Por José Javier Esparza. La Gaceta, 28 de noviembre de 2010.
Los últimos
estudios arrojan un panorama de desolación sobre los ideales de
la juventud española.
El último informe
Jóvenes Españoles de la Fundación SM arroja una imagen que da pena
mirar. Según esa encuesta, los jóvenes españoles son
mayoritariamente egoístas, materialistas, individualistas y carecen
de cualquier esperanza en el futuro. O sea, los rasgos que suelen
definir la caricatura del anciano. Por primera vez, los jóvenes
están convencidos de que vivirán peor que sus padres y, ojo, ello al
margen de la actual crisis económica. En otros términos: no hay
futuro.
Un dato interesante:
para la mitad de los jóvenes españoles, el botellón es una conquista
irrenunciable. Otro dato de la encuesta: el descrédito de los
políticos entre los jóvenes es prácticamente total. Dato
complementario: la mayoría de los jóvenes no observa práctica
religiosa alguna; inversamente, crece la superstición. Estamos ante
una mezcla explosiva de desesperanza, conformismo y malestar, que de
vez en cuando estalla para volver enseguida al redil.
Todas las encuestas de
los últimos años apuntan a lo mismo: la juventud desaparece como
mito colectivo. Hace un par de siglos, la juventud se convirtió en
el mito que encarnaba la vanguardia de la Historia, el espejo de un
mundo que avanzaba. Hasta hace relativamente poco (pongamos Mayo del
68, por ejemplo), aún podía decirse que la movilización de los
jóvenes indicaba el camino del tiempo nuevo. Hoy ya no es así. Los
héroes están cansados. Esto se acabó. Hoy la juventud ya no es
vanguardia de nada. Y esto significa un cambio cultural e histórico
de primera magnitud.
Lo del cambio histórico
no es exageración. El mito de la juventud como agente histórico, la
conciencia de que uno está llamado a un destino especial por el
hecho de ser joven, no es algo que haya existido siempre, sino que
es un mito exclusivamente moderno. Es ahí cuando se configura la
imagen de la juventud como potencia revolucionaria.
Al mismo tiempo, las
grandes transformaciones socioeconómicas borraron los viejos
sistemas de incorporación de los jóvenes a la sociedad adulta. La
extensión de los programas de educación ampliaron el arco: cada vez
se es joven durante más tiempo. Así tomó forma lo que después
Talcott Parsons llamará “cultura juvenil”: una forma de ser y estar
específica de los jóvenes, con valores propios, no siempre
coincidentes con los de la sociedad adulta. Al alba del siglo XX,
ser joven ya era una manera de vivir. El mito de la juventud nació
ahí, creció hasta agigantarse (los totalitarismos hicieron abundante
uso de él) y terminó triunfando en todo el espacio de Occidente.
Después de la Segunda
Guerra Mundial, el mundo se concentró en construir unas sociedades
donde ya no hubiera guerras, revoluciones y escasez; un mundo donde
los jóvenes ya no tuvieran que volver a morir; un mundo para
disfrutar. El discurso del bienestar lo invadió todo. Pero no se
puede proponer a la gente el horizonte del placer y el confort y, al
mismo tiempo, imponerle obediencia a normas que limitan ese
horizonte. Por eso los discursos liberadores invadieron la Europa de
los años sesenta. La juventud volvía a actual como vanguardia. Pero
esta vez el beneficiario de la rebeldía iba a ser el orden
establecido. Eso fue Mayo del 68.
La gran lección de Mayo
del 68 la vio muy bien el poeta y cineasta italiano Pasolini: ni
aquello era una revolución, ni esos jóvenes eran revolucionarios,
sino que todo se limitaba a una reivindicación hedonista de
bienestar, a un gesto para liberarse de las últimas obligaciones.
Quizá fuera una subversión, pero era precisamente la subversión que
el orden burgués necesitaba para emanciparse de las últimas cadenas,
sobre todo de carácter moral. La transformación social se concentró
en la libertad de costumbres, en el derecho del individuo a
practicar un hedonismo consciente. Los revoltosos sólo eran una
amenaza para quienes pisaban el freno del capitalismo, no para el
poder.
Hoy, en fin, la
juventud ha dejado de ser el motor de la historia porque el
movimiento moderno ha llegado a su final. Se ha obtenido la
emancipación completa del individuo; al menos, la emancipación que
buscaban los modernos: ni Dios, ni amo, ni reyes, ni padres.
Occidente se ha convertido en un sistema de egoísmos y de
narcisismos, que fundamenta la libertad en el bienestar individual y
en la ausencia de obligaciones. Seguimos, por supuesto, sometidos a
mil coacciones, empezando por el dinero, pero precisamente esas
coacciones se consideran requisito de la libertad. En un horizonte
así, la juventud como mito histórico deja de tener sentido.
El aspecto general que
ofrece hoy la juventud es el de un segmento de población estabulado
en instituciones neutralizadoras. Entre esas instituciones las hay
formales, como la educación, y las hay informales, como el ocio. Es
importante subrayar esto al hablar de los jóvenes, porque no siempre
se repara en el papel del ocio como lugar de vida, como ambiente que
envuelve la existencia. Por eso, las políticas juveniles de nuestros
Gobiernos atienden invariablemente a proveer a los jóvenes de nuevos
y más completos centros de ocio, de instituciones cada vez más
amplias donde proceder a su estabulación.
Los jóvenes, en tal
situación, se vuelven hacia sí mismos: se les empuja a encontrar la
satisfacción en su propia juventud. Pero nadie puede ser eternamente
Narciso: al final, la propia imagen siempre defrauda. Así nacen la
insatisfacción y la apatía. Y así muere el mito moderno de la
juventud.
¿Salidas? Quién sabe:
quizás el primer paso es que los propios jóvenes dejen de verse a sí
mismos como jóvenes, es decir, como un sector social cuya edad le
confiere una conciencia específica. Hoy esa conciencia de ser joven
es un arma paralizadora: conduce a la indolencia y a la abstención.
El horizonte de los jóvenes (y no sólo de ellos) debería ser la
comunidad en su conjunto. Solo volcándose hacia el exterior, hacia
fuera de sí, se puede romper el hechizo de Narciso. Pero eso exigirá
que la sociedad provea de modelos aptos a los jóvenes y que conciba
la educación como algo más que una estabulación. Y esto,
evidentemente, ya es otra historia.