En la montaña
de Montjuich, y no lejos del puerto de Barcelona, se ponían en movimiento las
fuerzas de Caballería del regimiento de Montesa, alojado en el cuartel de
Tarragona, próximo a la plaza de España, donde estuvo la entrada monumental de
la Exposición de 1929.
El jefe de la
brigada de Caballería, general don Álvaro Fernández Burriel, era el que debía
asumir la jefatura del Movimiento en Barcelona todo el tiempo que tardase en
llegar de Mallorca el general Goded, designado para ello. Aunque primeramente se
había acordado que de momento tomase el mando supremo el general Justo Legorburu,
del arma de Artillería, éste declinó el encargo, por razón de antigüedad, en su
colega de Caballería. Así, Fernández Burriel había estado velando toda la noche
en su despacho, sito en el mismo cuartel de Tarragona, y en continuo contacto
con el coronel del regimiento, don Pedro Escalera Hasperué.
Su plan era el
siguiente. El primer escuadrón de Montesa, al mando del comandante don Manuel
Mejías de la Cuesta tendría por misión adueñarse de la plaza de España,
encrucijada importante y, como hemos dicho, cercana al cuartel. En ese escuadrón
figuraban los capitanes don Carlos Aguilera y don Fernando Ochoa, y los
tenientes don Fabriciano Rodríguez, don Ángel Díaz Herrera y don Miguel Tell
Valls, con una sección de ametralladoras a cargo del teniente don Ángel Clavera
El tercer
escuadrón debía ocupar y pacificar el turbulento Paralelo, vía populosa e
inflamable, donde se fraguaron y desarrollaron siempre los más trágicos sucesos
de los días revolucionarios. Mandaba este escuadrón el capitán don Santos
Villalón, con los tenientes don Juan Noailles, don Jacinto Burgos y don Modesto
Palacios, y los alféreces don Jesús Ortega, don Rafael Pinos Carrasco y don
Antoni Ramírez Descárrega; actuaría de enlace con la División el capitán García
Valenzuela, miembro de la junta conspiradora. Por último, es segundo escuadrón
de Montesa, partiendo de la plaza de España y siguiendo la calle de las Cortes,
tendría por meta la plaza de la Universidad y por misión el enlace con las
fuerzas que, procedentes de otros cuarteles, ocuparían la de Cataluña. Mandaban
este escuadrón el comandante don Luis Gibert de Cuesta, el capitán don Lorenzo
Samaniego y los tenientes don José Goenaga, don Luis Pacini y don Enrique
Flores, con una sección de ametralladoras, a cuyo frente estaba el teniente
González Valls; e iba con ellos un grupo de paisanos mandados por el capitán
retirado Indart, en el que figuraban algunos oficiales de complemento, como el
teniente don Fernando Seguí, los alféreces don Fernando Vidal y Rivas, don Jorge
Linati, don Joaquín Cano, don Joaquín Massana, don Miguel Ángel Luna, don
Vicente García Lastres, don Francisco Francitorra, y los brigadas don Joaquín
Vila Casagualda, don Enrique de Olano Barandiarán, don José Batlló, don José
María Blanch y don Juan Barceló.
A presencia del
general Fernández Burriel, que debe permanecer en su despacho para dirigir el
conjunto de las operaciones, el coronel Escalera, que quedará junto a su jefe,
arenga a las tropas dispuestas en formación. Los jefes y soldados contestan con
entusiastas vivas, y, uno tras otro, los escuadrones salen lentamente a la calle
y siguen hasta la plaza de España, en donde se dividen para acometer por
separado sus correspondientes objetivos.
Apenas hubo
salido del cuartel de Tarragona la Caballería de Montesa, Llano de la
Encomienda, que seguía gozando de su extraña libertad de movimientos, llamaba
allí telefónicamente desde su despacho de la División. El General persiste en su
empeño de que no ocurra nada, y, sin darse cuenta de su propia situación,
todavía inquiere lo que hacen los demás y les reprocha y amenaza.
–¿Es
verdad– le pregunta al coronel Escalera– que su regimiento ha abandonado el
cuartel? Me lo acaban de decir ahora mismo y me sorprende mucho que usted se
haya prestado a secundar la rebelión. Su conducta es sencillamente
intolerable.
–Lo
intolerable, mi General– contesta en el acto el Coronel–, es lo que me está
usted diciendo.
El teléfono
permanece mudo un instante. La réplica de Escalera ha cogido de sorpresa al
General, y Llano adopta en seguida el tono untuoso y contemporizador, propio
de las componendas.
–Mire
usted, Coronel–insinúa–: se han precipitado ustedes¸ pero yo creo que
todavía cabe una reconciliación. Tengo noticias de que en Madrid puede
constituirse, de un momento a otro, un Gobierno muy distinto del actual. Y
dígame: en tal caso, ¿depondrían ustedes las armas?
–A esa
pregunta–responde el señor Escalera–no puedo contestarle por mí mismo; pero
aquí está a mi lado el general Fernández Burriel, que puede hacerlo con la
autoridad máxima.
Apenas
Fernández Burriel se puso al teléfono, con voz melosa Llano de la Encomienda
volvió a sugerir la tentadora fórmula reconciliatoria y a apuntar al General la
misma pregunta que acababa de hacer al Coronel.
Rápido y en
tono resuelto, Burriel le contesta:
–Comprenda
usted, mi General, que no es éste el momento de andarse en componendas. En
toda España el Ejército está en pie, y en muchas poblaciones se halla
luchando ya en las calles. Lo único que le cabe al Gobierno es entregar el
Poder.
Otro silencio.
Luego la voz de Llano se endulza más todavía, para hacerse insinuante y
persuasiva. Es en vano; Fernández Burriel se mantiene en su punto y,
repentinamente, corta la fluencia palabrera de su interlocutor con estas
significativas palabras:
–Dentro de
un rato pasaré por la División, y espero que de aquí a entonces se habrá
hecho usted cargo de las razones que abonan el Alzamiento, y se pondrá a
nuestro lado.
Llano de la
Encomienda se estremece como sacudido por una descarga eléctrica y ahora, lleno
de ira, grita con seguridad y arrogancia:
–Pues, no
lo espere usted, General. Estoy al lado del Gobierno, y ninguna de las
razones que usted y sus compañeros traidores puedan aducir conseguirá
apartarme de la actitud que sostengo…
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ARRIBA
Los barceloneses están viviendo sobre ascuas
desde que despuntó la aurora de ese día veraniego y festivo del
domingo 19 de julio. Además de los devotos, sólo salieron a
primera hora los nunca enterados, que se iban tranquilamente a
pasar un día de asueto en la playa o el campo. Pero a eso de las
seis, cuando los primeros cañonazos retumbaron por todo el
ámbito de la ciudad, tanto unos como otros regresaron
precipitadamente a sus casas y se encerraron en el interior de
los portales, alborotando a todo el vecindario. El estrépito de
la lucha y la absoluta carencia de noticias ciertas hicieron el
resto.
Ya muy adelantada la mañana, se sabe
positivamente que lo propalado por la radio es, en el fondo,
cierto y que en determinados puntos las tropas han sido
arrolladas, y sus jefes muertos o hechos prisioneros.
Hace su aparición en las calles la Cruz Roja,
con sus camiones sanitarios y sus equipos quirúrgicos de
urgencia. Entonces se sabe que es realmente pavoroso lo que ha
sucedido y está aún ocurriendo en la ciudad. Finalmente, cuando
por muchas calles y avenidas se oye el rodar de los cañones y
luego se les ve desfilar en manos de las turbas que los han
conquistado, el derrumbamiento moral de la ciudad es completo.
Entre la clase media y la burguesía cunde, como un inmenso
escalofrío, la certera sensación de que acaba de hundirse,
inesperada e inexplicablemente, el último y supremo valladar que
hacía imposible el completo triunfo de la anarquía.
ARRIBA
A las ocho de la mañana el general Fernández
Burriel, jefe de la sublevación hasta que llegase el general
Goded, todavía confiaba en la victoria. A su juicio, el
Ejército había chocado con alguna resistencia; pero en
varios lugares la había roto ya y en otros no tardaría en
hacerlo.
A dicha hora quiso hablar con el general Goded y
se puso en comunicación con la Comandancia de Baleares. De las
instrucciones dadas por Goded, la más importante y urgente era
la detención de Llano de la Encomienda, para impedirle toda
libertad de movimientos.
–Trasládese a la División–Había dicho Goded
a Fernández Burriel– y proceda inmediatamente contra Llano.
Para cumplimentar la orden, el General salió del
Cuartel de Tarragona en un coche blindado puesto a su
disposición por el alférez de complemento Vila Casagualda, y en
compañía de su ayudante, el comandante don Guillermo Rico y del
comandante de Estado Mayor Montesino-Espartero. A su paso por el
Paralelo, la situación de las tropas de Caballería que se habían
batido frente a la Ronda de San Pablo parecía satisfactoria, y
allí el capitán García Valenzuela y el teniente Noailles,
invitados por Burriel, subieron a su coche. Gracias al fuerte
blindaje que lo protegía, el automóvil pudo atravesar indemne el
fuego de un grupo de paisanos armados y llegar a la División.
Fernández Burriel encontró al general Llano en
uno de los despachos del Estado Mayor, rodeado de su ayudante,
del coronel de Ingenieros señor Cañadas, el auditor coronel, el
coronel jefe de Estado Mayor señor Moxó, el teniente coronel San
Félix y otros jefes y oficiales de servicio en la División.
Llano, al ver a Burriel, se puso en pie. El
saludo entre los dos generales fue sumamente frío. Y Burriel,
sin más preámbulos, afrontó la cuestión:
–General, vamos a arreglar las cosas. Si
usted declara el estado de guerra, las tropas se retirarán
inmediatamente a los cuarteles.
–Eso es imposible: ya sabe usted que estoy
al lado del Gobierno. La proclamación del estado de guerra
solo serviría para que ustedes tomasen el poder con toda
facilidad.
–Reflexione, mi General– prosiguió
serenamente Fernández Burriel–.Piense que todas las
guarniciones de España se han levantado contra el Gobierno y
que, por tanto, el Movimiento no puede fracasar. Tiene
demasiada amplitud y nos jugamos demasiadas cosas, para que
nadie crea que esto puede ser otro 10 de agosto.
Llano de la Encomienda contrariado, pero
resuelto a resistir, de cuando en cuando se enfurecía en
inesperados arranques de genio. En uno de éstos, encarándose con
Burriel, le dice:
–Si insiste usted, general Burriel, me veré
obligado a detenerle. Desde este momento puede considerarse
arrestado.
Rápidamente se acercan a Burriel, como para
defenderle, el comandante Rubio y el capitán Lizcano de la
Rosa. Este, más impulsivo, increpa al general Llano:
–Quien debe darse por detenido –exclama– es
usted. Su actitud es intolerable.
Llano se vuelve, amenazador, hacia Lizcano:
–Usted dese también por detenido. Es usted
indigno de ostentar esa condecoración.
Y alzando la mano hacia la insignia de la
Laureada de San Fernando que luce Lizcano sobre el pecho,
intenta arrancársela violentamente.
–Aquí no hay más indigno que usted– replica
el Capitán, indignado de ver que un traidor trata de
arrebatarle su máximo galardón heroico.
Burriel y algunos oficiales sujetan a Lizcano.
–Cálmese, cálmese, Capitán… No hay necesidad
de verter sangre.
Lizcano sigue fulminando imprecaciones:
–Ese hombre es un traidor, un miserable.
Al fin pueden sacarle de la estancia. Llano de
la Encomienda, blanco como el papel se sienta para disimular el
temblor de sus piernas.
Esta absurda situación continúa prologándose dos
horas más, durante las cuales, mientras las tropas sucumben en
las calles, no se sabe quién manda en la División.
El capitán López Belda, exaltado por la actitud
desleal de Llano, irrumpe en su despacho, seguido de otros
oficiales.
–La traición de ese hombre– grita ante los
que se hallan en la estancia– es intolerable y no estoy
dispuesto a soportarla ni un minuto más. Si ustedes no se
resuelven a hacer nada, yo estoy dispuesto a matar a este
traidor.
Nuevamente intervienen el general Burriel y
otros jefes; y el coronel Moxó, acercándose a López Belda, le
dice:
–Aténgase usted a lo que disponga el general
Burriel; no sea usted vehemente.
Y Burriel:
–No quiero violencias. Esperaremos a que
llegue el general Goded, y él decidirá lo que debe hacerse.
Otra vez se calman los ánimos, pero la situación
continúa empeorando, hasta que a las once de la mañana se recibe
un radio en que el general Goded anuncia su salida de Palma.
Se dispone que vayan a esperarle al muelle de la
Aeronáutica algunos militares y un piquete de ingenieros, que en
estos momentos se encuentra en Dependencias Militares.
En el coche blindado salen el capitán Ramón Mola
y el teniente de Aviación Bravo, y en una camioneta, veinte
soldados al mando del teniente Ezpeleta.
ARRIBA
Hacia las doce cuarenta y cinco llega una
escuadrilla compuesta de cuatro hidros Savoya, que
vienen de Mallorca. Desciende de su hidro el general Goded,
y después, de los otros dos el hijo del general, don Manuel
Goded Alonso y el capitán don Guillermo Casares, que había
llevado a Mallorca las instrucciones para el viaje. En
cuanto los viajeros ponen pie en el muelle, el comandante
Lázaro, que había observado minuciosamente desde su aparato
la situación de Barcelona, se acerca al General, impaciente
por comunicarle sus impresiones.
–Ha hecho usted de conejo de Indias– le dice
al General.
–Bien, mi General; lo interesante es que
sepa usted que se mete en la boca del lobo.
–Así lo creo también. Pero yo prometí venir,
y aquí estoy.
El capitán Mola, con claridad sumaria, informa a
Goded. Cuando éste se encamina al automóvil, le dice:
–Bien, vamos allá; ya veremos lo que puede
hacerse.
Marineros e ingenieros le rinden armas a su
paso.
–¡Viva España!– grita el General al cruzar
frente a ellos.
Y un clamor unánime le contesta:
–¡Viva España!
Abre la comitiva un auto de la Aeronáutica
Naval, siguiendo el coche del General e inmediatamente a su zaga
va el camión ocupado por los soldados de Ingenieros. Los tres
vehículos, después de atravesar los muelles, se dirigen a la
antigua Capitanía por el paseo de Colón. A su paso, los grupos
rojos, apostados y parapetados en el camino, les hacen algunas
descargas; pero las balas se estrellan contra el blindaje del
coche.
–Abra, Lizcano… Somos nosotros… El General
viene detrás –dice el teniente Emilio Lecuona, golpeando
fuertemente la cerrada puerta de la División.
ARRIBA
Al abrirse ésta, los dos oficiales se
abrazan. Segundos después llega el General. Los soldados de
guardia en el patio de la División presentan armas. A Goded
le había bastado aquel breve recorrido por la ciudad, para
advertir que la situación era aún más grave de lo que había
imaginado.
En el despacho del coronel Moxó encuentra Goded
a Llano tendido en el diván, como desfallecido, y rodeado de un
numeroso grupo de jefes y oficiales. El General traidor se
incorpora rápidamente. Goded se le encara con gesto agrio,
destemplado:
–¡Traidor!–le grita–. ¡Eres un vil traidor!
¡No te mato como a un perro, porque me das lástima!
–El traidor eres tú –responde Llano en tono
violento.
Con rápido ademán, Goded intenta desenfundar la
pistola; pero, por tercera vez en esta dramática jornada, la
intervención ajena salva a Llano: el hijo de éste se interpone
en actitud suplicante. Más todavía Llano intenta repicar
vivamente, pero su contrincante corta a escena con una orden
tajante:
–¡Quedas detenido!... A ver –añade,
dirigiéndose a los que le rodean–, que ahora mismo se lleven
de aquí a este hombre.
Llano, descartado al fin, cuando ya las tropas
llevaban siete horas de lucha y algunas unidades se habían
rendido, quedó encerrado en una habitación contigua, bajo la
vigilancia del comandante Lázaro.
ARRIBA
En Capitanía General, donde andan revueltos
los fieles al Movimiento y los desleales, la primera tarea
del nuevo jefe es deslindar claramente los campos. Hecha
esta necesaria discriminación, el General escucha los
informes de Fernández Burriel, de los jefes de Estado Mayor,
de los capitanes Lizcano de la Rosa y Valenzuela, y de otros
jefes y oficiales.
La Guarda Civil no ha intervenido todavía, ni en
un sentido ni en otro. El general Aranguren es hombre blando y
acomodaticio y está ligado a la Generalidad por indudables
compromisos, pero Goded supone que su actitud obedece más bien a
debilidad de carácter y cree que bastará un llamamiento enérgico
a su patriotismo para despertar su pundonor. Mas apenas los dos
generales cambian las primeras palabras por teléfono, esta
esperanza –¡la última!– se desvanece.
Goded termina la conversación, agotada la
paciencia, con estas palabras:
–Bien; usted será el responsable de lo que
ocurra. No estaba en nuestra intención luchar contra a
Guardia Civil; pero si ustedes no cambian, no habrá más
remedio. El Alzamiento está en marcha y ya no hay fuerza
humana capaz de contenerlo.
ARRIBA
Seguían llegando a la División pésimas
noticia. Las fuerzas salidas a la calle las que habían
quedado en los cuarteles estaban sin enlace entre sí, cada
vez más inmovilizadas y como perdidas en la inmensidad de
Barcelona.
Llegó el momento terrible en que Goded hubo de
convencerse de que ya no podía esperar nada de las fuerzas de
Barcelona. Había, pues, que levantar su asedio, como se levanta
el de una ciudad cercada: mediante tropas que llegaran del
exterior. Primero acudió a las más próximas a Barcelona,
enviando a Lecuona en coche a Mataró. Al poco volvía Lecuona
diciendo era imposible llegar a Mataró, ya que las carretera
inmediatas a la Ciudad Condal estaban ocupadas por fuertes
grupos de elementos rojos.
Entonces Goded planeó pedir fuerzas más lejos, a
Palma de Mallorca, a Gerona, a Figueras. Tardarían más, pero aun
podían llegar a tiempo. Con las dos últimas ciudades no pudo
obtener comunicación telefónica.
Una noticia terrible llegó a la División: la Guardia Civil se
resolvía, por fin, a actuar, y lo hacía al lado de la
Generalidad y del Gobierno de Madrid.
ARRIBA
El coronel Escobar de la Guardia Civil subió
al despacho del consejero de la Generalidad, José María
España, donde se celebró una especie de consejo militar,
para convenir las nuevas operaciones. A él asistieron,
sentándose al lado de los jefes de la Guardia Civil, los
dos pistoleros Durruti y García Oliver. Se llegó a la
conclusión de que la tarea más urgente era atacar el Palacio
de la División y reducir al general Goded. Se formaron
fuertes columnas de Asalto y de Guarda Civil y se encomendó
el ataque a la chusma armada, carne de presidio. Para
colaborar en esta tarea fueron arrastrados frente a la
División los cañones tomados por la mañana a las fuerzas de
Artillería.
El fuego comenzó a las cuatro y media de la
tarde, y cobró en seguida tremenda violencia. Las piezas,
emplazadas en los muelles fronteros, servidas por dos sargentos
renegados y el anarquista Juan Lecha, que había sido soldado en
el Arma, disparan sin cesar: los proyectiles arrancan las
piedras de ventanas y balcones y penetran por los huecos.
Lizcano de la Rosa, que maneja una ametralladora, no deja en paz
a los tiradores y sirvientes de las piezas.
Desde la planta baja, el capitán López Belda,
con sus soldados, los contiene con rápidas y fuertes descargas.
En los pisos superiores, el general Goded con algunos jefes y
oficiales, dirige la defensa.
Entretanto había llegado a la División la
noticia del final de la resistencia en las plazas de la
Universidad y Cataluña, con el apresamiento de las fuerzas que
las habían ocupado y que sumaban la mitad de los contingentes
sublevados.
–Esperemos –decía el General– el resultado
de la petición de refuerzos que hemos hecho a Zaragoza y a
Palma. Si estos llegaran, aunque la situación es
desesperada, aún tendríamos posibilidad de resolverla
favorablemente. En todo caso, es preferible sucumbir a
entregarse.
En el piso inferior hay revuelo de reuniones y
conciliábulos: el general Fernández Burriel y el comandante
Sanféliz opinan que, perdida toda esperanza de auxilio de otras
guarniciones, no existe posibilidad de resistir.
Alguien solicitó telefónicamente de la
Generalidad condiciones para a capitulación. Cuando le llega el
rumor al general Goded, se revuelve contra él, encolerizado.
–La rendición es un disparate. Aunque
reconozco que la situación es desesperada, nuestro deber es
resistir. Aún no sabemos con exactitud lo que podemos
esperar de la ayuda de fuera.
Y como alguien le objeta que toda esperanza es
tan quimérica como inútil la resistencia, el General replica con
toda energía:
–No hagan ustedes eso, lo prohíbo. Estoy
dispuesto a no rendirme.
ARRIBA
Pero ya es tarde. La puerta principal ha
sido abierta al enemigo y por ella entra, arrolladora,
ululante, la horda de milicianos –los pañuelos rojos al
cuello, las manos crispadas–, blasfemando, matando. Dos
guardias de Asalto que habían figurado entre los defensores
de la División, son asesinados cruelmente por la primera
oleada. Ante el horror del desastre, el general Goded
requiere nerviosamente la pistola e intenta suicidarse, pero
falló la munición y antes de que tuviera tiempo de volver a
montar el arma, un grupo cercano, en el que estaban
Valenzuela, Noailles, un sargento y varios soldados, se
precipitó sobre él y lo desarmó.
Desarmado, todavía trata de convencer a su
ayudante Lázaro, para que le diera su pistola. Se habían quedado
solos ambos, con el coronel Moxó, en una galería del segundo
piso. Así estuvieron largo tiempo; parecía que los habían
olvidado. De pronto, asoma por la galería un guardia de Asalto
que, al reconocer al General, apresta el fusil para disparar,
pero el comandante Lázaro se lo desvía y arrebata, y el guardia
huye atemorizado. Vuelve un grupo de guardias y milicianos, que
apuntan desde lejos. Mas interviene Pérez Farrás, quien detiene
personalmente al General, diciéndole que lamenta encontrarse con
él luchando ambos en distintos campos.
Los defensores de la División habían quedado
desarmados y reducidos por los rojos. Pérez Farrás comunicó
directamente con Companys, a quien preguntó que debía hacer con
los prisioneros, que la horda roja pretendía linchar allí mismo.
–Manda –contestó Companys– todos los presos a la
Consejería de Gobernación, donde deben permanecer bien
vigilados, hasta que yo disponga. En cuanto al general Goded,
tráetelo para acá. Necesito verle en el acto.
ARRIBA
Allí fue conducido Goded junto con su
ayudante Lázaro Muñoz y el teniente coronel de Estado Mayor
Sanféliz. Al general Goded, el “honorable” le dice: Supongo
que tendrá usted la convicción que los militares han sido
vencidos. Hay que saber perder. Cuando el 6 de octubre yo me
hallaba en situación parecida a la que se encuentra usted
ahora, fui invitado a hablar por la radio, para aconsejar a
mis amigos que depusieran las armas, y entonces yo lo hice,
tal como se me pidió, para evitar la efusión de sangre.
Espero que ahora usted hará lo mismo. Tenga la bondad de
hablar por radio –le señalaba el micrófono– y ordene la
rendición a los militares que aún luchan.
Bruscamente, en una reacción súbita y enérgica,
el General responde:
–Yo no hago eso. Yo no he sido vencido, sino
traicionado.
Companys insistió:
–Le ruego que dé esa orden. Así evitará que
se siga derramando sangre inútilmente.
Resiste Goded e insiste Companys una y otra vez.
El General, después de una larga lucha interior, medita
calmosamente sus palabras.
–Bien, hablaré– dice por fin.
Goded, con toda serenidad, dice:
–La suerte me ha ido adversa y he caído
prisionero; si queréis evitar que continúe el derramamiento
de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais
conmigo.
Después de pronunciar esta frase, el General se
queda silencioso y cabizbajo delante del micrófono.
ARRIBA
Le apartan del micrófono, y Companys, en
catalán, glosa las frases del General, de esta manera:
«Ciudadanos: Sólo unas palabras, porque
éstos son momentos de hechos y no de frases. Acabáis de
escuchar al general Goded, que dirigía la insurrección y que
pide que se evite el derramamiento de sangre. La rebelión ha
sido sofocada. La insurrección ha sido dominada. Es
necesario que todos continuéis a las órdenes del Gobierno de
la Generalidad, ateniéndoos a sus consignas.
No quiero terminar sin hacer un fervoroso
elogio de las fuerzas que con bravura y heroísmo han luchado
por la legalidad republicana ayudando a la autoridad civil.
¡Viva Cataluña! ¡Viva la República!»
A las dos de la madrugada, los oficiales de la
Guardia Civil que mandaban a los Mozos de Escuadra intentaron
sacarlos, pero al atravesar el patio para tomar el coche, los
milicianos trataron de lincharlos y quemar el auto. Pero
empezaba su calvario; un mozo de Escuadra dio al General con su
mosquetón un culatazo que le fracturó una costilla.
ARRIBA
Hubo que desistir y pasar a los detenidos al
despacho del Consejero de Finanzas. A las dos de la tarde,
apaciguadas al parecer las turbas, sacaron al general Goded
y llevárselo al buque-prisión “Uruguay”. Su ayudante
quedó en la Generalidad tres días más, sin comer ni
descansar.
El “Uruguay” es un viejo trasatlántico,
retirado tiempo ha de las rutas marinas. Últimamente había
servido de albergue de vagos y maleantes que dejaron en él una
mugre pegajosa y un relente de miseria. También fue cárcel
política.
Al “Uruguay” fueron trasladados todos los
militares detenidos: el general Goded, el general Fernández
Burriel, el general Legorburu, el coronel Cañadas, Moxó, Dufoo,
Lizcano de la Rosa, Fernández Unzué, Sancho, Valero, Burgos,
Enrich, Gibert, Pacini, Samaniego, Flores, Goenaga, Fleitas,
Borrás, Oller, Quevedo, Lafuente, López Amor, López Belda,
Urrutia, Bruxes, Negrete, Carranza, Ordovás, los hermanos
Ibarra, Lázaro (el ayudante de Goded), Botaña, Recas,Viviano,
Galán, Bravo, Salcedo, Martínez Lage, Aguilera, Clavería, Puig,
Arribas, Tomaguera y otros muchos más, el hijo del general Goded
y un gran número de paisanos, encerrados estos últimos en las
lóbregas bodegas de proa.
Pronto comenzaron los consejos de guerra y el
terrible y revolucionario Tribunal Popular cuya intervención se
encaminaba a alargar los sufrimientos del procesado, condenado
ya de antemano a la última pena.
El 25 de julio, el magistrado Luis Pomares había
sido designado juez especial para instruir el sumario de la
sublevación militar. Comenzaron sus actuaciones con la
declaración de los generales Goded, Fernández Burriel y
Legorburu. Posteriormente hubieron de ayudarle cuatro
compañeros, dado el gran número de acusados y testigos. La labor
no termina hasta el 4 de agosto. Y el consejo de guerra contra
Goded y Fernández Burriel, como directores y principales
responsables del Alzamiento, queda señalado para el día 11, en
el mismo “Uruguay”.
La detención de Goded y de Fernández Burriel,
había creado un difícil problema al poder revolucionario.
Mientras los anarquistas pretendían eliminarlos sin formación de
juicio, la Generalidad quería dar al mundo la sensación de que
aún existía justicia en su territorio. La primera dificultad fue
la falta de jefes para constituir el consejo. Al final, con
algunos traidores y varios cobardes se formó el Tribunal.
Pero aún faltaba el defensor. El general Goded
se había negado a designarlo, porque nombrándolo él mismo sería
tanto como aceptar la legalidad del procedimiento.
Entonces la Generalidad requirió al comandante
de Estado Mayor don Antonio Aymat, que retirado del servicio
militar, vivía consagrado a su profesión de abogado. Le
obligaron a hacerse cargo de la defensa.
ARRIBA
Fiscal: ¿Era usted el general más
antiguo de la brigada de Caballería de esta plaza?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿La tarde del día 18 del mes de
julio estuvo usted presente en la reunión de generales que
se celebró ante el general que ejercía el mando de la
División?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Es cierto que en las discusiones o
conversaciones que allí se sostuvieron usted prometió
lealtad y fidelidad en el cumplimiento de sus deberes?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Y después de haber hecho esta
promesa estuvo usted la noche del 18 en el cuartel de
Caballería?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Es cierto que en presencia de
usted fue dirigida una alocución a la tropa por el coronel
del regimiento?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Usted lo consintió?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Consintió asimismo que las tropas
salieran a la calle?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Con conocimiento de los fines
rebeldes?
Burriel: No. Para salvar a la República.
Fiscal: ¿Usted creía que se salvaba a la
República atacando a sus organismos más legítimos y al
Gobierno constituido?
Burriel: No
Fiscal: ¿Pero usted optó por unirse al
movimiento con la tropa que mandaba?
Burriel: Yo no tomé el mando.
Fiscal: Usted no dio ninguna disposición,
pero era usted el más antiguo y una vez tomado partido,
asumió el mando de las fuerzas, ¿no es cierto?
Burriel: Yo no estaba en aquel momento en
la División y por tanto no sabía lo que ésta había
dispuesto.
Fiscal: ¿No es cierto que usted acudió al
cuartel de la División, cuando supo que el movimiento había
fracasado?
Burriel: Sí.
Fiscal: ¿Es decir que sólo llegó usted a
ponerse a las órdenes del general Llano después de tener
conciencia de que había fracasado el movimiento?
Burriel: No, porque yo no sabía quiénes
eran los que estaban en un bando o en otro. Yo estaba en un
cuartel e ignoraba quien estaba a un lado u otro del
movimiento.
ARRIBA
Una vez acabados los interrogatorios, el
fiscal, puesto en pie como todos los concurrentes, termina:
«–La pena que corresponde imponer es
taxativa. Por eso pido para Manuel Goded Llopis y Álvaro
Fernández Burriel la pena de muerte, con las accesorias
correspondientes de pérdida de cargo, además de la
responsabilidad civil, a razón de un millón de pesetas para
cada uno de los procesados».
El presidente del Tribunal dice:
«–La sentencia no se hará pública hasta que
sea aprobada por la autoridad militar».
A la una de la madrugada se tuvo la noticia de
la confirmación por parte del Gobierno y se notificó a los
condenados. La sentencia tenía que ser ejecutada en el término
de seis horas. Ya en el desembarcadero y en los alrededores de
Montjuich, fuerzas de Asalto y de la Guardia Civil vigilan el
camino que ha de seguir la comitiva. Y por la carretera viene,
desde Tarragona, en un camión el piquete ejecutor, escogido en
el Regimiento de Almansa número 15.
A las dos de la madrugada los dos generales se
confiesan con uno de los sacerdotes detenidos y comulgan.
Fernández Burriel dicta su testamento a un notario y se despide
de su esposa y de su hija, que han sido llamadas al barco, y al
amanecer son sacadas del camarote, fundidas en llanto,
A las cuatro de la madrugada son llevados al
camarote del general Goded su hijo Manuel y su ayudante, el
señor Lázaro, para que se despidan de él. El General dicta a un
notario su testamento.
Una gasolinera, con un piquete de la Guardia
Civil, atraca al costado del “Uruguay”. Los generales
Goded y Fernández Burriel descienden al barquichuelo. Treinta
automóviles esperan en el muelle. La comitiva se pone en marcha
camino de Montjuich, por el Paralelo. En una camioneta van los
dos generales custodiados por guardias civiles. A las seis
franquean las puertas de la ciudadela de Montjuich. Los
condenados descienden de la camioneta. Como durante el proceso,
el general Burriel viste de paisano y el general Goded de
uniforme de diario, sin faja ni correaje.
En el camino habían puesto los féretros para sus
cadáveres.
ARRIBA
Goded y Burrel permanecieron en mitad de los
glacis conversando con su defensor. Burriel hacía algunas
indicaciones al defensor, que éste apuntaba en una libreta.
Mientras tanto, el jefe de las fuerzas de Almansa organizaba
el piquete. A las seis y diecisiete minutos el juez se
dirigió al grupo formado por los condenados y el defensor.
Les rogó que le siguieran. Con paso seguro atravesaron el
patio. Goded iba del brazo del defensor y Fernández Burriel
se despidió del juez que le había acompañado en el último
trayecto.
Delante de un gran muro desnudo los condenados
se detienen. La descarga de doce fusiles derriban los dos
cuerpos. Con arreglo a las prescripciones del Código Militar de
España, en seguida crepita otra descarga. El jefe del piquete se
adelanta unos pasos, y detrás de la oreja dispara un tiro de
revólver. Son las seis y veinte minutos.
El médico y el abogado se inclinan sobre los
cadáveres y comprueban la muerte.
El piquete de ejecución desfila, seguido de
guardias civiles, carabineros y milicias antifascistas.
El Comité de Milicias Antifascistas extiende el
acta de ejecución. Decía así:
«Cumplimentando órdenes del Comité
Antifascista y de acuerdo con el resultado del consejo de
guerra celebrado, y del cual ha resultado la aplicación de
la pena de muerte, certifican los abajo firmados que Goded y
Burriel han sido fusilados a las 6:20 horas del 12 de agosto
de 1936, en los glacis de Santa Elena, del castillo de
Montjuich. Firman: José Miret, Francisco García, Tomás
Fábregas, Artemio Ayguadé, José Asensi y coronel Artemio
Caballero, gobernador del castillo».
Unos empleados retiran los cadáveres, que son
depositados en féretros y llevados en un furgón al Cementerio
Nuevo.
Una bandera negra es izada en el castillo de
Montjuich.
ARRIBA
El nieto del general Álvaro Fernández
Burriel, don César Javier Zaldo Fernández Burriel me mandó
unas cartas de gran valor histórico, escritas de puño y
letra por su heroico abuelo, pocas horas antes de ser
fusilado por las hordas marxistas.
También me acompañaba una pequeña reseña
familiar, que paso a transcribir:
Álvaro Fernández Burriel era hijo de Gabriel
Fernández Duro, Coronel de Artillería. Su hermano Cesáreo
Fernández Duro fue un insigne Marino y un gran historiador.
La profesión militar le viene de 4 generaciones.
Su esposa, Nieves Strauch Sevilla era hija del Intendente
Militar en Filipinas, donde nació ella, Federico Strauch Pisano.
Tuvieron seis hijos, un chico y cinco chicas, una de ellas mi
madre, que nació en el cuartel de la remonta de Écija.
Cuando lo fusilaron mi madre tenía 9 años y
jamás me habló del tema.
Carta
nº 1
Queridísima Nieves de mi alma, hijos
queridísimos: cuando recibáis ésta habré muerto por la
Patria, mi pensamiento sólo en vosotros está, a Dios pido su
protección para vosotros. Espero tendréis ayuda de los
nuestros y podréis salir adelante.
Con todo cariño, con toda el alma a todos
envío mil millones de besos y abrazos, vuestro,
Álvaro
Carta nº 2
Barcelona 11 Agosto 36
Excmº Señor Don Miguel Cabanellas
Mi querido General y amigo: ahora termina el
Consejo en que nos condenan a muerte a Goded y a mí, creo el
fin será próximo.
Dejo a la familia en la mayor miseria, pues
arrasaron mi pabellón y se llevaron lo poco que de valor
teníamos, a Vd. mi general le ruego haga lo que pueda por
ellos, con ello moriré tranquilo.
Con todo el cariño de siempre le envía un
fuerte abrazo su buen amigo y subordinado,
Álvaro F. Burriel
Carta nº 3
Barcelona 11 Agosto 1936
Excmº Señor Don Gonzalo Queipo
Mi querido amigo: hoy me condenan en Consejo
de Guerra a muerte y espero terminar mañana.
No tengo que decirte cuanto estoy a vuestro
lado. Dejo a mi familia en la mayor miseria, pues lo poco
que teníamos lo han arrasado en mi pabellón y te escribo
esta para que hagas por ellos cuanto puedas y no me los
abandonéis, única preocupación que hoy tengo.
Con un abrazo a todos los compañeros pero
muy fuerte para ti de tu buen amigo
Álvaro F. Burriel
Carta nº 4
Procurar salir de Barcelona cuanto antes.
Poneros en relación con Luisa y César
Haceros fuertes que todos os necesitáis.
Tengo mucha resignación, Dios lo ha querido
y ha sido su voluntad. Él os ayudará.
A Polo que sea hombre, sostén de vosotros.
No abatiros, animaros los unos a los otros,
pensad que ese es mi único deseo, más tarde o temprano a
todos os llega la hora y para ello hay que estar preparados,
procurando sea lo mejor posible y cumplir con nuestros
deberes.
A Luisa que rece por mí, que la tengo muy
presente
Carta nº 5
Queridísima nenica: me llevan al Uruguay y
como ya te dirán creo es lo que más me conviene, solo lo
siento por no veros pero como ya esta mañana te decía es
cuestión de paciencia, no os apuréis que todo se arreglará.
No hagáis por verme, aunque sea vuestro mayor deseo,
conviene tener toda clase de precauciones. Escribirme y
mandarme las cartas por Edificios Militares, los de
Segorbina os entenderán. Mandarme tarjetas postales con
sellos, ya --ellos-- os darán los medios de comunicación
Dejo el pijama para que lo lavéis y lo
mandéis y si necesito algo ya os lo pediré pero no mandarme
nada sin pedirlo.
Quiero estéis muy animados a mí ya sabes no
me falta ánimo y creo como os dije me conviene por todos
conceptos estar ahí, estoy más seguro. Me hubiese alegrado
fuera más tarde la salida para despedirme de vosotros, pero
no os apuréis que mi mayor tranquilidad y satisfacción es
que vosotros estéis bien y con ánimos
A todos mil millones de besos y lo que
queráis de vuestro Álvaro
Notas:
Luisa era su hermana monja.
César era su tío.
Polo era su único hijo varón, también
detenido en el barco-prisión “Uruguay”. Tenía 18
años de edad y fue liberado.
ARRIBA
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