacer las cosas
bien, y para eso todos somos pocos. Sobre todo en estos dos
enormes asuntos que ahora tenemos delante, la reforma agraria y
el Estatuto catalán, es preciso que el Parlamento se resuelva a
salir de sí mismo, de ese fatal ensimismamiento en que ha solido
vivir hasta ahora, y que ha sido causa de que una gran parte de
la opinión le haya retirado la fe y le escatime la esperanza. Es
preciso ir a hacer las cosas bien, a reunir todos los esfuerzos.
El político necesita de una imaginación peculiar, el don de
representarse en todo instante y con gran exactitud cuál es el
estado de las fuerzas que integran la total opinión y percibir
con precisión cuál es su resultante, huyendo de confundirla con
la opinión de los próximos, de los amigos, de los afines, que,
por muchos que sean, son siempre muy pocos en la nación. Sin esa
imaginación, sin ese don peculiar, el político está perdido.
Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su
atención en nosotros. No nos hagamos ilusiones: fija su
atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo, es urgente que
este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones para hacer
las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo y
ante la opinión. Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy
bien.) Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando
España entera alrededor, encontramos aquí, en el hemiciclo, el
problema catalán. Entremos en él sin más y comencemos por lo más
inmediato, por lo primero de él con que nos encontramos. Y ¿qué
es lo más inmediato, concreto y primero con que topamos del
problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades, lo
más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema
catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta
y alarga; y de él, el artículo 1º del primer título. Yo siento
discrepar de los que piensan así, que piensan así por no haber
caído en la cuenta de que antes de ese primer artículo del
primer título hay otra cosa, para mí la más grave de todas, con
la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito, la
intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo
por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que
integran las fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido
cuál es ese propósito. Lo habéis oído una y otra vez, con
persistente reiteración, desde el advenimiento de la República.
Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema catalán y hay que
resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República
fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la
monarquía no acertó a solventar».
Yo he oído esto muchas veces y otras tantas me
he callado, porque a las palabras habían precedido los actos y
por muchas otras razones. Aunque me gusta grandemente la
conversación, no creo ser hombre pronto ni largo en palabras. A
defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y resistir a
las incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para
que hablen a destiempo. Pero ha llegado el minuto preciso en que
hay que quebrar ese silencio y responder a lo tantas veces
escuchado, que si se trata no más que de una manera de decir, de
un mero juego enunciativo, esas expresiones me parecen pura
exageración y, por tanto, peligrosas; pero si, como todos
presumimos, no se trata de una figura de dicción, de una
eutrapelia, que sería francamente intolerable en asunto y sazón
tan grave, si se trata en serio de presentar con este Estatuto
el problema catalán para que sea resuelto de una vez para
siempre, de presentarlo al Parlamento y a través de él al país,
adscribiendo a ello los destinos del régimen, ¡ah!, entonces yo
no puedo seguir adelante, sino que, frente a este punto previo,
frente a este modo de planteamiento radical del problema, yo
hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera
más enérgica y más taxativa. Tengo que negarme rotundamente a
seguir sin hacer antes una protesta de que se presente en esta
forma radical el problema catalán a nuestra Cataluña y a nuestra
España, porque estoy convencido de que es ello, por unos y por
otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de proponernos
conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de
raíz un problema, sin parar en las mientes de si ese problema,
él por sí mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y
fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos obligase sin remisión a
resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo?
Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había
invitado al suicidio.
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema
catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen
en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que
sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo
con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que
conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también
tienen que conllevarse con los demás españoles.
Yo quisiera, señores catalanes, que me
escuchaseis con plena holgura de ánimo, con toda comodidad
interior, sin ese soliviantamiento de la atención que os
impediría fijarla en lo que vayáis oyendo, porque temierais que,
al revolver la esquina de cualquiera de mis párrafos,
tropezaseis con algún concepto, palabra o alusión enojosa para
vosotros y para vuestra causa. No; yo os garantizo que no habrá
nada de eso, lo garantizo en la medida que es posible, cuando se
tienen todavía por delante algunos cuartos de hora de navegación
oratoria. Nadie presuma, pues, que yo voy a envenenar la
cuestión. No; todo lo contrario; pero pienso que, sólo partiendo
de reconocerla en su pura autenticidad, se le puede propinar y a
ello aspiro, un eficaz contraveneno. Vamos a ello, señores
Digo, pues, que el problema catalán es un
problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar;
que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que
existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España
subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal,
repito, sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo
apuntase la respuesta, porque debía ésta hallarse en todas las
mentes medianamente cultivadas.
Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo,
que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia,
cuando es más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es
archiconocida, porque se ha dado y se da con abundantísima
frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y tan
frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre
técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se
llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de
Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros,
aunque hay, y no poco, doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un
sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de
tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o
colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los
demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo
contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una
gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que
es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una
misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera,
exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos
dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento
igual al que inspira los grandes nacionalismos, los de las
grandes naciones; no; es un sentimiento de signo contrario.
Sería completamente falso afirmar que los españoles hemos vivido
animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de no
querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento
negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el
formidable afán de ser españoles, de formar una gran nación y
disolvernos en ella. Por eso, de la pluralidad de pueblos
dispersos que había en la Península, se ha formado esta España
compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde
luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible
hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo
de vivir aparte. Por eso el nacionalismo particularista podría
llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen castellano,
señerismo.
Pero claro está que esto no puede ser. A un lado
y otro de ese pueblo infusible se van formando las grandes
concentraciones; quiera o no, comprende que no tiene más remedio
que sumirse en alguna de ellas: Francia, España, Italia. Y así
ese pueblo queda en su ruta apresado por la atracción histórica
de alguna de estas concentraciones, como, según la actual
astronomía, la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al
cielo, sino al revés, un cuerpo solitario que transcurría arisco
por los espacios y al acercarse a la esfera de atracción de
nuestro planeta fue capturado por éste y gira desde entonces en
su torno acercándose cada vez más a él, hasta que un buen día
acabe por caer en el regazo cálido de la Tierra y abrazarse con
ella. Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan,
perpetuamente en disociación, estas dos tendencias: una,
sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte
también sentimental, pero, sobre todo, de razón, de hábito, que
le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional. De aquí
que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia y
que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones,
parece que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo
éste se muestra unido, como el que más, dentro de la gran
Nación. Pero no; aquel instinto de apartarse continúa somormujo,
soterráneo, y más tarde, cuando menos se espera, como el
Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y de huida.
Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña;
es algo de que nadie es responsable; es el carácter mismo de ese
pueblo; es su terrible destino, que arrastra angustioso a lo
largo de toda su historia. Por eso la historia de pueblos como
Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante; porque la
evolución universal, salvo breves períodos de dispersión,
consiste en un gigantesco movimiento e impulso hacia
unificaciones cada vez mayores. De aquí que ese pueblo que
quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de
humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está
aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi
siempre, preocupado y como obseso por el problema de su
soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda él
conjuntamente. Y así, por cualquier fecha que cortemos la
historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran
probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos,
enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma
que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el
poder que se atribuye a una persona a la cual se llama soberano,
como en la Edad Media y en el siglo XVII, o sea, como en nuestro
tiempo, la soberanía popular. Pasan los climas históricos, se
suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante,
doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que
un pueblo que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces,
fatigoso para los demás y, así, no es extraño que si nos
asomamos por cualquier trozo a
la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas
sorprendentes, como aquella acontecida a mediados del siglo XV:
representantes de Cataluña vagan como espectros por las Cortes
de España y de Europa buscando algún rey que quiera ser su
soberano; pero ninguno de estos reyes acepta alegremente la
oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía en
Cataluña. Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y
otro y siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y
respetable; y cuando oigáis que el problema catalán es en su
raíz, en su raíz –conste esta repetición mía–, cuando oigáis que
el problema catalán es en su raíz ficticio, pensad que eso sí
que es una ficción.
¡Señores catalanes: no me imputaréis que he
empequeñecido vuestro problema y que lo he planteado con
insuficiente lealtad!
Pero ahora, señores, es ineludible que
precisemos un poco. Afirmar que hay en Cataluña una tendencia
sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere decir, traducido
prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere
decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa
tendencia? De ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han
sentido siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación
perdurable de la vida catalana a que yo antes me refería.
Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España. Pero no
creáis por esto, señores de Cataluña, que voy a extraer de ello
consecuencia ninguna; lo he dicho porque es la pura verdad,
porque, en consecuencia, conviene hacerlo constar y porque,
claro está, habrá que atenderlo. Pero los que ahora me interesan
más son los otros, todos esos otros catalanes que son
sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten ese vago
anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las
cosas; no confundamos ese sentimiento, que como tal es vago y de
una intensidad variadísima, con una precisa voluntad política.
¡Ah, no! Yo estoy ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme
con denodada veracidad a la realidad misma, y conviene que los
señores de Cataluña que me escuchan, me acompañen en este
esfuerzo. No, muchos catalanistas no quieren vivir aparte de
España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan
la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han
votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos
son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de
traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas:
las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los
demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el
sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que
pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su
discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está
a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de
anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con
increíble ingenuidad han caído los que aceptaron que fuese
presentado este Estatuto. ¿Qué van a hacer los que discrepan?Son
arrollados; pero sabemos perfectamente de muchos, muchos
catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa
política concreta que les ha sido impuesta por una minoría. Y al
decir esto creo que sigo ajustándome estrictamente a la verdad.
(Muy bien, muy bien).
Pero una vez hechas estas distinciones, que eran
de importancia, reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en
efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos
presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema
catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que sólo
se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese
sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el
otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a
Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa
gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de
esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y
de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles
inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de
los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como
son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que
nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición
puede ser resuelto de una vez para siempre. Pretenderlo sería la
mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería
como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en sum hacerlo
más insoluble que nunca.
Supongamos, si no, lo extremo –lo que por cierto
estarían dispuestos a hacer, sin más, algunos republicanos de
tiro rápido (que los hay, y de una celeridad que les promete el
campeonato en cualquiera carrera a pie)–; supongamos lo extremo:
que se concediera, que se otorgase a Cataluña absoluta,
íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos
resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado
entonces plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto
habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto
del país. El problema renacería de sí mismo, con signo inverso,
pero con una cuantía, con una violencia incalculablemente mayor;
con una extensión y un impulso tales, que probablemente acabaría
(¡quién sabe!) llevándose por delante el régimen. Que es muy
peligroso, muy delicado hurgar en esta secreta, profunda raíz,
más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual
viven estas plantas que son los pueblos. ¡Tengamos cuidado al
tocar en ella!
Yo creo, pues, que debemos renunciar a la
pretensión de curar radicalmente lo incurable. Recuerdo que un
poeta romántico decía con sustancial paradoja: «Cuando alguien
es una pura herida, curarle es matarle.» Pues esto acontece con
el problema catalán.
En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos
muchos siglos juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo
discuto; pero eso, el conllevarnos dolidamente, es común
destino, y quien no es pueril ni frívolo, lejos de fingir una
inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es
aceptarlo. Después de todo, no es cosa tan triste eso de
conllevar. ¿Es que en la vida individual hay algún problema
verdaderamente importante que se resuelva? La vida es
esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin embargo,
sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen
no pocas alegrías.
Este problema catalán y este dolor común a los
unos y a los otros es un factor continuo de la Historia de
España, que aparece en todas sus etapas, tomando en cada una el
cariz correspondiente. Lo único serio que unos y otros podemos
intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es
conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa
posible; conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo
conllevan las naciones en que han existido nacionalismos
particularistas, las cuales (y me importa mucho hacer constar
esto para que quede nuestro asunto estimado en su justa medida),
las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa hoy
aproximadamente todas, todas menos Francia. Lo cual indica que
lo que en nosotros juzgamos terrible, extrema anomalía, es en
todas partes lo normal. Pues en este punto quien representa la
efectiva, aunque afortunada anormalidad, es Francia con su
extraño centralismo; todos los demás están acongojados del mismo
problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo:
conllevarlo.
Con esto, señores, he intentado demostrar que
urge corregir por completo el modo como se ha planteado el
problema, y, sin ambages ni eufemismos, invertir los términos:
en vez de pretender resolverlo de una vez para siempre, vamos a
reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad, buscando
lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de
conllevarlo: demos, señores, comienzo serio a esta solución.
¿Cuál puede ser ella? Evidentemente tendrá que
consistir en restar del problema total aquella porción de él que
es insoluble, y venir a concordia en lo demás. Lo insoluble es
cuanto significa amenaza, intención de amenaza, para disociar
por la raíz la convivencia entra Cataluña y el resto de España,
Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la
unidad de soberanía.
Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro
en la discusión constitucional, en que se estuvo a punto, por
superficiales consideraciones de la más abstrusa y trivial
ideología, con un perfecto desconocimiento de lo que siente y
quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de lo
que siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto,
digo, nada menos que de decretar, sin más, la Constitución
federal de España. Entonces, aterrado, en una madrugada lívida,
hablé ante la Cámara de soberanía, porque me acongojaba desde el
advenimiento de la República la imprecisión, tal vez el
desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos:
soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas
con otras, siendo todas ellas muy graves. Naturalmente, no he de
repetir ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo
que es urgente para la cuestión. Decía yo que soberanía es la
facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula
todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía,
pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir
en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de
formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable
resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se
decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quiere
desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que
pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho
más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar
reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de
esencial decisión. Por eso es absolutamente necesario que quede
deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto signifique,
cuanto pueda parecer amenaza de la soberanía unida, o que deje
infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a
una catástrofe nacional.
Yo recuerdo que una de las pocas veces que en
mis discursos anteriores ludí al tema catalán fue para decir a
los representantes de esta región: «No nos presentéis vuestro
afán en términos de soberanía, porque entonces no nos
entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía».
Y conste que autonomía significa, en la terminología
juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa
cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la manera más
clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo,
nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el
Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es
autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos
entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto–
progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una
solución relativa y además progresiva. Desde hace muchos años,
con la escasez de mis fuerzas solitarias, venía yo preparando
este tipo de solución, tomando el enorme problema como hay que
tomar todos en política, sistemáticamente, articulándolos unos
con otros, a fin de que coadyuven a su conjunta superación.
Prescindiendo provisionalmente del problema catalán, yo
analizaba la situación en que estaba mi país y encontraba en él
un morbo básico, sin curar el cual no soñéis que España pueda
llegar a ser nunca una nación vigorosa. Este morbo consistía,
consiste, en la inercia de vida pública y, por tanto, política,
económica, intelectual, en que viven los hombres provinciales.
España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño.
Mientras no movilicemos esa enorme masa de españoles en
vitalidad pública, no conseguiremos jamás hacer una nación
actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me puede ocurrir sino
uno: obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos
sus inmediatos y propios problemas; es decir, imponerles la
autonomía comarcana o regional.
Y sería desconocer por completo la realidad de
este morbo que se trata de curar (una realidad que es la
específica de España, la única que no se puede copiar de ningún
programa político extranjero, sino que hay que descubrirla con
la propia intuición y con el propio pensamiento); sería ignorar,
digo, la realidad que se trata de corregir, esperar que la
provincia anhele y pida autonomía. Desde el punto de vista de
los altos intereses históricos españoles, que eran los que a mí
me inspiraban, si una región de las normales pide autonomía, ya
no me interesaría otorgársela, porque pedirla es ya demostrar
que espontáneamente se ha sacudido la inercia, y, en mi idea, la
autonomía, el régimen, la pedagogía política autonómica no es un
premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de esos aguijones,
que la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar
de los pueblos cansinos. Así concebía yo la autonomía.
Y una vez que imaginaba a España organizada en
nerviosas autonomías regionales, entonces me volvía al problema
catalán y me preguntaba: «¿De qué me sirve esta solución
que creo haber hallado a la enfermedad más grave nacional (que
es, por tanto, una solución nacional), para resolver el problema
de Cataluña?» Y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos creado
el alvéolo para alojar el problema catalán. Porque, no lo
dudéis, si a estas horas todas las regiones estuvieran
implantando su autonomía, habrían aprendido lo que ésta es y no
sentirían esa inquietud, ese recelo, al ver que le era concedida
en términos estrictos a Cataluña. Habríamos, pues, reducido el
enojo apasionado que hoy hay contra ella en el resto del país y
lo habríamos puesto en su justa medida. Por otra parte, Cataluña
habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo,
claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo
quedaría? Aislado; por decirlo así, químicamente puro, sin, sin
poder alimentarse de motivos en los cuales la queja tiene razón.
Esto venía yo predicando desde hace veinte años,
pero no sé lo que pasa con mi voz, que, aunque no pocas veces se
me ha oído, casi nunca se me ha escuchado; se me ha hecho
homenaje, que agradezco, aunque no necesito, dado el humilde
cariz de mi vida, pero no se me ha hecho caso. Y así ha
acontecido que lo que yo pretendía evitar es hoy un hecho, y
como os decía en discurso anterior, se hallan frente a frente la
España arisca y la España dócil. (Rumores.)
Aunque en peores condiciones, es de todos modos
necesario e ineludible intentar esta solución autonómica. La
autonomía es el puente tendido entre los dos acantilados, y
ahora lo que importa es determinar cuál debe ser concretamente
la figura de autonomía que hoy podemos otorgar a Cataluña. Con
ello desemboco en la tercera y última parte de mi discurso (el
auditorio respira animoso cuando oye que el orador anuncia que
en su discurso comienza la vertiente de descenso); pero esta vez
esa tercera parte ha de ser, creo que breve, aunque en
definitiva, la decisiva, porque será aquella en la cual un grupo
de hombres, el que forma nuestra minoría, exprese lo que ahora
es urgente que todos expongan: cuál es su opinión concreta,
taxativa, sobre lo que va a constituir el Estatuto de Cataluña.
Pues es problema tan hondo, de tan largas consecuencias, que es
preciso que todos los grupos de la Cámara, como les pedía el
señor Maura en su discurso del viernes pasado, digan lo que
opinan concretamente sobre ello antes de comenzar la discusión
del articulado. Parece que hay algún vago derecho a solicitarlo
así. Todos los grupos de la Cámara, sobre todo los grandes
partidos, y más aún el mayor de los grandes partidos, que es el
partido socialista, deben exponer su opinión. El partido
socialista tiene el gran deber en esta hora de hablar a tiempo,
con toda altitud y precisión, por dos razones; la primera, ésta:
el partido socialista fue en tiempos de la monarquía un
magnífico movimiento de opinión que vivía extramuros del
Gobierno; doctrinalmente no revolucionario, era de hecho semi-revolucionario
por su escasa compatibilidad con aquel régimen; pero desde el
advenimiento de la República, el partido socialista es un
partido gubernamental, y esté o no esté en el banco azul, un
partido gubernamental es cogobernante, porque se halla siempre
en potencia próxima de ponerse a gobernar. Es, pues, preciso que
este partido, que es un partido de clase, al hacerse partido de
gobierno, nos vaya enterando de cómo logra articular su interés
de partido de clase con el complejo y orgánico interés nacional,
porque gobernar, sólo puede un partido por su dimensión de
nacional; lo otro, es una dictadura. Pero la otra razón, que
obliga al partido socialista a declararse bien ante la opinión,
es que estamos ahora discutiendo, junto a esta reforma de la
organización catalana que nos trae el Estatuto, otra reforma,
germinada con ella o como melliza, que es la reforma agraria, de
interés muy especialmente socialista, aunque yo creo que,
además, es de interés nacional. Es menester que en esta
combinación de los dos temas llegue el partido socialista a
igual claridad con respecto al uno y con respecto al otro; es
ésta una diafanidad a que el partido socialista español, por su
propia historia, nos suele tener acostumbrados, pero que mucho
más tiene que hacer ahora plenamente transparente, plenamente
clara y plenamente prometedora.
Pues bien; voy ahora a decir rápidamente, no lo
que, en cada una de las líneas del proyecto de esa Comisión, ha
puesto, contrapuesto o subrayado nuestro grupo, en largas
reuniones de meditación sobre el tema; pero sí voy a designar
cuáles son las normas concretísimas que nos ha inspirado ésta
que consideramos corrección del proyecto y que da a nuestro voto
particular casi un carácter –si no fuera pretensión– de
contraproyecto. Ante todo, como he dicho, es preciso raer de ese
proyecto todos los residuos que en él quedan de equívocos con
respecto a la soberanía; no podemos, por eso, nosotros aceptar
que en él se diga: «El Poder de Cataluña emana del pueblo.» La
frase nos parece perfecta, ejemplar; define exactamente nuestra
teoría general política; pero no se trata sin distingos, que
fueran menester, del pueblo de Cataluña aparte, sino del pueblo
español, dentro del cual y con el cual convive, en la raíz, el
pueblo catalán. Parejamente, nos parece un error que, en uno de
los artículos del título primero, se deslice el término de
«ciudadanía catalana». La ciudadanía es el concepto jurídico que
liga más inmediata y estrechamente al individuo con el Estado,
como tal; es su pertenencia directa al Estado, su participación
inmediata en él. Hasta ahora se conocen varios términos, cada
uno de los cuales adscribe al individuo a la esfera de un Poder
determinado; la ciudadanía que le hace perteneciente al Estado,
la provincialidad que le inscribe en la provincia, la vecindad
que le incluye en el Municipio. Es necesario, a mi modo de ver,
que inventen los juristas otro término, que podamos intercalar
entre el Poder supremo del Estado y el Poder que le sigue –en la
vieja jerarquía– de la provincialidad; pero es menester también
que amputemos en esa línea del proyecto de Estatuto esa extraña
ciudadanía catalana, que daría a algunos individuos de España
dos ciudadanías, que les haría en materia delicadísima,
coleccionistas.
Por fortuna, ahorra mi esfuerzo, en el punto más
grave que sobre esta materia trae el dictamen, el espléndido
discurso de maestro de Derecho que ayer hizo el señor Sánchez
Román. Me refiero al punto en el cual el Estatuto de Cataluña
tiene que ser reformado, de suerte tal que no se sabe bien si
esta ley y poder que las Cortes ahora otorguen podrá nunca
volver a su mano, pues parece, por el equívoco de la expresión
de este artículo, que su reforma sólo puede proceder del deseo
por parte del pueblo catalán. A nuestro juicio, es menester que
se exprese de manera muy clara no sólo que esto no es así, sino
que es preciso completarlo añadiendo a esa incoación, por parte
de Cataluña, del proceso de revisión y reforma del Estatuto,
otro procedimiento que nazca del Gobierno y de las Cortes.
Parece justo que sea así. Es un problema entre dos elementos,
entre dos cabos, y nada más justo y racional que el que la
reforma y la revisión puedan comenzarse o por un cabo o por el
otro; que intervenga, pues, o el Gobierno de la nación o el
plebiscito de Cataluña
Vamos ahora al tema de la enseñanza. Es éste un
punto en que me complace declarar que la fórmula encontrada por
el dictamen de la Comisión se nos antoja excelente. Pretende
Cataluña crear ella su cultura; a crear una cultura siempre hay
derecho, por más que sea la faena no sólo difícil, sino hasta
improbable; pero ciertamente que no es lícito coartar los
entusiasmos hacia ello de un grupo nacional. Lo que no sería
posible es que para crear esa cultura catalana se usase de los
medios que el Estado español ha puesto al servicio de la cultura
española, la cual es el origen dinámico, histórico, justamente
del Estado español. Sería, pues, como entregar su propia raíz.
Bien está, y parece lo justo, que convivan paralelamente las
instituciones de enseñanza que el Estado allí tiene y las que
cree, con su entusiasmo, la Generalidad. Ya hablaremos cuando se
trate del articulado, del problema del bilingüismo. Dejemos,
pues, intacta esta cuestión. Lo que importa es decir que en
aquel punto general de la enseñanza nos parece excelente el
dictamen de la Comisión. Sólo podría oponerse una advertencia.
¿No sería ello complicar demasiado las cosas? ¿No sería acumular
en Cataluña un exceso de instituciones docentes? Decía un viejo
libro indio que cuando el hombre pone en el suelo la planta,
pisa siempre cien senderos. ¡Hay que ver los senderos que
acabamos de pisar con esta observación! ¿No serían excesivos los
establecimientos de enseñanza que así resultarían en Cataluña?
¿Sabéis en qué tipo de cuestiones ponemos ahora el pie, qué
cantidad de inepcias y de irreflexión han gravitado sobre el
destino español y que afloran y trasparecen ahora de pronto al
tocar este tema? ¿Sabéis que hasta hace tres años en Barcelona,
en una población de un millón de habitantes, había un solo
Instituto, cuando en Alemania, para un millón de habitantes, hay
cuarenta Institutos, y en el país que menos, en Francia, hay
catorce Institutos? Uno de los senderos que parten ahora de
nuestra planta es el haceros caer en la cuenta de que cuando
discutáis los problemas de las órdenes religiosas y de la
enseñanza tengáis la generosidad y la profundidad de plantearlos
en toda su complejidad, porque cuando un Estado se ha comportado
de esta suerte ante una urbe de un millón de habitantes, en una
de las instituciones más características de las clases que, al
fin y al cabo, tenían el poder en aquel régimen; cuando un
Estado se ha comportado así, cuando el resto del país lo ha
tolerado y tal vez ni lo ha sabido, lo cual quiere decir que no
lo ha atendido, no hay derecho a quejarse de que los pobres
chicos tengan que ir a recibir enseñanza donde se la den; y las
órdenes religiosas se la daban, no porque tuvieran una
excepcional, fantástica y espectral fuerza insólita sobre la
vida española, sino simplemente porque el Estado español y la
democracia constitucional española hacían dejación de sus
deberes de atender a la enseñanza nacional. (Muy bien.)
Pero cuando tocamos este punto, otro sendero, que lleva a
problemas todavía más graves, nos araña las plantas, porque al
haber caído en la cuenta de que esto se hacía, de que esta
enormidad se hacía, es decir, no se hacía, en una población como
Barcelona en materia de enseñanza, nos preguntamos: ¿Y qué es lo
que se hacía con respecto a las otras instituciones de Gobierno,
de Poder público? ¿Cómo estaba allí representado
institucionalmente, en ese enorme cuerpo social que es
Barcelona, el Estado, el Poder? ¿Qué figuras de autoridad veía a
toda hora el buen barcelonés pasar por delante de él para
aprender de esa suerte lo que es el mando, la autoridad del
Estado? Pues, señores, hasta hace muy pocos años, bien pocos
años, la población de Barcelona y su provincia, con el millón de
habitantes de su capital, estaba gobernada exactamente por las
mismas instituciones que Soria y que Zamora, pequeñas villas
rurales: por un gobernador civil. ¡Y luego extrañará que en
Barcelona hubiese una rara inspiración subversiva! Esa población
está compuesta, principalmente, de un enorme contingente de
obreros; la concentración industrial de Barcelona arranca de los
últimos terruños y glebas de España, donde vivían al fin y al
cabo moralizados por la influencia tradicional y como vegetal de
su patria, infinidad de obreros españoles y los lleva a
Barcelona y los amontona allí; y estos obreros, como las demás
clases sociales, no veían aparecer el Poder público con volumen
y figura correspondiente y, naturalmente, sentían constantemente
como una invitación a olvidarse del poder y de la autoridad, a
ser constitutivamente subversivos; y de aquí, no por ninguna
extraña magia ni poder especial de la inspiración catalana, de
aquí que todas las cosas subversivas que han acontecido en
España, desde hace muchísimos años, vinieran de Barcelona. ¡Es
natural! ¡Si el aire era subversivo, porque no se le había
enseñado a ser otra cosa! Se juntan allí los militares y brotan
las Juntas de Defensa y, creedme, si un día se juntan allí los
obispos, ya veréis cómo los báculos se vuelven lanzas.
(Risas.)
Otro punto en que coincidimos, y esto va a
extrañar a muchos, con el proyecto de la Comisión, es aquel que
se refiere al orden público. A primera vista y al pronto, yo,
como muchos, pensé que parecía improcedente otorgar a Cataluña
en esta forma –que conste, no es total–, el cuidado del orden
público. A primer vista, en efecto, parece, y es cierto, que el
orden público es el poder más inmediato del Estado; pero, en
primer lugar, en este artículo no se quita al Estado la
intervención en el orden público, sino, simplemente, se crea una
instancia primera, la cual se entrega a la Generalidad. Confieso
que me hizo gran impresión la advertencia que nos transmitía en
su discurso el señor Maura, advertencia evidentemente aprendida
en su experiencia de ministro de la Gobernación; experiencia que
yo me sospecho mucho no voy a lograr directamente nunca, pero
que, por lo mismo, me complace absorber de quien me la
transmite. Pues bien; no tenía duda ninguna que era de gran
fuerza el razonamiento del señor Maura. ¿No es cuestión delicada
que coexistan –pues esta sería una de las posibles soluciones en
Cataluña– dos policías? ¿No es igualmente, o más delicado, que
el Estado se quede sin contacto directo, sin visión ni previsión
de lo que germina y fermenta en los bajos fondos de la vida
catalana y, sobre todo, en los profundos bajos fondos de la
ciudad de Barcelona? Ni lo uno ni lo otro es, en efecto,
deseable. Lo uno y lo otro llevan a desagradables consecuencias.
Dos policías hurgando en lo mismo, con tropezones de manos
distintas sobre un mismo tema oscuro, en manera alguna; una
policía del Estado español teniendo que afrontar acaso
situaciones graves, sin tener de ellas ningún conocimiento
previo, tampoco. No escatimo, pues, la importancia, la gravedad
de esta advertencia; pero permitidme que os muestre el otro lado
de la cuestión.
Se crea por este Estatuto un Poder regional de
suma importancia, con gran burocracia, con intervención en una
cantidad enorme de asuntos de la vida local catalana; tiene,
pues, ancho campo para actuar. ¿Tiene sentido que a ese Poder,
al cual damos la parte más mollar y fecunda de la gobernación,
le retengamos la parte más difícil, aquella que representa el
módulo de responsabilidad de todo Gobierno y de todo Poder y,
sobre todo, aquella que es en la que se manifiesta el último
punto de delicadeza y de tacto moral de los Poderes? ¿Tiene
sentido que todas las cosas buenas se hagan por la Generalidad y
que sea el Estado central quien tenga que ir allí no más que
para resolver problemas de orden público, que son siempre
agujeros que se hacen en el capital de autoridad de todo
Gobierno? No puede ser; si allí pasa lo bueno, conviene que
tengan también la experiencia de los problemas que plantea el
orden público; es menester que allí donde actúa el Poder sea
donde se afronten inmediatamente, y por lo menos en primera
instancia, sus consecuencias; que no pase como ocurre con los
pájaros de las pampas que se llaman teros, de los cuales muchas
veces don Miguel de Unamuno ha dicho, repitiéndonos los versos
de Martín Fierro, «que en un lao pegan los gritos y en otro
ponen los huevos»; no, que el grito se pegue junto al huevo.
(Muy bien.)
No podemos aceptar, en cambio, que pase el orden
judicial íntegro a la Generalidad; pero esto por una razón
frente a la cual me extraña que pueda darse, por parte de los
señores catalanes, contra razón de peso. No es la cuestión de
Justicia tema que pueda servir de discusión, ni de batalla entre
los hombres. Acontece así, pero no debe acontecer; es decir, que
acontece sin razón. En todas partes es el movimiento que empuja
a la Historia, ir haciendo homogénea la Justicia, porque sólo si
es homogénea puede ser justa; no es posible que, de un lado al
otro del monte, la Justicia cambie de cara; el ideal sería que
la Justicia fuese, no ya sólo nacional, sino internacional,
planetaria, a ser posible, sideral; que cuanto más homogénea la
hagamos, más amplia la hagamos, más cerca estará de poder soñar
en ser algo arecido a la Justicia misma.
Pero, en fin, déjese a los catalanes su justicia
municipal; déjeseles todo lo contencioso administrativo sobre
los asuntos que queden inscritos en la órbita de actuación que
emana de la Generalidad, pero nada más. Y vamos al último punto,
al que se refiere a la Hacienda. No voy, naturalmente, ahora a
tratar en detalle, ni formalmente, del asunto. Voy sólo a
enunciar las dos normas que nos han inspirado la corrección al
anteproyecto.
Son dos normas, la una complementaria de la otra y que, por lo
mismo, la corrige. La norma fundamental es ésta: deseamos que se
entreguen a Cataluña cuantías suficientes y holgadas para poder
regir y poder fomentar la vida de su pueblo dentro de los
términos del Estatuto: lo hacemos no sólo con lealtad, sino con
entusiasmo; pero lo que no podemos admitir es que esto se haga
con detrimento de la economía española. No me refiero ahora a
las cuantías, no escatimo; lo que digo es que no es posible
entregar a Cataluña ninguna contribución importante, íntegra,
porque eso la desconectaría de la economía general del país, y
la economía general del país, desarticulada, no por el más o el
menos de cuantía en lo que se entregara, no podría vivir con
salud, y mucho menos en aumento y plenitud. De aquí que fuera
menester idear una fórmula amplia en la concesión actual,
elástica hacia el porvenir y, sobre todo, que creciese
automáticamente, conforme la vida y la riqueza de Cataluña lo
exigiera. No se puede en este punto, mirada así la cuestión,
pedir más. Se os da una copa que crecerá conforme crezca el
hontanar que brote en vuestra tierra. Pero no basta con esto,
porque no es decente crear un Poder, sea el que fuere, al cual
se encargue de fomentar la vida de un territorio, sin darle, no
sólo medios para ello, sino albedrío para jugar melodías
político-históricas sobre esa economía que se le da; no es
decente, repito, crear el Poder catalán y no dejarle alguna
imposición sobre el cual pueda legislar. Pero como el principio
anterior nos impide concederle ningún tributo entrañable de la
economía nacional, de ahí que se nos ocurriese buscar en los
derechos reales sobre bienes raíces algo en lo cual pueda
perfectamente Cataluña legislar con entera libertad. ¿Por
qué? Porque es una clase de derechos más fácilmente
desconectable del resto de la economía, porque es un tipo de
derechos, de impuestos relativamente fácil, de los más fáciles
de cobrar, porque no os plantea el problema perenne de Hacienda
de las incidencias, de decir quién es el que en definitiva paga
la imposición. Porque el legislador impone un tributo sobre un
bien, una actividad o una persona y resulta que se va
transfiriendo de golpe de hombro al vecino, de éste al otro, y
se acaba por no saber quién paga, en realidad, aquel impuesto.
Ciertamente, con toda lealtad digo que esto tiene un
inconveniente, pero que al mismo tiempo es ventaja. Los derechos
reales son, por una de sus caras, un impuesto de carácter
político; naturalmente que esto trae consigo que puedan, a
veces, ocasionar, motivar luchas y discordias interiores; pero,
por otra parte, han sido estos derechos a los que han recurrido
los pueblos cuando precisamente han tenido que hacer grandes
sacrificios, profundos sacrificios históricos. Después de la
guerra, todos los pueblos –Inglaterra por delante–, para salvar
la situación de las deudas creadas, cayeron sobre los impuestos
de derechos reales.
Señores, así es como yo veo el perfil de
autonomía que ahora, dadas las circunstancias, las situaciones,
debe otorgarse a Cataluña. Es una autonomía de figura sumamente
amplia y anuncia ella una posible corrección progresiva. ¡Creed
que es mejor un tipo de solución de esta índole que aquella
pretensión utópica de soluciones radicales! La utopía es mortal,
porque la vida es hallarse inexorablemente en una circunstancia
determinada, en un sitio y en un lugar, y la palabra utopía
significa, en cambio, no hallarse en parte alguna, lo que puede
servir muy bien para definir la muerte. Se trata de adelantar,
de iniciar un nuevo camino de solución. Por tanto, no nos pidáis
que en este primer paso que damos hacia vosotros, hayamos
llegado ya; que este primer paso sea el último. No. Esperad.
Intentemos este nuevo modo de conllevarnos, que él nos vaya
descubriendo posibles ampliaciones.
Claro es que con esto no se resuelve sino
aquella porción soluble del problema catalán. Queda la otra, la
irreductible: el nacionalismo. ¿Cómo se puede tratar esta otra
cuestión? ¡Ah! La solución de este otro problema, del
nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de dos leyes ni
siquiera de un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto
tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse
cuando se envuelvan en un gran movimiento ascensional de todo un
país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las
cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en
sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un
Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe. Tenía gran
razón el señor Cambó en este punto, más razón que muchos
representantes actuales de Cataluña, cuando decía que el
nacionalismo catalán solo tiene su vía franca al amparo de un
enorme movimiento creador histórico. El proponía lo que llamaba
iberismo, y yo en punto al iberismo estoy en desacuerdo con él,
pero en el sentido general tenía razón. Lo importante es
movilizar a todos los pueblos españoles en una gran empresa
común. Pero no hace falta nada de «iberismo»; tenemos delante la
empresa, de hacer un gran Estado español. Para esto es necesario
que nazca en todos nosotros lo que en casi todos ha faltado
hasta aquí, lo que en ningún instante ni en nadie debió faltar:
el entusiasmo constructivo. Este debe ser el supuesto común a
todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente, por
debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que
nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos,
y como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República
tiene que ser para nosotros el nombre de una magnífica, de una
difícil tarea, de un espléndido quehacer, de una obra que pocas
veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más
divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor. Este
entusiasmo constructivo es un estado de ánimo en que
se unen inseparablemente la alegría del proyectar y la seriedad
del hacer. Por eso yo pedía que la República fuese alegre, lo
cual ha molestado a algunos republicanos sin que yo pudiera
explicarme esta irritación por ninguna razón favorable para los
que se irritaron. Porque si hay republicanos que creen que deben
defenderse de mí porque les pido que sean alegres y no sean
agrios, entonces es que estos republicanos no están en su verdad
y que han errado su posición y temple históricos. Desde las
primeras palabras que pronuncié en la Cámara pedía yo una
República emprendedora y ágil, lo cual no quiere decir
apresurada. Porque ágil es el que actúa siempre con la misma
celeridad posible, pero sólo con la posible. Ágil, en efecto, es
el que corre y no se atropella. Vayamos, pues, con celeridad,
pero sin acritud, con decoro, con exactitud y viendo bien qué es
lo que hoy en su profundo corazón múltiple desea el país que
hagamos, en este gran paso del Estatuto que tenemos delante. Y
si no fuera porque en uno de sus lados sería petulancia,
terminaría diciéndoos, señores diputados, que reflexionéis un
poco sobre lo que os he dicho y olvidéis que yo os lo he dicho.
(Grandes aplausos.)
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