Por José Javier Esparza. La Gaceta, 26 de septiembre de 2010.
En Europa hay 50 millones de musulmanes, y creciendo. Si los
europeos de cepa siguen empeñados en no tener hijos, dentro de medio
siglo los musulmanes serán mayoría en países como Holanda y Francia.
En España no hay tantos: en torno a un millón; de ellos, unos
750.000 son marroquíes. Aquí, sin embargo, el problema se plantea en
otros términos no menos inquietantes: los de una extraordinaria
fragilidad cultural en el país de acogida, o sea, la propia España,
que contrasta con la cohesión de la minoría musulmana. Así, en
España, el poder parece obsesionado por favorecer lo musulmán en
detrimento de los cristiano. ¿Por qué?
Repasemos el paisaje. Discotecas que cambian su nombre para no
molestar a las minorías integristas. Recintos militares habilitados
para la oración musulmana mientras se limita la liturgia cristiana
en las Fuerzas Armadas. Discriminación positiva de los alumnos
musulmanes en la escuela española y discriminación negativa de los
católicos. Respeto reverencial a las costumbres traídas por los
moros –aunque algunas de ellas no sean propiamente coránicas- y
desdén infinito hacia las costumbres autóctonas.
La fascinación del moro
Andalucía está a la cabeza del fracaso escolar en España con un
índice del 36,3%, pero lo que preocupa a la Junta es impulsar la
enseñanza del árabe en la secundaria. Ian Gibson pide mezquitas y
clases de árabe mientras Juan Goytisolo prosigue con su cansina
cantinela del islam como faro de tolerancia y diálogo de culturas.
La misma progresía que cubre de sarcasmo a la “España
nacional-católica” y a la “insidiosa reconquista” de Juan Luis
Cebrián se extasía ante la vaporosa fábula de un islam tolerante que
sólo existe en su imaginación. Hace pocos años, una ministra de
Cultura, Carmen Calvo, fundamentaba la amistad hispano-árabe en el
hecho de que Cervantes residiera en Argel durante cinco años,
pasando por alto el nada desdeñable matiz de que el Manco estuvo en
Argel, sí, pero capturado como esclavo, cautivo de los piratas y
pasando las de Caín. Todos estos son los mismos que devolverían
Ceuta y Melilla a Marruecos, ignorando que esas dos ciudades jamás
han sido marroquíes. E via dicendo.
Aquí hay dos cuestiones de fondo, y ambas, en nuestro caso, están
muy relacionadas entre sí. Una es cómo gestionar la integración de
los inmigrantes musulmanes, difícil problema que compartimos con el
resto de los europeos. La otra es la pertinaz tendencia de una
cierta parte de la opinión española, especialmente entre la
progresía simiculta, a identificarse con el musulmán, y éste es un
rasgo muy específicamente nuestro. La pregunta es: ¿por qué a
nuestra izquierda le gustan tanto los moros?
Advertencia: contra lo que mucha gente cree, moro no es un término
peyorativo. El término moro proviene directamente del griego mauros
y del latín maurus, que quiere decir “moreno”. Aquellos morenos
dieron nombre a la antigua provincia romana de Mauritania. Dicho
quede-.
Debate degradado
Hoy el debate se plantea en los términos urgentes de la política
sobre inmigración, pero este asunto de la maurofilia y la maurofobia
es muy viejo. Por decirlo en dos palabras, hay quien piensa que los
españoles, por nuestra propia identidad histórica, debemos
manifestar una especial solicitud y simpatía hacia lo musulmán, y
hay quien, por el contrario, sostiene que España existe precisamente
porque venció al islam, y que lo musulmán es algo del todo ajeno a
nosotros. Y estas dos posiciones, de alguna manera, reproducen el
esquema clásico de las dos Españas.
¿Cuándo empezó la izquierda española a ser maurófila? Señalemos un
hito: el libro de Juan Goytisolo Reivindicación del conde don
Julián, de 1970. Ahí, Goytisolo declaraba la guerra a la España
nacionalcatólica de Franco y al occidente cristiano en general e
invocaba la figura del conde godo don Julián, aquel que según la
tradición abrió las puertas de España a los moros. Inauguraba así
una línea de reflexión no muy original, pero sí muy provocadora: una
oposición elemental entre la España católica y negra de la
Contrarreforma y la España blanca y tolerante del califato moro. Y
Goytisolo, para blasonar el linaje, buscaba un padrino indiscutible:
Américo Castro.
Situémonos después de nuestra última guerra civil. Dos grandes
exiliados, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, polemizan
violentamente sobre el ser de España. Castro sostiene que España se
construyó después de la invasión islámica en el siglo VIII, no
antes, como resultado de la presencia en nuestro suelo de tres
grandes fuerzas –cristiana, musulmana y judía-, que a partir de ese
momento interactuaron de manera ora conflictiva, ora armónica.
Sánchez Albornoz, por su lado, mantiene que España se construye en
el conflicto con el islam, sí, pero no de modo armónico, sino
bélico, y como actualización de la herencia romana, cristiana y
goda. Esto que decimos, naturalmente, es una simplificación. Quien
quiera profundizar, debe leer las dos grandes obras de referencia
sobre el asunto: de Sánchez Albornoz, España, un enigma histórico, y
de Castro, La realidad histórica de España.
Ahora bien, el debate, en los últimos años, se ha encanallado. Entre
otras cosas, por el concurso de historiadores proseparatistas, como
Henry Kamen, que ha descubierto la extraordinaria novedad de que
España no ha existido nunca. Pero de estas cosas, mejor apartarse,
porque, como dijo Pérez-Reverte sobre este caballero, “empiezas
dejando que un inglés te toque los huevos, y nunca se sabe”. Lo
importante es que la endeblez del debate intelectual español ha
hecho que todas aquellas viejas ideas, ahora deformadas, vayan
degradándose hasta plantearse en términos burdos. La vieja negación
de la España cristiana da en negación de España en general y,
después, deriva en simpatía hacia el enemigo secular de esa España;
es decir, el moro. Y como, además, el moro imaginario es pobre, una
víctima explotada por el capitalismo occidental, la izquierda siente
gran atracción hacia su causa. Así, de Castro se pasa a Goytisolo y
de éste a Zapatero. Una decadencia.
El “síndrome de Don Julián”
Sabiendo esto es más fácil entender por qué la izquierda ama el
islam. Para empezar tenemos el síndrome de Don Julián, que es una
afección típicamente española: aparece cuando uno, por intensa
insatisfacción u odio hacia lo español en general, da en juzgar que
ellos son los buenos, pues España es, esencialmente, lo malo. Así,
se experimente simpatía hacia todo lo que nos erosiona, ya sea la
leyenda negra, ya sea el Eterno Moro.
Además, hay que añadir otro elemento, que es de orden ideológico y
extensible a toda la izquierda occidental: una mal digestión de la
obra de Franz Fanon, el autor de Los condenados de la tierra, que
aplicó al escenario colonial su fusión de socialismo con el
nacionalismo revolucionario. Desde Fanon, la izquierda, que ya no
podía ser soviética, encontró un nuevo mito redentor: había que
liberar del yugo occidental a los condenados de la tierra:
africanos, sudamericanos o musulmanes.
Eso no basta para explicar tanta maurofilia. Hay más: el instinto de
rendición a los bárbaros, visible en toda situación histórica de
decadencia. El instinto de rendición a los bárbaros afecta
especialmente a sectores acomodados, y puede describirse como una
inclinación a claudicar ante la amenaza exterior. Aquí pesan el
miedo a perder lo que uno posee y una cierta mala conciencia de ser
beneficiario de la injusticia. Por eso, con frecuencia, este
instinto se envuelve en un discurso pacifista o panfilista del tipo
“¿no seremos nosotros la verdadera amenaza?”. Ahí, sólo resta abrir
las pertas.
Y no perdamos de vista la cuestión religiosa. La izquierda sólo ve
la religión como una flaqueza que el progreso debe disolver. Así,
busca negar legitimidad a la tradición religiosa propia, equipararla
con las demás religiones y utilizar a unas contra otras en una
estrategia de desespiritualización.
El imperativo de que “España deje de ser católica” nunca abandonó a
la izquierda. Hoy vivimos otro asalto a la Cruz: por eso nuestra
izquierda le gustan tanto los moros.