Por José Javier Esparza. La Gaceta, 26 de diciembre de 2010.
Dos recientes sentencias
muestran cómo el Poder se arroga nuestros derechos y la mayoría
calla
Unos ciudadanos españoles, padres de
familia, plantearon su derecho a educar a sus hijos en casa. Esta
semana, el Tribunal Constitucional fallaba que no hay tal derecho.
Así, el poder decide, por su cuenta y riesgo, que sólo él está en
condiciones de ejercer los derechos ciudadanos. Pocos días después,
el Tribunal Supremo, también a instancias de unos padres de familia,
declaraba que el español debe ser lengua vehicular en la enseñanza
en Cataluña; pero los políticos nacionalistas y socialista, con un
desahogo clamoroso, anunciaban su intención de pasarse la sentencia
por el Arco de la Generalitat. Y otra vez el poder decide, por su
cuenta y riesgo, que sólo él está capacitado para decir cuáles son
nuestros derechos.
En cualquier otro país “de nuestro
entorno”, como dicen los cursis, estas dos noticias habrían
levantado una inmediata reacción ciudadana. En España, no. Entre
nosotros, sólo unos pocos medios de comunicación –este que usted
lee, por ejemplo- y algunas asociaciones civiles han clamado al
cielo. Pero el cielo está encapotado por el conflicto de los
controladores aéreos y las cábalas sobre la sucesión de Zapatero, de
manera que la oposición política no ha encontrado tiempo para decir
una palabra sobre el asunto. En cuanto a los ciudadanos, parecen
demasiado ocupados jugando a la Lotería y estrujando la exhausta
hucha para comer langostinos en Navidad. Y así vamos encontrándonos
con que cada día somos un poco menos libres.
Mansedumbre ovina
Conviene subrayar la enorme importancia
de esas dos sentencias, la del Constitucional y la del Supremo. La
primera recoge un derecho de los ciudadanos, que es el derecho a la
educación, le da la vuelta y lo convierte en un derecho del Estado
contra los ciudadanos al imponer la escolarización obligatoria en el
sistema oficial (sí, el mismo que viene fracasando estrepitosamente
desde hace 30 años). La segunda, la del Supremo, recoge un derecho
de los ciudadanos que viene bien clarito en el Constitución, lo
exhibe y se topa con la abierta desobediencia de unos políticos
dispuestos a retorcer el argumento, quemar la sentencia y, una vez
más, arrebatar a los ciudadanos sus derechos. En un Estado de
derecho normal, la Fiscalía General debería actuar contra los
políticos que desobedecen una sentencia. Pero España no es un Estado
de derecho normal.
El ámbito de la educación es
particularmente relevante para este debate, porque es aquí donde más
ha avanzado la injerencia del poder y donde menos se ha visto
reacción alguna por parte de los perjudicados, esto es, los
ciudadanos. El Gobierno Zapatero pudo imponer una asignatura
abiertamente adoctrinadora, como Educación para la Ciudadanía con la
complicidad del PP y ante la pusilanimidad de la jerarquía
eclesiástica, sin otra resistencia que unas decenas de miles de
padres objetores. Con la misma facilidad se está imponiendo ahora un
tipo de educación sexual, comisariaza por el Ministerio de Sanidad,
que no responde a motivos pedagógicos, sino a objetivos ideológicos.
Y la gran mayoría silenciosa, más silenciosa que nunca, se deja
cabalgar.
Lo más inquietante no es que un
Gobierno intente meter en cintura a los ciudadanos: eso ha pasado
siempre y se diría que está en la misma naturaleza del poder, que es
como los gases y tiende a ocupar todo el espacio disponible. No, lo
malo no es que el poder apriete, sino que el ciudadano se deje
apretar. Los españoles están aceptando con una mansedumbre
propiamente ovina las continuas interferencias del poder en su
ámbito más íntimo y privado de soberanía. Se diría que no tenemos,
colectivamente hablando, el menor aprecio a nuestras libertades.
Estamos tan anestesiados, y de una manera tan profunda, que
parecemos muertos. Quizá nos hayan hecho ya la eutanasia como
nación.
El Poder se expande
En un libro célebre –quizá demasiado-,
El miedo a la libertad, Erich Fromm puso en relación directa la
libertad con la capacidad para prescindir de ciertas cosas que nos
protegen. Siempre es confortable buscar sólo seguridades, eludir el
error y transferir la propia responsabilidad a otros, pero por ese
camino uno termina siendo un esclavo de voluntades ajenas. Acepta la
propia vulnerabilidad y desafiarla es una manera de ser libre.
Arriesgarse a cometer un error es ser libre. Tomar en las manos el
ejercicio de los propios derechos es ser libre. Es más duro, tal
vez, pero también es mucho más gratificante. Ahora mire usted
alrededor y pregúntese si los españoles de hoy, colectivamente
hablando, le parecen gentes libres o no.
Lo curioso es que este retroceso de
nuestra libertad real ha venido envuelto en una incesante salmodia
de la libertad política. Desde los años de la Transición, aquí todo
el mundo ha hablado sin parar de libertad. Pero la realidad es que
hemos dejado al Estado que nos organice la vida, que nos provea el
futuro, que nos asegure la existencia, que nos administre nuestros
derechos … Y el resultado ha sido que el Poder ha engordado a
nuestra costa. Si hoy la sociedad española parece tantas veces
mortecina y anémica, incapaz de salir adelante por sus propios
medios, es sin duda por esa exagerada dejación de responsabilidades
personales y comunitarias en manos del poder. Y si usted cree que
esto tiene que ver con nuestra lamentable situación económica, no se
equivocará.
Dijo Tocqueville en algún lado que no
hay libertad sin libertades, y el tropo dista de ser un
trabalenguas. Este siglo ha conocido numerosos movimientos que
enarbolaban la bandera de la Libertad, pero esa Libertad abstracta,
cuando se hacía concreta, venía a significar que nadie podía escapar
a ninguna parte. El predicador de la Libertad padece una cierta
tendencia a enviarte al guardia de la porra en cuanto te sales del
redil. Por eso es preciso hablar menos de Libertad y más de
libertades reales y directas. Porque, si no, la libertad puede
convertirse en una simple máscara del despotismo.
Las dos sentencias de esta semana sobre
educación, la del Constitucional y la del Supremo, dan la medida de
dónde estamos: el poder nos quita libertades, y la mayoría calla.
Calla porque los españoles, colectivamente, tenemos miedo a la
libertad.