Cautivos y desarmados.

Por Ignacio Camacho. ABC, 14/12/2006.

Como no hay nada más urgente que hacer, como el país va de p... madre y como los problemas se solucionan solos, el Gobierno ha decidido ocuparse de lo que realmente le importa, que es ganar la Guerra Civil con setenta años y un par de generaciones de retraso. La Ley de Memoria Histórica no viene a ser más que un palimpsesto en el que el zapaterismo pretende reescribir el pasado con la caligrafía dudosa de un revisionismo de vía estrecha. Al final va a quedarle una plana borrosa, llena de enmiendas y frustraciones, pero la intención está clara: redactar, mediante un juicio a posteriori de nuestro drama histórico, un nuevo parte final de guerra: «Cautivo y desarmado el consenso de la Transición, las tropas revisionistas han alcanzado sus últimos objetivos sectarios. La reconciliación de los españoles ha terminado».

Lo más triste de este empeño retroactivo es su esterilidad para la construcción de un futuro razonable. Nada hay que objetar a las indemnizaciones a víctimas de flagrantes injusticias históricas, ni al derecho de las familias a recuperar los restos de sus deudos arrojados a la ignominia de las fosas comunes. Ningún reparo moral cabe, aunque los haya jurídicos, y muy serios, a la revisión de condenas vejatorias dictadas por tribunales franquistas bajo el marco de un cainismo excluyente. Pero la acción política de un Gobierno sedicentemente progresista no puede orientarse con esta prioridad urgente hacia el pasado, ni la España actual es una nación traumatizada por heridas sin cicatrizar, sino una pujante sociedad volcada en los retos de la modernidad y el desarrollo.

El concepto mismo de «memoria histórica» ofrece serios reparos a los historiadores -recientemente lo discutía con tino Stanley Payne, que no es lo que se dice un reaccionario- en la medida en que constituye una suplantación selectiva que cambia el rigor de la ciencia y del estudio de los hechos por un criterio sentimental, subjetivo e ideológico. Pero es que, además, la actual dirigencia política viene mostrando un sensible y contrastado desprecio por los valores del conocimiento y el aprendizaje, sustituidos por vulgares apriorismos esquemáticos a la medida del pensamiento (?) dominante. La enseñanza se ha convertido en un ámbito de reeducación ideológica, y la cultura oficial responde a un diseño preestablecido desde obsoletos clichés de superchería intelectual. Todo ello al servicio de una interpretación torticera de la Historia que trata de encajar el pasado en un estrecho cauce de prejuicios políticos y morales.

Pérez Reverte lo acaba de decir a su estilo desenfadado y sin anestesia retórica: «Animales de bellota con corbatas de colorines hablando de memoria histórica sin haber leído un libro: ¡qué atrevida es la ignorancia!». El problema, querido Arturo, es que se trata, por ende, de un atrevimiento intencionado, proselitista, dogmático y cizañero. Si al menos fuese una ignorancia inocente.

 

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